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Capítulo 42

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Los ocho primeros días que estamos juntos son los mejores de mi vida. Tienes unos albornoces gigantes y mullidos del Ritz-Carlton y me cuentas una historia muy detallada sobre el día que los robaste en unas vacaciones de primavera con Lynn y Chana. Me encanta que te guste tanto contar historias. Es imposible que sepas que yo sé que los robaste de casa de Peach, así que ¡no te lo digo! Vivimos envueltos en el par de albornoces y te gusta entretenerme y es lo que haces.

El segundo día de la Era de Nosotros, estamos holgazaneando con los albornoces puestos y tú declaras la Ley del Albornoz:

—Cuando estés en mi casa, puedes estar desnudo o con albornoz.

—¿Y si no obedezco la Ley del Albornoz?

Te acercas despacio y gruñes:

—No quieras saberlo, listo.

Te prometo que acataré la ley y me gustas cuando estás a tope, adulta. La terapia ha funcionado y ya no tienes problemas relacionados con tu padre; conmigo eres una mujer, no una niña. Ya no te escribes a ti misma, ¿por qué ibas a hacerlo? Para hablar me tienes a mí y vaya si hablamos. Van Morrison no sabe una mierda sobre el amor, porque tú y yo estamos reinventándolo con los albornoces del Ritz-Carlton, con nuestras conversaciones nocturnas, con nuestros momentos de silencio que son, como tú dices, «lo contrario de incómodos».

Vivimos el uno del otro y no nos hace falta dormir y al quinto día ya tenemos más bromas privadas que Ethan y Blythe. Estamos viendo Dando la nota en Netflix (dices que es tu película favorita, pero no tienes el DVD: me fascinas) y le das a pausa. Te acurrucas a mi lado y me dices que soy el mejor, y yo te hago bromas sobre lo mucho que te gusta la película, y te ríes y resoplas, y forcejeamos y, cuando llegan al campeonato o lo que sea, estamos en la cama, follando. Me quieres más que a nada y me dices que soy más listo que tus compañeros del máster y que los tíos que conociste en la carrera, y cuando leemos juntos un relato de Blythe, yo digo que es solipsista y me das la razón.

A la mañana siguiente, yo me despierto el primero (¿quién puede dormir si tú estás en el mundo?) y me doy cuenta de que ya te habías levantado. Eres como una niña en el mejor sentido de la palabra; adondequiera que vas, dejas un rastro de migas de pan y el rastro me lleva hasta la cocina, donde encuentro el diccionario abierto y la palabra «solipsista» manchada con el fondant de un pedazo de tarta de chocolate a medio comer que hay sobre la encimera. Te quiero porque escuchas, escuchas con descaro.

No quieres que me vaya, pero tengo que ir a trabajar.

—Pero yo quiero que te quedes —arguyes, y hasta tu parte más agresiva es una monada—. ¿No puede cubrirte Ethan?

—Siento mucho decírtelo, Beck. Pero deberías haberlo pensado cuando lo juntaste con Blythe.

Gruñes y me bloqueas la puerta y dejas que se te abra el albornoz.

—Estás infringiendo la Ley del Albornoz, Joe.

—Mierda —digo.

Me atacas y, al final, me marcho y el día transcurre muy despacio y chateamos tanto que se me van a caer los pulgares. Quiero llevarte todos los libros del mundo, pero me decido por uno de mis favoritos que no has leído: En el lago de los Bosques, de Tim O’Brien.

Me dejas entrar en tu casa y lo coges con manos tiernas y me besas con tus suaves labios Guineverianos.

—Ya sabía yo que había un motivo para no haber leído este libro todavía —dices—. Es como si hubiera sabido que alguien me lo regalaría o algo así.

—Pues me alegro de que hayas esperado.

El séptimo día nos inventamos un juego: el Scrabble falso. La principal regla es que no se permiten palabras reales. Tú te inventas «calibrato» y yo escribo «punklásica», pero me ganas y te vanaglorias, y te quiero cuando estás con el subidón de la victoria. Te encanta ganar, y a mí no me importa perder, y dentro de cuarenta nos irá igual de bien que ahora.

El noveno día te pillo usando mi cepillo de dientes, y te sonrojas. Al principio, te enjuagas la boca y me aseguras que ha sido por error, pero a mí no me engañas y te conozco la mirada, y te muerdes el labio y te tapas los ojos.

—Voy a decirte una cosa, pero tiene que ser sin mirarte. Me gusta usar tu cepillo de dientes porque me gusta tenerte dentro y lo siento, ya sé que es muy raro y asqueroso.

No digo ni una palabra. Te pongo una mano encima de la tuya, te bajo las braguitas y te doy lo que es tuyo ahí mismo, en el baño de mi casa.

El décimo día me dices que en toda tu vida jamás te habías sentido menos soltera.

El undécimo día te cuento que me he sorprendido cantando una canción de Dando la nota en la librería y no he parado ni cuando la gente se ha reído.

—Te llevo dentro —te digo.

Y con eso, te arrodillas, hambrienta.

El decimocuarto día me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo porque no estoy seguro de si es el decimocuarto o el decimoquinto, y vamos de la mano por la calle, y tú me la sujetas bien fuerte.

—Eso es porque todos los días son el único día —dices—. Nunca he estado tan presente en mi vida.

Te doy un beso en la coronilla, y tú eres mi conejito elocuente.

—Yo no pierdo la noción del tiempo, Beck. Creo que a lo mejor es porque me gustas.

El decimoséptimo día llueve y estamos en tu cama en albornoz y tú subrayas las partes que más te gustan de En el lago de los Bosques y me las lees. Cuando me voy a trabajar, no consigo hacer casi nada porque no me dejas tranquilo ni cinco minutos entre mensaje y mensaje. Hay veces que no quieres hablar de nada en concreto.

¿Te has dado cuenta de que tengo los dedos de la mano derecha torcidos? Síp. Se nota que no estoy haciendo gran cosa, ¿verdad? ¿Qué tal el trabajo?

Y a veces, no hay palabras, sino fotografías; intensos primeros planos de mis partes favoritas de tu cuerpo, que son muchas. Nunca me dejas con la duda y me escribes mientras te estoy contestando y nunca nos quedamos sin cosas que decir. Nadie me había conocido tan bien como tú. Nadie se había molestado. Cuando te cuento algo, siempre haces preguntas. Te quedas embelesada.

¿Cuántos años tenías? Venga va, que no me pondré celosa si me cuentas tu primera vez. Joe, por favor. ¡Cuéntamelo! ¡Va, cuéntamelo!

Y te lo cuento, ¡te lo cuento! Ethan dice que los primeros días de cualquier relación son intensos, pero Ethan no comprende que esto no es una relación. Tú dices que es una todicidad. ¿Y qué hago con esa palabra adorable cuando se te ocurre? Compro un paquete de mezcla de bizcocho, un molde de usar y tirar, un bote de fondant y tres tubos de fondant de color. Te hago un pastel y encima escribo:

Todicidad (f.): encuentro de mentes, cuerpos y almas.

Cojo el pastel y lo llevo por la calle hasta el metro, y bajo al metro y subo la escalera hasta la calle y voy hasta tu puerta, y tú gritas y le haces un millón de fotos y luego nos vamos a la cama y nos comemos el bizcocho y nos acostamos y vemos las grabaciones de tu familia, de cuando vivías en Nantucket, y comemos más pastel y lo hacemos otra vez, y esta es la única todicidad que he tenido.

Estoy en el trabajo, subido a una escalera mientras Ethan me pasa libros de los que nadie quiere para esconderlos en los estantes más altos, y dice que no puedo esperar que esto siga así de bien durante mucho tiempo, y yo respondo de inmediato, confiado, rotundo:

—Ya sé que no será siempre así.

—Uff, menos mal —responde él.

—Será aún mejor.

Se marcha a atender a un cliente y los «¿y si?» se me cuelan en la cabeza por los oídos, desde Shell Silverstein en Poesía. Te mando un mensaje:

Hola.

Tiemblo y sudo. ¿Y si Ethan tiene razón? ¿Y si no me contestas? ¿Y si ya no me echas de menos? Sin embargo, me contestas de inmediato:

Te quiero.

Si me cayera de la escalera y me partiera la crisma, me daría igual. Tal como dice Elliot en Hannah: «Yo ya tengo la respuesta».

Mi respuesta eres tú.

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