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Capítulo 44

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Llega un momento en el que te cansas de decirle a una persona que te alegras por ella. Últimamente me alegro mucho por Ethan y ya empiezo a cansarme. Todos los días tiene algún tipo de buena noticia y hoy no va a ser menos.

—No te lo vas a creer, Joe.

—No me digas.

—¡Blythe quiere que vivamos juntos!

Me mira con expresión radiante y le sonrío.

—Genial, E.

Va a echar de menos el barrio de Murray Hill. Es la única persona del planeta capaz de sentir un vínculo con el puto Murray Hill, pero yo le suelto la frase de siempre:

—Me alegro por ti, chaval.

Y lo digo en serio.

Sin embargo, Beck, creo que se me está contagiando tu competitividad porque, de repente, me da la sensación de que la vida es una carrera y Ethan y Blythe me van a ganar. Quiero que la vida sea una montaña rusa: que tú y yo subamos la cuesta mientras ellos se precipitan al vacío. Me estoy poniendo un poco capullo y le lanzo un dardo al globo:

—¿Estás seguro de que te apetece mudarte a Carroll Gardens?

—A Blythe no le gusta Murray Hill —dice, y se encoge de hombros—. No hay que darle más vueltas.

—Te entiendo —respondo, y no quiero, pero intento apuntarme un tanto—: No me acuerdo de la última vez que dormí en mi casa. Ahora mismo estamos a tope en West Village.

Es peligroso decir eso en voz alta, soltarlo al universo, porque un rato más tarde me envías un correo, cómo no.

¿Podemos ir a tu casa esta noche? Ha sido un día de locos y tengo la casa hecha un desastre.

Le digo a Ethan que tengo que salir un momento. Te llamo. No contestas. Ya no me lo coges nunca. Doy vueltas. Me entra el pánico. Tengo pedazos de ti que he coleccionado a lo largo del camino, suvenires de mi viaje. Te llamo de nuevo. Me salta el contestador. Me apoyo en el escaparate y, de pronto, me doy cuenta: tengo miedo, Beck. Por nosotros. Cuando vayamos a vivir juntos, porque así será, tendré que escoger entre tú y los pedazos de ti que ahora mismo tengo guardados en una caja, en el agujero que hice en la pared por tu culpa. Las paredes del edificio son pésimas (menuda sorpresa) y se está agrietando el yeso y el agujero cada vez es mayor y tengo la intención de decírselo al de mantenimiento, pero no quiero decírselo porque quiero tener tus cosas en el hueco de la pared. Mi comportamiento es de locos: tendrías que meterte dentro para alcanzar la caja, y no hay chica en el mundo dispuesta a eso. Respira, Joe.

Me vibra el móvil. Cojo la llamada.

—Hola.

—Escucha, Joe, no puedo hablar, llego muy tarde.

—¿Dónde estás?

—Aquí —dices.

Me vuelvo, y aquí estás, sonriendo. Me gusta que me sorprendas viniendo a la librería. No hay nada como rodearte con los brazos cuando ni me lo esperaba. Te premio con un beso. Me besas, pero sin lengua. Estás en modo diurno.

—No puedo quedarme.

—¿Seguro? Está Ethan, podemos tomar un café.

Estiras el brazo con la palma abierta y hacia arriba.

—¿Me dejas tus llaves?

Lo nuestro es una todicidad. No debería dudar, pero dudo.

—Piensa que llegaré a casa antes que tú, Joe.

Te has referido a mi apartamento como «casa», así que te doy las llaves. Me das otro beso. También sin lengua.

—¿No tienes clase dentro de poco?

—Sí —respondes, y me abrazas y es una despedida—. ¡Hasta luego!

Te has ido con mis llaves y, cuando entro en la tienda, Ethan se ríe.

—¿Lanzamos una moneda al aire?

—¿Por?

—Bueno, Blythe acaba de llamarme y me ha dicho que les han cancelado las clases. Ha habido una amenaza de bomba.

—Ya —digo, aunque no sabía nada.

—¿A qué nos la jugamos?

—No te preocupes —le digo—. Ha venido una amiga de Beck. Vete tú, disfruta.

Se va, y te mando un mensaje:

Oye, ¿tienes un momento?

Pasan diez minutos y no hay respuesta. Pongo un cartel en la puerta: «VUELVO DENTRO DE 10 MIN». Bajo a la jaula. Doy vueltas. ¿Por qué no me has dicho que te han cancelado la clase? ¿Por qué no estamos juntos por la amenaza de bomba? Nunca he tenido tanto miedo en la vida, y ojalá Nicky no fuera mala persona, porque ahora mismo me iría muy bien hablar con alguien. Subo la escalera despacio, roto, triste, sin haber aprendido nada. Arranco el cartel de la puerta y la abro. Sigo sin tener una respuesta y voy a perder la cabeza. Me dejo caer en la silla que tengo en el mostrador de la caja y tengo la cabeza como una bomba a punto de estallar. Y justo entonces entra por la puerta. Una chica. Una clienta. Sus ojos son un par de castañas gigantes y lleva una sudadera del Purchase College, Universidad del Estado de Nueva York, una falda corta, zapatillas de deporte y calcetines hasta las rodillas. Una fresca. Miro el móvil: sin respuesta.

Me dice hola con la mano, y yo hago lo correcto y le devuelvo el saludo. Miro el móvil, pero no hay respuesta. Pongo música: Robert Plant y Alison Krauss. En cuestión de un momento, ella se pone a cantar una de Alison Krauss: «Me han dicho que me han visto con el mundo en la palma de la mano, saltando sobre una nube blanca, sacudiéndome la tristeza», y yo miro el móvil, pero sigue sin haber respuesta. Bajo el volumen, y ella responde cantando aún más alto. Lo hace tan bien como cualquiera de las Barden Bellas, quizá incluso mejor. Asoma la cabeza desde una de las estanterías, y le doy al botón de pausa.

—¿Estaba cantando en voz alta?

—No te preocupes.

—¿Estabas a punto de cerrar? —pregunta ella.

—No.

Me sonríe:

—Gracias.

Desaparece de mi vista y miro el móvil, pero sigue sin haber respuesta. Salgo del mostrador para echarle un vistazo a ese par de piernas, y empieza «Señorita» de Justin Timberlake. El puto Ethan y su puta reproducción aleatoria. Me apresuro al mostrador y cambio la música.

Ella se ríe.

—Déjalo.

Cruza el pasillo con un libro de Bukowski en la mano, y trago saliva. Miro el teléfono, sigue sin haber respuesta. Se acerca a la caja con una pila de libros, tan normal como si hubiera ido a la tienda a por leche. Ahora no puedo mirar el móvil; es una clienta y se merece toda mi atención. Deja las novelas en el mostrador. Arriba de todo está Charles Bukowski, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco.

—No soy una de esas que compran libros de Bukowski para ser la chica que compra libros de Bukowski. ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí, por raro que parezca. Pero tranquila, que yo no juzgo a nadie.

—Entonces, me he esforzado en vano —responde.

Mira a quién le gusta flirtear…

Paso el de Bukowski por el lector y la miro.

—Con perdón, pero este es una puta maravilla. De los mejores.

Me da la razón:

—Ya lo tenía, pero lo perdí en una mudanza. Ya sé que es una idiotez, pero no puedo dormir ni ser persona si no tengo ese puto libro, ¿me entiendes?

—Sí, aunque parezca raro —respondo.

¿Desde cuándo hay tantas cosas que me parecen raras? Bajo el volumen de la fiesta de baile de Ethan y paso Vieja escuela, de Tobias Wolff por el lector. No la he leído y se lo digo.

Ella no pierde comba:

—Pues cuando me la acabe, a lo mejor vengo y te la cuento.

—Aquí estaré.

Tú todavía no has tocado Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, y ella aplaude cuando paso la última novela: Grandes esperanzas.

El universo tiene cierto sentido del humor, y tengo que compartir algo con ella:

—Que sepas que todos los años en diciembre se celebra un festival de Dickens en Port Jefferson.

—¿Qué se hace en un festival de Dickens? —pregunta con los ojos tan abiertos como el coño de Karen Minty.

Ay, estoy flirteando. Sonrío.

—Lo típico: maquillaje de fantasía, flautas, disfraces y cupcakes.

Me entiende y dice que sí con la cabeza.

—Por eso nos odian los terroristas.

Hablo sin filtros. Con franqueza:

—Y por eso Dios creó a los terroristas.

—¿Crees en Dios?

Ella también es diferente, atractiva. Es muy decidida.

—Tiene que haber un Dios. Sólo Dios crearía algo tan alucinante como Marky Mark and The Funky Bunch.

No oigo ni «Good Vibrations», y ella saca de la cartera una VISA con dibujos de cachorritos. Paso la yema del dedo por las letras en relieve. Ahora mismo, me odiarías.

—Así que te llamas… ¿John Haviland?

Se sonroja.

—Espero que no necesites una identificación, porque la he perdido. Bueno, me la he dejado.

Paso la tarjeta. Ella respira.

—Eres genial.

No debería importarme: ya te tengo a ti. Pero investigo:

—¿Llevas muchos años en Purchase?

Ella niega con la cabeza.

—Recorro las tiendas de segunda mano y compro cualquier sudadera universitaria —responde con orgullo—. Es una especie de experimento sociológico. Para ver cómo me trata el mundo en función de la universidad a la que represente.

Arranco el recibo y me lo firma deprisa, con torpeza. Nunca había tardado tanto en meter unos libros en una bolsa.

—Me llamo Joe.

Traga saliva.

—Yo…, eh… Yo Amy Adam.

—Amy Adams.

—¡Sin la ese! —Coge la bolsa y sale volando—. Gracias, Joe. ¡Que vaya bien!

Quiero correr tras ella y llevártela a casa. Quiero que sepas que me ha tirado los tejos, que me ha hablado de Dios. Corro hasta la puerta, pero ya no está. Suena el teléfono. Lo cojo. ¿Es ella? No. Es un banco. Preguntan por una transacción reciente. Al parecer, la tarjeta era robada. No la delato, pero la llamada me da bajón: eso me pasa por flirtear. Miro el móvil y sigue sin haber una respuesta tuya. Por algún motivo, la ausencia de respuesta es un justificante firmado para que yo haga cualquier maldad. Busco a Amy Adam en internet casi como provocación para que me contestes.

Es casi imposible encontrar cosas porque hay una actriz que se llama Amy Adams, y Ethan me envía una foto con Blythe desde Coney Island. No le digo nada. Me entretengo de camino a casa y no hace falta que mire más el teléfono, porque si fueras a contestar, la contestación interrumpiría una de mis búsquedas infructuosas:

«Amy Adam Nueva York».

«Amy Adam no la actriz».

«Amy Adam sudadera».

«Amy Adam Facebook».

«Amy Adam SUNY Purchase» (porque nunca se sabe).

Voy a casa a pie, subo la escalera sin prisa y miro el móvil, pero sigue sin haber respuesta. Oigo ruido dentro del apartamento, estás en casa. De dentro sale un olor a calabaza, has estado cocinando. Oigo que cantas y sonrío. No eres como Amy Adam. Te quiero porque desafinas. He hecho mal en dudar de ti y llamo a la puerta dos veces con los nudillos. Sí respondes: me gritas desde dentro que espere.

Abres la puerta y madre mía. Esta debe de ser tu segunda casa, porque has traído los albornoces. Llevas el tuyo (sin nada debajo) y has hecho una tarta (debajo hay calabaza). Me dices que tengo veinticinco segundos para desnudarme o ponerme el albornoz. Te cojo en brazos, pequeña maravilla de travesura, y me besas; respondes. Estás muy orgullosa de semejante sorpresa espontánea. Admites que tu edificio no era opción porque hay cucarachas y los consiguientes fumigadores. Has decidido convertir algo malo en algo bueno, en una sorpresa. Me como la tarta y te como el coño y, cuando me levanto en mitad de la noche a cepillarme los dientes, el cepillo está mojado con saliva tuya.

—Lo siento —digo en voz baja.

Porque es verdad.

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