You

You


Capítulo 21

Página 23 de 57

21

No estoy enfadado. De verdad que no lo estoy. Eres buena amiga. Sé que los padres de Peach ya han vuelto a San Francisco. Y sé que tienes que estar a su lado. No voy a echártelo en cara como hacen Lynn y Chana, que sueltan palabras como «codependiente» y cosas por el estilo y se niegan a visitarla en el hospital. No estoy loco. ¡No lo estoy! Lo demuestro enviándole flores a la habitación. Hasta pago un extra para que le pongan un gran globo amarillo con una carita sonriente.

¿El tío que está enfadado compraría el globo? No lo haría.

Y tampoco me porto mal con los clientes. Es evidente que no estoy enfadado, porque soy más paciente que nunca. No me meto con Curtis cuando llega tarde, no le echo la bronca cuando se olvida de pedir más ejemplares de Doctor Sueño (el único libro que se vende, aparte de la «precuela», claro), aunque ver cómo esa novela se asienta en lo más alto de la lista de ventas del Times hace que cada vez tenga más claro que esto no progresa. Nuestra primera cita de verdad fue el día que salió el libro y ahora está batiendo récords, está en la lista de más vendidos por tercer mes consecutivo, joder, y sin motivo aparente leo un artículo en internet sobre la inevitable adaptación cinematográfica y no estoy enfadado contigo ni con King ni con los clientes ni con Peach ni con nadie. Me da igual que sea una mentirosa, me sabe mal por ella porque es obvio que es producto de las tendencias sociópatas de su familia y su obsesión contigo es trágica y, en serio, en cualquier caso, la que me preocupa eres tú.

Puedo esperar. Hay cosas buenas que suceden rápido (un libro superventas) y otras van despacio (el amor). Lo entiendo. Estás ocupada. Tienes que ir a clase, lo pillo, y entiendo que tienes a Peach y sé que no me evitas y comprendo que tienes que entregar páginas y, por supuesto, Peach no se ve capaz de estar con chicos y, con todo lo que está pasando, es normal que no puedas escribirme tan a menudo, y sé que piensas en mí cuando te metes en la cama que yo te monté, está todo claro. Beck, no soy un gilipollas narcisista de esos que piensan que sus necesidades son siempre lo primero. Me despierto, salgo a correr hasta el agua y de vuelta a casa, y tengo las piernas cada vez más firmes; lo verás tarde o temprano. Vendo la novela de King y leo a King y como solo y ceno solo y ni una sola vez te echo en cara que me rechaces. Ni una sola.

El globo, Beck, costaba casi diez dólares más con los impuestos y, cuando te pregunté si lo había recibido, oí a Peach a través de tu voz:

—Sí —dijiste—, ha llegado.

—¿Pasa algo?

—Bueno, Joe, déjalo. Vamos, que ahora le parece que todo está mal.

—Beck, ¿qué coño…?

Y no lo dije en plan gilipollas. Quería que fueras sincera conmigo.

—Déjalo, Joe. No pasa nada.

—Es obvio que sí.

Suspiraste y la que está enfadada eres tú y pareces distinta, como si te hubieras bebido el zumo verde que le llevan a Peach todas las mañanas, como si ese estilo de vida empezase a gustarte: dormir en la parte alta de la ciudad, despertarte sin ni un solo mueble de IKEA en la habitación.

—No te enfades.

—No estoy enfadado, Beck.

—A las dos nos pareció que lo del globo fue un poco desconsiderado.

—¿Desconsiderado?

—A ver…, es una carita sonriente.

—Sí, de «que te mejores».

—Sí, pero no es tan sencillo, Joe.

—En la página web está en la sección de «que te mejores».

—Sí, pero no es que se haya hecho daño jugando al tenis.

Tenis…

—Beck, sé razonable.

—Lo soy.

—No pretendía ofender.

—Ya lo sé. Pero cuando hay por ahí un tío que ha entrado en tu casa por la fuerza y te ha atacado, lo último que quieres ver es una cara sonriente gigante. O sea, es una sonrisa. Es como……

—Joder… —dije.

—Ahora no es el momento de sonrisas.

—Lo siento.

—No tienes que disculparte.

—Beck, ¿qué tal si tomamos un café o algo?

—Ahora no puedo, de verdad.

Nunca me has parecido más lejana y pienso coger ese globo y pegarle una puta puñalada y al mismo tiempo pienso coger el globo y atárselo a Peach al cuello porque ¿QUIÉN COÑO SE PONE COMO UNA GILIPOLLAS POR UN GLOBO?

Bueno, han pasado siete horas y seis días enteros desde que a Peach le dieron el alta. Estás ocupada con la universidad y ocupada con Peach, todavía vives en su casa. Pero no estás tan ocupada como para no enviarte e-mails con un desconocido llamado CaptainNedAck@gmail.com.

Tú: «Hola, ¿puedes llamarme?».

El capitán: «Ahora mismo no. ¿Vienes este finde?».

Tú: «Tengo muchísimo lío. ¿No me llamas un momento?».

El capitán: «Tengo ganas de verte».

Tú: «No tengo coche».

El capitán: «Pilla uno y pago yo. Todavía tienes la talla pequeña, ¿verdad?».

Tú: «Sí».

Cuando acabas de hacer planes con el capitán, sales de casa de Peach y coges un taxi. Te llamo. Me salta el contestador, pero no dejo un mensaje. No soy el capitán, y Peach también te llama, pero no le haces caso y entonces te envía un e-mail escrito con mayúsculas:

¿DÓNDE ESTÁS?

Contestas rápido y con parquedad:

Emergencia de escritora. Es largo de contar. Me voy a mi «retiro de escritura» (jaja), al Silver Seahorse de Bridgeport. Sé buena contigo misma y cierra las puertas con llave. Te quiero mucho mucho mucho. Beck.

Ahora Peach se ha enfadado contigo y, si te digo la verdad, no me extraña. Conducir hasta Bridgeport es un coñazo. Alquilas un coche porque, como todos sabemos, paga el capitán. En cambio, yo me tengo que conformar con el enorme Buick viejo del señor Mooney. Lo que hago por ti, Beck. A estas alturas lo lógico sería que yo fuera el capitán y no escucho música en todo el trayecto a Bridgeport. Estoy demasiado triste para eso, demasiado triste para Elton John, y me duele la cabeza.

Oh, capitán, mi capitán.

Lloro.

Llego a Bridgeport el primero. El Silver Seahorse es un motel pequeño cerca del mar, uno de esos lugares con pasillos abiertos. Peach no pisaría un sitio de estos, pero debe de ser el lugar en cuestión, porque es el único Silver Seahorse de Bridgeport. Me como un burrito de gasolinera mientras escucho las noticias. Temo tanto por ti, por mí, por nosotros, que no me lo acabo. El capitán. ¿Quién es el capitán?

Entras en el aparcamiento, y yo me hundo en el asiento y te vigilo por el espejo retrovisor. Abres el maletero desde dentro y rodeas el coche, pero no llegas a sacar nada porque el capitán sale tranquilamente de una habitación. Tiene al menos cuarenta y cinco o cincuenta y el pelo canoso a lo Clooney. ¿Esto es lo que te gusta? El tipo tira una colilla al suelo. Vete a la mierda, capitán, muérete de cáncer. Te coge en volandas y te da una vuelta, ¿y sabes qué te digo, Beck?

Ahora sí que estoy furioso.

El puto capitán Jubileta se sube a tu coche. Os sigo y conduce él, el cabrón (y nunca te has subido a un coche conmigo), y paráis en un cajero de una gasolinera. Te bajas del coche de un salto y vuelves con un fajo de billetes de veinte. Te hace contar el dinero (espero que se muera ahora mismo), pero tú estás enfadada y cuentas despacio, como si tuvieras ocho años y estuvieses aprendiendo, y entonces me acuerdo de lo de los encuentros informales de Craigslist y me temo lo peor. Os sigo hasta el hotel y ya me he hartado, Beck. El capitán se baja primero y te abre la puerta y tú vas al maletero, sacas las maletas, y él ya tiene la llave, y estoy tan cerca que os oigo.

—¿Me das un piti?

Él niega con la cabeza.

—Cariño, no puedo.

—O sea, que tú puedes y yo no.

—¿Has traído un disfraz?

¿Un disfraz? Joder.…

—¿Tú qué crees, que lo he traído? —te quejas—. Sólo uno, por favor.

—No pienso darte tabaco.

—¿En serio? ¿Ahora te pones a hacer de padre? Joder…

Has dicho «padre» y creo que me va a dar algo porque tengo el cerebro frito y se me para el corazón. Padre. Me dijiste que había muerto. Se lo dices a todo el mundo. Beck, ¿por qué? No sé si esto me hace enfadar o si me entristece, porque ahora mismo siento un alivio enorme por el hecho de que no vayas a pagar (o no vayan a pagarte) por ponerte un uniforme escolar y que te follen en una habitación de motel. Respiro. El capitán es tu padre y tu padre tiene la llave, y tú gruñes y entras después que él en la habitación 213. Quiero conocerlo y entrar ahí contigo y quiero que me estreche la mano y me diga lo mucho que se alegra de ver que su hija tiene a alguien tan bueno en su vida. Pero me dijiste que estaba muerto, así que a lo mejor serías más feliz si entrase ahí dentro y lo hiciera realidad. Estoy confuso y está bajando la temperatura en cuestión de segundos.

Es temporada baja en esta mierda de sitio que es Bridgeport y tener que hacer el check in en el motel me ayuda a tranquilizarme. Tengo mucho que digerir, pero es un alivio. Le suelto al recepcionista un rollo sobre números de la suerte y pido la habitación contigua a la tuya. Me la dan y huele a lejía y a tabaco Newport y las paredes son finas y, después de ducharme, pongo la toalla de sobra en el suelo y me siento a escuchar mientras te peleas con tu padre (algo sobre dinero, hijos; parecéis los adultos de los dibujos animados de Snoopy). Él da un portazo y te quedas sola. Cuando acabas de llorar, te duchas y estás mojada y limpia como yo y oigo que cierras con llave. Tiras la manta al suelo (pesa mucho y lo oigo) y te pones manos a la obra y gimes, gimes alto, te oigo, y ahora me pongo yo con lo mismo, y tú sigues, y en mi mente no hay pared porque te estoy follando y estás de rodillas, suplicando que te folle, y estamos en Bridgeport porque queremos follar en un motel, y te tiro del pelo, y tú gritas (gritas de verdad, Beck, se te oye porque no tienes el cojín verde para enterrar la cara) y, cuando acabas, enciendes el televisor y un cigarrillo. Lo oigo y lo huelo y estoy tan cansado de hacerlo contigo y no hacerlo contigo que tardo un minuto en darme cuenta.

Sabes que lo del globo sonriente estuvo bien y tu padre no es un yonqui muerto.

Eres una puta mentirosa.

Ir a la siguiente página

Report Page