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Capítulo 35

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En la siguiente sesión, le cuento a Nicky que cuando salgo de su despacho beige me siento eufórico. Me ha dicho que esa reacción es común (¡soy normal!) y es cuestión de obtener una nueva perspectiva.

—Tengo una casa en el norte del estado —dice—. Suelo irme al bosque cada dos semanas. No por el aire fresco, sino por el cambio de perspectiva.

En la tercera sesión hablamos del vídeo (de ti), y Nicky describe algo que llama la estrategia del gato.

—Yo tenía una vecina que alquilaba el gato. ¿Sabes para qué?

—¿Para ayudar a la gente con depresión? —pregunto.

Falso.

—Si alguien tenía problemas de ratones en el barrio, la señora Robinson les prestaba el gato uno o dos días —explica—. Porque lo que pasa con los ratones, Danny, es que si huelen al gato, se largan corriendo.

—O sea, que si yo empezase a ver otro vídeo, dejaría de ver este.

Nicky asiente con la cabeza. Pero no hablamos. Eso pasa de vez en cuando, nos sumimos en un silencio repentino. Nicky dice que es normal: hay que procesar las cosas. Proceso la idea de una vida sin ti. Saldría con otras chicas (inimaginable), iría a pasear y quizá conociese a gente con la que jugar al baloncesto o con la que estar en un bar oscuro viendo las noticias, me dormiría tumbado en la cama sin tu móvil en la mano y me despertaría sin el móvil clavado en la carne. Me duelen las manos de mirar tu correo electrónico de manera obsesiva; estaría bien que no me escociesen los dedos. No sé cómo sería estar aquí sin tenerte dentro, Beck. Pero sé que cuesta lidiar contigo. Estoy cansado.

Nicky nota cuando ya he acabado de procesar. Se reacomoda en la silla.

—Inténtalo esta semana —dice—. Escribe sobre ello en el diario y cuéntame qué tal va.

Me gusta que me ponga deberes, y salgo de la consulta y descubro que el mundo está lleno de mujeres. A lo mejor sí quiero saber cómo sería la vida sin ti. Casi me había olvidado de las demás chicas. Beck, están por todas partes; en el andén del metro hay universitarias con vaqueros estrechos absortas en sus Kindles y señoronas redondas aferradas a bolsas reciclables llenas de hortalizas y amas de casa de mediana edad rodeadas de bolsas andrajosas de Macy’s y de Forever 21. También hay un pibón de pelo rubio que es tan menuda que a su lado tú parecerías el Gigante Verde. Lleva ropa de hospital y parece lista para entrar en quirófano; y, joder, no puedo apartar la mirada. Me sonríe. Empieza la partida.

—¿Te conozco? —me pregunta.

Tiene un ligero acento, creo que de Long Island City.

—No —contesto.

Se me acerca en lugar de alejarse, y huele a sándwich de jamón y a alcohol de friegas. Me gustan sus tetas.

—¿No nos conocemos de nada?

—Lo siento, pero no.

—Entonces ¿por qué coño me miras así?

—No lo sé —contesto, y me pregunto qué diría Nicky—. Supongo que debe de gustarme mirarte.

El tren frena con un chirrido y ese par de ojos pequeños de color verde eléctrico se me clavan y otras mujeres cualesquiera se montan en el vagón mientras otras se bajan, y nosotros dos nos miramos a los ojos como un par de animales en celo. Tiene las cejas finas y las uñas largas y pintadas, muy diferentes de las tuyas, y eso es bueno. No sería capaz de amar a esta chica. Pero puedo ensayar con ella.

Empieza ella:

—¿Quién te ha dado esa paliza?

—Tuve un accidente.

—Tuviste un accidente —repite con tono burlón—. Esa es buena.

—Me atacaron.

—¿Me mientes sobre eso antes de saber ni cómo me llamo?

—Supongo que me habrá apetecido mentir.

Esto se me da bien, Nicky estaría orgulloso.

—¿Y si yo no salgo con mentirosos?

—Entonces ser tú es una mierda.

—¿Qué cojones está pasando?

—¿Qué más da? —respondo, y ataco como Donkey Kong—. Si esta conversación tuviera lugar en un bar oscuro y los dos estuviéramos ciegos, sería del todo normal.

Se llama Karen Minty y lleva brillo de labios y se los muerde y se mete conmigo.

—Y si tu abuela hubiese tenido pelotas, habría sido tu abuelo.

Karen Minty decide allí mismo que se va a acostar conmigo, y yo soy consciente de ello. Es mucho más fácil de interpretar que tú, y no podría pedir un gato mejor, y la cosa empieza con la copa obligatoria en un bar de mierda lleno de chavales de la NYU que beben cerveza americana de un cubo. Tú lo odiarías, pero a Karen le encanta. Lo ha escogido ella, así que después me toca a mí y la llevo a un antro de Houston que sé que le causará buena impresión. Tenía razón, porque sí es de Long Island City y el Botanica Bar le gusta y bebe cócteles de pomelo y ginebra y dice mierdas que tú jamás dirías, como: «¿Sabes de qué conozco este cóctel? Porque es lo que bebe Leonardo di Caprio. De verdad» o «¿Sabes por qué la comida de los hospitales da tanto asco? Porque quieren que te mueras. Es cierto, Joey. Es cierto. Es la hostia de barata y, cuantas más camas vacías haya, menos gente tiene que doblar turnos».

—¿Sabes que tenía el presentimiento de que hoy iba a conocer a alguien? Joder, no debería decírtelo, putos cócteles, pero Joe: tenía un puto presentimiento. Y de pronto no parabas de mirarme. —Eructa—. Tienes que quitarte eso, Joe.

—¿La camisa?

—La venda de la mano.

Me había olvidado de la venda. Mira lo que me has hecho. Empezó con la quemadura que me hice con la vela. Después no se me curaba porque me arrancaba la costra por culpa de lo que me hiciste. Luego Curtis me dio una paliza cuando iba con prisas para arreglarme e ir a verte. Y, por último, claro, tuve un accidente de coche mientras te buscaba. Detecto un patrón, y Nicky dice que la vida es una serie de patrones, y ahora Karen Minty me coge la mano como si fuera suya. Karen Minty tiene una fuerza de la hostia y me susurra al oído:

—No malgastes energías, Joey. Vas a necesitarlas.

Me arranca el apósito y, antes de que me dé tiempo a quejarme, me besa. Resulta que los labios de Karen Minty también son fuertes. Ya no me duele la mano.

Cuando cogemos el metro, creo que ninguno de los dos sabe en qué dirección vamos. Es un milagro que los vagones estén vacíos, no hay ni un solo indigente, ni un gánster, ninguna prostituta. Es un milagro que Karen Minty me lama la parte de la cara que Curtis me ha machacado y su lengua sea más afilada que la tuya, y le arranco la ropa (lleva tanga) y se me agarra y lo hacemos en el puto metro a las cuatro de la mañana, y cuando Karen Minty se corre, chilla (Venga Joe venga soy tuya córrete ahora YA) y me clava las garras en la espalda y pone los ojos en blanco y, cuando acaba, le tiemblan las piernas y no me suelta. Yo la abrazo fuerte deseando que fueras tú. Me mete esa lengua puntiaguda hasta la garganta y luego se la lleva y me mira.

—Te quiero —me dice.

¿Qué he hecho? Suelta una carcajada y se baja de un salto y se arropa con mi abrigo.

—Madre mía, Joe, qué cara has puesto. Deberías verte la puta cara ahora mismo. Es una broma, joder.

—Ya lo sabía —contesto.

No pienso preocuparme: la mayoría de las chicas se vuelven locas del coño durante el rato siguiente a follar. Así son las cosas.

Está a la defensiva:

—Es evidente que ni te conozco.

—Ya lo sé —respondo.

Se acurruca a mi lado en lugar de apartarse, y yo miro nuestro reflejo en el cristal. La imagen aparece y desaparece con el parpadeo de las luces del túnel y esta noche dormiré por primera vez en muchos días y por la mañana Karen Minty me hará un sándwich de huevo y me la chupará. Lo noto, son los cócteles, esa boca. Sí que me quiere.

Soy el mejor paciente de la historia porque me he conseguido una gata callejera.

Al día siguiente llego a la librería con una resaca de la hostia y lleno por culpa de un sándwich de huevo que ha sido una mala idea. Karen Minty tenía buenas intenciones, pero es posible que Karen Minty todavía estuviera demasiado borracha para cocinar. Le he dicho que me lo he pasado bien. Ella, que se pasará por la librería. No la he animado a hacerlo, Beck. Y ahora tengo a Ethan tocándome los huevos: ha llegado pronto otra vez y quiere saber si estoy enfermo.

—¿Te has resfriado, Joe? ¿O te has pasado con el trinque?

Sólo Ethan llama «trinque» a la bebida, y abro la puerta del local y, si yo fuera terapeuta como Nicky, no tendría que tratar con Ethan. Lo mando a Ficción a escoger recomendaciones y pongo música. Joder con el karma. La primera canción que se oye es «You Are Too Beautiful», de Hanna y sus hermanas. La quito de una hostia. Me doy cuenta de golpe: te he engañado, nos he engañado.

Me palpita la cabeza. Suena la campanilla de la puerta y todos los ruidos me hacen daño, sobre todo el que viene ahora, la chica que acabo de tirarme, la puta Karen Minty. Quiero abrirme las venas.

Pero al mismo tiempo me muero por un café, y ella trae dos vasos (me sorprende, pero son de Starbucks) y se encoge de hombros.

—No sabía cómo os gusta, así que, qué cojones, he traído de todo.

Planta una bolsa de papel llena sobre el mostrador. Ethan aparece a grandes zancadas y me da miedo lo amigable que es Karen con él desde el minuto uno.

—Tú debes de ser Ethan. Joe me ha hablado de ti.

¿Tan borracho estaba? Ethan no se aguanta de alegría pensando que yo le he hablado a una chica de él y está a punto de babear encima de Karen Minty. Ella no pierde tiempo y se pone cómoda; me mira.

—¿A ti cómo te gusta, Joe?

Le digo que no me apetece, y ella me mira con incredulidad y me guiña el ojo.

—¡Oye, Ethan!

Regresa con tantas prisas que tropieza. Ethan y nadie más que Ethan. Le dice que yo lo tomo sin leche y con dos de azúcar y él:

—Con leche y Stevia. O Truvía. O la de Natreen. Y si no hay de eso, el azúcar de verdad de los sobrecitos marrones. Pero ¡sacarina no!

Mientras tanto, Karen me mira a los ojos y se cree que me traerá el café durante el resto de su vida. Pero yo te quiero a ti, no a ella y, no me jodas, es una de esas. Me sonríe y me guiña un ojo.

—Gracias, Ethan.

No hay vuelta de hoja. No es que haya acariciado a la gata y ya está: la he adoptado.

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