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Capítulo 26

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Al día siguiente de haber dormido en mi casa sin que hubiera sexo, me pediste que quedáramos en Midtown. Estaba solo en la librería porque Curtis ya no trabajaba allí, pero todo el mundo sabe que lo único que puedes contestarle al día siguiente a la mujer que ha estado desnuda en tu casa es que sí. Fuimos a buscar tu nuevo dispositivo de televisión por cable. Había una cola kilométrica. Y luego me mandaste para casa.

La cosa ha seguido así durante las dos últimas semanas. Hoy me has pedido que quedemos delante del Starbucks de Herald Square, donde estoy ahora mismo, y tú llegas y me saludas con un beso (en la mejilla). No vas a sentarte en mi regazo en una silla demasiado mullida ni a lamerme nata montada de los labios: estás en el modo diurno de hacer recados, y los que van a hacer las compras de Navidad y nos ven por la calle deben de pensar que soy tu mejor amigo. Me duele la polla, Beck. ¿Y mis vacaciones?

—La buena noticia es que sé exactamente lo que quiero.

—¿Ah, sí?

Espero que digas que quieres que te lo coma en el baño del Starbucks.

—Quiero comprarle a mi madre esos auriculares que sirven también como orejeras.

—Ah.

Las orejeras digitales son lo contrario del sexo oral.

—Y la noticia aún mejor es que tengo un vale —dices, y vamos camino de los almacenes Macy’s.

Te pones a hablar de dinero. Vas justa. Finjo que no he leído los e-mails que tu padre y tú os habéis escrito esta mañana. Sé que estás esperando a ver si tu viejo el capitán te echa una mano.

Estamos en la sección de zapatería de señora (¿no querías unas orejeras?) y me preguntas por Curtis. Te cuento que lo pillé robando y que lo despedí. No te digo que es porque te dio mi dirección. Suspiras, parecía un buen chico. Ja. Paseamos por la sección de bisutería (pero ¿no querías unas orejeras y ya está?), y quieres saber cuándo contrataré a un dependiente. Contesto que lo único que es aún más imposible que encontrar un buen ayudante es llevar la librería yo solo. Respondes que sí con la cabeza y estás de acuerdo con que la mayoría de las personas no merecen un empleo y ¿de esto vamos a hablar? ¿Cháchara sin sentido sobre currículos y mierdas así?

—¿Te apetece dar una vuelta? —preguntas.

Si te refieres a ir a dar una vuelta montada en mi polla, la respuesta es sí.

Pero me das la mano y me llevas a la escalera mecánica. Está atestada de gente, de sudor, de cosas navideñas, y preferiría estar metiéndola en un cubo de basura. En la escalera mecánica de Macy’s en diciembre no hay intimidad, pero te gusta dar el espectáculo y allá vas.

—Mi orientador de la universidad, el que está de año sabático con una beca de Princeton —dices, y haces una pausa como si a la tipa mexicana que tienes delante le importase una mierda—, quiere unas páginas antes de las vacaciones, cosa que es ridícula, claro.

—¿Cómo decías que se llamaba? —digo, aunque no te lo había preguntado.

—Paul —contestas.

No me ofreces el apellido y la conversación se acaba, gracias a Dios. Nos bajamos en la cuarta planta, donde hay mucho ruido y huele a pretzels y a perfume. Suena una canción de Miley Cyrus, aquí arriba el ambiente es demasiado frenético. Las peleas a gritos que se montan entre las chonis me asaltan los sentidos, y te pregunto si los auriculares están en esta planta, a lo que contestas que tienes que devolver algo.

Por suerte, la cola de la Sección de Jóvenes Putones no es muy larga porque la mayoría de los Jóvenes Putones no pueden permitirse esta mierda. Resulta que no me has contado toda la verdad y, cuando te llega el turno, sacas un par de leggings y un recibo arrugado del bolso y la pobre chica de la caja nunca ha tramitado una devolución y, por supuesto, hay que esperar.

—¿Hay algún motivo por el que estés tardando tanto? —le sueltas.

—Bueno, es que esto lo compró usted hace más de cien días.

—¿Y?

No me jodas, sí que vas corta de dinero. ¿Por qué otro motivo desenterrarías unos pantalones de hace tres meses? Coges la prenda y el recibo, y te los metes en el bolso.

—Ya volveré cuando haya una encargada.

—Perfecto.

Ahora estás herida: dependías de ese reembolso. La pagas con todas las de Jóvenes Putones y te abres paso entre el rayón y el neón sin pedirle perdón a nadie. Un par de zorras dicen que quieren darte una paliza, pero no lo harán; están en el instituto, les vale con llamarte «puuuutaaaa». Te digo que no vayas tan deprisa, pero no me haces caso; en realidad, me gusta que puedas ser tan capulla porque un día de estos me atarás a una cama y me abofetearás y me señorearás igual que haces con todos los que se interponen en tu camino. Estás como una moto y me dan ganas de jugar contigo, así que lo hago.

—Beck.

—¿Qué?

—Oye, yo no sé nada de ropa de chicas, pero esos pantalones que quieres devolver tienen buena pinta.

—No me quedan bien.

—¿Me los enseñas?

Intentas no sonreír, pero pierdes.

—¿Aquí?

—Sí —contesto.

Ahora andas más despacio y nadie vigila los probadores porque es Navidad y Papá Noel sabe que he sido bueno. Recorremos el pasillo de probadores hacia el probador para discapacitados que hay al fondo. No me dices por qué abres esa puerta y tampoco me invitas a entrar, pero te sigo. Me siento en el banco, tú te colocas frente al espejo de triple hoja. Sacas los pantalones del bolso y ¿qué te pasa que todavía estás pensando en los pantalones?

Suspiras.

—Es que lo que quiero en realidad son unos jeggings.

Pero lo que necesitas en realidad es un orgasmo; te digo que te los pruebes. Te sonrojas, eres una pícara, y se oye un portazo y alguien farfulla «pagad por una habitación», pero ya tenemos una, esta, y te has quitado las botas peludas y te bajas la cremallera de los vaqueros y son tan estrechos que, cuando tiras hacia abajo, las bragas los acompañan.

—Ven aquí.

—Joe, shhh.

Te hago una señal para que te acerques. Como en el fondo eres tímida, te subes los pantalones y te subes la cremallera mientras caminas. Te miro, y tú me miras, y haces el amago de agacharte y cogerme la hebilla del cinturón, pero no. Te agarro la mano con firmeza.

—De pie.

Obedeces. Y cuando te desabrocho los pantalones, te acercas y te mueves para ayudarme a quitártelos; cuando te los quito, los lanzo al espejo y por fin, al puto fin, en la Sección de Jóvenes Putones del Macy’s de Herald Square, ha llegado la Navidad unos días antes. Te pruebo. Te lamo. Y cuando te corres, te corres a grito pelado.

Me encanta ir de compras.

El sexo aclara la mente y el orgasmo te ha sentado bien. Al salir del probador, decides que vas a darle a tu madre los pantalones que querías devolver. Ya sabía yo que no compraríamos orejeras. Me coges la mano bien fuerte y bajamos los cuatro pisos por la escalera mecánica porque no quieres mirar nada más. La música ahora es más suave, «Have Yourself a Merry Little Christmas», mi canción favorita para las vacaciones más tristes. Me preguntas qué hago durante esos días, y contesto que trabajar, cómo no, y me dices que vas a tener que buscar trabajo. Me llevas hasta la sección de sombrerería de caballero y coges una monstruosidad de lana de color rojo y verde, pero no te lo permito.

—Podría trabajar aquí —dices, y sonríes—. Podrías venir a verme cuando tuviera descansos.

—¿De verdad necesitas un trabajo?

En lugar de responder, coges un gorro de cazador de color rojo como el que lleva Caulfield en El guardián entre el centeno y me miras.

—Va, por favor. Es uno de mis libros favoritos de la historia.

No puedo negarme y te quiero por no mencionar el título de la novela. Me pongo el gorro, y te muerdes el labio.

—Adorable.

Es difícil que me tomes en serio con este gorro ridículo puesto, pero lo intento:

—En serio, Beck, ¿necesitas un trabajo?

—Estás demasiado bueno —gritas, y sacas el móvil—. Una foto, Joe. Déjame hacértela.

—Más te vale que no la vea en Facebook.

—Si tú no tienes Facebook, tonto —me dices—. Sonríe.

Me haces una foto, yo te doy el gorro y buscas la tarjeta de crédito en el bolso.

—Beck, no hace falta que me compres un gorro que no me pondré en la vida. En serio. ¿Necesitas trabajo?

—Ya sé que no hace falta, pero quiero comprártelo.

Es Navidad, así que dejo que me lo compres y te digo que sólo me lo pondré con una condición.

—Lo que sea —respondes.

Tienes una visión de túnel encantadora.

—Dime que aceptarás trabajar en la librería.

—¡Sí! —aclamas, y me abrazas.

Te doy todo lo que quieres, todo lo que necesitas, y tú me besas en el cuello con suavidad, en los labios con ternura. Murmuras mi nombre, Joe, y todos los que pasan por nuestro lado deben de pensar que acabamos de prometernos.

Esa misma tarde, Ethan se presenta a la entrevista, y no tengo el valor de decirle que el puesto ya está cubierto. Tiene cara de gerbillo y es afable como un cachorro y le iría mejor en una protectora de animales que en una librería. Habla mucho, y miro tu correo y me queda claro que has llamado a Peach y le has contado lo de la excursión de compras y lo del trabajo nuevo. Ella escribe:

Beckaliciosa mía, espero que no te estés castigando después del revolcón en Target. Recuerda que hacer algo vulgar no te hace vulgar. ¡Eres humana, pequeñuela! Pero tienes que ser tierna con él, puede que trabajar juntos no sea muy buena idea. ¿No sería mejor trabajar en el campus? Bueno, que vaya bien, Peach.

El mensaje de Peach me estropea las buenas vibraciones de Macy’s. ¿Qué pasa si te echas atrás? ¿Qué pasa si trabajamos juntos y no nos llevamos bien? ¿Y si necesitas una #nochedechicas las tardes que tengas libre y yo no puedo volver a ir de compras contigo? Ethan no me dejaría colgado; ha traído tres copias del currículo.

—Parece que tienes muchísimo lío, Joe —dice con brío—. Si quieres que me vaya, puedo volver dentro de un rato. ¡Hoy no tengo nada más que hacer!

Intento ganar tiempo. No sé si podría aguantar su energía.

—¿Cuáles son tus libros favoritos?

Sonríe como si acabara de decirle que Papá Noel existe, y leo lo que le has contestado a Peach:

Fue en Macy’s, no en Target, así que es más respetable… O eso espero. Y tienes razón: ya sé que no debería trabajar en la librería. Soy un desastre con los límites. ¿¡Por qué eres siempre tan lista!?

Ethan está en pleno análisis de El señor de los anillos, pero lo interrumpo:

—Disculpa, Ethan. Dame un minuto.

—¡No te disculpes! —canturrea—. ¡Eres el jefe!

Este tío lo exclama todo y por eso me resulta tan desconcertante que su novela favorita sea American Psycho.

—¡Me encanta un buen susto! ¿A ti no, Joe?

Prefiero la ficción literaria, pero él menea el rabo, y actualizo la bandeja de entrada y abro la respuesta de Peach:

Me preocupo por ti, Beckaliciosa, sólo es eso. Recuerda: ¡límites! Por cierto, tengo la sensación de que no nos vemos desde hace una eterrrnidad.

Guardo tu móvil y doy gracias a tu madre en silencio por apoquinar la factura. Ethan aún habla del gerbillo de American Psycho.

No para de hablar con efusividad y se ríe, ¿quién coño es este tío?

—Me encantan los libros —trina—. Podría hablar de libros ¡hasta el fin de los días! Eso es lo peor de haber perdido el trabajo y a mi novia: echo de menos hablar. ¡Me encanta hablar!

Ethan es el hombre más solitario y deprimente que he conocido en la vida y, al mismo tiempo, me va a salvar. Es perfecto, justo lo que necesito. No te gustará y, a su lado, el hombre soy yo. Sonrío.

—Ethan, ¿puedes trabajar los fines de semana?

—¡Por supuesto! —canturrea, y suena un poco como un gerbillo—. ¡Puedo trabajar cuando sea!

Cuando nos levantamos, me doy cuenta de que le saco más de una cabeza. Tiene caspa y no para de expresar su gratitud mientras lo acompaño a la puerta.

—Verás, Joe, siempre he tenido la sensación de que ¡acabaría teniendo un trabajo divertido como este! Si te digo la verdad, lo de especializarme en finanzas fue idea de mi padre, ¡mía no!

—Bueno, eso está bien, Ethan. Muy bien —le digo, y el que tiene problemas con los límites es él—. Ve a celebrarlo con una cerveza.

—No suelo beber, pero ¡a lo mejor me pongo un poco de ron en la Dr. Pepper Light! —exclama.

Mientras se va por la calle, me siento orgulloso de él, como si fuera su maestro. Hoy he hecho una buena obra.

Le escribes a Peach y le deseas que pase unas buenas vacaciones al sol. Le cuentas que seguramente te quedarás en la ciudad porque ir a Nantucket cuesta demasiado, y ella responde:

Cariño mío, si necesitas un préstamo, sabes que estoy aquí…

Le contestas con un NO rotundo. Peach se reunirá con su familia en San Bartolomé y se embadurnará ese cuerpo grotesco de pantalla solar orgánica mientras piensa en ti. A lo mejor encuentra a una chica del lugar, se enamora de ella y te deja en paz. Te escribo por correo electrónico que empiezas mañana, y respondes de inmediato, como tiene que ser:

C Sí, jefe.

Por la noche, me llamas para aclarar la fecha de inicio. Cuando te hablo de Ethan, al principio te confundes.

—Pensaba que me habías dado el puesto a mí —dices.

—Bueno, es la época del año en la que más trabajamos, Beck.

—¿Quieres decir que no me darás tantas horas?

—Quiero decir que de vez en cuando puede que tengamos la tarde libre.

Lo entiendes, bajas la voz:

—¿Ya me estás acosando sexualmente?

No me río.

—Sí, señorita. Así es.

Es evidente que soy un genio, y Peach puede irse a tomar por el culo porque tú y yo seguimos hablando como si fuéramos novios. Te cuento más cosas sobre Ethan, y te ríes.

—Es como la antítesis de Blythe —dices—. Ella tacha los signos de exclamación en los relatos de los demás. De verdad.

—Maldita sea —digo—. Me gustaría saber qué pasaría si estuvieran juntos en la misma habitación.

—Ay, Dios —dices, y se te nota en la voz que acabas de incorporarte—. Tenemos que conseguirlo.

—Beck.

—Tenemos que juntarlos.

—Este chaval es muy inocente —te digo—. No creo que podamos dejarlo en manos de Blythe.

—Si te digo la verdad, Joe, quizá Ethan sea lo que Blythe necesita. Y viceversa. Es decir, los polos opuestos se atraen, ¿sabes?

—¿Nosotros somos polos opuestos?

—Bueno, eso ya lo veremos —respondes.

Cambiamos de tema y hablamos de comida india y de música, y es una de esas conversaciones que fluyen, de esas que sólo se tienen después de haber estado en el probador.

Cuando colgamos, te paso la información de contacto de Ethan para Blythe. Escribo:

¡Feliz Navidad!

Y contestas:

Ni que lo digas C

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