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Capítulo 41

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Nuestro cojín de IKEA aún tiene la etiqueta puesta y está en el suelo, debajo de la mesita. Te abrazo, lloras. Estás borracha, pero no pregunto nada. No dejaré que tú y tu cojín me desaniméis. Además, el contacto contigo es tan agradable como lo recordaba, mejor incluso. Tienes la casa hecha unos zorros, lo que me convence de que has estado creciendo como persona. Ahora tienes cortinas (un avance) y te estás quedando sin lágrimas. Te acaricio la cabeza sin dejar de mirar nuestro cojín y respiro tu olor, tu aroma, las manzanas que se te pudren en la encimera. No puedo parar de sonreír y, cuanto más lloras, más amplia se vuelve mi sonrisa, pero al final no te queda nada y dejas de llorar y susurras:

—Lo siento.

—No pasa nada —respondo—. Ya te enviaré la factura de la lavandería.

Si fueras Karen Minty, te reirías con demasiadas ganas, pero eres tú y te limitas a sonreír.

—No me acuerdo de la última vez que me reí.

—Hace unos dos segundos, Beck.

Estiras los brazos por encima de la cabeza y giras el cuerpo, primero hacia la izquierda, después hacia la derecha, y luego dejas caer los brazos y me miras.

—Debes de pensar que estoy como una cabra.

—Para nada —contesto porque no lo pienso.

—Venga ya, Joe. Quedo contigo y empezamos a salir y de pronto desaparezco del radar.

Bromeo al respecto:

—La verdad es que he estado en el sur de Francia, en una misión secreta del FBI.

No te ríes porque no estás de humor para bromas tontas, y te quiero por ser tan honesta, tan presente, y el esfuerzo ha valido la pena porque todo apuntaba hacia este instante.

Hablas:

—Ojalá trabajaras para el FBI.

—¿En serio? —respondo, y no sé hacia dónde va la cosa.

Tiemblas. Yo no.

—Joe, Peach ha muerto.

Hablas con exasperación y se supone que esto no tiene que ser así. «Peach está en Turcas y Caicos, maldita sea».

—¿En serio?

—Han encontrado su cadáver en Rhode Island.

—No.

—Sí —me dices.

No. Es imposible. Le metí una tonelada de piedras en los bolsillos. Cuando la llevé hasta el muelle, debía de pesar ciento cincuenta kilos. Es un cuento chino. Lo hice bien. ¿Le cerré la cremallera de los bolsillos? Claro que se la cerré, joder. Las cosas ya no las hacen como antes. Ahora que me acuerdo, las cremalleras eran de plástico y puede que se hayan desintegrado. Putas cremalleras.

—No me lo puedo creer —dices.

Ahora mismo podrías decir mil cosas horribles, y ¿qué pasa si me has engañado para que viniera y el FBI nos espía?

—¿En Rhode Island?

—Sí. Rhode Island.

Hablé con demasiada gente en ese estado. Fui descuidado y amable, y están el agente Nico y el doctor K y el montón de yonquis y el tipo del taller. ¿Qué pasa si se juntan todos? ¿Y si ya lo saben? Me viene a la cabeza la taza de pis, ¿qué he hecho?

—Su familia tiene una casa en la playa —explicas—. Estábamos allí y yo creía que se había marchado. Es que me mandó un correo muy melodramático, pero Peach es así. No pensé que hablase…, que hablara en serio.

—Joder… —digo.

¿Me visitarías en la cárcel o tendrías miedo?

—Pensé que se había ido por ahí porque ya lo ha hecho alguna vez.

Coges la botella de refresco light de zarzaparrilla, le das un trago y me gustaría que continuases hablando.

—Durante los últimos meses no he sabido nada de ella. Pero ¿sabes esas amigas de toda la vida con las que no hablas durante mucho tiempo, pero un día os veis y no pasa nada? Espera.

Te pones a rebuscar algo en el móvil y no sé a qué te refieres, porque si yo paso más de un mes sin ver al señor Mooney me resulta muy incómodo, pero ¿cómo puedo pensar en el puto señor Mooney ahora mismo? ¿Llevas micrófono, Beck? ¿Intentas que confiese? ¿Es ese el motivo de que hayas puesto cortinas? Miro la hora: las diez y cuarenta y tres.

—Perdona —dices—. Era algo de clase. ¿Por dónde iba?

—Que desapareció.

—No desapareció. Se suicidó.

—Ay, por Dios.

«¡Alabado sea el Señor!».

—Ya lo sé —dices, y te acabas el refresco—. ¿Cómo no lo vi venir?

Te diriges a la cocina, sacas el vodka del congelador, coges un par de vasos del fregadero (Karen Minty no deja vasos en el fregadero, pero Karen Minty no es capaz de llorar como lo haces tú) y vas a contarme una historia, y Karen Minty no sabe contar nada.

—No sé por dónde empezar.

—Por el principio.

Te sientas a mi lado y falta mucho para que nos besemos, pero, ay, Dios, cuánto echo de menos estar cerca de ti, anticipar tus palabras, tu voz.

—Estábamos en Little Compton, una comunidad que hay en la playa, en Rhode Island. Estaba muy deprimida, pero yo también. ¿Te acuerdas de Benji, mi ex que era drogadicto?

—Creo que sí.

—Pues se murió. A ver, siempre cabía la posibilidad porque está loco. Pero aun así… —dices, y te muerdes el labio inferior. Eres muy guapa—. Se muere él y luego se muere ella. Soy la chica de la muerte.

Te quiero por pensar que todo esto tiene que ver contigo, por ponerte un mote. Tú eres tan tú que no hace falta decir nada más. Pero te digo lo que quieres oír:

—Beck, no eres la chica de la muerte. Pero diría que conoces a gente con muchos problemas.

Me interrumpes:

—Dos amigos muertos en cuestión de meses. ¿Sabes lo que pienso, Joe? Creo que el universo me castiga por ser una mentirosa de mierda. Miento, le cuento a la gente que mi padre murió y ahora se me mueren los amigos. O sea, es evidente que es lo que está ocurriendo.

—Desahógate —te digo, porque sé que, cuando estás borracha, no vale la pena discutir las ventajas de una vida sin Peach ni Benji—. Pero no es culpa tuya.

Resoplas.

—Y una mierda que no.

—Habla conmigo —te pido—. Estoy aquí.

Me divierte ver cómo intentas decidir si me cuentas el masaje de Peach y prefieres no hacerlo.

—Peach salió a correr como todas las mañanas. Pero, al parecer, ese día se llenó los bolsillos de piedras. Y es culpa mía, Joe. Yo fui la última que la vio con vida. Debería haberme dado cuenta.

El último que la vio con vida fui yo, pero eso ahora no importa.

—Beck, no puedes culparte por lo que hizo ella. Estaba deprimida. Tú lo sabías. Fuiste una amiga de puta madre y esto no tiene nada que ver contigo.

Me haces un gesto para que deje de hablar, y sirvo vodka en los vasos sucios mientras tú buscas el móvil, que se ha caído entre los cojines del sofá con el resto de la basura, y abres el e-mail que te escribió Peach, el que te escribí yo. Sé que no soy sospechoso y no puedo evitar pensar que oír mis palabras salir de tu boca es muy estimulante. Acabas de leer y me miras.

—Virginia Woolf. Tendría que haberme dado cuenta. Pero no hice nada.

—No puedes salvar a quien no quiere que la salven.

—Pero ella sí quería que la salvara —dices, y te recoges el pelo en un moño alto—, pero no fui capaz de hacerlo.

—¿De hacer qué?

Tragas saliva, y me acuerdo de tu cuerpo desnudo y quiero que me llegue el turno de una vez y bebo un buen sorbo.

—Esto no puede salir de aquí por motivos evidentes, pero tienes que saberlo. Intentó follar conmigo, Joe.

—Hostia.

Sí, te abres «pétalo a pétalo», está pasando.

—Yo la aparté, claro. Enseguida —dices.

No puedes evitar mentir, no puedes evitar robar un poco de dinero del tablero de Monopoly cuando los demás jugadores no miran. Eres una tramposa, tramposa hasta la médula, una renovadora, y te admiro, Beck. Nunca dejas de añadir mejoras a la vida. Tienes carisma. Tienes visión. Algún día puede que tengamos una casa de campo hecha polvo, y tú pintarás las paredes varias veces hasta que consigas el tono amarillo adecuado, y yo te daré la lata por eso, pero me encantará cómo te quedan las manchas de pintura en la cara. Así es como tú creas, así es como se produce la magia. Necesitas público, gente viviente (yo), pero no un psicólogo ni un ordenador.

—¿Cómo se lo tomó?

—Mal.

—Joder —digo.

—Lo más triste es que no es la primera vez que pasa.

—Joder.

Bebes un trago y la vergüenza te impide mirarme. O quizá estés demasiado borracha.

—¿No te horroriza?

—Beck —digo, y te pongo la mano en la rodilla—. No me horroriza que tu mejor amiga estuviera enamorada de ti. No me extraña.

Toda tú te abalanzas sobre mí, torpe, me manoseas. Te arrancas la camiseta y me metes las manos calientes por debajo de la camisa (la que está manchada con tus lágrimas) y me das besos mojados y hambrientos, y me muerdes el labio, hay sangre, dulzor, sabor salado, tacto. Me quitas el cinturón en un periquete, eres una profesional aunque hayas bebido. Esta vez, cuando te follo, yo soy el ratón de tu casa y no puedes deshacerte de mí aunque quieras hacerlo porque odias desearme tanto, odias pertenecerme cuando me tienes dentro, odias que ya nunca querrás nada más que a mí (¿Nicky? ¿Qué Nicky?) y en un momento dado todas tus emociones se convierten en una, las lágrimas por Peach, cómo te palpita el coño por mí, cómo te tiemblan las tetas por mí, toda tú existes únicamente para mí y te saco a Peach de dentro a polvos, te saco a Benji, a Nicky, y ahora mismo soy el único hombre del mundo. Me despierto yo primero. Entro en el baño, me meto en la bañera y meo por todo el suelo de la ducha para marcar mi espacio, mi hogar, marcarte a ti. Cojo el cojín de IKEA del suelo, le arranco la etiqueta y lo llevo a la cama. Te lo meto debajo de la barbilla, y sigues dormida.

—Mmm, Joe —ronroneas.

Cuando nos levantamos, ambos sabemos que estamos juntos. La cuestión no es si iremos a desayunar; es cuestión de decidir adónde. Nos sentamos el uno delante del otro en un local y nos quedamos allí seis horas porque no nos cansamos de estar juntos. En cuanto consigo alejarme y voy a mear, les escribes un correo electrónico a Lynn y Chana:

La hostia. Joe. JOE.

Cuando regreso a la mesa, empezamos de nuevo.

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