You

You


Capítulo 46

Página 48 de 57

46

Eres tú la que ha curioseado en el hueco de la pared de mi casa, pero te comportas como si aquí yo fuera el único con problemas. Quieres dejarme, claro. La Caja de Beck te da miedo. Eres muy crítica, desagradable. Estás delante del agujero de la pared, detrás del sofá (un lugar privado y especial para mí), y la caja está en el sofá, rota, porque la has destripado como una rata de alcantarilla. Hay una cosa buena: con la prisa que tenías por cotillear entre mis cosas, te has dejado el móvil en la mesita. Lo cojo mientras hurgas en la caja.

—Esto es un tampón usado.

—En una bolsa de plástico.

—No te muevas, joder —ordenas.

Muchos tíos se cabrearían, pero yo no. Sé que ahora mismo estás furiosa, Beck. No me fastidies, te da rabia que te «robase» el collar de cuentas de Mardi Gras, pero ni siquiera te habías enterado de que no lo tenías hasta que lo has visto. Te enfadas porque la semana pasada te ayudé a peinar el apartamento buscando las gafas de sol de Chanel cuando es obvio que sabía que las tenía en la caja. En serio, Beck, estás mejor sin esas putas gafas repulsivas. Son para gente como Peach; a ti te quedan ridículas, pero cambias de tema:

—Y esto ¿qué? —me sueltas—. Es mi anuario, Joe.

—Y no le pasa absolutamente nada.

—Es mío, cabrón. Tú no fuiste al instituto de Nantucket. Este es un libro mío de mi vida y de mis amigos y de mi pueblo.

—Beck.

Nunca me has parecido tan egoísta, pero voy a tener paciencia. Me señalas con el dedo.

—No.

No puedo hacerte responsable de tus actos. No paras de mirar la escalera de incendios, como si la consideraras una oportunidad. Hablas como una loca, como si fueras a dejarme después de tanta tarta, después de hablar de vivir juntos. Intento conectar contigo:

—Beck, cálmate. No vas a salir por la ventana ni vas a correr por la escalera estando como estás.

Y vamos dando vueltas: primero tienes miedo, luego me quieres matar, luego crees que voy a matarte yo, que eres víctima de mi maldad (LOL) y luego la víctima soy yo porque vas a matarme (LOL). Ruges y dices que soy un «puto psicópata», pero sé que no lo piensas. Si de verdad tuvieras miedo, intentarías escapar de verdad. Pero lo cierto es que te conozco. Sé que estás encantada con el descubrimiento. Te gusta la atención y la devoción, y esa caja demuestra que soy atento, dedicado. Si la caja contuviera cosas de Candace, te habrías partido la crisma intentando salir de mi casa de tanta prisa que tendrías. Te pondrás de mi parte, pero debo tener paciencia. Estás demasiado impresionada. Gritas de nuevo. Empieza a dolerme la cabeza y me preocupan los vecinos y te contesto:

—¿Te importaría callarte de una puta vez? ¿Acaso te estoy insultando yo? ¿Cómo te crees que me hace sentir entrar aquí y encontrarte en el agujero? ¿Crees que me hace sentir bien? ¿Crees que me gusta que me espíen?

—Tienes una caja con mis cosas —dices con desdén—. Me marcho.

—Nadie va a tomar ninguna decisión ahora mismo. Y será mejor que seamos honestos, Beck: yo mismo podría decirte que te dejo por husmear entre mis cosas.

—No… no me lo puedo creer —tartamudeas—. Estás loco. Estás mal de la cabeza.

Y te da otro ataque de rabia y te castañean los dientes y te tiras el pelo.

—No me puedo creer que me esté pasando esto.

¿No te cansas de tu propio dramatismo?

—Cálmate, Beck —te pido—. ¿Por qué no te sientas en el sofá?

Se te enrojecen las mejillas y te pones de puntillas y empiezas a llamarme cosas (psicópata loco majara demente gilipollas pervertido asqueroso) y no importa. Sé que no lo dices en serio.

—Lo digo en serio, Joe.

Me miras boquiabierta y enarbolas la gorra de la Figawi.

—No quiero ni saber de dónde ha salido esto.

—Es una historia muy larga.

—Seguro que sí —dices—. Psicópata de mierda.

Me acuerdo de que el mes pasado, más o menos por esta fecha, te pusiste violenta y me chillaste por tirar un burrito de hacía tres días que apestaba el frigorífico. Al día siguiente te vino la regla y me diste un beso en la mejilla.

—No estoy loca —me dijiste—. Lo siento.

—Ya lo sé, Beck.

—Te lo prometo —me dijiste—. Cuando me pongo así de desagradable, es como si estuviera fuera de mí y sé que me comporto de forma horrible y que soy irracional, pero no puedo evitarlo. A veces tengo problemas premenstruales muy serios.

Te perdoné y no he vuelto a pensar en eso hasta ahora porque sé cómo formar parte de una todicidad. Si ahora entrase alguien, pensaría que estás loca, Beck. Esa persona intentaría protegerme y te pediría que bajases la voz y que no me atacases con tus acusaciones. Soy un pervertido y un psicópata y un acosador y un acumulador y un loco, pero no contesto.

—¿Estás sordo, Joe?

—Sabes que no estoy sordo.

Chillas de nuevo y ¿te grito yo a ti? Nunca. Cuando te envío un mensaje y no me contestas de inmediato, dejo el tema. Ahora te toca a ti. No es que te haya robado nada que te haga falta. ¿Quién mira el anuario del instituto? Esa parte de tu vida ya la has dejado atrás y no te he visto mirarlo ni una sola vez. A esa gente no la echas de menos. Muchas chicas se disculparían por invadir mi intimidad. Ahora mismo estás siendo desagradecida. Sigues insultándome: depravado, retorcido, guardabragas pervertido.

Te tranquilizarás, y te diré todo esto, pero ahora finjo que eres un león en el zoo. Yo soy el cuidador, protejo la entrada y rezo por no tener que usar los puños, pero si los uso, seguramente te recuperarás. De momento, mi trabajo como cuidador del zoo es quedarme aquí plantado y esperar. No tardarás en quedarte sin fuerzas, igual que te quedas sin fuerzas cuando te encaramas a mi polla.

—¿Desde cuándo haces esto?

—No hace falta que levantes la voz.

—¿Desde cuándo? —dices, y me has obedecido, porque hablas a volumen de interior.

—Como sabes, cuando nos conocimos, me encapriché de ti —digo, y puede que haya esperanza—. Flirteaste conmigo y entre nosotros había conexión, pero yo no quería asaltarte, ya sabes; no quise invitarte a salir en ese momento. Así que esperé.

—Ajá —respondes.

Cruzas los brazos y das golpes en el suelo con la puntera del pie.

—Entonces averigüé cosas sobre ti, Beck. —Y me siento como el tío de La princesa prometida, y tú eres tan terca como Buttercup—. Estaba hechizado, Beck. Y lo estoy. En esa caja no hay nada de lo que debas tener miedo.

Miras la caja y me miras a mí. No sé qué hacer y siento que no estoy suficientemente preparado para el trabajo de cuidador del zoo. Quiero que lo veas todo, quiero que conozcas la magnitud de mi pasión, la fuerza con la que te agarro, la certeza de mi amor. Pero tienes el síndrome premenstrual, es probable que todavía estés asustada por haberte metido entre los dos paneles de la pared y de vez en cuando mascullas algo sobre echar de menos a la gilipollas de Peach.

—Adelante —digo, porque no hay vuelta atrás.

No puedes devolver las bragas a la caja. De manera literal y figurada, la caja está rota y arañada; la has destrozado. No es lo que yo había imaginado. Quiero alejarte de la caja desvencijada, pero como cuidador del zoo, sé que debo mantener una distancia de seguridad del animal, por el bien de los dos. Remueves mis cosas que tú consideras tus cosas y encuentras la joya de la corona, El libro de Beck. Es muy bonito. Debería halagarte que un hombre decente como yo, que es más listo que la mayoría, te haga un tributo como este.

—No está acabado —te digo—. Lo voy a encuadernar.

—Mis relatos —dices, y vuelves a ser tú.

—Están todos.

Ya está, todo bien. Ahora está todo bien.

En cualquier momento correrás hasta mí y me abrazarás. Me equivoco. Tuerces la boca. Ladras:

—Esto es de mi correo electrónico.

—Beck, por favor. Es un tributo.

—Me has hackeado el e-mail.

—No he hackeado nada —te espeto, porque has vuelto a decepcionarme.

Podrías haberle dicho a tu madre que te cancelara la puta línea de teléfono. La culpa es tuya.

Cierras el libro y lo tiras a la caja. Está atardeciendo y ya es casi hora de encender las luces. Me acerco un paso. Das un respingo y me demuestras odio. Y vuelta a empezar. Ahora tienes otras palabras malintencionadas con las que describirme, como asesino y homicida y mentiroso. Me mantengo firme, concentrado, tal y como debe hacer un cuidador de zoológico cuando los animales se ponen violentos.

—No hablas en serio.

—Eres un puto acosador retorcido y no sabes lo que quiero decir.

—No lo soy —digo—. No, no lo soy.

Te persigo. Esquivo las pullas y, cuando te abalanzas sobre mí, te bloqueo. Me resulta muy fácil agarrarte por las muñecas, porque eres muy pequeña, y yo muy fuerte, y te obligo a tirarte en el sofá sin problema alguno. No puedes pelear conmigo y, cuando prometes que serás buena, como siempre, te suelto y vuelvo a colocarme delante de la puerta.

Jadeas.

—¿Qué coño te pasa?

—Que te quiero.

—Esto no es amor. Esto es una enfermedad.

—Es nuestra todicidad —respondo.

Nuestra palabra.

—Necesitas ayuda —me dices, sorda—. Eres un pervertido.

Me gustaría ser el más digno de los dos, pero me estás llamando cosas, y entonces me acuerdo de tus delitos.

—Joe, deberías estar entre rejas, ¿vale? ¿Te das cuenta? Esto está mal.

Tú no cierras el frigorífico del todo y en tu casa hemos tenido que tirar la comida dos veces.

—Estás enfermo, y los enfermos necesitan ayuda, Joe.

No estoy enfermo, y tú eres una ramera. Te lanzaste a los brazos de Nicky. Eres incapaz de admitir que tienes celos de Blythe.

—Joe, déjame llamar al médico. Por favor, deja que te ayude.

No me hace falta un médico, y mientes; ahora mismo estás buscando un arma. Intentas devolver ropa que te has puesto y, aunque eres mi novia, hay veces que te llamo y dejas que me salte el contestador. No siempre prestas atención con la cuchilla de afeitar y a veces me da la impresión de que la mujer que te hace la cera no tiene formación ni permisos para hacerle la cera a nadie porque a menudo tienes unos puntitos rojos en los muslos que me dan una sensación desagradable en la piel suave y limpia de mis piernas.

—Joe, tienes que dejar que me vaya.

Y tú tienes que dejar de juzgarme. Eres una descuidada y no de la manera que tú crees. Dejas tampones usados en la papelera y no sacas la basura con suficiente frecuencia y el mes pasado tu apartamento estuvo toda una semana apestando a menstruación. Sigues masturbándote a pesar de que tienes el honor de contar con mi polla. Y esa blusa de seda… Pareces un putón, Beck. Lo he pensado esta mañana, pero en una todicidad tienes que dejar pasar algunas cosas y centrarte en lo positivo.

—Te dejo —dices.

Ja.

—Ahora mismo no te conviene. —Mantengo la calma porque alguien tiene que hacerlo—. La gente siempre se arrepiente de lo que hace en momentos tan emotivos como este.

Ni siquiera te molestas en intentar pasar. Respetas mi fuerza. Pero me doy cuenta de que miras a tu alrededor. Eres un animal y corres a mi dormitorio. Mío. Estiras el brazo hacia mi estantería. Mía. Coges el Dan Brown en italiano. Me lo lanzas.

—¿Dónde está mi móvil, Joe?

—En buenas manos —te prometo. Y me lo saco del bolsillo—. Lo has dejado en la mesita.

Me llamas puto psicópata y gimes y eres muy cutre, y los cutres lo pasan mal.

—Basta de imaginarte cosas, Beck.

Sería un cuidador genial. Esto se me da bien, acorralar poco a poco al animal mientras se altera cada vez más.

—Voy a gritar. No sabes cuánto puedo gritar. Vendrán los vecinos. Se van a enterar de todo.

No va en serio, pero lo digo:

—Si gritas, te mato.

Se acabó. Te pones a chillar y te abalanzas sobre mí y ahora mismo no me gustas. Me obligas a hacer cosas horribles como reducirte y taparte la boca con la mano. Me obligas a retorcerte los brazos y a dominarte, y esta es nuestra cama. Das patadas.

—Si gritas, se acabó.

Te limitas a dar patadas.

—Beck, ya basta de forcejear.

Te revuelves, pero yo tengo más fuerza. Eres un peligro para ti misma, para el mundo. No sabes lo que dices y ahora me necesitas más que nunca y, al cabo de un rato, la ira se transforma en tristeza. Otra vez. Tus sollozos ahogados me calientan la palma de la mano, pero no aflojo.

—Si sigues gritando así, acabarás estropeándote la garganta como tu amiga de Dando la nota.

Al final, paras. Te hago una propuesta:

—Beck, parpadea una vez si prometes no volver a chillar. Si lo prometes, te quito la mano.

Parpadeas. Soy un hombre de palabra y te quito la mano de la boca.

—Lo siento —me dices.

Tienes la voz ronca y me miras.

—Joe, podemos hablar.

Se me escapa una carcajada. ¡Ja! ¿Crees que vamos a hablar mientras estás en plena hecatombe premenstrual? ¡Ahora no podemos hablar! ¡Tus cambios de humor son psicóticos! Por Dios, Beck, ¿tan imbécil me crees? Sin embargo, me lo ruegas:

«Por favor, Joe. Por favor».

Me encanta el sonido de tu voz y eso habría sido el número 10:

Beck tiene la voz preciosa.

Por desgracia, era todo mentira y me das otra patada para intentar escapar. Lo peor de ser cuidador del zoológico es el momento en el que tienes que proteger al animal de sus propias emociones, de su naturaleza salvaje e ilógica. Pataleas y gritas. Me muerdes. Pero tu constitución de tamaño Portman no puede con la mía, Beck. Cuento hasta tres. Te doy la oportunidad de callarte. Pero no callas y, después del tres, te cojo la cabecita con la mano (lo siento) y te la estrello contra la pared (lo siento). Tú también lo sentirás cuando te calmes y seas consciente de lo que me has obligado a hacer.

En mitad del silencio me siento solo y te doy un beso en la frente. Es evidente que tienes problemas y que las alteraciones que te provoca el ciclo menstrual son la punta del iceberg. ¿Qué clase de chica se mete en el hueco entre los paneles de una pared? No puedes aceptar mi amor mientras estés así, hecha un desastre. Menuda manera de pedir ayuda, perdona que te lo diga. Me doy prisa. No dormirás mucho tiempo. Preparo lo necesario, lo meto en mi bolsa de mensajero, me la echo al hombro, te levanto, bajo la escalera contigo y paro un taxi.

El taxista te mira de arriba abajo y pregunta a qué hospital vamos. Pero no vamos al hospital, Beck. Vamos a la librería. Esto es Nueva York. El tipo no hace preguntas. Los animales saben que no hay que fastidiar al cuidador del zoo.

Ir a la siguiente página

Report Page