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Capítulo 33

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Es una lástima desperdiciar esta playa con gente como Peach. Todas estas mansiones de la costa están vacías a pesar de que hace un calor glorioso, si bien impropio de la época del año (toquemos madera). La playa no podría ser más virgen y, aun así, ninguno de los propietarios de estas putas segundas residencias se acerca a LC a rendirle homenaje. Menudos idiotas. Yo, a diferencia de ellos, estoy a gusto paseando por la playa.

Ayer seguí las huellas que habíais dejado hasta el muelle que se extiende hacia la bahía. Este es el lugar perfecto para esconderse, para esperar. Hay unas cuantas rocas esparcidas (PROHIBIDO ACCEDER A LAS ROCAS) y una pasarela de madera desgastada que acaba en la arena. Excavé un agujero debajo de los tablones y creo que aquí se está más caliente que en cualquiera de las dos malditas casetas para botes, aunque es imposible hacer la comparación, teniendo en cuenta el frío que hacía la noche del accidente.

En cualquier caso, sale el sol y ya no falta mucho. Muy pronto, Peach pasará sola por aquí.

A Candace le encantaría este lugar. La última vez que vi el amanecer en la playa fue con ella. Este no es el momento para pensar en eso, pero ¿cómo voy a evitarlo? Vimos cómo despuntaba el sol en Brighton Beach y, a medida que se hacía de día, ella se esforzaba más y más por romper conmigo. Le pedí que me acompañara a la orilla. Y lo hizo. Hacía ese tipo de crueldades; una chica más agradable me habría dicho que no y me habría dejado llorando solo, pero ella quería verme en mi peor momento y por eso se quedó.

—Te dejo —me dijo.

«Entonces, vete, cabrona. Vete».

No fue culpa mía que me siguiera hasta el agua y no fue culpa mía que yo la agarrara y la sostuviera debajo de la superficie y viese cómo pasaba al más allá. Ella quería estar allí, de otro modo no me habría acompañado. Sabía que me mataba y sabía que yo no era de los que se rendían sin antes pelear.

No culpo a Peach de ser tan infeliz como es, igual que no culpé a Candace por querer escapar de su familia. Es una lástima que te enfades tanto por culpa de lo que no tienes y luego trates lo que sí tienes como si no fuera nada. Ella no se alegra de tener una casa más en un lugar donde el mayor peligro es Taylor Swift, joder. Se parece a Candace, que no se alegraba de tener la voz y el talento que tenía.

Tengo algo de tiempo, así que me acerco un poco a la orilla. Me gusta que vengan las olas a borrar las huellas. Me acuerdo de ese puto poema de secundaria en el que el tío que camina por la playa no está solo porque Jesucristo lo aúpa en sus hombros, sonrío. Durante años pensé que era al revés, que el tío del poema cargaba con Jesucristo igual que los del Hare Krishna van con la pandereta o un niño judío con la Torah en su bar mitzvah. No creía que Jesús fuera de los que llevan a cuestas a cualquier imbécil y ni siquiera dejo huellas al caminar, así que toma ya, poema de secundaria. Lo admito, estoy un poco de mal humor. Lo último que comí era el dulce de hojaldre. Paso por encima de la pasarela que debió de construir una familia que tendría algo en contra de pisar la arena blanca y vuelvo a mi madriguera a esperar.

Por fin veo que Peach sale al jardín de atrás. Una mota de color rojo brillante en la distancia. Hace unos estiramientos y luego echa a correr por la pasarela y esto marcha. A cada segundo que pasa la oigo con mayor claridad: la respiración, las pisadas y Elton John a todo volumen en el móvil. Pasa por delante de mí como una exhalación, yo salgo del agujero como un muñeco sorpresa y echo a correr tras ella. No me oye. En esta playa no le teme a nada. La agarro de la coleta. Antes de que pueda gritar, la tiro sobre la arena y me siento a horcajadas sobre su espalda. Ella forcejea y da patadas, pero tiene la boca en la arena y Elton no para de cantar («como una princesa apostada en su silla eléctrica») y saco la piedra del bolsillo.

Vuelve la cabeza hacia un lado y resulta que tiene los ojos más bonitos de lo que yo pensaba; me reconoce y escupe:

—¡Tú!

Puede que sea la mujer más fuerte que he conocido y, a pesar de que ya ha pronunciado sus últimas palabras, sigue forcejeando y balbuciendo. Se le inflama la piel, rojo Nantucket, y todo el ejercicio que hace le infunde una fuerza sobrehumana, una capacidad pulmonar que me sobrecoge. No me extraña que luche. La han criado un par de monstruos odiosos y llenos de prejuicios y nunca ha celebrado la vida, y creo que por eso saca fuerzas de flaqueza, porque ¡todavía le tiemblan las piernas! Es para maximizar los últimos momentos en la tierra. Me roza el brazo con las yemas de los dedos, pero es demasiado tarde, Peach. Sus globos oculares apuntan hacia el norte, hacia la coronilla, y todos tenemos algo que aprender de una muerte trágica y prematura. Culpar a los demás de tus problemas es un gran peligro. Qué desperdicio de una vida. Si hubiera renegado de los capullos de sus padres y se hubiera mudado a uno de los refugios soleados del extranjero para ser camarera o profesora de Pilates o cualquier otra cosa, porque eso da igual, podría haberse juntado con una chica agradable y afín a ella y haber hecho honor a todo lo que tenía (salud, inteligencia, músculo) siendo fiel a sí misma. No obstante, que se jodan sus padres. No hagas bebés si no eres capaz de dar amor incondicional.

Peach se desvanece, y Elton suena más alto que las olas «ya no te oigo, últimamente estamos un poco locos, mis amigos se revuelcan por el suelo del sótano», y tengo que echarle una mano a Peach porque se lo debo. Le doy en la cabeza con la piedra y se queda quieta, por fin. Le doy la vuelta, estoy temblando. Ya no está, se ha ido en paz, pero ¿y yo? Elton canta «has estado a punto de atraparme, ¿verdad, cielo? Casi me tenías atado y amarrado», y yo sí que me siento atado y amarrado aquí fuera con el cadáver pesado de Peach. ¿Elton canta más alto o me lo parece a mí ahora que Peach ya no hace ruido? Trato de concentrarme en moverla, pero entonces oigo «un nudo corredizo en mis sueños más oscuros» y me detengo. Me entra el pánico: ¿qué pasa si decides salir a correr? ¿Y si el agente Nico corre por esta playa? Tengo que darme prisa. Le lleno los bolsillos por si acaso no desaparece. Necesito recoger más porque la chaqueta tiene muchos bolsillos, y Elton «habría ido directo a lo más profundo del río».

Tengo que tranquilizarme. Cierro los ojos y veo los ojos de Candace abiertos en el agua turbia de Brighton Beach, abro los míos y saco el móvil de Peach del cacharro donde lo lleva en el brazo. Ahora es mío, así que corto a Elton mientras jura que «por la mañana vendrán a buscarme con la furgoneta». De eso nada. Levanto el cadáver. Peach lleva mucha ropa y Candace estaba casi desnuda porque sólo llevaba un vestidito negro encima del bikini. Era verano y las chicas que han bebido mucho se ahogan, de vez en cuando pasa, y su familia acepta que no volverá a casa. Me dirijo al agua. Es invierno. Las chicas tristes se meten en el agua para morirse. Pasa de vez en cuando.

No respeto lo de no acceder a las rocas y cargo con Peach Salinger hasta el muelle. Las rocas son lisas y están secas, y yo ando con firmeza. Peach pesa porque lleva piedras en los bolsillos, porque su tristeza pesa. Cuento hasta tres y la dejo caer en el mar. Las olas las reciben igual que el agua de Brighton Beach acogió a Candace. Empiezo a escribir un correo de Peach para ti. Me resulta muy fácil saber qué debo decir:

Beck, necesito irme. Últimamente, cuando salgo a correr es como si Virginia Woolf corriera conmigo. Ella dijo: «Pensé en lo desagradable que era que le dejaran a uno fuera; y pensé que quizás era peor que le encerraran a uno dentro». Tenía razón. Es peor estar encerrada en la esperanza de que venga alguien que no vendrá. Mucho peor.

Disfruta de la casita. Te quiero, Beckaliciosa.

Adiós,

Peach Is

Estoy bañado en sudor y me duelen los músculos del esfuerzo, pero se me escapa una sonrisa porque entiendo lo que decía Peach. Ahora mismo me encantaría arrancarme la ropa. Me pica.

Antes de marcharme, compruebo cómo estás. Ha pasado menos de una hora desde que te envié el correo electrónico desde la cuenta de Peach y parece que llevas la situación con mucho aplomo. Has puesto a Bowie a todo volumen y te pruebas la ropa de Peach en el salón mientras bailas y llamas a Lynn y a Chana y a tu madre y te atiborras de comida. Estás contenta, Beck. Le cuentas a Lynn lo que le has dicho a tu madre y lo que le has dicho a Chana:

—Esto no es culpa mía. Peach se escapaba todos los meses cuando estábamos en la carrera. Jo, es que ¿quién no lo haría teniendo tanto dinero? Además, creo que es mejor así. Casi parecía que se alegrase de que Benji hubiera muerto. Y sí, ya sé que eso suena horrible.

—Olvídate de Benji —dice Lynn—. Es triste, pero que esté muerto no quiere decir que sea el bueno. ¿Has hablado con Joe?

¡Bravo, Lynn!

—No —contestas—, pero tengo ganas.

Eso es todo lo que necesitaba. Me marcho.

Recorro la calle desierta hasta el pueblo. Los colegas que tiene Nico en el chapista son supermajos. Aquí no pasa gran cosa (no me fastidies, ¿en serio?) y les encanta la sorpresa que les ha dado el tiempo con las temperaturas de verano, por lo que mi bestia marrón está lista. La reparación cuesta cuatrocientos pavos y me alegro de haber venido preparado. Nueva Inglaterra me da mala suerte, Beck, así que cogí un adelanto antes de salir de Nueva York. Las carreteras están despejadas y en el móvil de Peach hay un montón de música buena. Puede que mi suerte en Nueva Inglaterra haya cambiado.

Estoy casi en mi apartamento cuando me acuerdo de la taza que he dejado llena de mi ADN en la casita. Piso el freno a fondo. Pero no tengo de qué preocuparme: a la gente que tiene segundas residencias les encanta darles las llaves a empleadas del hogar, carpinteros e interioristas. No voy a preocuparme por una taza de pis seco con la buena obra que acabo de hacer.

Además, se trata de ti, y tu cuenta de Twitter confirma que ya estás de regreso hacia Bank Street. Sé que aún tardarás un tiempo en abrirte poco a poco «pétalo a pétalo como abre la primavera». Pero te abrirás. Peach ya no es un lastre. Eres libre. Ella no iba a soltarte jamás y, ahora que no tienes esa presión, serás una persona nueva. Ella puede descansar. Tú puedes relajarte. Y cuando el aire se perfume con el primer aroma de la primavera, pasarás por delante de una librería o de un coche de caballos y te sorprenderá sonrojarte, llena de deseo. Y te pondrás en contacto conmigo, Joe.

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