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I. EL CERCADO » «Vritti»

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«Vritti»

¿Cuánto tiempo llevo sentado en mi zafu? Menos de dos horas, desde luego, quizá una hora y media. Físicamente estoy bien, aguanto. Respiro con calma, hasta es bastante agradable. Por mucho que respire con calma y explore el fondo de mis fosas nasales, el pequeño tiovivo sigue dando vueltas. Gira continuamente, casi no te das cuenta, pero en la meditación lo miras girar. Eres un poco más consciente, es un progreso. Desde que S. N. Goenka ha terminado su especie de raga, ¿qué vritti han agitado la superficie de mi conciencia? Pues bien, como ustedes saben, al principio pensé en Ribotton, mi antiguo profesor de ciencias naturales. Ribotton y su reglamento de tareas prácticas. Su hijo estaba en la misma clase que yo. Se llamaba Maxime, Maxime Ribotton: un chico pesado, hipócrita, sudoroso, que soñaba con ser inspector de policía. No sé nada de lo que pudo ser de él ni tampoco de lo que fue de la mayoría de mis condiscípulos del liceo Janson. Perdidos de vista, incluso los más próximos, me reprocho haber sido tan infiel a esas amistades juveniles. A Emmanuel Guilhen, por ejemplo, que era mi mejor amigo cuando teníamos entre trece y quince años. Los dos éramos lectores asiduos de Charlie Hebdo, cuya vena satírica nos encantaba e imitábamos. Como no vivíamos lejos el uno del otro, quedábamos para ir juntos al liceo. De la rue Raynouard, donde yo vivía, iba hasta la rue Vineuse y la subía hasta arriba, donde me reunía con Emmanuel Guilhen, que venía de la rue Franklin, y a partir de allí íbamos todo derecho por la rue Scheffer, rue Scheffer adelante hasta cruzar la avenue Paul Doumer, la rue Louis David, la rue Cortambert, calles tranquilas y de gente adinerada del distrito XVI, y luego desembocábamos en la avenue Georges Mandel, y solo había que atravesarla, debajo de sus hermosos castaños de Indias, para entrar en el liceo Janson-de-Sailly por la puerta de la rue Decamps. ¿Cuántas veces habré hecho este trayecto? Dos veces al día, cinco veces por semana, una treintena de semanas al año durante seis años… Lo visualizo perfectamente. Duraba más o menos veinte minutos y podría emplear otros veinte en recorrerla mentalmente. Visualizo también perfectamente el apartamento donde crecí y donde mis padres ya no viven desde hace mucho tiempo. Tengo que ir a verlos a mi regreso. No los veo a menudo. Tengo que ir con mi padre a comer, como hacíamos, una vez al mes, en el restaurante del quai de Grands Augustins. ¿Le contaré lo que he hecho estos diez días? ¿Diez días sentado en silencio, atento a mis fosas nasales sobre un pequeño cojín? ¿Le parecerá divertido? ¿Le interesará si consigo que comprenda la finalidad de esta práctica en apariencia grotesca? ¿Le inquietará? ¿Pensará que me ha reclutado una secta? Sin duda es lo que pensaría mi madre, salvo si le asegurara que lo hago por un libro. Si es por eso, vale, mi madre siempre lo aprueba. Un libro lo autoriza todo. Cuando mis hermanas y yo éramos pequeños, ella nos decía tranquilamente que no importaba ser un mal alumno en la escuela si leíamos libros. Aunque se queja de que la va perdiendo con la edad, mi padre tiene una memoria asombrosa: para dormirse es capaz de visualizar hasta el menor detalle un piso donde vivió cincuenta años antes, habitación por habitación, pared por pared, cuadro por cuadro, incluso el contenido de los cajones. Yo, en ocasiones, antes de dormirme, hago una cosa bastante parecida que consiste en rememorar con la mayor precisión posible la jornada transcurrida. No hay que apresurarse cuando te entregas a este ejercicio, tampoco hay que ser demasiado sintético, el tema se agotaría en dos minutos. Ejemplo: levantarse, yoga, desayuno en familia, lectura de Patanjali en el Café de l’Église, trabajo, almuerzo con mi amigo Olivier, de nuevo trabajo, luego la cena en familia, dos episodios de la serie En terapia, y ahora, en la cama, recapitulo la jornada. Ya está, se acabó, se acabó demasiado rápido. Pero tampoco hay que ir demasiado lento, no hay que entrar en demasiados detalles porque si empiezas a detallar todos los gestos que implica, por ejemplo, la preparación del desayuno la cosa puede volverse interminable, casi se puede decir sin exagerar que una jornada entera y quizá una vida entera no bastarían para describir completamente ese cuarto de hora dedicado a preparar el desayuno. Como de costumbre, hay que encontrar un término medio. Un relato bastante rico en detalles pero que no sobrepase, pongamos, un cuarto de hora o veinte minutos. Veinte minutos es en mi caso la duración media de una sesión de meditación: una buena duración, una medida natural, como una hora y media para una película. Me pregunto si un ejercicio así puede considerarse una forma de meditación o lo contrario: algo excesivamente voluntarista, obsesivo. Veinte minutos es también el promedio de tiempo para ejecutar la forma de taichí. ¿Voy a hablar del taichí en mi libro? Pues sí, desde luego. Los recuerdos del taichí tienen un puesto evidente en un libro sobre el yoga. Entiendo la palabra yoga en un sentido muy amplio: el taichí es una forma de yoga. El sexo puede ser una forma de yoga. ¿Voy a hablar de la mujer que me regaló la estatuilla de los gemelos de Géminis? ¿De la luz en el hotel Cornavin? Lo que es seguro es que volveré a hablar del bardo y, a propósito de él, de un cuento fantástico que leí en la adolescencia y que me causó una impresión enorme y que recuerdo, confusa pero vívidamente, como una representación del bardo tan potente como Ubik, de Philip K. Dick. Su autor se llamaba George Langelaan, es conocido (poco) por haber escrito La mosca, cuyas dos adaptaciones son excelentes, por supuesto la de Cronenberg, pero también la antigua, la pequeña serie B con Vincent Price. Pienso en todos esos relatos fantásticos que leí desde la adolescencia y que permanecen anclados en mi memoria. No he olvidado ninguno. ¿Por qué me gustan tanto? ¿Por qué me llegan tan intensamente? ¿Por qué es el género de historias que me ayudan a comprender la mía? He transmitido ese gusto a mis dos hijos, a veces me pregunto con inquietud por qué ellos también son tan sensibles a ellas. ¿Puede la meditación aminorar este horror que ronda por debajo de la superficie de mi vida? ¿Tiene la meditación acceso a todas las experiencias humanas o existen puertas que ella no puede franquear? ¿Qué puede hacer con aquellos a quienes su cuerpo o su psiquismo han traicionado? Existe ese fantasma: ser precipitado en uno de esos abismos —esclerosis múltiple, esquizofrenia, síndrome de enclaustramiento, dolor psíquico extremo— y gracias a la meditación amansar esta situación desesperada. Enseña a habitar ese yo inhabitable. Hay ejemplos: Stephen Hawking, por lo que he leído, dice que la meditación le permitió vivir en la prisión de su cuerpo paralizado. Yo, enfrentado a eso, pienso que me derrumbaría y solo aspiraría a suicidarme. Me pregunto cómo puede ser la meditación de un esquizofrénico. ¿A qué puede parecerse hundirse en plena lucidez en el interior de ti mismo cuando ese interior es un territorio enemigo, amenazador, el lugar de un horror sin nombre? Sin nombre, sin fin, sin límite. Un horror que no cesa nunca y que ocupa todo el espacio, el cien por cien de esa especie de camembert mental del que Chögyam Trungpa dice que dedicamos solo un veinte por ciento al presente. ¿De dónde saca él este porcentaje? Es evidentemente absurdo y sin embargo me interesa. Me interesa todo lo que permita comprender y representar mejor la actividad mental. Siempre me ha interesado esa actividad, hasta el punto de haberla convertido en mi oficio. Hace mucho tiempo, cuando debutaba en este gremio, topé en un libro que amo, los Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig, con un consejo que da a los aprendices de escritor un tal Ludwig Börne, que era una figura menor del romanticismo alemán. Este párrafo es como la frase de Glenn Gould sobre el estado de quietud y fascinación, una especie de mantra que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida: «Tome unas hojas de papel y durante tres días seguidos escriba, sin desnaturalizarlo y sin hipocresía, todo lo que se le pase por la cabeza. Escriba lo que piensa de sí mismo, de sus mujeres, de la guerra turca, de Goethe, del crimen de Fonk, del Juicio Final, de sus superiores, y al cabo de tres días se quedará estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos, nunca expresados hasta ahora, han brotado de usted. En esto consiste el arte de convertirse en tres días en un escritor original». Convertirme en un escritor original, ya fuera en tres días o en treinta años, era la obsesión de mi juventud, y no me ha abandonado. A menudo me he preguntado quién era Fonk, qué crimen había cometido (ni siquiera aparece en la Wikipedia), y si Ludwig Börne había dado a la literatura algo más que ese consejo memorable (no). Los escritores que escriben lo que se les pasa por la cabeza son mis preferidos, Montaigne es nuestro santo patrón porque hace exactamente eso, escribir lo que se le ocurre, con la más absoluta indiferencia por la opinión de la gente que dice que se la suda lo que se le pasa a él por la cabeza, y que hay que ser muy pretencioso, muy egocéntrico, para llevar un registro de los escritos, porque Montaigne, por su parte, piensa que no hay nada más interesante, tanto más interesante porque es un hombre ordinario, no alguien de quien se leen las memorias por sus hazañas, sino alguien que no tiene otra particularidad que la de ser un hombre y poder, solamente en virtud de este hecho, sin estar lastrado por lo excepcional, dar testimonio de lo que es ser hombre. «Es una empresa espinosa seguir una andadura tan vagabunda como la de nuestro intelecto, penetrar en sus repliegues interiores, escoger y plasmar tantas apariencias insignificantes de sus agitaciones. Hace varios años que soy yo mismo el objeto de mis pensamientos, que solo me estudio y me examino a mí mismo, y si estudio otra cosa es para aplicármela de inmediato… No hay una descripción de igual dificultad y tan útil como la descripción de uno mismo…» Ahora bien, si hablamos de dificultad, creo que cuando recomienda escribir lo que se te pasa por la cabeza, «sin desnaturalizarlo y sin hipocresía», Ludwig Börne nos vacila un poco. «Sin hipocresía» sí, de acuerdo, creo que es totalmente posible escribir así, yo mismo creo que escribo sin hipocresía. Pero ¡«sin desnaturalizarlo»! Börne nos cuela esto como si se tratase de una pequeña técnica previa cuando es la meta misma, inaccesible, de esta empresa. Escribir todo lo que se te ocurre «sin desnaturalizarlo» es exactamente lo mismo que observar tu respiración sin modificarla. En suma, es imposible. Sin embargo, vale la pena intentarlo. Vale la pena dedicar tu vida a intentarlo. Es lo que yo hago, es mi karma el que quiere que lo haga, no sé hacer otra cosa: con palabras, frases; con frases, párrafos; con párrafos, páginas; con páginas, capítulos; con capítulos, un libro, si tengo suerte. Pienso en esto todo el tiempo. Las dos porciones más grandes de mi camembert mental son la reflexión vinculada con mi trabajo y la fantasía sexual. Diría que esta última ocupa un pequeño tercio o una gruesa cuarta parte del queso, en momentos concretos: adormilarme, el insomnio, todas las zonas fronterizas entre la vigilia y el sueño. Tiene de especial que para mí es atrayente y simplemente posible a condición de que sea muy poco fantasiosa, de que sea realista y de un realismo minucioso. Las caras y los cuerpos que convoco para alimentar la fantasía deben ser de mujeres con las que sería posible que hoy me acostase realmente, sin inverosimilitud ni transgresión. Nunca me he hecho una paja, por ejemplo, pensando en una mujer que no conozco y a la que tengo pocas posibilidades de conocer, como una actriz o una modelo célebres. Me gusta mucho, en cambio, el guión fantasmático de una película de Jim Jarmusch en la que Bill Murray, al saber que está desahuciado por una enfermedad incurable, se lanza a un recorrido de las mujeres que ha amado para hacer el amor con ellas una última vez antes de morir. Por lo que recuerdo, todas ellas aceptan. En la película deben de ser media docena y sería más o menos el número de las amantes a las que yo, en la misma situación, iría a visitar: las cúspides de mi vida erótica. Adoro este argumento, adoro imaginar con el más mínimo detalle y casi en tiempo real la última noche que pasaré con cada una. Lo que nos diríamos, la manera en que volveríamos a hacer el amor. Me acuerdo de cómo hacía el amor con cada una, es una trama de ensueño sin fin. Desear a quien uno desea, desinteresarme bastante rápido de quien no se interesa por mí ha sido una constante de mi vida amorosa que, aunque haya conocido otros tormentos, bien lo sabe Dios, al menos me ha ahorrado los de esos hombres que no cesan de enardecerse por mujeres que los desdeñan, los ignoran o se burlan de ellos. Tengo un amigo así que ha hecho de su vida un perpetuo e infernal remake de La mujer y el pelele. Por supuesto, me ha tocado desear a mujeres a las que yo no interesaba: jugaba mis cartas y si no tenía éxito me consolaba enseguida porque, al no sentirse atraída por mí, la mujer pronto dejaba de interesarme. He vivido historias de amor desdichadas, no una pasión no correspondida. No un erotismo sin reciprocidad, sin entendimiento, sin realismo. El amor es complicado para mí, como supongo que para todo el mundo, pero no el sexo, que en definitiva es el modo de relación humano en el que me siento más a gusto y muestro mi mejor cara. No lo asocio con ninguna culpabilidad, es un refugio y no un precipicio, no me corrompe el alma. No diré lo mismo de las cavilaciones vinculadas con mi trabajo, que se presentan bajo dos aspectos muy diferentes, según esté o no efectivamente empeñado en una tarea. Si estoy empeñado en un libro, si estoy escribiendo un libro, si su redacción ha alcanzado un ritmo de crucero, entonces solo pienso en él, construyo frases y más frases, ya no queda un hueco para otra cosa, a veces son, junto con el sexo, los más grandes momentos de mi vida, esos en que me digo que vale la pena vivir en el mundo. En cambio, cuando no trabajo, los pensamientos relacionados con el trabajo discurren por el lado malo, el de las previsiones de éxito, de gloria, de importancia que, ellas sí, me inspiran culpabilidad e incluso me humillan. Representarse con el mayor detalle una noche de amor me parece no solo agradable sino bueno y sano. Imaginar lo que la gente dice de uno, ¿qué gente, por cierto?, ese rumor de admiración por mí que se extiende, me produce vergüenza, por desgracia forma parte de mi configuración psíquica. En este preciso momento, sentado en el zafu, en el Morvan, dedico una buena mitad de mis pensamientos a ese libro sobre el yoga que debe titularse La espiración, y quizá estoy más concentrado en mi trabajo de lo que creo porque pienso en el libro mismo, no en su éxito, no en lo que dirán de él. Trazo un plan. Hago y rehago mi lista de definiciones de meditación. Me pregunto qué voy a decir en él del Vipassana. Intento ver cómo transcribir en mi futuro libro, desnaturalizando lo menos posible, lo que se me pasa por la cabeza durante este lapso de dos horas: en síntesis, lo que el lector está leyendo aquí, pero habría que añadir todo lo que ha ocurrido al mismo tiempo respecto al aliento y las sensaciones. Los momentos en que los vritti me han alejado de la respiración y de las sensaciones, los momentos en que he tomado conciencia de que me han distraído y en los que he recuperado la atención. Los momentos en que los vritti tomaban el poder y los momentos, más raros, en que yo tenía un poco de poder sobre ellos porque los observaba. Además esos vritti no son muy perniciosos. Lo que acabo de transcribir se llama soñar despierto o incluso pensar, si somos más indulgentes. Hay una frase de Schopenhauer que me hace mucha gracia: «La mejor manera de pensar cosas inteligentes es no pensar sandeces». De hecho, lo que me hace gracia de esta frase no es de Schopenhauer sino de su traductor: la palabra sandeces. «Pensar sandeces.» Una idea que se me ha ocurrido fugazmente, unas líneas más arriba, insiste: esos pensamientos que me asaltan ahora, de inmediato, ¿son de verdad sandeces? Quiero decir: no son geniales, pero son buenos y sanos pensamientos humanos, bastante variados, bastante interesantes, y me pregunto de pronto por qué Patanjali y los suyos consideran que esos vritti inofensivos son como nubes de insectos nocivos, enemigos a los que hay que vitrificar a toda costa y reemplazar por la observación del aire que pasa por las fosas nasales. De golpe tengo una duda. ¿Qué hago yo aquí? ¿En qué lío me he metido? ¿Por qué avergonzarme de pensar lo que pienso? En resumidas cuentas, ¿esto no es un poco como Corea del Norte? No me comparo con Montaigne, tranquilícense, pero, por su tolerancia con los vritti, ¿Patanjali no lo condenaría también? ¿Por el tan vivo placer de Montaigne en «seguir una andadura tan vagabunda, plasmar tantas apariencias insignificantes de sus agitaciones…»? Frase por frase, por cierto, sigo prefiriendo la del capitán Haddock, en la que he vuelto a pensar hace un momento y en la que pienso a menudo: «Es a la vez muy simple y muy complicado.» ¿No hay cosas en la vida que son a la vez muy simples y muy complicadas? ¿Que son solamente simples o solamente complicadas? ¿En qué álbum de Tintín está esta réplica memorable? ¿Tintín en el país del oro negro? ¿El asunto Tornasol? La primera vez que hice el amor con la mujer que más tarde me regalaría la estatuilla de los gemelos fue en el hotel Cornavin de Ginebra, donde transcurre una escena también memorable de El asunto Tornasol. Los dos acabábamos de seguir un curso de yoga en la pequeña ciudad de Morges, a orillas del lago Lemán. Yo la miré mucho durante ese curso, y ella me dijo más adelante que se había dado cuenta perfectamente. El último día la mayoría de nosotros tomamos el tren para Ginebra, desde donde yo debía volver a París y ella no sé adónde. Pero no sucedió eso. Lo que sucedió, y que yo no había previsto en absoluto —pero ella sí, me dijo más tarde—, es que tras un intercambio de miradas, sin que pronunciáramos palabra, salimos juntos de la estación de tren, nos encaminamos juntos al hotel Cornavin, que está enfrente de la estación, subimos juntos en uno de los ascensores tan exactamente dibujados por Hergé en El asunto Tornasol, y unos minutos después estábamos acostados juntos en una cama grande que resultó estar formada por dos camas pequeñas juntadas: se separaban en cuanto nos movíamos. Aquella tarde hicimos el amor un largo rato, pero en realidad no nos movimos tanto. Yo había sido eyaculador precoz en mi juventud y aquello me enseñó el gusto por la lentitud. Las mujeres con las que mejor me he entendido sexualmente son las que comparten ese gusto. Las mujeres a las que les gusta contener, retardar, prolongar. Quedarse al borde. De un modo bastante extraño, al principio permanecimos un largo rato acostados el uno contra el otro en la postura de las cucharillas, yo detrás de ella. Digo que bastante extraño porque es infrecuente que dos personas que acaban de conocerse y tienen unas ganas locas de hacer el amor juntas empiecen por quedarse un largo rato, sin prisa, apaciblemente, en una postura que es más bien la de adormecerse juntas y confiadas. Hubo un momento en que lancé un gran suspiro de bienestar, de bienestar profundo, absoluto, como cuando te vacías de toda tensión, y dije: «Estoy bien», y ella murmuró: «Yo también.» Buscó detrás de ella mi mano derecha y la colocó encima de su pecho derecho. Seguimos inmóviles durante otro rato largo. Mi mano abrazaba su pecho, estábamos completamente presentes en todas las sensaciones que recibía mi palma y las que recibía su pezón, que se iba endureciendo y se endurecía todavía más porque yo no lo palpaba, no lo amasaba, al contrario, había retraído mi mano —sin moverla, sin retirarla— para que fuese su pecho el que se irguiera hacia mi mano y sentía que los granos de su areola empezaban a erizarse. Yo también estaba en erección, pero sosegada, imperturbablemente, pegando la más grande superficie posible de mi piel contra la más grande superficie posible de la suya. Aumentábamos esta superficie milímetro a milímetro. Al distender y luego contraer y luego de nuevo distender un músculo, ganábamos un poco de superficie de contacto, ínfimo pero regular, realmente era una forma de yoga. Se puede decir que empezamos a hacer el amor practicando yoga, y que continuamos practicando yoga al hacer el amor. Un poco después yo estaba dentro de ella, con acometidas lentas, profundas, me retiraba cada vez más lejos, casi salía de ella, ella avanzaba la pelvis hacia la mía para seguirme, para no perderme, yo me quedaba suspendido al borde, los dos hacíamos durar aquel momento y luego yo volvía a entrar en ella, cada vez más lento, cada vez más profundo, en verdad del mismo modo en que la respiración se vuelve cada vez más lenta y profunda cuando meditas, más larga la inspiración, más larga la espiración y más largos los tiempos de pausa entre ambas, más prolongados también esos momentos en que crees que el movimiento ha concluido, ha llegado a su término, que va a arrancar de nuevo en el otro sentido, pero no se prolonga todavía, se intensifica, se afina, con todas las sensaciones reunidas en ese punto. Debimos de permanecer una hora, quizá dos, sin cambiar de posición; estaba a punto de escribir «postura». Cada gesto acrecentaba nuestro placer y nuestro asombro. Al final yo descansaba totalmente encima de ella, ninguna parte de mi cuerpo estaba en contacto con la cama: mis piernas sobre las de ella, los dedos gordos del pie contra sus empeines, mis brazos alrededor de sus hombros, mis manos envolviendo su cara. Nos movíamos muy despacio, como en el fondo del mar, yo variaba solamente el peso sobre ella, me hundía más dentro, me aligeraba un poco, variaciones ínfimas en el contacto entre nuestras pelvis y nuestros vientres, ella acompañaba mis retiradas, acogía mis embestidas. Poco a poco dejamos de movernos. Ya no nos movíamos en absoluto, mi sexo estaba inmóvil, únicamente era el suyo el que se contraía suave, regularmente, como una respiración, alrededor del mío. Las caras estaban muy cerca, solo dejábamos de besarnos para mirarnos a los ojos, cada uno sabía que sentía exactamente lo mismo que sentía el otro. A pesar de que aquella mañana todavía ni siquiera nos habíamos dirigido la palabra, a pesar de que ni siquiera sabíamos el apellido del otro, yo tenía la sensación de ser ella, y se lo dije, ella tenía la sensación de ser yo, fue en aquel momento en que estábamos tan juntos, en que no hacíamos más que eso, estar unidos el uno contra el otro, lo más unidos posible el uno y el otro, lo más mezclados posible, casi invertidos, cuando ella me preguntó si yo veía la luz, y sí, yo la vi entonces, la luz por encima de ella, la luz encima de nosotros, dicho así parece una idiotez, pero aquella luz que era a la vez un punto infinitamente lejano y una aureola que nos rodeaba, era como lo que describe la gente que ha vivido una near death experience, tan imposible de describir como de reproducir, pero cuando la has vivido tienes la certeza de que no es una ilusión ni una autosugestión, que se trata del algo auténtico: the real thing. Después nos lo repetimos, asombrados: era real.

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