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IV. LOS CHICOS » La «Polonesa heroica»

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Mi foto de perfil

Es fácil alojarse en las islas griegas, no he reservado nada y cuando pregunto a Erica si tiene alguna dirección que aconsejarme me responde con su brusquedad habitual que por qué me instalo en su casa: tiene una casa grande, una habitación de invitados, será más sencillo para el trabajo que tenemos que hacer. Situada lejos del puerto donde he desembarcado, bastante lejos del mar, la casa de Erica no es un cubo blanco y azul ni una muestra de arquitectura fascista, sino una construcción de los años setenta, acorde con el gusto de los pequeñoburgueses griegos de la época, es decir, fea. Su habitación, en el primer piso, es la única que goza de una vista sobre el puerto y un pedacito de mar azul. El salón de la planta baja es ciego y está casi vacío, y la habitación de invitados que yo voy a ocupar es un cuarto infantil convertido en trastero, con una cama muy pequeña y apenas sitio para una persona, y un montón de cajas sin desembalar. En cinco minutos yo habría encontrado una habitación diez veces más agradable sobre el puerto, pero es demasiado tarde para echarme atrás, Erica me da un par de sábanas desparejadas, una toalla raída y me ofrece un café que tomamos en la terraza, también sin vistas porque está en la parte trasera de la casa. Me pregunta si quiero ducharme y yo rehúso hacerlo a pesar de que nadie con este calor desaprovecha la ocasión de una ducha, sobre todo después de un viaje y un día muy ajetreado, pero estos días experimento un oscuro gusto en macerarme en mi sudor inquieto y mi ropa que huele a pescado. Además vuelvo a fumar, y cuando fumo es como cuando bebo: mucho. Aún estamos impactados por la sesión, por el relato de Atiq y en especial por la violencia con que ha revelado el desamparo de Hassan. El chico no tiene nada. Está completamente solo. Es el más joven del grupo, el único que no tiene móvil, y en esas condiciones de vida es lo peor que te puede pasar. Al menos los otros tienen ese medio de comunicarse, todo lo que poseen en el mundo está en la memoria del smartphone, perderlo sería una catástrofe. Son muy activos en Facebook, donde Erica los sigue todos los días. Me enseña algunos de sus posts en su teléfono. Atiq: «¿Conoces la diferencia entre like y love? Tú like una flor y la coges. Tú la love y la riegas. El que ha comprendido esto comprende la vida.» Me pregunto si es una expresión conocida como: «¿Quieres alimentar a alguien un día? Dale un pescado. ¿Quieres alimentarle toda la vida? Enséñale a pescar», o si Atiq se lo ha inventado. Yo no la conozco, Erica tampoco. Ahora Hamid ha puesto en un post una leyenda en un selfi donde exhibe una belleza impresionante, la de Alain Delon joven, no exagero: «Detrás de mi sonrisa, mi corazón sangra, esta cara que veis es la de un chico perdido.» Hamid ha enviado también, tres semanas antes, fotos de él en una cama de hospital y de su brazo desgarrado a causa de una tentativa de suicidio con una cuchilla. Atiq, que parece tan positivo, tan dinámico, ha tenido a su vez terribles accesos de desaliento. Los han tenido todos, todos se sienten tan solos en el mundo que en algún momento piensan que no vale la pena luchar, que es preferible morir. Erica me pregunta si tengo una cuenta de Facebook. Sí, acabo de abrir una porque Laurence me había dicho que era indispensable para relacionarme con refugiados. A mi hija Jeanne, que tenía entonces diez años, a pesar de que las cosas no iban bien aquel día, le dio un ataque de risa cuando me pidió que añadiera una «foto de perfil» y yo me coloqué de perfil para que ella me fotografiase. Se lo cuento a Erica y, como quiero ser ocurrente, lo encadeno con otro episodio análogo, el de mi profesor de yoga, Toni, que ordenó durante un curso: «Agarraos las pantorrillas», y uno del grupo se agachó para agarrárselas con las dos manos, y los demás nos partimos de risa porque no se trataba, por supuesto, de obedecer de una forma literal y ruda, sino de agarrarse las pantorrillas desde el interior, mentalmente. La historia me parecía muy chistosa cuando empecé a contarla, pero al llegar al final, unos treinta segundos después, no solo tuve la sensación de un bajón, sino de que revelaba mi deterioro psíquico tan implacablemente como Atiq había mostrado el desamparo casi metafísico de Hassan. En lugar de mirarme consternada, Erica se ríe de buena gana, con una risa que relaja de pronto su tensión permanente y me pregunta qué tipo de yoga práctico. ¿Iyengar? Ella practica el ashtanga, y si quiero practicar puede prestarme una esterilla. Una esterilla de yoga para dos, una escúter para dos: ya nos estamos convirtiendo en una pareja, Erica y yo.

Meditación tóxica

¿Es posible la meditación con una bola de angustia en el plexo solar, dos paquetes de cigarrillos en los pulmones febrilmente fumados todos los días y la conciencia surcada por un flujo ininterrumpido de pensamientos tóxicos: desazón, remordimientos, rencor, la angustia del abandono? ¿Cuando no puedes refugiarte en ningún sitio y estás totalmente a merced de lo peor que hay en ti? Lo intento, de todos modos, a la hora de la siesta, en el cuarto para niños de Erica. Con los postigos cerrados, oigo los ruidos pacíficos del exterior, una escoba que pasa sin apresurarse, un chorro de aguas domésticas, el maullido de un gato, el petardeo de una escúter a lo lejos, el zumbido muy cercano de una nevera. Trato de concentrar mi atención en ellos y en el ruido sostenido de la respiración que entra en mis fosas nasales: irregular, ronco, oprimido. Intento no moverme, estar completamente inmóvil. La inmovilidad cuesta un gran esfuerzo. Incluso cuando no eres consciente de ella, incluso cuando es imperceptible, en realidad te mueves sin parar, apenas menos que esas personas, tan irritantes, que cuando cruzan las piernas mueven constantemente el pie que queda en el aire. No moverse en absoluto requiere una gran concentración. Para lograrlo recurro a una técnica de yoga: lo de fuera lo empujas hacia dentro y lo de dentro hacia fuera. La piel hacia los músculos, los músculos hacia los huesos, los huesos hacia la médula. Y a la inversa: la médula hacia la superficie de los huesos, los huesos hacia el músculo, el músculo hacia la piel. Expansión y retracción al mismo tiempo. Movimiento centrífugo y movimiento centrípeto al mismo tiempo. Repicar y estar en la procesión. Aunque tratándose de la médula hace falta demostrar un poco de imaginación, de este modo consigo sentirme como si me atenazara un torno y, aprisionado así, reprimir el impulso de levantarme a fumar otro cigarrillo, que es el síntoma y el alimento de mi angustia. No se puede decir que, incluso inmovilizado, disminuya el deseo, ni que los pensamientos tóxicos se calmen ni que la angustia sea menos intensa. No se puede decir que así yo esté más lúcido. No se puede decir que me distancie de todo este sufrimiento. No se puede decir nada de esto, y cuando pienso en la bonita serie de definiciones de la meditación que yo pensaba enumerar a lo largo de mi ensayo risueño y sutil sobre el yoga, no me suscitan una sonrisa, y aún menos una sonrisa sutil, sino una amarga risa burlona. Sin embargo, al adoptar la postura del loto durante media hora, como acabo de hacer en la habitación de invitados de Erica, no tengo una sensación de alivio, pero sí al menos la de que estoy a salvo. No suprimes el horrible vaivén de pensamientos, pero sí, al menos, el de los gestos. No aporta un gran beneficio, pero sí un poco, un poquito. Sé que cuando desanude las piernas será para ir a buscar un cigarrillo, para consultar febrilmente la tablet, escribir un email que so pretexto de clarificarlas solo servirá para empeorar las cosas, y entonces prolongo el momento que precede a este fracaso programado. Aguardo todavía un poco. Sigo estando un poco a salvo.

Nada en los armarios

Al atardecer, Erica llama a mi puerta y me pregunta si quiero beber algo en la terraza. Como respondo que sí, tengo que acompañarla a comprar bebida a la tienda de comestibles de la esquina. Comprendo que en adelante lo haremos todo juntos. Nuestras compras son frugales: una botella de vino blanco, aceitunas, una bolsa de pistachos. Es una imagen de rara desolación, la de una casa donde no hay nada de antemano, ni una botella en la nevera ni un paquete de galletas en un armario: exactamente lo opuesto a una casa bien abastecida donde vive una familia, donde la nevera está repleta, donde siempre estás en condiciones de recibir a amigos alrededor de un plato grande de pasta improvisado. Vivo desde hace años en una vivienda así, estoy empeñado en expulsarme de ella y me espanta la idea de verme pronto viviendo en una versión más suntuosa de esta casa donde Erica dice valientemente que se encuentra a gusto pero que rezuma la soledad más cruel y que, incluso en pleno verano, intuyes glacial desde el mes de septiembre. Aunque mi capacidad de interesarme por el prójimo es especialmente débil en este momento, Erica me intriga. ¿Cómo ha aterrizado aquí? ¿Cuál es su historia? Se lo pregunto a bocajarro mientras descorcho la botella de vino. Ella espera a que haya llenado los vasos, levanta el suyo a mi salud y responde también frontalmente: «Es un chasco amoroso, la historia de mi vida.» En resumen: acababa de jubilarse de su cátedra de historia medieval en la facultad de Boise, Idaho, cuando conoció durante un viaje a Ámsterdam a un bajista de jazz holandés del que se enamoró. Era, al parecer, un amor tan recíproco que él la llevó a Leros y allí, al cabo de unas semanas, compraron juntos esa casa. Proyectaban habitarla la mitad del año y vivir la otra mitad en Ámsterdam, podría haber sido una vida maravillosa, pero no vivieron juntos ni en Leros ni en Ámsterdam porque el bajista holandés se largó con otra mujer de golpe y porrazo y ahora le exige a Erica que vendan la casa o que ella le compre su parte, para lo cual no dispone de recursos. Esto último me extraña un poco, porque la mitad de una casa tan poco atrayente, lejos del mar, en una isla poco cotizada turísticamente, no me parece que esté fuera del alcance de una universitaria americana jubilada. Sea cual sea la explicación económica de su malestar, Erica se siente atrapada en esta isla donde no conoce a nadie y solo puede desplazarse en taxi, porque no sabe conducir una escúter y le da miedo aprender. Así es como te conviertes, resume con un recio buen humor, en la voluntaria ideal, la que ahoga en el altruismo su pesadumbre amorosa.

«A subtle flavour of asshole»

Vaciada la botella, vamos a cenar a una taberna del puerto. Se ha levantado el viento, este meltemi salvaje que es la versión griega de nuestro mistral. Llena de arena nuestros platos de pescado a la parrilla, vuelca las mesas y sopla con tal estridencia que nos cuesta oírnos, pero esta noche Erica tiene ganas de hablar. Escucho lo mejor que puedo lo que ella se desgañita en explicarme sobre la fabricación del vino resinoso que bebemos, las porquerías químicas con que actualmente mezclan todos los vinos, hasta los más apreciados, el perjuicio que ha causado a los grandes burdeos la dictadura del enólogo inglés Robert Parker… Esta solvencia casi integrista se compadece mal con lo que observo de las pautas consumistas de Erica, muy parecidas a las mías: nos importa un rábano la calidad, cualquier aguachirle sirve, lo único importante es la borrachera. Al estilo ruso. Hago reír a Erica, con una risa que para ella debe de ser agradablemente transgresora, cuando le explico con vehemencia que a mí la enología me asquea y que me horrorizan las personas que, como dicen ellas, degustan el vino y lo hacen dar vueltas un largo rato en copas gigantescas antes de encontrarle sabores de madera o regustos del agujero del culo. De verdad dije esto, a subtle flavour of asshole, aquella noche yo estaba bastante alegre en el fondo de mi desesperación. Después de haber pedido otra botella de blanco, la tercera de la noche, Erica me hace una pregunta que me sorprende y divierte: si hablásemos francés, ¿en lugar del you anglosajón, diríamos o vous? Le respondo que en mi opinión, en esta mesa, en este mismo momento, estaríamos a punto de decidir el paso del vous al . Llega la botella, lleno los vasos, brindamos por el tuteo y nuestra amistad naciente. Erica considera una lástima que no exista en inglés esta distinción entre el tú y el usted. Le parece que la diferencia entre tutear o no indica algo de la gente. Añade que es la misma diferencia, sin que yo lo vea muy claro, entre quienes nadan en paralelo a la playa y quienes nadan en perpendicular, hacia mar adentro. «Yo nado hacia adentro», dice ella. Tras un instante de reflexión, digo que yo también y ella mueve la cabeza, satisfecha: no le extraña. Tengo la impresión de haber aprobado un examen: si yo hubiera sido de los que nadan en paralelo a la playa, la relación entre Erica y yo habría llegado a su punto final. Hay también las personas, prosigue, que apagan la luz cuando salen de una habitación y las que no lo hacen, las que toman el ascensor para bajar y las que ni siquiera comprenden que se puede hacer eso, las que dan a los mendigos y las que no dan, las que si tienen la oportunidad de leer el diario íntimo de la persona a la que aman sucumben a la tentación de leerlo y las que no, las que se comportan de una forma o de otra según haya o no un testigo. Esta distinción me asombra, del mismo modo que nos asombra a veces una evidencia que hasta entonces no habíamos pensado que lo fuera. No he leído a Kant pero por lo poco que sé de él podría ser una observación kantiana: actuar de la misma manera cuando hay un testigo y cuando nadie nos ve me parece el criterio absoluto de la moral. Estamos de acuerdo en esto, contentos de estarlo, está claro que estamos de acuerdo en muchas cosas y a lo largo de la cena nos divertimos mucho alargando la lista de las fronteras que dividen en dos mitades a la humanidad: los que ven el vaso medio vacío y los que lo ven medio lleno, los que votan demócrata y los que votan republicano, los que prefieren a Dostoievski y los que prefieren a Tolstói —en versión francesa son Voltaire y Rousseau, en versión norteamericana Faulkner y Hemingway—, los que en una cocina ajena encuentran solos dónde están las cosas y empiezan de inmediato, sin preguntar nada, a hacerse útiles, y los que, con los brazos caídos, preguntan, indolentes: «¿Puedo ayudarte?»; confieso que yo pertenezco a esta segunda categoría. Ya puestos a hablar, le pregunto qué sabe de los polos yin y yang, que son el alma del pensamiento chino. No mucho, un poco más, no obstante, que el periodista que me entrevistó sobre el yoga, y después de dar a Erica algunos ejemplos obvios como los sempiternos día/noche, caliente/frío, ataque/defensa, activo/pasivo, inspirar/espirar, par/impar, empezamos a buscar los más inesperados, y ella ha comprendido enseguida el principio del juego, porque su primera propuesta, una vez establecido que lo hueco es yin y lo lleno es yang, es que la polla es yang y el coño yin; es mi traducción, porque creo recordar que ella decía pene y vagina, dos palabras que personalmente soy reacio a utilizar. Pis es yin, continuamos, y caca es yang, leer es yin y escribir es yang, la poesía es yin y la prosa es yang, lo que se desarrolla en el tiempo es yin y lo que se desarrolla en el espacio es yang, por tanto la música es yin y la pintura yang. El reverso es yin y el anverso es yang, detrás es yin y delante es yang, la mitad es yin y el todo es yang: este último ejemplo es mío, con el propósito de citar la frase deslumbrante de Hesíodo que conozco evidentemente a través de Hervé: «La mitad es mejor que el todo.» La frase de Hesíodo impresiona a Erica, que la repite con respeto: «Half is better than all…», y ahora me toca impresionarme a mí cuando ella contesta que perder es yin y ganar es yang, pero que perder es la mejor manera de ganar: «A ti y a mí nos viene bien pensar así, ¿no?» Cada cuatro o cinco minutos, Erica gira el cuello para buscar sus palabras lo más lejos posible a su lado izquierdo, y de una de estas experiencias hacia detrás de ella extrae la siguiente diferencia terminal entre dos especies de humanidad: los que se llaman Fred y los que se llaman Erica. ¿Por qué he elegido Erica en lugar de Fred? He comprendido que esto revela mucho de mí, pero no tengo más remedio que confesar que para esta pregunta no tengo respuesta.

La «Polonesa heroica»

Cuando volvemos a la casa, no sin haber comprado una cuarta botella en la taberna, hace demasiado viento para instalarnos en la terraza y nos resguardamos en el salón sin ventanas. Mientras descorcho nuestra última botella y me pregunto si no habría sido más acertado comprar dos, Erica rebusca en su colección de cedés e introduce uno en su enorme y crepitante radiocasete. Música de piano. Un rugido de arpegios. Aunque por desgracia no toco el piano ni sé leer partituras, amo la música y la conozco bastante bien. Cuando escucho France Musique, cosa que hago sobre todo cuando voy en coche, me produce un orgullo pueril identificar desde los primeros acordes la mayoría de las obras que emiten. Erica me mira desafiante, impaciente, imperativa, como si conociese este talento mío social y me retase, y yo recojo el guante con bravura: Chopin, la polonesa más célebre de Chopin, la «heroica». He ganado; Erica está en la gloria. A decir verdad, esa gran máquina épica no es la pieza de Chopin que prefiero, lejos de ello, pero esta noche me arrebata su grandeza, su majestad, y agradezco efusivamente a Erica que haya puesto precisamente ese fragmento, precisamente en este momento: nada podría ser más oportuno. Pregunto quién es el pianista: Vladímir Hórowitz, responde, tan orgullosa como si fuera ella misma, y es una interpretación de una virtuosidad loca y diabólica. Cuando la oyes, sueñas con estar en su lugar, sueñas con desencadenar con sus diez dedos estos cataclismos sonoros horadados por momentos de ensueño elegíaco. Los escuchamos de pie en mitad del salón. Erica conoce el fragmento de memoria, me avisa con muchos gestos y mímicas de cuando se acercan sus pasajes favoritos, que le ponen la carne de gallina y la transportan al séptimo cielo, y me pregunto cómo es posible que yo, que amo tanto a Chopin, haya menospreciado durante casi sesenta años la «Polonesa heroica», con su increíble potencia rítmica, sus suntuosos crescendos de octavas, sus ritornelos cada vez más grandiosos del tema principal, el primer intermedio, que es una especie de cabalgada fantástica, y el segundo, que parece una guirnalda graciosamente desenrollada, puro Chopin ingrávido, mágico. Cuando acaba el fragmento, sin preguntarme mi opinión, pero no hace falta preguntarla, Erica vuelve a ponerlo desde el principio, y esta segunda vez oigo mejor lo que la primera se me había venido encima como un Steinway que hubieran lanzado desde el décimo piso. Entusiasmada por mi entusiasmo, Erica me agarra del brazo y me dice: «¡Escucha, escucha esa pequeña nota!» Y sí, en cuanto la has oído lo único que quieres es volver a oír esa pequeña nota de la que ahora puedo decir, pero entonces no sabía, que es un re becuadro, una notita suspendida en el aire, completamente sola, frágil, estrella lejana desde la cual va a desenrollarse milagrosamente la guirnalda. Escuchamos cómo se despliega la guirnalda que es evidente que Chopin ama hasta el punto de que no quiere soltarla y la vuelve a comenzar, reanuda la melodía un poco más arriba, la embellece aún más con trinos y quisieras que durase para siempre pero sabes que el tema principal, el gran tema heroico, va a volver y va a ser todavía más bello, todavía más festivo, si cabe, y cuando resuena el tema, maestoso, y nuestra alegría llega al colmo, me pongo a hacer grandes gestos con los brazos, y aunque en ese momento me tomo por una mezcla de Hórowitz y de Karajan, mis gesticulaciones deben de recordar sobre todo a Borís Yeltsin cuando, totalmente borracho en una ceremonia en la que era el invitado de Helmut Kohl, se dirigió tambaleante hacia la orquesta militar, cogió la batuta al director y empezó a contonearse con ella en la mano, avergonzando a la inmensa mayoría de sus compatriotas a pesar de la indulgencia rusa con todo lo referente al alcoholismo. Ahora Erica y yo bailamos en el salón, si es que puede llamarse bailar a la mezcla de bamboleos de oso y movimientos de taichí que yo ejecuto y que a Erica la hacen, literalmente, llorar de risa. Cuando la música vibra en su interior y baila, tan mal y con tanto júbilo como yo, Erica pierde el tic. Efusivo como siempre cuando he bebido, le repito con una voz pastosa que en adelante ya somos amigos porque forzosamente son amigos, grandes amigos, los que en lo más profundo de su desesperación han escuchado juntos la polonesa n.º 6, llamada «heroica». Erica vuelve a ponerla en cuanto termina. Hay otras obras magníficas en ese estuche de dos cedés de Vladímir Hórowitz, en especial sonatas maravillosas de Scarlatti, Erica tiene otros cedés, no muchos, en realidad, una media docena, pero esta noche nos basta la «Polonesa heroica», que en la interpretación de Hórowitz dura 6'15", y que debimos de escuchar quince o veinte veces seguidas. Seguimos bailando al compás de esta música que sin embargo es cualquier cosa salvo música de baile, nos desternillamos de risa y de éxtasis cuando la agitación del piano resopla en las estrellas, cuando sin perder el ímpetu de la velocidad se concede la exaltación de ralentizar, y en un estado de euforia semejante necesariamente debió de plantearse la cuestión de dormir juntos. Hicimos bien en no hacerlo, es cierto, pero lo que no recuerdo es cómo y gracias a quién de los dos evitamos cometer este error. Da igual, en cierto modo Erica y yo hicimos el amor aquella noche.

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