You

You


Capítulo 19

Página 21 de 57

19

Todo alcanza su punto álgido. Así son todas las formas de vida.

En el taxi, de camino a casa de Peach, estoy cada vez más seguro de que mi momento álgido ha sido en el carruaje (no en el «taxi ese de caballos», como lo has llamado tú), y sé que nunca seré un hombre tan grande como en ese momento. No volveré a estar en esa precisa situación: acababa de recogerte, te llevaba en volandas, y tú con la piel fresca, la falda limpia, y teníamos toda la noche por delante. Es lo que dice Michael Cunningham en Las horas: la felicidad es creer que vas a ser feliz. Es la esperanza.

Peach me ha arrebatado la esperanza. Estás leyendo e-mails y enviando mensajes y ¿cómo puedes abrazarte a mí por primera vez en nuestra vida juntos y luego hacer como si nada? Estás a un millón de kilómetros de mí, hablando con gente que no tiene nada que ver con nosotros.

—Eh, Beck —intento.

No me miras y contestas con brusquedad:

—¿Qué?

—¿Me cuentas qué pasa?

—Muchas cosas —respondes, y por fin me miras—. Ay…, te has enfadado.

—No —contesto.

No es culpa mía que tus amigas sean tan gilipollas y no es culpa mía que no seas capaz de dejar Twitter en paz durante una puta noche. No puedo controlar estas cosas y soy mejor que tú, y lo sabes; de lo contrario, no me cogerías la mano ni me meterías un rollo sobre Peach, que piensa que alguien ha vuelto a entrar en su casa a robar, una idea ridícula porque yo sólo entré una vez y no le robé ni una puta cosa.

—Vaya —digo.

Cruzas los brazos.

—Mira, Joe, está sola. Tiene miedo. Y es mi amiga.

—Lo sé.

—Entonces no digas «vaya» —me sueltas.

No tienes agallas para enfrentarte a Lynn y a Chana, y esta noche estoy muy dispuesto a que te desahogues conmigo.

—Lo siento, Beck. De verdad.

Inclinas la cabeza. Eres leal.

—Pero deja que te diga una cosa: ese edificio es hermético. Sería muy pero que muy difícil entrar ahí.

Aun así, no te convenzo, y resoplas.

—Es que da igual si ha pasado. Ella se siente como si hubiera pasado.

Te dejo ganar. Eres una chica y tienes ese derecho. Viajamos en silencio y reparo en privado en que Lynn y Chana no te llaman durante las citas afirmando que el Yeti intenta ahogarlas en la fuente de la juventud. Sales por la puerta antes de que el taxista ponga la palanca de marchas en la posición de aparcamiento, y yo pago con tristeza.

Cuando salgo del taxi, te abrazas a mí con fuerza y susurras:

—Ha sido la mejor cita de mi vida.

—Define «de mi vida» —contesto.

Sé que quieres un beso, así que te beso. Cuando entramos en el edificio, no cabe duda de que somos una pareja. Entramos en el ascensor y te suena el teléfono, contestas y es Peach.

Chilla:

—¿Dónde narices estás?

—Perdona, estamos en el ascensor.

—¿Estamos? —gruñe.

Se corta la llamada y suspiras:

—Va a ser una noche larga.

—¿Quieres que me vaya?

Se te nota que te gustaría que me marchase, pero me coges del brazo.

—Por favor, sé amable con Peach. Ya sé que es difícil tratar con ella, pero ha intentado suicidarse… un par de veces. Es débil. Está triste.

—No me gusta que te griten.

Sonríes y me aprietas el brazo.

—Eres muy protector.

—Lo soy.

Te cojo la mano con la que me has agarrado la polla. Te la beso y te prometo que estás a salvo.

—Mi caballero de radiante armadura —ronroneas.

El ascensor bosteza y tiembla, el timbre suena, se abren las puertas y nos muestra una visión horrible. Ruido, Elton John a todo volumen y Peach, que tiene cara de haberse electrocutado con esos ojos de no dormir y el pelo encrespado. De entre todo lo que podría haber elegido, se ha armado con un puto cuchillo de pelar patatas.

—¿Por qué has tardado tanto? —gruñe.

Irrumpe en el salón, que sin la gente de Brown es aún más vacuo. Me aprietas la mano, «lo siento». Yo te la aprieto a ti, «no pasa nada». Seguimos por su casa a la Peach enfadada, y si yo viviera solo en un sitio tan grande, también estaría mal de la cabeza.

Han pasado menos de diez minutos y ya me siento como el repartidor al que no le pagan. Peach te habla sólo a ti y, cuando me atrevo a intervenir, espera a que acabe antes de seguir enrollándose, «como te decía». No me lo tomo como algo personal y, la verdad, creo que estaría igual de cabreada si hubieras traído a Lynn o a Chana. Pero esto no es fácil, Beck.

Me recuesto en el sofá con los brazos estirados y, aunque estás a mi lado, te inclinas hacia delante, al borde del asiento. No puedo decirte que Peach es venenosa. Ver cómo te miente y cómo te lo tragas todo es demasiado para mí, pero no puedo decir ni una palabra.

Coges el teléfono.

—Creo que deberíamos llamar a la policía.

Ella no te hace caso, y yo no aguanto más y me levanto.

—Creo que debería echar un vistazo. ¿Te importa?

—Haz lo que quieras, Joseph.

—¿Hay algún sospechoso? —pregunto.

Me rodeas la pierna con el brazo y te doy unas palmadas en la cabeza.

Peach mira por la ventana, gesto típico de los mentirosos.

—El repartidor patético e incompetente del sitio de los zumos, pero no me puedo ni imaginar que él tenga lo que hace falta para entrar en este edificio. Sin ofender, Joseph, pero me refiero a que no creo que haya acabado ni el instituto.

—No me ofendo.

Ella se revuelve.

—Tampoco quería decirlo así.

—No pasa nada —respondo.

Tiene suerte de que su opinión no me importe. Me acerco a ti, te levanto la barbilla y te doy un beso en los labios: un beso húmedo, con la boca abierta, bien dado. Me aparto y saludo a Peach al salir del salón.

Voy tranquilamente hasta esa especie de biblioteca para echarle un vistazo al pobre señor Bellow. No me extraña que no escribas lo suficiente: Peach es una rémora que te arrastra constantemente con sus problemas y sus dramas inventados. Ahora mismo, esa Blythe de tu clase está encorvada sobre una tetera de té para gilipollas como ella, un boli rojo y el décimo borrador de un relato. Escucha a Mozart y está absorta en su trabajo. Pero tú prefieres la vida. Te gusta el melodrama que hay en este ático. Cojo el libro de Bellow (ahora está en una funda. De nada, familia Salinger) y os oigo entrar en la cocina. Peach te manda meter una pizza en el horno, pero tú te opones.

—Pensaba que no podías comer tomates con lo tuyo.

—Si te digo la verdad, cuando tengo un brote y estoy así de estresada, ni lo noto.

—Ay, cariño —ronroneas.

—Ya —contesta—. No. Es. Justo.

Ya he oído suficiente, así que me despido del pobre señor Bellow y subo al piso de arriba. Mi primera parada, cómo no, es el dormitorio de Peach. La última vez que estuve aquí, me pareció más grande que la librería y, ahora que entro de nuevo, me doy cuenta de que, para mi desgracia, tenía razón. Aquí se podrían jugar ocho partidas de Twister a la vez. Y está bien diseñado, claro. Los ricos saben cómo hacer que las paredes estén a su servicio. Abundan las puertas dobles de cristal. Algunas dan a un armario de seis metros. Y otras a la terraza. Acaricio la pieza más bonita, una cómoda antigua de madera de caoba blanqueada que mide cinco metros y medio o seis.

Quiero relajarme, así que cierro la puerta con llave. Me quito los zapatos, me deshago de los calcetines y las alfombras de visón (de visón, joder) son la gloria. La cama es preciosa, una cama con dosel ornamentado de tamaño California King colocada en el centro. Sábanas de Ralph Lauren (lo he mirado) y montañas de libros de Virginia Woolf en la librería empotrada: ediciones en tapa dura, de bolsillo, nuevas, viejas. Ha hecho un millón de maratones. Las cintas son prueba de ello, metidas de cualquier manera en los libros como si fueran puntos de lectura. Acaricio la superficie de la cómoda de caoba blanqueada, es una pieza muy buena. Qué pena que casi ni se vea bajo el bosque de botes de plástico de productos para el pelo. Hay un televisor gigante, pero, en un lugar como este, eso hay que darlo por hecho.

Quiero salir a la terraza, pero la puerta se atranca. Tiro de ella, venga, joder, ábrete, y se abre. Pero pierdo el equilibrio y me agarro a los botes de mejunje para el pelo para no caerme. Mi plan fracasa y me voy directo al suelo. Por el camino tiro un montón de botellas, un ejemplar desgastado de Una habitación propia y un fajo de fotos que aterrizan en el visón. No doy crédito a mi suerte mientras echo un vistazo a las dieciséis fotografías bonitas y reveladoras: son todas de ti. Al parecer, Peach está hecha toda una fotógrafa.

Sin embargo, lo que distingue a un verdadero buen fotógrafo es su mirada independiente. Un gran fotógrafo es capaz de enfocar una alcantarilla con la cámara, encontrar el ángulo correcto y convertirla en un prisma de acero. Estas fotos son preciosas, pero no son arte, Beck. No. Estas fotos son pornografía, joder, y tengo que sentarme porque es demasiada información para absorber en un momento, demasiados datos. Peach te quiere. Peach te desea. Esto me irrita los sentidos y de pronto me doy cuenta de que las fotos están manchadas, queridas, pegajosas. Algunas tienen huellas dactilares. No es que te quiera y ya está, Beck: está desquiciada de la pura obsesión. Me fijo bien y veo chorreras superpuestas de flujo de mujer, que es por lo que parece que tengan un filtro. Se toca ella y luego te toca a ti; a ella y a ti. Desde hace eones, y no me extraña que la chica acumule tanta rabia, tanta represión. Las fotos ofrecen la historia de tu cuerpo (gracias, Peach), y te veo con dieciocho, o quizá diecisiete años, con una camiseta ancha de tirantes, sin bragas, dormida bocarriba en una cama. La luz llega desde una playa que hay al fondo y tú eres un ángel; ojos cerrados y piernas abiertas. Te veo en bikini, metiendo un dedo del pie en el agua. Aunque parezca irónico, tienes el culo como un melocotón maduro y delicioso. Te veo de noche en una playa, subida encima de algún tío, desnuda. La cámara de Peach es buena, porque te puedo mirar a los ojos y se te ven los pezones como un par de botones.

Tengo que tumbarme en la cama. Qué fotos, Beck.

Qué.

Putas.

Fotos.

Hay un bulto debajo del edredón y, cuando lo levanto, encuentro una bola de ropa sucia y húmeda del gimnasio y calcetines manchados de sangre. Paso por encima de ese desorden y tiro otro de sus chales, perfectos para ocultar las erecciones invisibles que ahora comprendo. Esparzo las fotos y, joder, doy gracias por que la cama sea tan grande. Quiero follármelas todas y cada una. La que estás en el instituto con flequillo, la de la universidad con caderas, y la que estás a mitad de un polvo, la versión en blanco y negro de ti a horcajadas sobre un tío cualquiera. El de la foto no soy yo, pero lo seré y te agarraré del cuello como a ti te gusta, y gritarás para mí y gemirás: «Joe». Escupo un depósito entero de lefa caliente en la primera puta cosa que encuentro: un sujetador de deporte que huele a humedad. Peach no lo echará de menos y no me queda más remedio que metérmelo en los pantalones y esconderlo en los calzoncillos. Saco fotos de las fotos antes de guardarlas en la cajita de Beck y sonrío.

Cuando me sereno y lo limpio todo, bajo al salón y os encuentro en la terraza. Ahora todo me parece distinto y eso es un problema. Peach está enamorada de ti, pero tú eres mía y la vida nunca será fácil mientras ella se haga la enferma, mientras se haga la víctima o finja cualquier cosa con la que llamarte la atención. Y ahora yo también soy distinto porque no me atrevo a mirarte mientras tenga tan fresca la imagen de las fotos. Peach está borracha y farfulla sobre que alguien la acosa. Me siento en el brazo de una silla como podría hacer un detective y apoyo la barbilla en la mano.

—Si me lo permites, Peach, he visto que haces muchas maratones. ¿Sales a correr a diario?

—¿Por qué? —me dispara.

Le gustaría verme muerto. No es porque no fuese a la universidad, sino por cómo me miras.

—Bueno —empiezo a decir—, si sales a correr todos los días, a cualquier tío raro le resultaría fácil darse cuenta y acosarte.

Agitas las manos y se te cae el chal en el regazo.

—Ay, por Dios. Por Dios, Joe. Peach sale a correr por el parque todos los días antes de que salga el sol.

—No es todos los días —te corrige ella.

Pero le baja el volumen a Elton para oírte mejor mientras la alabas.

—Sí que lo haces, Peach. Eres increíble y muy valiente: sales a correr por el bosque.

Peach se encoge de hombros, pero es evidente que está memorizando las palabras: increíble, valiente.

—Eso no es seguro —digo.

—Bueno, es que no me limito como los demás, Joseph —contesta ella—. Soy así.

Coges la lista de hombres que habéis hecho entre las dos, pero no oigo nada porque en la mente tengo una presentación de imágenes en las que sales únicamente tú y tú y tú.

—Peach —dices—, ¿se te ocurre alguien más? ¿Alguien con quien hayas salido?

Ella se encoge de hombros.

—A lo mejor el tal Jasper. El otro día comimos juntos y es obvio que le he abollado el corazón. ¿Quién sabe? A lo mejor se lo he roto sin darme cuenta.

Joder, qué mentira. Pero tengo que ser fuerte.

—Ese Jasper ¿perdió los papeles?

Si yo le dijera que el cielo es azul marino, Peach me corregiría y diría que es añil, así que es evidente que tiene que protestar.

—La verdad es que, según mi experiencia, los hombres como Jasper llevan el rechazo bastante bien. Los hombres como Jasper tienen vidas tan ricas que no suelen ser demasiado emocionales con su vida privada.

—O sea, que tienes muchos exnovios —digo, aunque sé que debería bajarme del carro.

—Seguimos siendo amigos —me espeta—. No estamos en el colegio, no hay dramas.

—Me alegro —digo, pero quiero estrangularla—. Yo no soy amigo de mis ex, demasiada pasión. No puedo dejar esa pasión de lado y quedar para comer.

No tiene nada que contestar, y yo me inclino para darte un beso.

—Ten cuidado —te digo.

—Ay, Joe —contestas, aunque no hace falta que seas tan dramática—. Gracias por ser tan comprensivo. Tengo que quedarme.

Fíjate en cuánto amor tienes dentro. Eres leal, afectuosa y te levantas para acompañarme hasta la puerta y darme las gracias de nuevo por ser comprensivo. Nos damos un beso de buenas noches mientras Elton John canta aún más alto, «como una princesa apostada en su silla eléctrica». Te digo que vuelvas con tu amiga, y lo haces.

Ir a la siguiente página

Report Page