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Capítulo 45

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No sé qué le has puesto a la tarta, y tú te ríes y dices que el relleno era de bote. Pero la tarta y los albornoces nos han servido de algo, nos han hecho un favor. A la mañana siguiente te despierto con un beso, y tú me abrazas. Me miras radiante.

—¿Te acuerdas del día que te hice una tarta?

—Me acuerdo del día que te hice una tarta —respondo.

Te encanta que te imite. Me das un beso, y nos entretenemos el uno con el otro, y estás llena de ideas nuevas para mis manos. Me encanta que no seas tímida. Me encanta que me digas lo que quieres. Tu imaginación merece que la embotellen y la almacenen y la estudien, y nunca lo habíamos hecho así. Estás muy erguida y tienes las piernas enredadas con las mías. Dios mío, qué compenetración, menudo polvo. Caemos rendidos.

—Uau —digo.

—Sí —respondes.

Te vuelves hacia mí y me preguntas si quiero tarta de ayer, y te pregunto dónde aprendiste a follar así. Te sonrojas. Eres tímida, perfecta. Te pones una camiseta y, cuando ya estás saliendo del dormitorio, vuelves corriendo y me colmas de besos y caricias.

Soy el hombre con más suerte del mundo y mientras tú calientas la tarta en el microondas, yo borro el historial de búsquedas del móvil. Jamás me espiarías el teléfono: respetas mi intimidad y confías en mí. Pero no quiero que lo mancille Amy Adam ni Amy Adams ni ninguna otra chica del mundo.

—Otra vez se me olvidaba… —canturreas desde la cocina—. He empezado uno de los relatos de El río de la vida.

Por fin lees mis libros, y me gusta tanto que estés en la cocina de mi casa que estoy ansioso por que vuelvas. Salgo de la cama desnudo. Voy a la cocina, te levanto, te subo a la encimera, te abro las piernas y no hay nada que te impida elogiar las virtudes de mi lengua, mis labios: ni el ruido de la calle ni el zumbido del microondas ni la pelea de los de arriba ni el timbre del microondas. Cuando te tengo en la boca, eres mía y sólo mía. No te has corrido así de fuerte en la vida; lo sé, lo siento. Tienes algo feroz escondido muy dentro que por fin me ha dejado entrar. Me acaricias las orejas con los dedos y me das las gracias; te bajo de la encimera y nos acomodamos en el sofá con la tarta y El río de la vida. Me lees una frase que te gusta, pero te interrumpo:

—¿Quieres quedarte esta noche también?

Dudas, pero apenas un segundo. Entonces sonríes.

—¡Vale!

Nos duchamos juntos detrás de la cinta policial amarilla, y te lavo el pelo, tú me das un beso en el pecho. Nos vestimos juntos y el futuro es aquí y ahora.

—Oye, Beck.

—Dime, Joe.

—¿Qué te parecería venirte a vivir aquí?

Me sonríes. Dejas de abotonarte la blusa de seda y cruzas la habitación y el sol te sigue porque todas las plantas se inclinan hacia el sol, tú. Me miras, y te beso, y susurras:

—Es el primer año, Joe. Espera a que me saque el máster, ¿vale? Necesito centrarme en eso.

No es la respuesta que buscaba, pero me vale. Acabamos de vestirnos, y voy a la cocina y, si Karen Minty estuviera aquí, sabría cómo prepararnos sándwiches de huevo; pero si Karen Minty estuviera aquí, no te tendría a ti. Te pones el abrigo. Te digo que entiendo que no estés preparada para venir a vivir aquí, pero que puedes traerte el ordenador y escribir siempre que quieras.

Eso te conmueve. Me abrazas.

—Qué adorable, Joe. Pero el que tengo es viejo y pesa mucho.

—Ojalá pudiera comprarte uno nuevo —te digo—. Uno de esos MacBook Air.

—No hace falta que me compres nada.

No eres avariciosa. Te basta con lo que tienes.

—Además, los MacBook Air son una locura de caros. De todos modos, cuando vengo, lo último que quiero es escribir, así que ya me va bien con el armatoste viejo.

Te beso. Sé que debo dejar que te marches sola, y te vuelves y me lanzas un beso. Dos veces. Cuando te vas, me tiro en el sofá y paso el rato con el ordenador. Miro los MacBook Air y cursos universitarios. Vamos a ver: tú eres escritora, es tu vida. A mí me encanta la librería, pero el negocio no volverá a ser como era. Quiero comprarte un MacBook Air y me siento abrumado, pero en el buen sentido. Te mando un e-mail. Me siento cercano a ti.

¿Ya es hora de que vuelvas?

No contestas, pero ya no me preocupo ni me asusto. Te conozco demasiado bien. Sé que estarás apuntando ideas en el bloc de notas del móvil. Que no pasas de mí. Estás escribiendo porque te ha venido la inspiración, porque estás satisfecha, porque me tienes a mí.

En la librería es un día muy tranquilo, y me parece bien. Tengo tiempo para hacer planes, plantar semillas. Me apunto a una sesión informativa en la Universidad de Nueva York sobre estudiar a media jornada. No sé qué estudiaré: ¿libros?, ¿empresariales? Quiero esforzarme mucho por ti, por nosotros. Llamo a Bemelmans y hago una reserva para la semana que viene. Quizá no te hayas dado cuenta, pero han pasado casi seis meses desde que nos conocimos y voy a jugármelo todo a una carta. Empezaremos aquí. Pondré una mesa en la jaula para cenar a la luz de las velas. Follaremos dentro, pero lo haremos bien, y entonces te daré un regalo: un vestido que acabo de comprar en la página de Victoria’s Secret. No dejan de enviarte recordatorios de que tienes la cesta llena, y he encontrado el número de artículo y he buscado en la página. Es muy sexi; se lo enseñaste a Chana y a Lynn y te parece demasiado sexi.

Chana: «Cómpratelo. ¿Por qué no?».

Lynn: «Pero en rojo no. Y ponte medias».

Chana: «¿Lo dices en serio? La gracia de un vestido de putón es que es de putón».

Tú: «Cálmense, señoras. Tranquilas, que sé que no me quedaría bien».

Pero sí te quedaría bien y llegará mañana. Será difícil escondértelo y esperar porque sé que estarás preciosa, Beck. Pero si te da vergüenza llevarlo puesto a Bemelmans, lo entiendo, por supuesto.

FedEx llega con el nuevo de James Patterson (mañana habrá gente) y algo más para mí. Casi se me había olvidado que había pedido el DVD de Dando la nota. Tú siempre la ves en streaming, pero deberías poseer las cosas que quieres, así de simple. Debería esperar a nuestro aniversario para dártelo, pero también es verdad que esta noche vienes y ayer me hiciste una tarta. No pienso esperar, así que guardo el DVD en la bolsa y abro la caja de los libros de Patterson. Pongo un poco de música (por una vez, me apetece lo que pone Ethan y tal vez ser feliz sea esto) y hago ajustes en la sección de Ficción Popular para que quepa Patterson, igual que te haré sitio a ti cuando vengas a vivir a casa. Estoy contento, Beck, y la cosa fluye y ¡se me acaba de ocurrir otra idea para nuestro aniversario! Antes de ir a Bemelmans, pasaremos por Macy’s y nos dirigiremos a nuestro probador. No te creerás lo que habré hecho por ti y puede que después de Bemelmans vayamos a un estudio de tatuajes y nos tatuemos algo que sólo veamos nosotros. «Todicidad», escrito con letras negras y pequeñas, te quedaría muy bien en la cara interna del muslo, justo entre las piernas, pero será mejor que me calme o tendré que colgar un cartel y hacer una pausa de cinco minutos en la jaula.

El día culmina en la noche y no me puedo creer que ya sea hora de cerrar la librería. Tengo los sentidos en alerta; ahora lo consigo gracias a ti, no al puto Nicky. Todos los días recorro esta misma manzana, pero hoy me parece diferente, recién lavada, aunque no lo esté. Las calles las limpian los martes y hoy es viernes. Abundan los adolescentes, hablan de sus planes para el fin de semana; en el instituto estaba solo, pero ahora ya no. No me aguanto, te mando un mensaje:

Enseguida llego.

Me contestas de inmediato:

OK

Ni siquiera el temido ok me fastidia. Ya no tengo nada de qué preocuparme. Nunca he estado tan tranquilo con mi situación; ahora mismo estoy en el metro, en un túnel subterráneo que conduce a mi casa, a ti. Subo la escalera sin prisa y salgo a la calle. Quiero que la vida vaya despacio porque quiero imaginar el encuentro con todo mi corazón, recibirte con todo mi corazón, follar con todo mi corazón y añorarte con todo mi corazón. Me da la risa porque parece el mensaje de una felicitación, pero me merezco esto, te merezco a ti, esta alegría.

En toda mi vida no me he sentido cómodo, durante toda mi vida me he preguntado por qué los demás conseguían trabajo, familia, amigos. Todos los años, mi padre traía un árbol de Navidad a casa, y mi madre se enfadaba y lo arrastraba hasta la calle. En el colegio todos lo sabían; éramos los raros que tiran el árbol antes de que llegue la Navidad. Yo contaba con celebrar Hanukkah, pero mi padre le gritaba a mi madre: «¡Si ni siquiera tienes una menorah! ¿Desde cuándo eres tan judía?». He sobrevivido a inviernos sin regalos envueltos en rojo y verde o azul y plata. He conocido Días de Acción de Gracias sin pavo: mi padre prefiere la ternera. He esperado, Beck. Llego delante de casa. La espera ha terminado. Abro la puerta de la calle y me cuesta porque te he dado mis llaves y la copia que he cogido está oxidada. Saco el correo del buzón: facturas y vales para J. Goldberg. Lo de siempre. Subo los escalones pensando en cómo era hacerlo cuando los escalones llevaban a Karen Minty y en cada uno pienso en algo que me encanta de ti, y hago los deberes a pesar de que ya no necesito terapia:

1. Beck ve más allá de mi pasado y sabe que no tienes que ir a la universidad para ser listo.

2. Beck me quiere a su manera, con un cepillo de dientes, un albornoz.

3. Beck no tiene miedo de decirme lo mucho que le gusta estar conmigo.

4. Beck se despierta contenta cuando se despierta conmigo.

5. Beck no sabe cocinar y yo tampoco, y dice que eso está bien porque así podemos aprender juntos.

6. Esa noche Beck buscó «solipsista» en el diccionario. Y ahora tiene un montón de palabras marcadas que entraron en su mundo por mi boca.

7. Cuando tiene un orgasmo, se aferra a mí con todo su cuerpo. Sus tetas reaccionan al tacto de mis manos. Responden. Todo su cuerpo es una respuesta.

8. Tiene la capacidad de alegrarse de verdad por los demás. Se enorgullece de haber juntado a Ethan y a Blythe. Es adorable.

9. Se acuerda de todo lo que digo o de nada de lo que digo y, sea como sea, eso está bien. Dice que está tan loca por mí que a veces se queda sorda cuando hablo.

No puedo esperar más. Quiero verte ahora, así que subo los últimos peldaños corriendo, abro la puerta de golpe y la tengo dura como una piedra y llevo Dando la nota en la mano, pero da igual. Ya nada importa. El tapiz que cubre el agujero está en el suelo. Y cuando me ves, me miras con nuevos ojos. Tienes unas bragas tuyas en la mano. Tiemblas de miedo como si yo fuera una película de terror, como si fuera un Rottweiler o una carta de rechazo, pero no soy nada de eso y me acerco un paso.

—Beck —intento.

—No —dices—. No.

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