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Capítulo 31

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El trayecto a Little Compton es largo y hace frío. La calefacción del Buick de Mooney sigue sin funcionar. Como ya no tengo el gorro de lana, me he puesto la gorra de la Figawi de Benji (o, mejor dicho, la gorra que Benji le robó a Spencer Hewitt), pero es de lona, no de lana. En momentos como este, agradecería ser rico, disponer de un gorro de lana nuevo y un todoterreno recién estrenado, por eso ¿en qué estaría yo pensando cuando dejé la llave del trastero de cosas robadas dentro del mismo trastero? Todos esos tesoros se van a pudrir hasta que algún chatarrero lo compre en un programa de telerrealidad. Tiendo a hundirme y por eso necesito música; pero se me ha olvidado traer música porque tengo otras cosas en la cabeza, como por ejemplo que a lo mejor me he quedado ciego de un ojo por culpa de alguien tan intrascendente como Curtis. Antes me corto el huevo izquierdo en honor a Ethan De Los Signos de Exclamación.

Tengo que conformarme con la radio, donde no ponen más que a Taylor Swift en todas las putas emisoras. Es la versión famosa de ti, Beck (sale con demasiada gente, se pega buenos batacazos, folla muy deprisa y huye a toda velocidad), y yo sigo cambiando de emisora pero, al parecer, Taylor Swift es la propietaria de una mansión cerca de LC (en un estado tan pequeño como este, nada está lejos) y ni que fuera la reina y la alcaldesa y la princesa de Rhode Island, porque ponen su música en todas las emisoras de rock («Me gustaría que los Foo Fighters hicieran una versión de algún tema antiguo de la señorita Swift, ¡o Arcade Fire!») y en todas las de country («Escuchemos el último single del último tesoro de Rhode Island. Ya sabéis de quién se trata, ¿verdad?») y en las de pop («¡Nunca eres demasiado mayor para sentirte como si tuvieras veintidós, Rhode Island!»). Pues que te jodan, Taylor Swift, porque en toda mi vida adulta no me había sentido más lejos de tener veintidós años y ¿por qué no han inventado un disolvente que evite que las autovías se hielen? Voy haciendo eses como un capullo.

Me paro a poner gasolina y miro tu cuenta de Twitter. Acabas de escribir desde Mystic, Connecticut. Como eres una chica, has colgado una foto de Mystic Pizza.

¿Desvío en limusina a Mystic para comer Mystic Pizza de camino a una escapada invernal en una casita de Little C.? #hechoyhecho #pepperoni #mejorqueelsexo #casaenlaplaya

Las cosas que yo asocio a Mystic, Connecticut no tienen nada que ver con la puta película de Julia Roberts. Para mí es un lugar maldito. En cuarto me llevaron de excursión con la escuela y, por aquel entonces, me gustaba una niña muy rara y arisca que se llamaba Maureen Grady, Mo para los amigos. La mayoría de los críos son gilipollas, como los adultos, y por eso muchos la llamaban Mono. Estábamos en la cubierta de un barco y la visita era muy aburrida, así que Mo y yo nos escaqueamos del grupo y bajamos sin permiso a otra cubierta.

En la oscuridad, Mo me dijo que iba a robarme la virginidad. Intenté salir corriendo, pero me tiró al suelo y me sujetó. Le di un puñetazo, escapé de ella y se lo conté a los maestros. Sin embargo, Mo les contó otra historia, se le daba bien llorar. ¿A quién crees que mandaron al puto psicólogo, al despacho del decano, al orientador con la puta muñeca de «dime quién te ha tocado dónde»? A Mo Grady no. Pero no me regodeo en el pasado. Ahora la que está jodida es ella (una asistente jurídica con dos divorcios a la espalda, cuenta de OkCupid y un pomeranio que se llama Gosling. Está claro que se quedará sola para toda la vida). Yo prefiero vivir el presente y por eso la saco de mi mente, entro en la cuenta de Twitter de Benji y escribo:

No hay nada mejor que un **ñ* de provincias

#inviernoporNantucket

Dejas de seguir a Benji de manera oficial. Le mandas un mensaje directo:

Para mí estás muerto. Muerto.

Sonrío. Me doy una palmadita en la espalda porque ahora Benji está en el cielo, y yo tengo que lidiar con nieve fría y mojada sin poder desempañar bien los cristales. La vida es más dura que la muerte, Beck, y daría cualquier cosas con tal de comer pizza contigo. Me lavo las manos en el baño de la gasolinera y ahora mismo cuesta mirarme a la cara. El puto Curtis y sus gorilas me han dejado guapo. Tengo una raja grande en la frente y otra en la mejilla que parecen de Halloween. Me echo agua fría y sigo adelante con el viaje, como hizo el corazón de Céline Dion en Bridgeport.

Llego a Little Compton relativamente pronto, teniendo en cuenta la nieve y cómo tengo la cara. Veo borroso e intento vigilar la carretera con el ojo izquierdo. Cuando entro en las afueras del pueblo, todavía nieva. Estoy nervioso. No me suele ir bien en los puertos costeros donde hay heladerías y gente con barcos, y tengo que circular más despacio. Llevo las ruedas tan desgastadas que no pueden con la nieve y el Buick suena igual que Sloth de Los Goonies.

La carretera puede más que el Buick y todas las tiendas están cerradas y las luces apagadas porque es temporada baja. Como si toda la población de Little Compton estuviera refugiada en la mansión de Tay-Tay. No obstante, los animales andan sueltos. Y cuando veo al ciervo que está a punto de cruzar la carretera y piso los frenos, ya es demasiado tarde. El Buick se queja y arremete contra el ciervo y ahora somos uno, carne y metal, un tornado que atraviesa la carretera girando sobre sí mismo en dirección a los árboles, a través del bosque. Pierdo la noción del tiempo. Pierdo el equilibrio y cierro los ojos y el olor a rueda y carne quemadas me abruma. Lo eclipsa todo. Y luego.

Nada.

Cuando despierto, no hay más que silencio. El dolor y unas ramas en el regazo que me impiden ver. Pero en el Buick abundan los milagros: estoy vivo. Llevo la gorra de Figawi puesta. Y el móvil está intacto. Sólo he perdido la conciencia durante veinte minutos.

—Uau —digo, porque hay que decirlo.

No veo más que trozos de cristal y de corteza y hojas. Es como si un árbol se hubiera comido al Buick y, durante unos instantes, temo que no haya escapada. Estoy sangrando dentro de la ropa de abrigo, pero eso no es una novedad. Tengo mucha suerte de que en este coche no haya nada electrónico: puedo abrir la puerta abollada y, aunque me cuesta, salgo de esta bestia americana gloriosamente analógica. Me desplomo sobre la nieve roja. Sangre de ciervo. Mi sangre. Pero estoy vivo.

Miro el correo; todavía no me has escrito, pero lo harás. Abro Google Maps y estamos predestinados, Beck. Mi destino es estar contigo porque el teléfono me confirma que estoy a 70 metros al oeste de la casa de Peach Salinger del 43 de Plover’s Way.

Sin embargo, me cuesta mucho regresar hasta la calzada. Algo horrible me ha sucedido en todas las partes del cuerpo en el instante en que he chocado con el ciervo. Levanto el pie derecho y me zumba la pierna izquierda. Apoyo el peso en el pie derecho y la parte derecha de la caja torácica me da una dentellada. Caigo sobre la nieve y dejo que el frío penetre la ropa.

—Paciencia, Joe —me digo—. Paciencia.

Me arrastro un par de metros y veo dos señales que están tapadas en parte. Una es una señal de STOP normal, de significado universal. La otra es más remilgada y está en un cartel blanco:

CLUB DE PLAYA DE HUCKIN’S NECK. NO PASAR. ACCESO EXCLUSIVO PARA MIEMBROS. PROHIBIDO ACCEDER A LAS ROCAS. PROHIBIDO SALTAR. PLAYA SIN SOCORRISTA. LOS BAÑISTAS SON RESPONSABLES DE SUS ACTOS.

La naturaleza está de mi parte, porque en invierno estas normas tienen vigencia. Es más que obvio que la garita minúscula de seguridad que hay junto al cartel está cerrada fuera de temporada.

—De acuerdo —digo, y sigo adelante con fuerza, como el corazón de Céline Dion.

Me mantengo pegado al suelo, como un soldado saliendo de una trinchera. No tengo los brazos tan jodidos como las piernas o el torso. Estoy sudando y tiritando, y el ojo derecho es una masa inútil, pero el izquierdo ha salido indemne y me funciona bien. Debo de estar muy cerca, así que recalculo la distancia con el móvil: sesenta y ocho metros.

—¿Estás de coña? —pregunto en voz alta—. ¿No he avanzado ni tres putos metros?

Tengo la boca seca, me la lleno de nieve. A este paso, me reuniré contigo el próximo verano. Cierro los ojos. Soy capaz de cualquier cosa. Puedo hacer lo que sea, y me echas de menos y lo más difícil será este trayecto a pie, pero podrías llamarme en cualquier momento, claro que sí. Hundo las manos en el suelo nevado y consigo algo de tracción. Tengo que apoyarme de rodillas y hacer fuerza con los brazos para levantarme y esbozo una mueca de dolor, pero lo consigo, Beck. Estoy de pie. Encuentro una cojera que me funciona para caminar, una especie de paso lateral de zombi, como si me faltara un hermano siamés. Miro el móvil y el punto azul está sobre la marca roja.

Estoy.

Aquí.

Tres pasos más y llego al camino de entrada y madre mía. Esto no es una casita, Beck. Es una mansión de un cuento sobre una reina malvada de la costa que se queda con el dinero de todo el municipio para construirse un camino de entrada a su casa que no sólo es mucho más largo de lo necesario y está flanqueado por arbustos, sino que se abre a un garaje para cuatro coches de la rehostia. La casa tiene dos pisos, tres si cuentas el balcón mirador que hay arriba del todo. El jardín de delante es una alfombra limpia y reluciente de nieve blanca, y dentro brillan luces mientras las estrellas cuelgan del cielo con la esperanza de poder entrar. Si Thomas Kinkade, el pintor de la luz, mezclara sus trazos con los de Edward Hopper, el resultado se parecería mucho a esto.

Y ¡qué silencio! Pensaba que se oiría el mar, pero el océano también duerme y oigo cómo se derriten los copos de nieve y cómo crujen las ramas. ¿Siempre hago tanto ruido? Respiro haciendo un ruido áspero, ¿y si me oyes desde dentro de la «casita»? Retrocedo de manera instintiva. Cae una gota de mi sangre a la nieve nueva y débil, y lo oigo. No puedo dejar rastro; Peach pensará que su acosador ha vuelto y llamará a la Guardia Nacional. No quiero asustarte, así que me dirijo hacia el este para inspeccionar la casa de al lado. Tenemos suerte, Beck. Los vecinos no comparten la pasión de los Salinger por el paisajismo: el terreno está lleno de plantas y árboles, y la nieve no es una alfombra blanca en la que yo vaya a dejar huellas. La mayoría de la gente morirá sin haber conocido este nivel de quietud y tranquilidad.

Y, de repente, un chillido. Peach grita:

—¡Beck!

Me agacho. Sin embargo, es evidente por la manera en que grita que tú has contestado a su llamada y vas a toda prisa hacia el ala oeste de la casita. Esta es mi oportunidad; corro hacia la fachada que da al este y me permito echar un vistazo dentro de la sala grande (así es como los ricos llaman al salón). Es enorme. Un sofá modular gigante de color azul marino se enrosca como una serpiente gorda y afectuosa. La mesita de café está hecha con nasas metálicas para langosta soldadas y tiene una lámina de cristal encima. Y resplandece gracias a las llamas que crepitan en la chimenea.

Cuando oigo tu risa obtengo confirmación, por fin, de que no he muerto. La chimenea escupe humo y no me extraña que Taylor Swift haya comprado una casa por aquí. Oigo música de Elton John; Peach se toma las vacaciones en serio, porque ha cambiado la balada taciturna y un poco suicida con la que sale a correr por la melodía traviesa e indulgente de «Goodbye Yellow Brick Road». Además, detecto olor a marihuana. Me agacho justo cuando entras en el salón, tan tranquila.

La costa te sienta bien y, Dios, cuánto te echo de menos. Te colocas delante de la chimenea con las piernas separadas como si estuvieran a punto de cachearte (eres luminosa como el fuego, estás viva); llevas unas mallas negras y el jersey gris que te pusiste para trabajar el día que nos acostamos. Te agachas un poco para calentarte las manos en el fuego, y siento el impulso irrefrenable de saltar por la ventana y entrar dentro de ti.

Pero Peach estropea la escena al irrumpir en el salón. Te ofrece una copa de vino (qué típico), tú lo pruebas y ella vuelve a la cocina. No me extrañaría que hubiera droga en la bebida.

Me echas de menos. Yo te echo de menos. Me duele verte ante el fuego, entregándole las manos al calor como yo le entregué la mía al fuego, aunque eso fue distinto. Me imagino empujándote al abismo rojo y saltando después de ti, contigo, para que nos quememos juntos, para siempre, un árbol de la vida, de luz, de sexo.

Pero, cómo no, Peach se arrastra otra vez al salón y te dice que la cena estará lista dentro de una hora. Quiere jugar a cartas (¿acaso tiene ochenta y cinco años?), y tú complaces a tu anfitriona y te sientas con ella en el sofá modular gigante.

Tengo las manos entumecidas y doloridas al mismo tiempo y hace demasiado frío para quedarme aquí. No soy un animal y ¿cuál es mi plan? Ya me he dado cuenta de que he venido hasta aquí con sueños, no con un plan. Mi sueño: me envías un mensaje. Yo finjo que estoy en Nueva York y espero tres horas. Entonces llego en coche a casa de Peach. Tú sales corriendo de la casa antes de que me dé tiempo de parar el motor. Saltas, ¡alegría!, me ofreces cena (filete y patatas) y pasamos una noche de sexo en uno de los dormitorios sin reformar.

No tengo plan A ni plan B y he actuado sin pensar. Eres buena amiga, educada y afectuosa. Es normal que necesites un poco de tiempo con Peach. Y yo estoy hecho un auténtico desastre; me duele todo y sangro. El coche está en el bosque y no me quedan fuerzas para ir a pie hasta el pueblo y colarme en un hostal. Me agacho y vuelvo a la propiedad de al lado.

La puerta de entrada está cerrada (menuda sorpresa), pero la luz de luna se refleja en la nieve e ilumina el mundo (gracias a Dios), así que rodeo el edificio sin caerme ni armar escándalo. Hay un cobertizo para botes (menuda sorpresa) y la puerta está abierta (gracias a Dios). Me cuelo dentro y me envuelvo con una lona. Al entrar en calor se me despiertan las heridas como si fueran perros invisibles que me muerden y me dan dentelladas. Estoy dolorido. Pero me levanto. Me echas de menos y sólo de pensar en eso puedo con el dolor. Me acomodo en el rincón de la izquierda, donde el viento no es tan cortante.

Un policía me apunta a la cara con una linterna. Veo la pistola y no necesito espejo para saber que tengo el aspecto y el olor de un zombi. El agente está muy musculado y tiene voz de barítono.

—Diga su nombre.

Toso sangre antes de poder decirle el apellido. Se guarda la pistola. Un avance. Me siento. Otro avance. Es el hombre más americano que los Estados Unidos han producido; piel oscura en un pueblo de blancos con nieve blanca. Tiene la gorra de Figawi en la mano y la escudriña como si el logo de ron Mount Gay tuviera un código de barras. Debe de habérseme caído mientras dormía. Sonríe.

—¿Has participado en la Figawi, Spencer?

—Un par de veces —respondo.

Ahora sé por qué motivo Stephen King no puede parar de escribir sobre Nueva Inglaterra. Sangro. Hay un ciervo muerto. Estoy de ocupa. Mi coche echa humo en el bosque. Y este hijo de puta quiere hablar de una regata.

Me devuelve la gorra.

—¿Eres amigo de los Salinger? He visto que hay movimiento en la casa. ¿Te has perdido?

Si vuelve a decir Salinger, me muero. Respondo que no con la cabeza.

—No. Me he perdido.

—¿Adónde querías ir?

Las preguntas me ponen nervioso y el estrés intensifica el dolor. Todo está saliendo mal, siento una punzada en las costillas. Me estremezco de dolor. El agente se preocupa (sí) y me tiende la mano (gracias, Departamento de Policía de Rhode Island). La acepto y me aferro a él.

—Agente, si le digo la verdad, no sé dónde estoy. Se me ha jodido el GPS hace un buen trecho. Me he perdido. Estoy hecho polvo.

—Entonces, el Buick del bosque es tuyo.

—Sí —respondo.

Joder.

—Spencer, ¿has bebido esta noche?

Estoy a punto de preguntarle por qué me llama Spencer, pero entonces me acuerdo del nombre que hay bordado en la gorra: Spencer Hewitt. Qué alivio.

—No, señor.

—¿Has fumado?

—No —contesto—. Pero podría preguntarle lo mismo al ciervo que ha salido de la nada y ha arremetido contra mí.

Sonríe y me estremezco. Contacta con la comisaría para preguntar por la espera de urgencias, y hay que salir de aquí ahora mismo. Estás cerca, apenas a unos pasos de distancia. Podrías estar despierta, quitándote las legañas de los ojos, tranquilizando a la paranoica de Peach. ¿Y si ha visto el coche de policía? ¿Y si el policía llevaba el puente de luces encendido? ¿Y si ha pedido refuerzos? ¿Qué pasa si ahora mismo tú estás ahí fuera haciendo un atestado? Vomito encima de la lona.

—Sácalo todo, Spence —dice con aire reconfortante—. Enseguida viene la ambulancia.

Pero las ambulancias tienen mucha luz y hacen ruido. Me conviene ser fuerte por tu bien, así que consigo levantarme.

—No hace falta, agente.

—Vale —responde él—, pero te llevo al hospital.

Iría a cualquier parte con tal de alejarme de ti, y él me ayuda a caminar a trompicones hasta el coche. Los árboles tapan las vistas a casa de Peach; aunque estuvieras delante de la ventana del gran salón, no me verías. El agente Nico (me gusta el nombre) no había dejado las luces encendidas (buen chaval) y el coche patrulla es un híbrido (sólo en LC) y estamos en marcha, qué alivio.

Nico es un buen tipo, es amigable. Me distrae con sus historias de cuando jugaba al fútbol en la Universidad de Rhode Island. Le encanta la zona. Es de Hartford y parece cobrar nueva vida mientras me entretiene con anécdotas sobre los majaras que vienen hasta aquí para ver si consiguen ver a Taylor Swift.

—Como si ella fuese a salir con cualquiera que la persiga, ¿verdad?

—Ya, claro —digo.

—Intenta dormir un rato. Aún nos queda un buen trecho.

Admito que es agradable que alguien me cuide, que quiera que duerma lo suficiente. Aquí puedo relajarme; las puertas están cerradas, la calefacción puesta, la partición es sólida. No tardo en perder el conocimiento y sueño que llevas un viejo vestido dickensiano muy vaporoso. Tú.

El hospital Charlton Memorial está en Fall River, Massachusets, a unos treinta kilómetros. Pero esos treinta kilómetros podrían ser veinte años luz, porque ese lugar tiene carencias y hay mucho ruido y huele mal; es el anti LC. Cuando Nico abre la puerta, una nube de humo de tabaco me consume. Hay una docena de yonquis degenerados intentando conseguir oxicodona. Me tienta preguntarle al agente Nico por qué no me ha llevado al hospital adonde van los veraneantes, pero ¿para qué? Ya estamos aquí. El tipo que tenemos delante tiene un cuchillo ensangrentado sobresaliendo del bolsillo de atrás e intenta explicarle a la enfermera que ha tenido un accidente con la puerta del coche. Hasta un niño de diez años sabría que miente, pero él sigue suplicando:

—Con una oxicodona me basta, Sue.

Pero Sue no cede:

—Tómate un café, ve a una reunión y sal de aquí, coño.

Yo no soy escoria enganchada a las drogas, y Nico tiene algo de influencia, así que nos llevan directamente a una habitación. Resulta que trabajaba en este pueblo, pero se marchó porque la heroína y la oxicodona «lo han masticado, se lo han tragado y luego lo han escupido». Niega con la cabeza, y yo debo de estar mirando a los malhechores de la sala de espera, porque Sue me mira y sonríe.

—¿Qué pasa, chico? —pregunta con tono burlón—. ¿No puedes con tanto glamour?

Suelta una carcajada y habla con un acento tan fuerte que me sabe mal por las palabras que le salen de la boca. Nico se echa a reír.

—Este chico no es de por aquí.

Sue ya no se ríe.

—No me jodas, Sherlock. ¿Tienes el permiso de conducir para que se lo lleve a las chicas del mostrador?

—No —miento—. Me han robado.

—¿En el aparcamiento?

—En Manhattan —contesto con mi mejor imitación del cineasta Whit Stillman.

Sue pone cara de no creerse nada, y me alegro cuando el doctor cierra la cortina y la abre de nuevo al instante. Sue se va y el médico me ofrece la mano.

—Soy el doctor Kazikarnaski. Puedes llamarme doctor K.

Respondo que sí con la cabeza como haría alguien que ha participado en la Figawi.

—Excelente. Yo soy Spencer.

El doctor K me palpa las heridas y me pregunta quién me lo ha hecho.

—Bueno —empiezo a decir—, han sido veinticuatro horas muy locas. Me han atracado en Manhattan. Salía del Lincoln Center a pie y, de repente, ¡pam!

Se me había olvidado que Nico estaba presente.

—¿Quién jugaba en el Lincoln Center? —me pregunta.

Me encojo de hombros.

—No, estábamos sólo de pasada —respondo, y me estremezco para recordarles a todos que soy el paciente—. Bueno, después salí de la ciudad y me pilló la tormenta. He tenido un accidente, un ciervo. Y eso… Que aquí estoy.

—¿De qué año es el Buick que tienes? —pregunta Nico.

Hago una mueca y hago un gesto que significa que necesito un momento para recuperarme. Por suerte, Nico y el doctor K se ponen a hablar de coches antiguos, del frente cálido que se acerca (según Sue, que va y viene, será como un veranito de San Martín), y hacen todo esto en lugar de preguntarme qué hace un regatista pijo como yo en una bestia marrón tan vieja como esa. El doctor K se arranca los guantes y los tira a la basura. Dice que no tengo las costillas rotas y que las heridas se me curarán. Pero lo de la cara es otra historia.

—¿Alguna vez te han puesto puntos? —quiere saber.

Contesto que no con la cabeza.

Una enfermera embarazada que lleva mucha sombra de ojos entra con dos cafés y dos dulces de hojaldre. No me puedo creer que tenga tanta suerte: estoy famélico.

—Helen, no hacía falta —dice el agente Nico cuando recoge el botín.

—Venga ya —responde ella—. Sé que no tienes a nadie en casa que te cocine. Un hombre tan grande como tú tiene que comer.

Yo también, pero Nico devora mi pasta, y el doctor saca una jeringuilla y me dice que cierre los ojos.

—Te va a doler —dice.

Cuando Jude Law le dice eso a Natalie Portman en Closer, no era en broma, y no estás aquí para darme la mano.

El pinchazo de la frente no duele: me mata. Nico me da palmaditas en la espalda.

—Respira, Spence. Tú puedes.

El doctor me pincha de nuevo, esta vez en la mejilla. Me dice que no me mueva y que espere a que la anestesia haga efecto. La enfermera embarazada da vueltas por ahí, le gusta Nico.

—¿Qué tal te va en ese pueblo tan pijo, Nico?

—Bien, bien —dice, y se ríe—. ¿Y a ti?

—Estaría mejor si tuviera un pedazo de taza de chocolate caliente y fornido para darme calor por las noches, ¿qué te crees?

A Nico le hace gracia, y ella se marcha meneando el culo.

—Tú pide por esa boquita.

De pronto, me siento a gusto porque la gente dice lo que quiere directamente: opiáceos, la polla de Nico, café…

—¿Crees que tienen más pastas por ahí?

En lugar de contestar, cierra la cortina y crea un espacio privado. Saca un cuaderno y me gustaría que la medicina me entumeciese el cerebro.

El cuaderno no me gusta y el boli tampoco, y allá vamos.

—Ya sé que no tienes documentación, pero ¿me das tu dirección?

Me invento una y espero que ya hayamos terminado, pero la cosa no ha hecho más que empezar. Nico quiere saber cosas sobre mí. Ha visto el coche, ha visto mi sangre en la calle; así es como me ha encontrado, y rezo por que la nieve haya empezado a derretirse. Rezo por que Peach y tú no salgáis a la calle. No quiero que veas la sangre.

—¿Qué buscabas? —me pregunta—. ¿Creías que esa gente estaba en casa?

—Estaba atontado, no tengo ni idea.

—Has ido directo a la casa, Spencer. ¿Por qué no has probado en la gasolinera que hay en la misma calle?

—No la he visto.

¿Por qué me ataca?

—Pero ¿de verdad pensabas que habría alguien en la casa?

—No lo sé.

No quiero tener esta conversación. Quiero un dulce de hojaldre.

—¿Conoces a alguien en LC, Spencer?

—Ni siquiera sabía que estaba en LC —respondo.

Ha llegado el momento de jugar en serio. Sé cómo tratar con la policía. Voy a decirle lo que dije cuando me pillaron por robar caramelos cuando era un gamberro. Trago saliva y me tiembla el labio inferior. Sé actuar. Tartamudeo.

—Mi-mire, no quiero entrar en detalles porque no tiene nada que ver, pero se ha muerto mi madre. Tal cual.

Retrae el bolígrafo y cierra el cuaderno.

—Lo siento, Spencer. No tenía ni idea.

No me cuesta llorar porque te echo de menos y todavía no sé cómo volver contigo, y sigues sin llamarme para decirme que me echas de menos. Nico me consigue el hojaldre y lo engullo de golpe. Cuando regresa el médico y me cose, no noto nada.

Treinta minutos más tarde, Nico y yo hemos salido al aparcamiento porque quiere llevarme a la estación de trenes. Aquí fuera las cosas han ido a peor. Hay un auténtico botellón de yonquis que comentan en las urgencias de qué hospital son más laxos con la oxicodona. Un tipo que lleva una chaqueta raída de North Face intenta abrir un Mazda con una palanca. Nico le pega un grito:

—¡Oye, Teddy! ¡Un poco de respeto!

Teddy saluda al agente, y yo acepto mi destino.

—¿Seguro que no le importa?

—No. Pero ¿cómo vas a pagar el billete?

Buena pregunta, agente. Me palpo la pantorrilla.

—El escondite de la tarjeta de crédito para emergencias.

—Qué bien pensado, Spence. Hay que estar preparado.

Asiento con la cabeza.

—Siempre.

Nico me asegura que un tal Leroy irá con la grúa a por el Buick y lo pondrá a punto.

—Y no te cobrará nada.

—Es usted el mejor, agente Nico.

Le estrecho la mano con fuerza.

Me deja en la estación de trenes, que es casi tan horrible como el hospital. Me ayuda a bajar del coche y los yonquis que hay por ahí se dispersan como cucarachas. Entro en la estación y me siento. Cuando ya se ha ido, salgo. Abro la cremallera del bolsillo interior de la chaqueta y saco la cartera. No me puedo creer que se hayan tragado mis patrañas sobre el atraco. Pero entonces echo un vistazo a los pobres condenados que hay aquí. Claro que me han creído, mira a qué se enfrentan a diario. Salgo a la calle y paro un taxi.

—A LC, por favor.

El taxista resopla y mira la gorra con desprecio.

—Querrá decir Little Compton, ¿no?

Nueva Inglaterra: todo el rencor, casi todas las regatas, nada de tonterías.

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