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Capítulo 22

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Qué manera de obligarme a hacer cosas que no acostumbro a hacer. No me disfrazo en Halloween desde tercero (fui de Spiderman) y, a pesar de que cada año me cuesta más, he conseguido oponerme a ese día festivo prostituido durante toda mi vida. Y, sin embargo, aquí estoy, en el probador de la tienda de disfraces de Bridgeport, donde huele a naftalina. Es tan pequeño que un puto pitufo estaría sudando. Céline Dion canta sobre su mierda de corazón en el peor equipo de música del mundo mientras la dependienta irlandesa, una señora con muy buenas intenciones, no para de hablar muy cerca de la puerta del probador.

—¿Ya te has puesto los bombachos, hijo?

—No.

Me miro en el espejo y me quiero morir. Pero no puedo porque me necesitas. Tu padre va a arrastrarte a la mierda de Festival de Charles Dickens de Port Jefferson, al otro lado del estuario de Long Island. No quieres ir, pero te ha alquilado un disfraz y, después de la bronca que habéis tenido esta mañana, has accedido a visitar a su familia.

Mientras tu padre y tú os preparabais, yo me he metido en la habitación del motel y he investigado sobre el puto festival. Cuando has salido a fumar, te he mirado y me he dado cuenta de que no tenía elección: estabas espectacular con el traje, envuelta en una nube de velur rojo y la cabellera saliendo por debajo de la capota roja. Fumabas y hacías mohines en el aparcamiento del Silver Horse Motel, la única chica del mundo capaz de parecer tan seria y tan ridícula al mismo tiempo. Tu padre ha salido con sombrero de copa y chaqué, y te ha dado un manguito de piel blanca.

—¿Qué quieres que haga con esto? —le has preguntado.

—Mete las manos dentro, para que no te enfríes.

—Pero si ya llevo guantes.

—Beck, no me lo pongas más difícil.

Has suspirado y has metido las manos en ese manguito con suerte, y yo quiero meter las manos dentro de ti. Estoy tardando demasiado en vestirme y la dependienta irlandesa llama a la puerta con los nudillos. Está claro que quiere echarme un vistazo.

—Qué agradable es ver a gente joven como tú animarse a participar —dice desde fuera—. Si me lo permites, creo que los bombachos te sentarán muy bien.

—Sí, un segundo.

—No sé si te lo he dicho ya —repite por tercera vez—, pero los trajes de alquiler se devuelven antes de una semana de la fecha de alquiler. Eso si no quieres que una fresca irlandesa venga a llamar a tu puerta vete a saber a qué horas. ¿Estás listo?

—Un segundo —digo.

A lo mejor las irlandesas no hablan inglés. Céline Dion sigue dando voces sobre su maldito corazón, y yo me ahogo con la naftalina y el odio que me tengo a mí mismo en este momento, y si le hubieras hablado de mí a tu padre, podríamos haber alquilado algo para los dos. Y entonces estarías aquí dentro conmigo, y yo no notaría la naftalina ni esta mierda sensiblera canadiense. Pero me has mentido. Y ahora tengo que salir del vestidor y decirle a la señora irlandesa que al festival voy solo.

—Seguro que un joven tan guapo como tú no tardará mucho en encontrar una chica bien maja —dice entre risitas.

Detrás de ella hay un espejo y joder: el traje me sienta muy bien. El sombrero de copa es más alto que el de tu padre, pero no me sirve para ir de incógnito.

—¿Tiene barbas?

Ella se opone en broma:

—¿No lo dirás en serio?

—¿Con el frío que hace?

—Hay barbas, pero no son dickensianas en absoluto.

—Me da igual —respondo.

Y ella agarra los billetes de veinte hecha una furia. Los pueblos pequeños me dan más miedo que las ciudades. Esta mujer, que hace un momento parecía tan amable y servil, se viene abajo porque quiero una barba.

—Tengo un poco de prisa —le digo con un ápice de cantinela irlandesa.

La señora baja el volumen del radiocasete viejo. Las cintas de Céline Dion tampoco son muy dickensianas, pero cede y me señala las barbas no retornables y no dickensianas, que están en una caja del fondo en la que dice: «JOHNNY DEPP / DUCK DYNASTY».

Joder con América, Beck. A veces no sé ni qué pensar.

La vida es un incordio cuando estás disfrazado y sin compañía en un barco donde la gente festeja, rodeado de gente disfrazada festejando con sus amigos. Aún falta un buen trecho para atracar en Port Jeff, y yo no debería haberme subido al ferri. No lo he pensado bien. ¿Qué pasa si me reconoces? No querrás presentarme a tu padre con estos bombachos de los cojones puestos.

Debería haber regresado a Nueva York, pero no puedo hacer que este barco festivo dé la vuelta, así que intento centrarme en lo bueno: no has escrito ningún tuit desde que estás aquí, no has enviado e-mails. Aun así, se me cuelan pensamientos malos. Tu padre ha entrado en escena. ¿Qué pasa si eso significa que vas a pedirle a tu madre que cancele la línea de teléfono? Calma, Joe. Sé qué contraseñas usas y siempre encontraré la manera de llegar hasta ti, pero me gusta tener el móvil. Me gusta pensar que tu madre paga para que yo te proteja. Me cuesta ser racional mientras voy disfrazado, pero intento pensar con positividad. Eres capaz de desconectarte de internet y le has mentido a todo el mundo, no sólo a mí. En cierto modo, esto me está resultando más fácil que a ti. Estás sentada con tu viejo en las butacas de la cabina. Ni que decir tiene que estás preciosa; la Rose de nuestro Titanic, mientras que yo soy Jack, alegre y astuto. Si estuviéramos juntos, ay, Beck, ya habría encontrado el modo de meterme debajo de esa falda.

Sin embargo, ninguno de vosotros dos parece entusiasmado con el festival, y llego a la conclusión de que él es patrón de este barco. La tripulación se burla de él por ir disfrazado y el que hace ahora de capitán sale de la cámara del timonel e insiste en hacerse una foto contigo y con tu señor padre. Tú no quieres, pero él insiste y me dan ganas de cruzar la cubierta y hacer un motín. Pero debo dejar que esto lo soluciones tú con tu padre. Sé cuándo necesitas espacio. Por eso he comprado la barba.

Tu padre te pregunta si quieres tomar algo y tú te encoges de hombros.

—¿Quieres que esto sea más difícil?

—He dicho que no lo sé.

Te enfurruñas; delante de tu padre eres una adolescente, cosa que tiene sentido.

—Bueno, Guinevere, ¿quieres algo de beber o no?

—Vale, café —le espetas.

Te ha llamado Guinevere; un grupo de admiradores de Charlie Dickens medio borrachos se ponen a cantar villancicos, y un tío gordo con pintas de Ben Franklin (ay, América) intenta pasar por mi lado y malgasta media cerveza tirándomela encima. El aire huele a naftalina y agua de mar y Coors, y esto no me gusta ni un pelo. Como te has escapado a ver a tu padre, que está vivo (¡vivo!), y como quiero estar aquí por si me necesitas, tendré que vender un puto Dickens en eBay para cubrir el coste del motel, del disfraz y de las sesiones de psicoterapia que sin duda necesitaré cuando me dé cuenta de que estoy jodido para siempre por culpa del día que se me helaron los cojones por llevar bombachos en la cubierta de un barco rodeado de un puñado de subnormales de remate. Los que sólo son subnormales están en casa, viendo Grandes esperanzas, la película.

Lo único peor que el trayecto en barco hasta el festival es el festival en sí. La violación pública que se hace de Charles Dickens es una atrocidad, Beck. No tenía ni idea de que semejante mierda existiese. Pero tú sí. No te acercas a tus hermanastros; un niño y una niña, calculo que tendrán más o menos seis y ocho años, y van disfrazados. Todo el mundo va disfrazado, y a Charles Dickens le indignaría que un montón de jubilados ricos que no tienen nada mejor que hacer que pulirse la pasta en alquilar pololos y enaguas y pelucas celebren la obra de toda una vida cruzando el estrecho de Long Island para juntarse con otros lelos afines y pasear por el pueblo de «Port Jeff» y hacerse cumplidos por los putos disfraces y atiborrarse de manzanas de caramelo y hacer como que se divierten visitando casas antiguas y escuchando guitarras del siglo XVIII y atiborrándose también de palomitas con caramelo y pintarse la cara (como si eso tuviera algo que ver con Dickens) y escuchar música de cámara. Si quieres que te diga la verdad, Beck, de entre todos estos blancos hijos de puta (porque a ningún negro se le ocurriría hacer esto), ¿cuántos crees que aprobarían un examen sobre Oliver Twist? ¿Cuántos crees que han leído sus obras menos conocidas?

Aun así, era imposible que no te siguiera hasta aquí. Y menos mal que siempre estoy aquí, que soy para ti como Kevin Costner para Whitney Houston, porque la gente disfrazada se pone muy rara aunque sean ancianos lerdos y blancos de Connecticut. Están un poco piripis de la cerveza (mientras celebras a Dickens, está permitido beber de día), y más de uno y de dos se han puesto muy alegres contigo, y tengo una lista mental de todos a los que les hace falta una paliza. Nunca pegaría a una mujer, pero a tu madrastra no le caes bien y está celosa de la atención que recibes, y sus hijos no son para tanto, y los tuyos serán mucho más guapos, y ¿cómo puede ser que cada vez que me enfado contigo el sentimiento acabe convirtiéndose en amor?

—Guinevere —te llama tu madrastra.

Tu padre la llama Ronnie; combate los cuarenta con Botox, polvo bronceador y fajas. Tú aceptarás tu edad y estarás igual de guapa, no como Ronnie, que ladra:

—¿Me has dado el cambio del vendedor de manzanas de caramelo?

—Me has dado un billete de veinte.

Tu padre tiene cara de ir a reventar y se centra en los criajos de mierda como si ahora mismo lo necesitasen, cosa que no es verdad.

Haces un mohín.

—Las manzanas valían cinco putos dólares cada una.

De repente, a tu padre las cosas le importan una mierda y decide reñirte:

—Guinevere, cariño, venga.

—Muy bien —respondes.

Eres tan frágil que podrías romperte. Sacas ambas manos del manguito, que cae a la acera, y te pones a rebuscar en tu bolso gigante de Prada mientras tu madrastra coge en brazos a uno de sus hijos mediocres y se lo coloca en la cadera.

—Prada —dice—. ¿Lo has sacado de eBay?

—Me lo regalaron —contestas.

A veces cuentas la verdad. Le das dos dólares que ella coge y miras a tu padre.

—¿Podemos irnos?

La Biodramina que he comprado en la tienda de regalos no me hace efecto y el viaje de vuelta es peor que el de la ida. He pasado gran parte del trayecto dentro de esta lata de sardinas que llaman baño y los colonizadores de Coñecticut no paran de aporrear la puerta porque están todos malos de tanta comida y tanta diversión. Me pica la barba, el barco se mueve y no funciona la cisterna del váter. Meneo el pomo, y un gilipollas da un puñetazo en la puerta.

—¡Los demás también tenemos colon!

No me digno a responder, pero el maldito barco da un salto en el agua (¿el capitán también está borracho o qué?), me doy contra la pared y, cuando vomito, intento apartar la barba no retornable, pero se me cae dentro de la taza con todo lo demás.

Plop.

No hay manera de salir de este lío y del grifo salen apenas unas gotas de agua. Si no salgo ahí fuera, acabaré llamando aún más la atención. Lo único que puedo hacer es agachar la cabeza y rezar como un loco por que tú no formes parte de la multitud que se acumula con ganas de matarme al otro lado de la puerta de la letrina. Si Dios existe, tú te aguantarás las ganas hasta que llegues a la seguridad del Silver Seahorse.

Y sí, existe. Sólo hay cuatro personas esperando, aunque parecieran una docena, y salgo a toda prisa en dirección a la popa. En la parte de atrás el viento es cortante, así que espero estar solo y aguantar el resto del trayecto sin estropearte el día. Creo que si me vieras, te asustarías; si te dijera que he ido a ver a unos parientes no te lo tragarías y tengo las mejillas surcadas de lágrimas y no sé si lloro o si es el viento. Echo de menos la barba, que picaba pero también abrigaba, y los bombachos son de papel y se me están helando las piernas, joder.

Al final, el barco aminora y llega al puerto, y entonces me ocurre algo de un horror inimaginable, algo tan y tan malo que tal vez salte del barco. Si fuera verano, ya estaría en el mar porque tu hermanastro y tu hermanastra están jugando al escondite (genial la idea de dejar que tus hijos jueguen a eso en un ferri, Ronnie) y oigo a su madre llamar a los pillastres, que se han escondido detrás de una caja, justo delante de mí.

Respira, Joe. Respira.

Oigo a Ronnie correr; llega en un momento, agarra a ambos críos de la mano y me mira.

—Menudo día, ¿verdad?

Flirtea conmigo porque está celosa de ti, pero yo estoy en tu equipo y sé cómo vengarme:

—Sí, señora.

Eso no le ha gustado, ese «señora» tenía un doble propósito: debía hacerla sentirse vieja (conseguido) y también ahuyentarla. Pero, entonces, dos tripulantes salen de la nada, el barco vira un poco, los tripulantes empiezan a desenroscar un cabo y la gente cansada y borracha de Coñecticut se acerca porque, cómo cojones no, este barco atraca por la popa y es por donde todo el mundo desembarca.

Y si Dios existe, estarás discutiendo con tu padre, enfrascada en la conversación. Si Dios existe, yo seré el primero en salir de aquí. Si Dios existe, esta bestia de acero que se mueve tan despacio atracará por fin para que tu madrastra se lleve a sus hijos a casa y les ponga delante los macarrones con queso que le piden a gritos. Y si Dios existe, estamos atracando por fin, que lo estamos, y hay un chaval en tierra izando una plataforma, que lo hay. Estamos llegando y yo seré el tercero o quizás el cuarto en desembarcar y la gente empieza a ponerse agresiva.

Y si Dios existe, no eres tú la que oigo a mi espalda. Y si Dios existe, Ronnie no me pedirá (¡a mí!) que me aparte.

—Mi marido quiere pasar —dice, porque ella también sabe cómo vengarse.

Tu padre pasa por mi lado rozándome y se disculpa. Vuelve la cabeza y te pega un silbido justo cuando el barco para y el tripulante suelta la rampa que conecta a la embarcación con tierra firme.

—¡Ya voy! —respondes—. Por Dios santo, gente. Que no estamos en Ellis Island, joder.

Me encanta tu sentido del humor y tu indignación, y te quiero y, justo por eso, como si fuera una flor buscando el sol, vuelvo la cabeza un milímetro, lo suficiente para ver tu cara bonita y el tiempo suficiente para que tú me veas a mí antes de que el tripulante suelte la rampa y la coloque en su sitio, y yo me abra paso a empujones entre el gentío y me baje del puto barco.

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