Yoga

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III. HISTORIA DE MI LOCURA » La habitación perdida

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La unidad protegida

¿Cuánto tiempo pasé en la unidad protegida a la que me trasladaron después de mi petición de eutanasia? Yo habría dicho que tres o cuatro días, y de hecho fueron dos semanas. Era de esta unidad de donde procedían los aullidos monótonos, lancinantes, que oí la noche anterior a mi desastrosa cuarta perfusión y que creí que solo existían en mi cabeza. De hecho provenían incluso de la habitación contigua a la mía. En la unidad protegida, todas las puertas de las habitaciones están provistas de una imposta de cristal esmerilado, salvo la que es opaca, con un tabique de madera o contrachapado hecha, pensé, para proteger a los enfermeros de una especie de Hannibal el Caníbal al que nunca he visto. Comparto mi habitación con un chico que sin duda no es peligroso pero presenta los síntomas más entristecedores del loco: idiotizado, voz sobreaguda, arrastra los pies en zapatillas, babea y vive en pijama. Dicho esto, no me parece que yo tenga de qué pavonearme. Nathalie me encontró un día semiconsciente en la cama, preguntando dónde estaba y tarareando con un voz cantarina y desolada: «Quiero volver a casa, quiero morir en casa, llévame a casa…» Lo que se refleja así en mi historial hospitalario: «episodio de breve desrealización, seguido de un síndrome confusional franco con desorientación espacio-temporal, angustia y sentimiento agudo de alienación». No es envidiable, desde luego, pero pasó, hicieron lo que debían hacer para que pasara. Pude abandonar la unidad protegida para volver a la tercera planta y reanudar una vida hospitalaria normal, hecha de largas siestas pegajosas, tazas de chocolate caliente que se reparten en la cafetería, lecturas interrumpidas, tentativas enseguida frustradas de continuar mi ensayo sobre el yoga, de relaciones sociales sin futuro, de bandejas de comida tan pronto absorbidas como defecadas, porque si bien la morfina normalmente estriñe yo cagaba cada cuarto de hora. Mis compañeros en el servicio eran una dama elegante y siempre bien peinada que, como veneraba a mi célebre madre, me llamaba tozudamente señor Carrère d’Encausse y confesaba con una baladronada melancólica que estaba en su decimoséptima hospitalización de larga duración, y un crítico de cine obeso al que yo había conocido en una vida anterior y perdido de vista desde hacía treinta años y que estaba pasando por una bonita pequeña depresión, bueno, una bonita gran depresión, de lo contrario no te ingresan en Sainte-Anne. En otro tiempo él escribía en una revista rival de otra en la que yo escribía entonces, y nos entreteníamos evocando a nuestros camaradas comunes y nuestras pendencias de cenáculo pretéritas. Un día, mientras empujábamos las bandejas en el refectorio, una mujer muy joven se puso a hablarme como si me conociese bien y fuimos a parar a la misma mesa el crítico de cine, ella y yo. El crítico se embarulló mucho, como si yo quisiera ligarme a la chica de veintidós años y él tuviera miedo de molestar. La chica estaba diciendo plácidamente que estaba completamente loca pero que después de una decena de electroshocks —a los que ella llamaba TEC— se sentía mejor. Me conocía más de lo que yo creía, porque había estado en la unidad protegida al mismo tiempo que yo, solo que ella se acordaba y yo no. Se acordaba de que habíamos hablado mucho, en especial de las novelas de Cormac McCarthy, que ella adoraba y al parecer yo también, lo que me sorprendió porque tenía la vaga intención de leerlo algún día, pero todavía no había leído ninguna de sus novelas. ¿Acaso fingí que las había leído para complacerla? Había en su actitud tanta familiaridad, y hasta complicidad, que me pregunté si no habría habido algo más entre nosotros que la camaradería de enfermos. De ser así, el hecho no había sobrepasado las puertas de la unidad.

El jardín encantado

La muy ligera mejoría no duró, pronto cedió el paso a «un sentimiento de angustia y de incurabilidad, numerosos accesos de llanto, invasoras ideas suicidas con escenario de ahorcarse sin proyecto de consumar de inmediato el acto». De este «escenario de ahorcarse sin proyecto de consumar de inmediato el acto» puedo decir algo más, y sobre todo del decorado. Una tarde me paseo por esta ciudad que está dentro de la otra que es Sainte-Anne. No sé si se puede llamar paseo a una deambulación tan atroz, pero, en fin, mis pasos me llevaron hasta un barrio donde se cruzan alamedas que llevan nombres de artistas tocados del ala: Utrillo, Van Gogh, Ravel; se pitorrean, me digo: ¿por qué Ravel? Era neurótico pero no estaba loco. Recorro pasillos en galerías cubiertas entre los pabellones y en un momento dado veo abierta una puerta que da a un gran jardín desierto, rodeado de edificios de ladrillo que parecen en desuso. Es un enclave vacío y silencioso, sin pacientes, sin médicos, desatendido, sembrado de hojas muertas, con castaños de Indias de tronco negro y ramas podadas. La versión psiquiátrica y mustia de «El jardín encantado», el último fragmento, en efecto feérico, de la suite de Ravel Mi madre, la oca. El lugar ideal para ejecutar mi proyecto. Las ramas más bajas están aproximadamente a dos metros del suelo y a lo largo de una tapia hay un montón de sillas de jardín herrumbrosas. Bastará con subirse a una de ellas y empujarla de un puntapié. Mis pies se agitarán y colgarán a veinte centímetros del suelo. Es poco pero suficiente: cuelgas igual en el aire a veinte centímetros que a dos metros del suelo, del mismo modo que puedes ahogarte tanto a diez centímetros de la superficie como a diez metros de profundidad. Solo hacen falta la cuerda y el momento propicio para actuar sin que te vean. Alimenté algunos días ese pequeño escenario, localicé en la rue de la Gaîté una droguería antigua que vendía cuerda para tendederos. Luego volví al rincón de la alameda Ravel y no conseguí encontrar la puerta abierta. No es solo que ya no estuviese abierta, es que ya no estaba. Busqué y busqué en vano. Quizá aquella puerta nunca había existido.

La habitación perdida

Leí en otro tiempo un librito fascinante de Roger Caillois que se titula La incertidumbre que nos dejan los sueños. En él cuenta algo que siempre me ha obsesionado. El soñador es un hombre que camina por el barrio de Ternes. Sabe adónde va y está contento de ir allí. El trayecto desde la estación de metro en que se ha apeado es familiar para él. Podría hacerlo con los ojos cerrados, podría describirlo con una precisión extrema, y si le gusta tanto recorrerlo es porque conduce hasta una calle, hasta un edificio donde vive una mujer con la que mantiene desde hace diez años una relación absolutamente secreta, y esta relación es lo más valioso que posee en el mundo. Cada quince días, tal como han acordado, él se apea en el metro Ternes, camina cinco minutos hasta una callejuela tranquila y hasta el edificio burgués donde se encuentra la vivienda de esta mujer. Ella le abre, se besan, la puerta se cierra tras ellos, las horas siguientes solo les pertenecen a los dos. En esta burbuja de espacio y de tiempo, totalmente al abrigo del mundo exterior, todo es deseo, ternura, quietud, entendimiento de los cuerpos, conversación murmurada. Los dos saben que nada de esto sería posible si vivieran juntos, como alguna vez han pensado hacer. El amor entre los dos se desarrolla en secreto y piensan que protegido de este modo durará para siempre. Hasta que uno de los dos muera se encontrarán cada quince días en la paz de este piso hacia el cual el hombre se dirige con paso confiado. Baja, pues, por la avenida a la que da la calle que contiene su felicidad. Ha debido de distraerse, ha pasado de largo, nunca le ha ocurrido. Desanda el camino. Y no encuentra la calle. Está la calle de arriba y la calle de abajo y conoce las dos perfectamente, pero la que busca y que debería estar entre las dos ya no está. Sube, baja varias veces, como si esperase a que la calle recupere su sitio, pero no: ya no está. No es posible, piensa el hombre, conozco este trayecto de memoria, de la avenida a la calle, de la calle al edificio, del edificio al piso. Pero apenas lo piensa se percata de que en realidad ya no se acuerda de nada: ni de la calle que acaba de desaparecer ni del edificio ni del piso cuya superficie podría haber dibujado de memoria y que se ha tragado el olvido, ni siquiera de la cara de esa mujer que ha sido en secreto el gran amor de su vida. Ya no se acuerda de su cara, ya no se acuerda de su voz, ya no se acuerda de las palabras que ella le decía, ya no se acuerda de su nombre. Ya nada de eso existe porque comprende que nada de eso ha existido nunca. Esa mujer maravillosa, esa relación encantada, todo eso no era más que un sueño y en ese momento, cuando cobra conciencia de que lo más precioso que le ha dado la vida no era más que un sueño, el hombre despierta. Y ahora sucede lo más conmovedor de este relato de Roger Caillois: todo esto solo era un sueño, un sueño clásico de angustia, pero el soñador tiene en la realidad el mismo sentimiento de absoluta congoja que su doble en el sueño. Ese bien tan preciado —la mujer, la relación, el secreto compartido— solo lo ha poseído en sueños y solo se ha visto desposeído de él en el sueño, todo ha transcurrido en un segundo, pero en este segundo se han desarrollado diez años de amor loco y lo que queda es su pérdida. Es como si ese bloque de un pasado maravilloso le hubiese sido concedido para siempre y acabaran de quitárselo para siempre, dejándolo desconcertado, viudo, en el vértigo de la pérdida, y cada vez que recuerdo este sueño que ha tenido o inventado Roger Caillois, como yo hago ahora en la cafetería de Saint-Anne, siento a mi vez ese desconcierto, esa viudedad, ese vértigo que me suscita el deseo no solo de morir sino de estar muerto, de no haber existido yo tampoco jamás.

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