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V. SIGO SIN MORIRME » La terminal

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La terminal

Llego antes, como de costumbre: está previsto que mi avión a Lisboa despegue dentro de una hora. Creo haber dicho ya que no tengo nada en contra del tiempo intersticial, y me dispongo a esperar tranquilamente cerca de mi puerta de embarque, en la terminal 2 del aeropuerto de Ponta Delgada, en las islas Azores. He sacado de mi mochila una novela de Cormac McCarthy que he comprado para el viaje porque he llegado en mi propio libro a mi hospitalización en el Sainte-Anne, más concretamente al momento en que una joven a la que no recuerdo haber conocido en la unidad protegida no solo me asegura que nos conocemos e incluso muy bien, sino que hemos hablado un largo rato de Cormac McCarthy, de quien soy, igual que ella, un lector apasionado. Me dije que quizá fuese el momento de leer a McCarthy, nunca se sabe adónde puede conducir esta clase de pista. Tal vez tope en este libro, Meridiano de sangre, con algo absolutamente esencial para el mío. Sin embargo, tenga el talento que tenga Cormac McCarthy, me cuesta mucho leerlo porque para mi gran sorpresa me he convertido casi exclusivamente en un lector de poesía y hoy me cuesta mucho leer novelas. Mientras acometo por tercera vez la misma página, que, como suele decirse, no se me queda, me pongo a musitar un poema, como hago muy a menudo, en este caso uno de Catherine Pozzi. Ya he citado algunos versos de ella, versos que intenté traducirle a Erica trabajosamente. Catherine Pozzi fue una figura de la vida mundana parisina de entreguerras, esposa de un dramaturgo entonces célebre, Édouard Bourdet, y amante de Paul Valéry, que la hizo muy desdichada. De su relación nacieron seis poemas de una inspiración amorosa y mística que en mi opinión hacen de Catherine Pozzi un cruce raro y fulgurante de Simone Weil y Louise Labé, y la poesía que me recito en la sala de embarque es uno de esos poemas, «Ave».

Muy alto amor, si acaso yo muriese

Sin saber nunca dónde te encontré,

En qué planeta estaba tu morada

Tu tiempo en qué pasado, en qué hora

Te amaba yo,

Muy alto amor que escapas al recuerdo,

Fuego sin foco que fue todo mi sol,

En qué sino trazabas mi existencia,

En qué sueño tu gloria se veía,

Oh mi aposento…

(Traducción de Carlos Cámara

y Miguel Ángel Frontán.)

He llegado a este verso cuando levanto la cabeza y veo, de pie delante del bar, a una decena de metros, a la mujer de los gemelos. La miro sin que ella me vea, menos emocionado que sorprendido. Yo he venido a las Azores para una conferencia pero ella no sé por qué, no veo realmente qué se le ha perdido aquí ahora que vive en el hemisferio sur. No nos hemos visto ni hemos hablado desde hace tres años. En virtud del principio según el cual mi deseo se marchita si ya no es verosímil que se realice, rara vez pienso en esta mujer a la que amé apasionadamente. Ella paga y coge su café y luego se dirige para tomarlo hacia una de esas mesas altas, de plástico blanco, para comer de pie, que hay dispersas por el bar. Entonces me ve. Yo he tenido mucho tiempo para mirarla sin que me vea, ella no. O quizá sí. Quizá me haya visto la primera mientras yo intentaba leer a Cormac McCarthy. En cualquier caso, nuestras miradas se cruzan sin que nada, absolutamente nada, indique que me ha reconocido. Pasea la mirada por la fila de butacas donde estoy sentado, la deja flotar distraídamente sobre sus ocupantes y de nuevo la fija en su vaso de café. Como ella ya no me mira, la miro yo, vigilante por si levanta la vista para adoptar mi expresión de indiferencia y seguro al mismo tiempo de que ella siente encima mi mirada. Terminado el café, se aparta de la mesa alta y se dirige hacia una hilera de asientos alejada de la mía. Hay pocos viajeros en la sala de embarque y puede sentarse donde le apetezca, y por supuesto no va a elegir un asiento al lado del mío pero me pregunto si va a escoger uno enfrente o bien darme la espalda. Se sienta lejos de mí pero enfrente y, como yo, saca de su bolso un libro y se pone a leerlo, sin una concentración mayor que la mía, al menos es lo que adivino. ¿Qué señal me envía al elegir, porque se trata de una elección evidente, sentarse enfrente de mí en vez de darme la espalda? ¿Entreabre una puerta? ¿Qué ocurriría si yo me levantara, fuera hacia ella y le tomara de la mano? ¿Saldríamos juntos de la terminal, como salimos antaño de la estación de Ginebra para llegar a uno de los hoteles Sheraton o Sofitel que hay a la salida de todos los aeropuertos y pedir una habitación en la recepción y subir los dos en el ascensor sin decir una palabra hasta la habitación donde nos encerraríamos y quedaríamos fuera del alcance de los radares durante unas horas? No sé lo que ocurriría si me levantara, fuera hacia ella y le tomara de la mano. Lo que sé seguro, en cambio, es que ella se cuenta la misma historia que yo me estoy contando, a sabiendas ella también de que yo me la cuento, y esta certidumbre de tener un acceso ilimitado a sus pensamientos, a sus fantasmas, y ella a los míos, torna la situación extraordinariamente erótica. De hecho, no hace falta ir a una habitación de hotel: durante esta media hora transcurrida en la sala de embarque, la manera en que nos hemos mirado con una fingida indiferencia o no nos hemos mirado en absoluto, el modo en que cada uno era consciente de la presencia del otro sin mirarlo, la forma en que nos hemos cruzado, acercado, apartado, evitado era una manera de hacer el amor que de haberse consumado habría debilitado su potencia. Cuando empieza el embarque, dejo que ella se me adelante en el mostrador, no me levanto hasta el último minuto y me pregunto qué habríamos hecho si el azar nos hubiera colocado uno al lado del otro, cosa que —iba a decir: felizmente— no ha sucedido. Al llegar a mi asiento, hacia el fondo de la cabina, paso junto a ella. Tiene los ojos bajados sobre el libro pero no me cabe la menor duda de que me ha sentido pasar junto a ella, a unos centímetros, y de que su cuerpo y su alma se han conmovido igual que los míos. Durante todo el vuelo me recito la continuación del poema de Catherine Pozzi. Habría querido que una especie de telepatía enviase estos versos desde mi corazón al de ella:

Cuando para mí misma esté perdida

Y dividida en abismo infinito,

Cuando rota ya esté infinitamente,

Cuando sea traidor este presente

Que me reviste,

Quebrada por el mundo en mil fragmentos,

De mil instantes aún no reunidos,

De ceniza cernida hasta la nada,

Para un extraño tiempo harás de nuevo

Solo un tesoro

De nuevo harás mi imagen y mi nombre

Con mil cuerpos robados por el día,

Viva unidad sin nombre y sin figura,

Centro del alma, raíz del espejismo

Muy alto amor.

(Traducción de Carlos Cámara

y Miguel Ángel Frontán.)

Descendimos del avión por la parte delantera y ella bajó mucho antes que yo. Pensé que ella también tendría una correspondencia a París, que íbamos a proseguir viaje juntos hasta Roissy, y temí que esta situación mágica se volviera inevitable, impuesta, fastidiosa. Pero ya porque Lisboa no era su destino final, ya porque viajara a otro lugar, no encontré a la mujer de los gemelos en la sala de embarque para París, y hasta la fecha no la he vuelto a ver.

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