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Capítulo 32

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Me despierto en otra caseta para botes a casi un kilómetro de distancia de la casa de Peach, siguiendo la playa. Nico y Sue y el doctor tenían razón con lo del frente cálido: de pronto estamos en un mundo distinto y parece que la tormenta haya sido un espejismo, una aberración. Da la sensación de que estamos en verano. Sorprende lo bien que sientan diez grados centígrados al sol cuando has estado sangrando a menos diez con un viento que da una sensación térmica de vete a tomar por el culo. Aun así, lo más importante es que esta vez nadie me ha encontrado. Creo que la Madre Naturaleza está compensándome por el accidente. Salgo de la caseta y es un alivio no recibir la bofetada de un viento helado. Me agacho entre las hierbas altas de las dunas. Peach y tú sois puntos en el horizonte. Estáis estirando y vas a correr con ella porque eres una buena invitada. Se me ha apagado el móvil, cosa que es un problema porque, si me escribiste en mitad de la noche suplicándome que viniera, no lo sabré. Os veo bajar a la playa y corro por entre las dunas por si tengo que esconderme. Cuando llego a casa de Peach, el corte de la cara me palpita de nuevo (el puto Curtis), pero la puerta de atrás está abierta, tal como yo esperaba. Aquí no tenéis miedo, y eso es de agradecer.

En casa de los Salinger todo es bonito, mientras que todo lo que había hace mil años en casa de mis padres era cutre, y eso que los Salinger ni siquiera vivían aquí. ¡Un regalo extra! Tienen un cajón lleno de cargadores de iPhone, así que enchufo el mío. Me preparo un café con la cafetera Keurig y me quemo la lengua al instante. He dejado un rastro húmedo por todo el suelo, qué oportuno. Es como si la casa supiera que soy de clase obrera y quisiera que cogiese la puta fregona.

Uso una bayeta porque, cómo no, no hay rollo de papel (seguro que así salvan el mundo). Me agacho, froto y odio a Peach. Es dominante pero dependiente; retirarles la invitación a Lynn y Chana no fue muy cortés. Desenchufo el móvil (diez por ciento de carga), pero no tengo mensajes tuyos. Me quedo el cargador, subo al piso de arriba y descubro que los seis dormitorios están limpios, impecables, listos para recibir a invitados. Peach tiene una patología muy seria, yo no soy como ella en absoluto. Te doy espacio. Elton John suena como un susurro en toda la casa porque hay un equipo de música de última generación. Me la imagino suplicándole en un tribunal de admiradores, afirmando ser la fan número uno, pero sir Elton da un mazazo y envía a un cobrador a requisarle toda su música a esa perra remilgada, y ella tiene que ponerse a trabajar de azafata en unos almacenes Walmart.

Debo decir que la ropa de cama es de estrella del rock, joder. Anoche dormiste aquí y huele a ti; cojo las mallas que tiraste al suelo y absorbo tu aroma. Con el calor se me ha relajado la cara, gracias a Dios, y me enrollo las mallas alrededor del cuello, aprieto, se me pone dura pensando en ti y me corro enseguida mientras te tengo enredada a mi alrededor.

Sólo hay setenta mil toallas de Ralph Lauren en esta choza, así que los Salinger no echarán de menos la que uso para limpiar y el café aún no se ha enfriado y me tumbo porque este sitio reconforta y me lo merezco. Revuelvo entre las cosas que tienes en la bolsa de viaje y pongo en fila tus bragas y sujetadores y estoy tan enfrascado en ti que me he metido en un lío sin querer.

Peach y tú habéis vuelto a casa, estáis abajo, en la cocina, quitándoos las zapatillas deportivas, llorando o riendo, no lo distingo. No puedo bajar la escalera porque el suelo crujiría. Te oigo la voz y odio las casas viejas. Te vigilan como Gran Hermano y un hombre no puede mover ni un músculo sin que lo delaten. Doy cuatro pasos gigantes hacia el pasillo (con el café en la mano) y ando de puntillas haciendo el menor ruido posible hasta la habitación de matrimonio que está casi justo encima de la cocina. Me acuclillo dentro del armario de cedro por si acaso y, una vez más, estoy encerrado mientras Peach y tú sois libres. Estoy seguro de que estás llorando, de que no te ríes y necesito ir al baño, pero no tengo opciones. Hago pis en la taza.

Peach debe de estar abrazada a ti, porque la oigo patear la pared en el zaguán, un elemento arquitectónico básico para los blancos que tienen demasiado dinero: creen que les hace falta un sitio exclusivo donde quitarse las putas botas y limpiarse el barro. Da patadas para soltarlo de las suelas y gruñe y habla con tono monótono:

—Haga lo que haga, las botas se me quedan hechas un asco. ¡Es como si el invierno me quisiera o algo así!

Dice que intenta hacerte reír, pero a ti no te hace gracia (¿hay alguien a quien se la haga?); te dice que no llores más, y tú sollozas mientras yo intento mear en una taza de café sin hacer ruido, y a Peach no se le da bien consolarte, Beck. Yo lo haría mejor, podría hacerlo mejor. Quiero saber qué te pasa. Si te hubieras puesto en contacto conmigo como querías, ahora estaría abrazándote. Lloras tan fuerte que creo que es seguro salir del armario y acercarme a la puerta.

—Léemelo otra vez —exiges.

Peach suspira y lee:

—«Queridos amigos de Benji».

—Su pobre madre… —gimoteas.

Peach continúa:

—«Con gran tristeza debo informaros de que nuestro hijo Benji está desaparecido y presuntamente muerto».

La interrumpes:

—¿No deberían buscarlo?

Peach se molesta. Sigue leyendo aunque le hables:

—«Su apreciado bote de vela Courage ha aparecido destrozado cerca de Brant Point. Como algunos ya sabéis, Benji llevaba un tiempo combatiendo sus adicciones. Hace poco informó a algunos de sus amigos de que estaba en Nantucket».

—El puto tuit ese —dices.

—Ya. Odio las drogas —contesta Peach.

Doy gracias a Dios por la tecnología, porque la verdad es que me está entrando muy mal rollo. Voy a la página del Nantucket Inquirer and Mirror y, cómo no, han publicado una foto de Benji sobrio y de traje; al lado hay otra del bote destruido. No hay testigos que hayan visto a Benji en Nantucket, pero sus padres confirman que sacó dinero en New Haven y que no sería «la primera vez que nuestro hijo cae presa de sus propios demonios». El supervisor del puerto confirma que el velero no está allí. Y yo confirmo que no he tenido nada que ver con el tema. Al parecer, el invierno de Nantucket puede ser violento, y la madre de Benji le dice al Mirror: «Al menos, murió haciendo algo que le gustaba». No sé si se refiere a la heroína o a navegar, pero en toda mi vida no me había sentido con tanta suerte.

Peach se suena la nariz, y tú sigues llorando, y te dice que deberíais escaparos a las islas Turcas y Caicos, y te ríes, pero ella lo dice en serio.

—Ya sabes que yo lo he hecho otras veces. ¿Por qué no? Hacemos las maletas y adiós. O mejor incluso: sin maleta. Te juro que el lugar te encantaría.

—Tengo que ir a clase —respondes.

Se oye un tintineo mientras te prepara algo de beber.

—A la mierda el máster —dice, pero es un intento fracasado de picardía.

Oigo una cremallera y una especie de gemido.

—Ay, por Dios, ¿hay algo mejor que quitarte ropa sudada de GoreTex?

—Ja —respondes.

Hablas sin ganas y quiero darte un abrazo. Se oyen más pisotones mientras el estriptis espantoso avanza y Peach declara:

—Te juro que parece que tenga la licra pegada a las piernas. Me la tengo que pelar de la piel literalmente; me pica tanto que voy a explotar.

Creo que voy a vomitar, pero tú no dices nada.

—Espero que no te moleste que me cambie aquí —dice Peach—. A veces me harto muchísimo de ir arriba a hacer cualquier tontería. Y ¿puede hacer más calor todavía?

Dices que no te importa y la oigo arrancarse la licra de ese cuerpo huesudo. Sale del vestíbulo, vuelve y te gusta lo que ves, porque dices:

—Ostras…

—Mi padre está obsesionado con los albornoces —dice, y gracias a Dios era por una bata—. El Ritz hace los mejores. Tenemos trillones en cada casa. ¿Quieres?

Quieres y coges y decides cambiarte en el cuarto de baño. Cuando sales, ella te pregunta con entusiasmo:

—¿Qué tal con el albornoz?

—Es ideal —respondes, aunque no eres una de esas chicas que a todo lo llaman «ideal».

Peach anuncia que va a hacer batidos de col kale y, si pudiera, te encerraría en esta casa y tiraría la llave, pero tú no te das ni cuenta, ¿verdad? El ruido de la batidora me salva y vuelo por el pasillo cual ninja y bajo por la escalera de atrás (la del servicio), que conduce al vestíbulo que hay entre la cocina y el gran salón. Por suerte, la escalera está oculta tras una puerta batiente al estilo del Lejano Oeste porque ¿quién quiere ver a la servidumbre? Desde aquí lo veo todo. Lleváis albornoces gigantes a juego, y tú te dejas caer en el sofá y posas un vaso de whiskey y el batido en la mesita de nasas de langosta. Ella te da un toque en uno de tus pies diminutos con un pie enorme.

—No estés triste.

—No debería estarlo —dices—. Me trataba como a una mierda.

—Ay, Beckaliciosa…, eso no es culpa tuya. Los chicos no lo pueden evitar. Las chicas como nosotras les intimidan.

—No creo que él se sintiera intimidado —respondes.

Peach quita los pies de la mesa y los planta en el suelo. Se frota las manos para calentárselas un poco.

—Cariño mío, necesitas un masaje.

Te ríes, pero lo dice en serio y se baja del sofá, se arrodilla en el suelo y te frota los piececitos mientras tú gimes (porque te gusta) y le dices que se le da muy bien, y ella sonríe. Le gusta que te guste y continúa por las pantorrillas y desde aquí no veo si te separa las piernas o si las abres tú, pero yo sólo sé que tienes las piernas abiertas y te está masajeando la parte baja de los muslos y relajas la cabeza, la inclinas hacia atrás, sueltas aire, mmmm, y dejas caer los brazos a los lados, y ella está cada vez más cerca, ahí arriba, subiendo por los muslos. Estás gimiendo. Eso haces.

Se incorpora y se te coloca entre las piernas. Te abre el albornoz y debajo estás desnuda y tienes los pezones erguidos, y te frota las caderas y dices que no, pero ella te dice que no hables y tú no hablas y te besa el pecho izquierdo y te agarra el otro, firme, fuerte. Protestas, pero ella te hace callar y obedeces y te besa el cuello y baja la mano sin que tú te opongas y no haces nada, sino que lo aceptas, y ella se equivoca.

Has bebido (no sé qué te ha dado, pero te afecta más durante el día, después de correr) y tienes el corazón roto porque me echas de menos y estás en estado de choque por lo de Benji y se supone que ella es tu amiga. Hace unos instantes estabas hecha un desastre, llorando sin parar, y ¿qué clase de amiga responde ante una amiga que está obviamente afligida aprovechándose de ella y chupándole la oreja? Todavía no la has tocado, pero tu cuerpo se ha abierto a ella, y creo que ni siquiera estás presente, estás en lo más recóndito de tu mente, en otra parte; pero al final regresas y tensas el cuerpo y cierras las piernas de golpe, y Peach se aparta. Te levantas y te tapas con el albornoz.

—Lo siento.

—Olvídalo —responde Peach, y le da un trago a la jarra de batido de kale—. Voy a ducharme.

—Peach, espera. Es mejor que hablemos.

—Por favor, Beck —se queja—. ¿Nunca se te ha ocurrido que a lo mejor es por esto por lo que los chicos no pueden contigo? O sea, déjalo estar. No hace falta analizar hasta las cosas más estúpidas.

Se marcha deprisa con el batido de col y se te nota que te sientes responsable, pero esto no está bien. La llamas y en respuesta ella sube el volumen de Elton John. Oigo un portazo. Te echas a llorar y ¿cómo se atreve a echártelo en cara? Entras en la cocina (por suerte no eliges el camino que pasa junto a la escalera del servicio) y vuelves con el móvil. Me echo a temblar. Es el momento. Ahí vas. Llámame, Beck. Llámame. Sin embargo, marcas y a mí no me vibra el teléfono.

—Chana, ya sé que estás cabreada conmigo, pero necesito que me ayudes. Benji está muerto, Peach está arriba llorando y yo no debería haber venido y no sé qué hacer. Llámame, por favor.

Subes y aporreas la puerta y le suplicas que salga y te disculpas hasta que te quedas ronca. Pero ella no te hace caso porque es una canalla. Te tiene atrapada y no te das cuenta. Abro la puerta batiente y me marcho.

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