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Capítulo 24

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Abro la puerta y me muero. Estás aquí, en mi edificio, con unos pantalones de pana de color azul claro y una chaqueta peluda. Quieres entrar y esto es peligroso. Todos los pedazos de ti que he recopilado están aquí, y tú no debes verlos. Sigues oliendo a ti, a gloria, y tienes cara de haber estado llorando. Te acercas a mí, y me aferro al pomo.

—Beck.

Suspiras.

—Ya, te entiendo. No sabes nada de mí en un tiempo y de repente te llamo cincuenta veces y me presento en tu casa como una acosadora loca.

Entonces me doy cuenta. Puedo soltar el pomo. No me has visto en el ferri. Tu mirada es suave, estoy a salvo. Quieres entrar.

Bromeo contigo:

—No eres una acosadora loca.

—Un poco loca sí —repones—. He tenido que obligar al chaval de la librería a que me diera tu dirección.

Eres demasiado menuda para obligarle a nadie a nada, pero pienso matarlo, y estás rendida y no puedo hacer nada más que apartarme y dejarte pasar. Una vez dentro, vacilas, como si hubieras entrado en el peor cubículo de los baños de un cine; ojalá hubiera limpiado. En el fregadero hay una lata abierta de sardinas que, de haber sabido que venías, no estaría allí. Pero si hago que te fijes en el puto pescado, claro, eso tampoco está bien.

—Me gusta la camiseta —dices—. Nirvana.

—Gracias —suelto—. Era de mi madre.

Respondes que sí con la cabeza porque ¿qué cojones se supone que hay que contestar a eso?

—¿Quieres que abra la ventana? —tartamudeo.

—No —respondes—, ya me acostumbraré.

El puto Curtis. Hago un escrutinio de la habitación para ver si hay sujetadores o bragas o e-mails. Nada. Milagro. Te quitas la chaqueta peluda y te bajas la cremallera de las botas y te aposentas en el sofá como si esta fuera tu casa. Una cosa buena: de tan enfrascada en ti misma, parece que no reparas en mi apartamento. Te suenas la nariz y te retuerces, y me siento en la silla que encontré hace unas semanas en el callejón que hay junto a la librería. Mientras la arrastraba a casa en el metro, di por sentado que nadie más volvería a verla, que era la última vez que la silla iba a ser vista.

—Bueno, sé que han pasado unos días —dices—. Pero necesitaba a alguien y he pensado en ti y… no me contestabas al teléfono.

—Lo siento.

Debería haberte dado una oportunidad. Si yo fuera un hombre valiente, esta conversación la habríamos tenido en tu apartamento.

Te abrazas las piernas y te meces.

—Bueno, que ahora mismo no sé. Estoy hecha un lío.

—¿Estás bien?

Niegas con la cabeza.

—¿Alguien te ha hecho algo?

Se te llenan los ojos de lágrimas y me miras como si llevaras demasiado tiempo protegiendo a alguien, como si siempre hubieras dicho que no cuando la respuesta es sí, y hablas con la voz estrangulada:

—Sí.

Rompes a sollozar. Me acerco y te dejo llorar, y no dices nada durante un rato. Te abrazo y dejo que llores. Las lágrimas me empapan la camiseta y me siento como una especie de acosador que no volverá a lavar la ropa que lleva puesta, y te tiembla todo el cuerpo de tanta infelicidad, pero yo te daré sacudidas de alegría pronto, muy pronto. Me das una palmada en la espalda.

—Vale, estoy bien.

Entiendo que necesitas espacio y vuelvo a mi silla. Suspiras fuerte.

—¿Alguna vez has guardado un secreto? Bueno, con un secreto me refiero a una mentira. ¿Sabes cuando un día ya no puedes más y tienes que soltarlo?

A veces veo al puto hermano músico de Candace en la tele y quiero hacer añicos la pantalla y decirle que su hermana no se ahogó haciendo body surfing. Asiento.

—Sí, te entiendo.

Paseas la mirada y al final me miras.

—Bueno, es una larga historia, Joe, pero esta es la cuestión: os he mentido a ti y a todos los demás. Mi padre no está muerto. Está vivo y coleando, y vive en Long Island.

—Hostia —digo.

Me has elegido a mí.

—No podía callármelo más —añades—. Tenía que contárselo a alguien.

—Te entiendo.

Y es verdad. Creo que no has elegido a cualquiera, sino a mí. Y eso significa algo, Beck. Has movido tierra y cielo para encontrarme. A mí.

—Ya sabes cómo son las chicas —dices—. Si se lo hubiera contado a Peach o a Chana o a Lynn o a alguien así, ellas se lo contarían a otra persona, y esa persona a otra y esa escribiría un tuit críptico sobre el tema y… joder. Por eso he pensado en ti. Sabía que tú no dejarías que saliera de aquí.

—Lo comprendo.

Y es verdad. Guardo muchos secretos y ahora tengo el tuyo.

—Y, si te soy sincera, hasta cierto punto no miento, porque para mí está muerto en todos los aspectos, Joe —continúas—. Pero la cuestión es que se casó con una abogada, y ella es rica, y yo estoy en la ruina. Y ya te imaginas que no me da el dinero sin más. Para sacarle algo tengo que ir por ahí con sus hijos mimados, vestida con un puto traje de Charles Dickens.

—Eso es mucha información —digo—. ¿Charles Dickens?

Te ríes y me cuentas lo del festival. Ahora debo andarme con cuidado y fingir que no sé nada del tema, así que dejo que me cuentes los detalles y reacciono de manera metódica y niego con la cabeza.

—Eso es mucho. ¿Merece la pena aguantar todo eso por unos pavos?

—Bueno, la vida cuesta dinero —dices, cruzas los brazos—. Si puede permitirse que sus hijos nuevos coman manzanas de caramelo de cultivo ecológico, también debería costear los gastos de su hija mayor.

—Te entiendo.

Y es verdad que te entiendo. Es probable que tu padre y su esposa hayan gastado cuatrocientos dólares en trajes dickensianos, chocolate caliente y manzanas de caramelo. Y tú no eres de las que se ponen a servir mesas. Tus amigas no se preocupan por el dinero, ¿por qué tienes que preocuparte tú?

Terminas de enviar un mensaje, relajas los brazos, bajas las piernas y, cuando los animales se abren de esa manera, quieren follar. Eres mi animal en mi sofá, miras a tu alrededor.

—Uau, te gustan mucho las cosas viejas.

—Todo lo que hay aquí lo he encontrado en la calle —respondo con orgullo.

—Se nota —dices con asco.

Prefieres las cosas nuevas y estériles de IKEA, pero te guardas los pañuelos de papel usados en ese bolso mugriento. Mujeres… Meneas los dedos de los pies y sigues con lo de tu padre:

—El divorcio es distinto cuando vienes de una familia más o menos pobre. Mi padre conoció a Ronnie en la isla cuando ella estaba de vacaciones. Joe, la conoció en el bar donde trabajaba mi hermana. Cuando empecé la universidad, ya tenía más que suficiente con ser la que había crecido en el sitio adonde todos iban de vacaciones; no quería contarle a nadie que además el pueblerino de mi padre se había ido con una turista. Era demasiado, ¿sabes?

—No es justo.

—No lo es —afirmas, y nunca te había visto tan alterada—. Ser la pueblerina de la Ivy League es una cosa, pero una pueblerina a la que ha abandonado su padre… De eso nada. Eso es un puto cliché.

—Te entiendo.

Y te entiendo. Te quiero por lo orgullosa y peleona que eres. Tienes poder, matas a gente. Eres despiadada.

—Cuando me mudé aquí, decidí que iba a empezar de cero, pero no lo pensé bien. Ahora todos los de la universidad siguen aquí y, si les contase a mis amigos lo de mi padre, sería un lío enorme.

—Ya. La gente se pone muy sentenciosa con esas cosas. Hay que tener cuidado.

—No lo sabe nadie —dices, y se te ponen los ojos grandes, míos—. Nadie.

—Excepto yo —respondo.

Te sonrojas.

—Excepto tú —repites, y estás a punto de sonreír, pero te pones triste—. Sé que no debería ser tan insegura, pero es que no se trata sólo de que él se marchase. Formó una nueva familia con una esposa más joven y guapa, y tiene hijos más monos.

—Esos niños no son más monos que tú, Beck.

Gracias a Dios, no estás en plan sospechoso y te ríes porque das por sentado que es una conjetura.

Todos los niños son más monos que los adultos, Joe —suspiras—. La Madre Naturaleza es malévola.

—Que se joda —digo, y consigo que te rías—. Tú ya has hecho tu parte. Has estado con él y con su familia. ¿Te ha soltado algo de pasta?

Estiras los brazos hacia el techo y luego hacia la derecha y reparas en el agujero que hay en la pared detrás de ti.

—Joder, qué pedazo de agujero.

Trago saliva.

—A los de arriba se les rompió una cañería y hubo que abrir la pared.

—Y, según parece, la abrieron —contestas.

Te fijas en lo que te rodea. Ves a Larry, la máquina de escribir rota que está en la mesita. Me miras pidiendo permiso para tocarla. Asiento con la cabeza. Tú mientes. Yo acumulo máquinas de escribir. Somos diferentes, atractivos.

—Se llama Larry —digo.

Voy a ser sincero, como tú.

—¿Les pones nombre a todas las máquinas de escribir?

—No. No les pongo nombre. Ellas me lo dicen cuando las traigo a casa.

Me divierte jugar contigo, y tú no sabes si soy pretencioso o un loco, pero te ríes y yo no sé si eres amable o condescendiente.

—Vale…

—Beck —digo—. Claro que les pongo yo el nombre. Era broma.

—Bueno, Larry es muy guapa —dices, y te echas adelante para acariciarla y toquetear las teclas.

Te veo las braguitas. Me haces una pregunta:

—¿Me dejas cogerla?

—Pesa mucho, Beck.

—Pónmela en el regazo —dices.

Llevas bragas rosas sin costuras, de la talla pequeña de la colección Angels de Victoria’s Secret. Cojo a Larry y te la coloco sobre las piernas y rezo por que no te des cuenta de que llevas unas bragas idénticas a las que hay encajadas entre los cojines del sofá. Te cuento que Larry está rota porque se cayó (ja ja ja), y la acaricias con dulzura.

—Pues estará rota, pero es una bestia preciosa, Joe.

—No hay otra igual.

La estudias.

—Le falta la L.

Tengo que mentirte porque no quiero te pongas a buscar la tecla:

—Desde que la traje a casa.

Me miras.

—¿Tienes algo de beber?

No tengo nada. «El puto Curtis». Vuelves a mirar la máquina de escribir y te dan ganas de buscar entre los cojines y asegurarte de que la L no está ahí, pero si lo haces, verás las bragas y si tu sentido del olfato es bueno, que creo que lo es, sabrás que son tuyas. Eres como un niño pequeño al que hay que distraer, así que cojo una barra de regaliz y tú te quedas con la última.

—¿No tienes más? —preguntas.

—Lo siento, pero no —contesto.

Y me preocupo porque dejas de masticar y clavas la mirada en algo que hay en mi dormitorio.

Fuerzas la mirada.

—¿Es el libro de Dan Brown en italiano que te regalé?

Me dan ganas de cerrar la puerta, pero eso sería raro, así que me doy media vuelta, miro hacia donde miras tú y me doy cuenta de que es la estantería especial que puse para el Dan Brown en italiano. Podría ser peor: podría haber puesto ahí el Libro de Beck.

—Sí, creo que es tu libro —miento.

Acaricias a Larry y sonríes de oreja a oreja.

—Qué adorable, Joe.

Me trago el resto del regaliz, tengo que sacarte de aquí.

—¿Quieres que vayamos a por más?

—Claro, joder —respondes, y me acerco a ti y con Larry en el regazo pareces aún más pequeña y le das unas palmaditas—. Ayúdame, por favor.

Te la quito de encima y veo que los pantalones de pana de color azul claro tienen rozaduras nuevas, la dejo en su sitio habitual del suelo, y te pones las botas y la chaquetita peluda y te alejas de las pruebas de mi afecto: tus bragas y sujetadores. Qué alivio me produce abrir la puerta y sacarte de mi casa; el mundo es muy distinto cuando estás tú. Te detienes en la escalera y señalas una mancha de la pared.

—¿Sangre? —susurras, viva, jocosa, mi ninfa peluda.

Yo respondo que sí con la cabeza, y enarcas las cejas.

—¿Sangre de Larry?

Te doy una palmada en el culo, y te gusta y bajas la escalera dando saltos, y sólo yo sé lo de tu padre y pronto llegará el momento del cucharón rojo. Abres la puerta que llevo abriendo yo mismo casi quince años. De camino a la bodega, vas casi dando saltos.

—¿Es esta la parte que quieren convertir en un distrito histórico? —preguntas—. Lo he leído no sé dónde.

—No. Esta es la otra parte de Bed-Stuy.

Mi vecindario te recuerda «a Barrio Sésamo y a canciones de Jennifer Lopez», y todos los tíos que hay en la tienda quieren echarte un polvo, pero estás conmigo. Te gusta que te presten atención: me dices que aquí te sientes famosa y se te escapa una risita. Pago la botella de Evian y el regaliz rojo, y te metes el paquete en el bolsillo de atrás, como si te hiciera falta atraer más miradas a tu culo. Así sería si vivieras aquí conmigo. Estaría bien, sería agradable. En un abrir y cerrar de ojos, estamos otra vez delante de mi casa.

Nos sentamos juntos en la escalera y devoramos el regaliz y compartimos la botella de Evian. Un par de chicas adolescentes de la misma manzana pasan por delante y te miran con mala cara por el agua que bebes, y tú te pones muy mona y a la defensiva, y me aseguras que sólo bebes Evian porque Peach dice que es alcalina, y no llevas sujetador, igual que no lo llevabas el primer día que viniste a la librería y me da la sensación de que esto es un nuevo comienzo.

Me alborotas el pelo con tu manita fría.

—¿Quieres que subamos?

—Sí —contesto.

Y ojalá, ojalá hubiera tenido tiempo de prepararme para ti, de esconder tus cosas y ducharme y ponerme calcetines que no fueran de dos pares diferentes. Pero estás aquí, subiendo la escalera, incitándome a cada paso suave y decidido.

A partir de ahí, todo se difumina. Mi sofá de mierda se transforma en la hamaca en la isla desierta de un anuncio de Corona, pero sin la cerveza. No nos hace falta la cerveza, no necesitamos nada ahora que nos tenemos el uno al otro. Te rodeo con los brazos y tú me abrazas de una manera que le gustaría a Eric Carmen. Nos comemos la boca hasta que no podemos más y entonces nos contamos cosas. Tú me hablas del festival de Dickens, la discusión con tu padre por el tabaco, la bruja madrastra y el motel asqueroso, los hermanastros malcriados, lo caras que eran las manzanas de caramelo. Quieres saber cosas sobre mí y te digo que me gustas, que me gustas mucho. Seguimos comiéndonos la boca. Seguimos así un rato, y tú estás agotada y a gusto. Cuando te quedas dormida, tienes el cuerpo relajado. No sé si algún día seré capaz de dormir contigo tan cerca. Durmiendo no puedes mentir y creo que sonríes un poco de vez en cuando y te acercas más a mí.

El único motivo por el que ahora sé que puedo dormir tan cerca de ti es que a la mañana siguiente me despiertas cuando abres el grifo de la ducha y no te tengo entre mis brazos, sino que estás allí, desnuda, mojada.

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