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Capítulo 23

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Todas las veces que me acerco a una salida, quiero parar en una gasolinera y cambiarme este disfraz mohoso. Pero no lo hago. Estoy paralizado detrás del volante. Mi estado de pánico es tal que sólo puedo seguir adelante. Y el motivo es de una simplicidad aterradora: me has llamado cuatro veces desde que el ferri atracó hace una hora y eso sólo puede significar una cosa: me has visto.

—¡No! —grito.

Me siento como si llevara una eternidad conduciendo y le doy un puñetazo al volante, el Buick se mete en el carril de la derecha, me cruzo delante de un camión, el camionero hace sonar el claxon, y yo abro la ventanilla y rujo:

—¡Que te follen, capullo!

Si me ha respondido, no se ha oído; subo la ventanilla a mano (el señor Mooney es un tacaño de mierda) y será mejor que frene un poco porque ahora mismo sería un asco que me parasen. Y la verdad es que esto no es culpa mía. Me has mentido. Tu padre no está muerto. He subido al barco porque me mentiste.

Quizá no te conozca tan bien como creía. Pero eso es ridículo, nuestra conexión es real. Lo que pasa es que tú estás hecha un lío. Se supone que debías contarme lo de tu padre por muy avergonzada que estuvieses. Y se supone que yo tenía que escucharte y quererte y decirte que eres buena. Y entonces tú me preguntarías por mi vida, yo te la contaría y me escucharías como yo a ti, y eso nos habría unido más.

Me acerco mucho a una chica que va demasiado despacio, y me hace la peineta con mucho énfasis. Lleva una pegatina en el coche que dice: «Conducir pegados al de delante es de suspenso en física», y otra del Boston College, y odio conducir y me gustaría empotrar el coche contra su Volvo y ver cómo se desangra, pero no, Joe, eso no. Ella no es la mala de la película y no pagará por tus errores.

Esto es culpa tuya, Beck. La has cagado bien y sabes que te he seguido y lo sabes. Lo sabes. Le doy bien fuerte al claxon y me pego a esa imbécil hasta que pone el intermitente. Mientras la adelanto, freno para ponerme a su lado con una mano en el volante y otra enseñándole el dedo corazón. La puta se ríe y yo me largo. Que la follen. Que te follen a ti también.

Nunca me lo perdonarás y necesito no verte nunca más y que esta familia del Land Rover se vaya a tomar por el culo con los esquís y las ruedas nuevas; me pego a ellos, mucho, y me suena el teléfono.

Tú.

El niño del asiento de atrás desobedece al padre y se da media vuelta y ¿sabes qué sé de ese niño? Ese niño acabará en el internado Choate Rosemary Hall (por la pegatina del parabrisas de atrás) y fumará maría y se meterá pastillas antes de cumplir los trece y todo el mundo pensará que tiene mucho puto glamour porque se pone de pastis en los bosques de Connecticut. Le hago una peineta. Le creo un recuerdo. Sé en qué se convertirá el chaval y sé que no pagará por sus malas elecciones. Lo tratarán con comprensión y respeto, y los adelanto y me pongo delante y piso el freno, y el padre, ahora que está cabreado, ahora que está vivo, aporrea bien fuerte el claxon, y yo piso a fondo y me largo. A la mierda con ellos y los esquís y los descansos. La calefacción del coche no funciona y jamás entraré en calor después del ferri. No seré capaz de pensar en Dickens sin acordarme de este día y me detengo en un área de descanso y paro el motor. El puto silencio. Tan de diciembre y tan del fin del mundo.

Me suena el móvil otra vez. Muy alto. Tú.

No respondo (otra vez) y borro el mensaje porque no soporto la idea de que me chilles porque me tienes miedo ni de que me acuses de acosarte. No. Todo está saliendo mal y le doy otro puñetazo al volante y tengo los nudillos magullados y las magulladuras se me curarán, pero tú nunca olvidarás el día en que un tío te siguió hasta Connecticut y se puso un disfraz (¡un disfraz!) para seguirte por un festival.

Seguro que ya soy una anécdota en la tolva de tu mente, material para una historia, agua pasada, un pretendiente más. Lloro. Me llamas. Apago el móvil. Apago el tuyo también antes de que tu mami cancele la línea, cosa que supongo que hará tarde o temprano. Es un día oscuro. Literalmente.

Paso a dejar las llaves en casa del señor Mooney, que está con la bombona de oxígeno y el cuchillo de caza, y algún día yo tendré una bombona de oxígeno y un cuchillo de caza porque tú no volverás a hablarme, lo sé. Él siempre tiene buenas intenciones, es un tío muy legal, un veterano con un mono de trabajo, y aquí estoy yo, sin poder mirarlo a los ojos ahora mismo porque me cuesta mucho admitir, por mucho que lo admire y lo respete, que, bueno, que no quiero ser como él. Soy una persona horrible, él es un buen hombre y me espera con la puerta abierta porque los ancianos se sienten terriblemente solos cuando no tienen compañía. Me parte el corazón lo obvio que es que quiere que pase y me tome una Pabst con él. Un buen tipo entraría, pero todos sabemos que soy un puto gilipollas.

Intenta bromear:

—¿De qué va el disfraz, Joseph?

Me había olvidado de eso, tengo que pensar.

—He ido a una fiesta de disfraces.

No quiere saber nada de la fiesta.

—¿La tienda va bien?

—Sí, muy bien, señor Mooney. Muy bien.

Le ofrezco las llaves, pero me hace un gesto con la mano. Sigue sujetando la puerta. No es el tipo de hombre que verbalizaría la necesidad de tener compañía. Pero me guardo las llaves en el bolsillo y retrocedo un paso, y él lo pilla. Se retira a su hogar mohoso y húmedo.

—Quédate las llaves —me dice—. Yo nunca uso el coche.

—¿Está seguro, señor Mooney?

—¿Adónde voy a ir?

—Bueno, yo puedo llevarlo si le hace falta.

Responde que no con un gesto de la mano, no le hará falta ir a ninguna parte. Hay un tipo de la parroquia que lo lleva al médico. Y a estas alturas de la vida, no hay más sitios a los que ir. Debería entrar con él. Pero ahora mismo no me veo capaz.

Se da media vuelta.

—Ya nos veremos por ahí, chaval.

—Gracias, señor Mooney.

La puerta se cierra sin hacer ruido y yo ando sin rumbo, pero llego a casa sin saber cómo. Una de mis máquinas de escribir se ríe de mí, te lo juro; es por el disfraz. La cojo y la lanzo contra la pared. A la mierda. Total, el propietario nunca arregla nada. Me quito la ropa y quiero quemarla, pero la meto en una caja de zapatos y la cierro con cinta adhesiva. No quiero verla más; escribo la dirección y, cuando llego a «Bridgeport», se me cae el bolígrafo de la mano. Me pongo mi peor ropa de estar por casa: una camiseta andrajosa de Nirvana que se dejó mi madre y unos pantalones horribles de forro polar que compré en un mercadillo de Houston hace mil años. Quiero que se me note por fuera lo mal que me siento por dentro y devoro el paquete de regaliz que he comprado en la tienda coreana que hay cerca de casa del señor Mooney. En la pared hay un agujero nuevo que lo dice todo.

No queda regaliz y he perdido la noción del tiempo como a veces me pasa aquí, escucho «Make Me Lose Control» de Eric Carmen en bucle, en plan autodestructivo, cortándome con letras sensibleras sobre un momento de la historia que soy demasiado mayor para recordar, el amor veraniego y los descapotables con enormes asientos traseros. Alguien llama a la puerta a pesar de que nunca nadie llama a la puerta ni suele haber un agujero en la pared, y llaman otra vez. Paro la música. Llaman de nuevo.

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