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Capítulo 43

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Menos mal que hice una captura de pantalla del mensaje que decía que me querías. Después de esa noche, algo cambia y es como si estuviera tan cerca de una obra de arte puntillista que, en lugar de la imagen, sólo veo los puntos. Sigues siendo mi novia, lo eres. Pero…

No me contestas a los correos electrónicos al momento, cosa que no importaría si no me pusieras excusas:

«Lo siento, estaba en clase».

«Lo siento, estaba hablando por teléfono con Chana».

«Lo siento, ¿me odias?».

He intentado responder de muchas maneras:

«No pasa nada, B. ¿Te apetece ir a cenar?».

«Nada de “lo siento”. A menos que no lleves el albornoz».

«¿Que si te odio, B? Te quiero».

Pero ninguna respuesta es la adecuada, porque en cuanto le doy al botón de enviar, la espera empieza de nuevo. Tengo pensamientos oscuros y se me va la mente a Nicky y su guarida beige de rock and roll y lujuria. Pero ya no vas a la consulta. Si ese fuera el caso, se lo contarías a alguien o le escribirías a él, y no lo haces. Sigo teniendo tu móvil viejo y te miro el correo y el perfil de Facebook. Me quieres. Y un día de estos averiguaré el modo de conseguir que admitas que tu madre todavía paga la factura de un teléfono que perdiste hace meses. El momento está al caer. Pero te quiero tanto que no puedo cerrar de manera voluntaria el portal que me da acceso a tus comunicaciones. Cuando me preocupa que te estés alejando (y pasa a menudo), cojo el móvil y deseo con todas mis fuerzas que regreses. Parece una locura, pero creo que funciona. Ahora mismo necesitamos toda la ayuda de la que dispongamos. Las relaciones pasan por esto, lo sé. Pero puedo permitirme la frustración. Tu expresión es «lo siento» y la mía es «no», y ¿qué ha pasado con la época en la que tu palabra favorita era «todicidad»? Ethan dice que no me preocupe.

—Pero ¡si está loca por ti, Joe! Blythe dice que en clase prácticamente escribe pornos.

Sólo Ethan lo llamaría «pornos» y Ethan no tiene que preocuparse de dónde cenar ni cuándo; Blythe y él están de acuerdo en todo y ¿desde cuándo esa relación parece más fuerte que nuestra todicidad?

Mi cepillo de dientes está seco. Ya no lo usas y podría precisar el momento en que dejaste de hacerlo. Cuando quiero ver Dando la nota, estás cansada o ya has visto un trozo en el metro. Cuando quiero salir a por pizza, resulta que has comido pizza a mediodía. Érase una vez un tiempo en el que a la hora de comer yo sabía lo que comías a mediodía. Y cuando quiero hacerlo, tú quieres esperar un rato más.

«Déjame que acabe este párrafo. Llevo mucho retraso. Ya sé que me porto muy mal».

«Dame unos minutos más. He comido falafel y creo que no ha sido buena idea».

«Espera un poco. He llevado los albornoces a la lavandería automática y debería ir a por la colada cuanto antes».

Te llevo El río de la vida y Las cosas que llevaban los hombres que lucharon porque no sabías que en ambos libros hay más relatos que el del título. Te dedico ambos, pero no te lo digo. Pasan cuatro días y los dos libros siguen en la encimera. No hay manchas cariñosas de chocolate ni párrafos subrayados ni páginas marcadas. No te gustan, no los conoces y, a veces, me da la sensación de que soy un intruso.

Yo: «Estaba mirando la foto de ese lugar de tu muslo».

Tú: «Jo, espera. No tengo cobertura».

Yo: «Sigue con lo tuyo. Hablamos luego».

Y después no me contestas, y yo me hundo poco a poco en la locura porque

¿Qué

Cojones

Pasa?

No les dices ni una palabra sobre mí a Lynn y Chana. No estás con otro; no lograrías engañarme porque puedo leer tus mensajes. Lo sé. Sé que no tienes mucho trabajo en el máster y juntar a Ethan con Blythe fue una idea pésima porque llega al trabajo y me cuenta lo mucho que se divirtieron la noche anterior en el campo de golf (no es coña), mientras que yo ni siquiera consigo que me contestes cuando te escribo para comentar lo raros que son Ethan y Blythe como pareja.

Me duele, Beck. No sé qué hacer con tu ausencia. No estás enfadada conmigo. Te conozco lo suficiente para saber cuándo empiezas a golpear el suelo con la cola, pero tampoco estás contenta conmigo. Te pregunto si quieres que nos pongamos el albornoz y me das un beso y me contestas que hemos superado lo de los albornoces. Te abrazas a mí y no me sueltas, pero ¿qué significa eso?

Hemos superado lo de los albornoces.

Todavía estamos en una todicidad, porque tú sigues haciendo cosas. Me despierto con la polla dentro de tu boca al menos una vez a la semana. Aún me haces saber cuándo piensas en mí sin motivo aparente:

Solipsista (nombre) C Me acuerdo de ti y de tu tipazo.

Y hablas maravillas sobre mí cuando escribes a tu madre:

Esto es distinto, mamá. Está a mi nivel. Técnicamente, no debería porque nuestras vidas son muy diferentes. Pero si funciona, funciona. ¿Sabes a qué me refiero?

Tu madre se muere por conocerme, y yo cierro los ojos y nos veo en Nantucket, enamorados. Te lo comento un día cuando estás tumbada con calambres.

—¿Crees que este verano iremos por Nantucket?

Te ríes, y a mí me da rabia. No era una gracia, y tú te sientes mal.

—Joe, cariño, que no. No me reía de eso. Claro que podemos ir a Nantucket. Es que me ha sorprendido la preposición que has escogido: «ir por Nantucket».

No me viene ninguna contestación ocurrente y antes se me daba muy bien hablar contigo, pero quizá Ethan tuviera razón, y me pides que vaya a la tienda a comprarte un analgésico, y voy. La cortina está abierta y desde fuera veo que enciendes el ordenador y te pones a contestar un correo. Sé que ahora que estamos juntos no debería mirarlo tan a menudo, pero esta noche hace frío y es un buen paseo, así que actualizo la bandeja de salida.

Nada.

Miro en los borradores.

Nada.

Y eso no es posible, porque yo mismo te he visto escribir. Compro la medicina y echo a andar hacia casa y decido hablar contigo, pero cuando entro en el apartamento (me diste la llave hace un par de semanas), no estás dentro. Te llamo, pero no estás y me entra el pánico. Pero entonces oigo el grifo y voy al baño y estás empapada, mía.

—Venga, métete —dices.

Y lo hago. Me follas como si fueras un animal, y nos ponemos el albornoz, y no pienso más en el correo electrónico porque puede que me haya equivocado o que lo hayas borrado. Esa noche es un momento íntimo y, al día siguiente, me despierto y ya no estás, así que te mando un mensaje.

Yo: «Ha sido genial. Me he despertado pensando en cuando estabas en la ducha».

Tú: «Bien, bien».

Yo: «Dime cuando quieres que vaya. Me da que vas a necesitar otra».

Y entonces ocurre, recibo la respuesta más temida del mundo, la palabra más parca, más escueta que un no, una palabra estrictamente prohibida para alguien tan enamorado del lenguaje como se supone que estamos nosotros.

Tú: ok.

Recibo el ok y le pido a Ethan que me cubra el resto del día, pero no puede. Las horas no pasan y voy a perder la cabeza y miro tus fotos y pierdo la paciencia con los clientes y cierro pronto y te llamo, pero me salta el contestador y te dejo un mensaje preguntando cuándo puedes venir. Cuando por fin me respondes, estoy en casa y resulta que hay algo aún peor que el temido ok.

Tú: «Es una larga historia, cariño, pero no puedo quedar. Te llamo mañana. Besos».

Lloro y veo Dando la nota y canto con las Barden Bellas. No quiero ser el tipo de persona que sabe cómo se llama el grupo de a capela de una peli para chicas, pero eso es lo que me ha hecho el amor. Cuando se acaba, me hago una paja en la ducha como muchos hombres casados e infelices del mundo. Pero lloro aún más porque ni siquiera estamos casados. Todavía.

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