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Capítulo 25

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Si vives solo, hay que ser un puto marginado masoquista para comprar una cortina de ducha opaca. Me vino a la cabeza en el Silver Seahorse, donde la cortina de ducha era blanca, salvo por un puñado de manchas de moho en la parte de abajo. Es como si quisieran darle a la habitación el toque de Psicosis. Pensaba que comprar una cortina de ducha sería lo más fácil del mundo, joder, pero vas a Bed Bath & Beyond y tienen seiscientas cortinas opacas que, evidentemente, no valen. Y luego miras en internet y hay miles entre las que escoger. No compré una transparente del todo porque necesitas algo que contemplar mientras estás en el trono, pero hay que tener en cuenta que la cortina de la ducha es algo que verás

Cada.

Puto.

Día.

Así que miré cientos de opciones en internet. Los diseños eran auténticas mierdas que no serías capaz de soportar a diario (un mapamundi, vete a tomar por el culo, un pez, un mapa de Brooklyn, en serio, vete a tomar por el culo ya, la torre Eiffel, señales náuticas… Joder, que no soy el típico gilipollas que compra bufandas de Urban Outfitters y puntúa las películas en IMDB). Buscaba algo clásico pero gracioso.

Al final, me decidí por una transparente con cinta policial amarilla en medio que decía: «POLICÍA, NO PASAR». Y cuando la compré, no me imaginaba que un día estarías al otro lado de la cinta y que esas malditas bandas amarillas me taparían las vistas. La próxima será transparente del todo, Beck. He aprendido la lección.

Sin embargo, es mejor así, porque no tengo tiempo de mirarte mientras te duchas. Debo aprovechar la oportunidad para esconder todos los Beckuerdos y espero que no te hayas puesto a curiosear cuando te has levantado. Sigo tus pasos. Has cogido una toalla y has dejado la puerta del armario del baño abierta (típico de las mujeres). Por suerte, has cogido la de arriba del todo y no has descubierto el sujetador que está oculto debajo de la del fondo. Espero que no hayas abierto el armarito del baño donde está tu horquilla plateada y rayada (te la robé el primer día que me colé en tu casa; las tenías por todas partes y no ibas a echarla de menos). La necesitaba por los deliciosos cabellos que están enredados y contienen tu ADN, tu aroma. Me pregunto si habrás abierto la nevera y dado con la botella medio vacía de té helado sin azúcar de Nantucket Nectars. Tus labios la habían tocado, y quería guardar tus labios en mi nevera. Te has servido un vaso de agua y cabe la posibilidad de que creas que tu botella de té helado es una mía.

La puerta del baño es lo único de esta casa que no está ni un poco roto y podrías haberla cerrado del todo, pero no lo has hecho. Es como si quisieras tener siempre todas las puertas abiertas, igual que en tu casa, donde no tienes cortinas en las ventanas. No puedo evitar que eso me haga cierta ilusión: querías que te viera ahí dentro, ahora mismo, detrás de esa cinta del color de la Gallina Caponata. Arqueas la espalda y dejas que el agua te corra sobre una teta, luego la otra, y luego te das la vuelta y estás a gusto, en mi ducha, en mi casa, y dejas que el agua te caiga en el cuello y te corra por la espalda; coges la pastilla de jabón Ivory (mi jabón) y te la pones entre los pechos y la bajas y la dejas caer y te frotas la espuma por el vientre y más abajo, bajas hasta ahí abajo y, tan pronto como están ahí abajo, vuelves al cuello porque estás aguantándote y ahora mismo tienes tantas ganas de mí que yo debería quitarme la ropa y meterme en la ducha, pero si lo hiciera, te fijarías en el movimiento de la puerta y te darías cuenta de que la parte de arriba de tu bikini blanco está colgando del pomo. Sé que aún no lo has visto. Y puede que no lo llegues a ver, porque no has cerrado la puerta del todo. Puedo cogerlo y rezar por que estés tan enfrascada en tu cuerpo empapado (eso es una indirecta) que no te des cuenta, aunque también puedo dejarlo donde está y dar por sentado que cuando acabes (de lavarte, no de follar) estarás tan ocupada secándote y cegada por el vapor del agua que no verás el bikini.

¿A quién quiero engañar? Tengo que sacarlo de ahí. Cierro los ojos. Rezo. Me tiembla la mano cuando la meto detrás de la puerta y lo descuelgo del pomo. No te has dado cuenta y vuelvo a estar a salvo y ahora mismo lo que más falta me hace es que te largues de mi casa. Meto el bikini detrás de los congelados de Stouffer que compro pero no me como, y entonces tú sales de la ducha, del baño, y me llamas:

—Eh, Joe, ¿adónde vas con esa pistola en la mano?

Durante un instante, me entra el pánico. Me has visto y el bikini es la pistola y estoy jodido, y tú en toalla, empapada, y yo con cara de loco, apoyado contra la nevera.

—Era broma —dice—, por la canción de Hendrix. Ya sé que como chiste es malo, pero tampoco tanto. No te pongas así.

—Ya veo que has encontrado las toallas.

—Espero que no te importe —murmuras.

Mi casa no es apta para pies descalzos, y no paras de moverte porque el suelo está pegajoso y sucio y vas mirando las máquinas de escribir y haces demasiadas preguntas y coges la cabeza disecada de caimán enano que habría escondido de haber sabido que vendrías, y esto no está bien, no es bueno, por la mañana esto no tiene buena pinta y has dormido aquí y te has duchado y enjabonado sin hacer el amor conmigo, ¿y hay algún universo en el que eso pueda ser algo positivo? Tienes las manos limpias y, ahora mismo, eso es demasiado clínico, lo examinas todo como si fuera el escenario de un delito. Quizá la cinta amarilla te haya puesto en guardia. Me preguntas cuándo empecé a coleccionar máquinas de escribir y animales muertos, preguntas en broma si soy un asesino en serie y luego señalas el agujero de la pared:

—Joseph, cuéntame otra vez lo del agujero.

Y sí, te ríes y no es tu intención que yo tenga que defenderme, pero esto no es bueno para nosotros y estás demasiado limpia, mientras que yo tengo legañas en los ojos y una erección matinal y no hay café ni puedo hacerte unos huevos. El grifo gotea (no lo has cerrado del todo), pero no puedo ir yo a cerrarlo porque no puedo dejarte sola en el salón. Te disculpas, vuelves al baño y te lavas las manos con mucho jabón (taxidermia y máquinas de escribir). Cuando sales del baño con las manos recién lavadas, ya estás harta de mí, me hablas del curso, te despides con un beso sin lengua.

Cuando te marchas, me siento en la bañera mojada y te respiro. Toda.

—Tío, ¿no te parece que exageras?

Curtis se defiende y se pone rojo y, como a este tío mierda no lo han despedido en la vida, de pronto le encanta trabajar en Mooney y las cosas le importan la hostia y de repente mi esclavo fumeta no piensa volver a colocarse.

—Curtis, ahora mismo lo que toca es decir: «Sí, jefe».

Se cabrea, y una señora pequeña y rechoncha da unos golpecitos en el mostrador como si fuera una puerta.

—Disculpad, chicos, pero ¿tenéis libros de cocina dietética?

—Sí —contesto.

Estoy a punto de decirle dónde están, pero de repente resulta que Curtis trabaja aquí y se preocupa por los clientes y pasa por detrás de mí y lleva a la agradable señora rechoncha hasta los libros de cocina y le cuenta que podemos pedirle cualquier libro de cocina que la señora gordita desee y le explica la política de devoluciones, y habla tan alto que cualquiera pensaría que era sorda en lugar de estar gorda, y me alucina la manera en que las personas no se meten en vereda hasta que tienen una pistola apuntándoles a la sien y luego te oigo (Eh, Joe, ¿adónde vas con esa pistola en la mano?) y lo de esta mañana ha sido todo culpa suya y me las pagará. Debe pagar, y la señora gorda quiere pagar una parte con un talón, otra en metálico y otra con tarjeta de crédito, y no puedo más que preguntarme cómo piensa costearse los ingredientes que salen en los libros de cocina dietética, pero de pronto Curtis es un puto agente de policía voluntario al que sólo le importa comprobar dos veces el carné de conducir como yo le enseñé y como él nunca hace, y pasar la tarjeta como hay que hacerlo, rápido e inclinándola porque, si no, la máquina no la detecta porque es vieja. Le mete un punto de lectura en cada puto libro de recetas y… joder con el chaval; sólo un hijo de puta psicópata loco del perfeccionismo lo despediría de lo bueno y lo delicado que es.

La señora redondita está contenta y me silba.

—Yuju, cielo.

Yo sonrío e inclino la cabeza, aunque debería haberme llamado señor.

—Deberías subirle el sueldo a este joven —me dice, sonrosada de seguirlo por toda la tienda—. He estado dos horas en otra librería de más arriba antes de que alguien viniera a ayudarme, pero este joven que tienes aquí ha sido un dependiente muy amable y maravilloso. Y sabe mucho.

Me gustaría responder que en las librerías y en las cafeterías lo educado es dejar que los clientes miren los libros o se tomen un café en paz. Cuando molestas a la gente preguntándole tantas veces qué quieren, es como si los empujases hacia la puerta. Esta mujer no tiene ni idea de cómo funciona el mundo y no para de hablar maravillas de «este joven tan simpático» y me gustaría contarle que Curtis, ese dependiente tan entusiasta (¿ha empezado a tomar metanfetamina o qué?), hoy ya ha ahuyentado a unos clientes porque la mayoría de las personas no quieren que las interrumpan mientras leen las primeras páginas de una novela. Quiero que sepa que Curtis fuma hierba cuatro veces al día y roba bicicletas y las vende para sacarse un pequeño sobresueldo. Podría decirle que llega tarde todos los putos días y que tiene la costumbre de cagar en el baño (mala educación) y que ha engañado a todas las novias que ha tenido y que, de no ser porque lo voy a despedir, la pondría de todos los colores en cuanto saliese por la puerta y hasta apuntaría sus datos del banco. Porque sí, es cierto, ha pagado con un talón.

Pero me contento con sonreír a la señora.

—Usted es la razón por la que abrimos todos los días —le digo—. Lo nuestro es ayudar a la gente a comprar libros.

—Como en esa película de Meg Ryan —dice con voz aguda—. Sí, esa en la que una chica muy simpática tiene una tiendecita y se enamora de uno que tiene unas tiendas más grandes…

—¡Tienes un e-mail! —canturrea el puto Curtis.

Tienes un e-mail —responde ella a voces, y se ríe—. Ay, me encanta esa película. ¿La tenéis? ¿Vendéis DVD?

Esta vaga no usará los libros de cocina. Comprará una balda pequeña en Target y hará que alguien se la cuelgue en la pared de la cocina. Colocará los libros y le encantará cómo quedan, pero meterá una pizza en el microondas y abrirá el DVD de Tienes un e-mail que buscará por toda la ciudad. Nunca más volverá aquí.

Cuando se va, Curtis se da cuenta. Sabe que se le ha acabado el chollo.

—Joder, tío, pensaba que te hacía un favor. Esa tía está buenísima. Como para follársela.

—No le das mi dirección a desconocidos.

—Me dijo que te conocía. Y ¿he dicho que estaba para follársela? Una puta locura, tío.

Que conste que sólo le he dado un puñetazo y no en la cara. Más vale que te acuerdes de eso, Beck. No soy un monstruo y no le he hecho daño. Lo he despedido, de hombre a hombre, de jefe a trabajador. No ha sido personal ni me he pasado, y esa señora gorda es la primera clienta a la que ha tratado bien desde la puta semana en que empezó a trabajar aquí. Y tú no estás para follarte, Beck. Eres hermosa. No es lo mismo.

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