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IV. LOS CHICOS » Atiq viaja

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Atiq viaja

Hijo único, Atiq solo vivió en Afganistán hasta los dos años. Sus padres, me dice, murieron en un accidente de tráfico y a él lo recogió su tía de Quetta, Pakistán, donde ella vive con su marido. La familia pertenece a la etnia hazara, y como no sé nada de los hazara me enseña en su móvil la reseña de Wikipedia sobre ellos. Perseguidos en Afganistán por los talibanes, también los persiguen en Pakistán, donde se refugian en gran número. El móvil de Atiq es prácticamente el mismo modelo que el que compré para Hassan, paga 10 euros al mes por la 3G porque para él es indispensable estar conectado permanentemente. Los dos estamos sentados a la orilla del mar, en las confortables sillas de ratán del café Pushkin, a cinco minutos del Pikpa. Este café del que me he vuelto asiduo debe su nombre, tan incongruente aquí, a la amable señora rusa, Svetlana Serguéievna, que lo abrió hace más de veinticinco años. Svetlana ha cubierto sus paredes con iconos, se santigua a cada momento y toma el té, a la manera de sus compatriotas, con un terrón de azúcar en la boca; lo sé porque tomamos de vez en cuando una taza de té juntos. Nos hablamos en ruso, lo cual nos agrada a los dos. Pasan escúteres petardeando por la carretera polvorienta. Cuando me sorprendo, al principio, de que Atiq tome cerveza, se encoge de hombros y me responde que el islam tolera algunas licencias cuando estás de viaje; por ejemplo, no son obligatorios los cinco rezos diarios. Así pues, bebemos Mythos, la cerveza griega, de la que volcaré por descuido una botella que mancha y casi inutiliza los mapas de Google Maps que he impreso para seguir mejor su relato. El marido de la tía de Atiq es propietario de un supermercado de tres pisos, y el último sirve también de sala para las bodas. Tienen dos hijos y una hija, Parwana, que en las fotos que me enseña irradia gracia, dulzura, alegría. Cada uno tiene su habitación encima del supermercado y a Atiq nunca le han tratado como a un pariente de segunda. Además lo protege el tío que es cocinero en Bruselas y al que solo ha visto una vez en persona cuando era pequeño, pero con el que habla por Skype una vez a la semana. El tío le manda el dinero con que se compra una moto nueva cada año. Me enseña una foto de él montado en la última, una Yamaha 150: tiene el aspecto de un adolescente despreocupado, feliz. Circulaba con esa moto cuando le dispararon. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Se la tenían jurada personalmente, era una venganza dirigida contra su familia o tuvo la mala suerte de estar donde no debía en el momento equivocado? No lo sabe y su familia, al parecer, tampoco. Mataron a dos hombres que pasaban por allí y a él lo hirieron en el hombro. Se desabrocha la camisa para mostrarme la cicatriz. Al enterarse, el tío cocinero en Bruselas llega a la conclusión de que la situación se vuelve demasiado peligrosa en Quetta y empieza a hablar de la partida de Atiq. Al cabo de mucho palabreo en el que Atiq no participa llegamos a la escena que ya nos ha descrito. La segunda vez me hago una pregunta: si efectivamente Quetta se ha vuelto demasiado peligrosa, si corres el riesgo de que te maten en cualquier esquina, y en especial si eres un hazara, ¿por qué Atiq es el único que tiene el privilegio de partir? ¿Por qué no sus primos? ¿Por qué no Parwana? Me responde, como si fuera evidente, que en primer lugar el viaje es muy peligroso, de modo que es un privilegio y al mismo tiempo no lo es, y en segundo lugar que solo él tiene un pariente en el extranjero dispuesto a acogerlo y a pagar los cuatro mil dólares que cuesta el viaje. El tío debe abonar la suma en dos pagos a los pasadores: dos mil desde Quetta a Teherán, otros dos mil de Teherán a Grecia. Atiq, por su cuenta, parte con doscientos dólares en el bolsillo. La bolsa de deporte que le ha ayudado a preparar su tía contiene dos vaqueros, dos camisetas, cuatro calzoncillos, una chaqueta polar de lana, un neceser, cuatro botellas de agua de 50 centilitros, un cartón de Player’s, unos auriculares para escuchar música y, en un marco, la foto de sus padres con él de bebé en brazos de su madre. Atiq se interesa por las motos, los coches, se acuerda de que era un XLI Toyota el que le fue a buscar. Llegó a las cuatro de la mañana, la tía y su marido bajaron con él al pie del edificio, él los besó y montó en el asiento trasero, donde solo había otro pasajero, un tipo de unos treinta y cinco años. Las ventanillas del coche estaban tintadas, Atiq seguía viendo a los suyos pero ellos ya no le veían, le hacían señales pero no siempre en la dirección correcta, y el coche arrancó. Atiq no habló en absoluto con su compañero de viaje, que tampoco buscaba conversación. Se sentía mal, no lograba saber si se sentía agradecido con su tío o le guardaba rencor por haberle arrastrado a aquel viaje. Se decía que no estaría allí si sus padres no hubieran muerto. Me muestra las primeras etapas del viaje en el mapa casi seco. Circulan todo el día por un paisaje de barro ocre y agrietado. Al anochecer, el conductor los deja, a él y a su compañero, delante de un almacén abandonado y les dice que esperen, que irán a recogerlos. Atiq pregunta cuándo, el conductor se encoge de hombros, el almacén está en medio de una zona periférica, no saben siquiera de qué ciudad, al examinar ahora el mapa Atiq piensa que era Kandahar. Está descartado explorar los alrededores, se arriesgarían a perder el transporte siguiente. Los dos pasajeros no tienen más remedio que hablarse un poco, el otro es también hazara y eso ayuda a conocerse. Quiere ir a Alemania, donde viven sus dos hermanos. Ofrece a Atiq una barrita de cereales. Si no quieren alejarse, lo más confortable para dormir es el suelo helado del almacén, y se turnan para hacerlo. El otro hombre tiene un abrigo, un jersey. Atiq tirita y empieza a percatarse de que el frío va a ser un problema, no comprende por qué su familia le ha equipado tan mal para afrontarlo. En mitad de la noche les despiertan el ruido de chatarra y los faros de una camioneta. Se apea un tipo que les dice que suban al vehículo. ¿Subir dónde? En la cabina, al lado del conductor, ya hay cuatro individuos, y son los puestos más codiciados. Cuando levantan la lona que protege la plataforma trasera descubren una treintena larga de personas apretujadas como sardinas en lata. Ni un intersticio, ni un hueco donde meterse. Lo que ha ocurrido está claro: empujan, empujan, siempre encuentras un poco de espacio empujando un poco más, pero llega un momento crítico en que ya no se puede seguir empujando. Ni con la mejor voluntad del mundo es posible apretujarse más y hay que rendirse a la evidencia: no queda sitio. Es lo que les indica con una sonrisa consternada una mujer situada muy cerca del exterior con un bebé en brazos. Atiq y su compañero se quedan de pie, desamparados, a la espera de que encuentren una solución, pero ni el conductor de la camioneta ni su acólito tienen pinta de buscarla. Se pone en marcha el motor, van a arrancar y a dejarles plantados, Atiq y su compañero se agarran a la trasera del vehículo. Durante cien kilómetros, como mínimo, viajarán de pie, aferrados a los asideros de metal de la plataforma, o sentados en el reborde trasero de la camioneta, que les cizalla las nalgas y las piernas, y en ambos casos corren el riesgo constante de caer a la carretera. Atiq será testigo de un accidente similar en una etapa posterior del viaje en otra camioneta, ya que cambiarán de transporte varias veces. En esta ocasión se las ha apañado para encontrar sitio entre las sardinas. Se asfixia pero puede dormitar porque lo bueno de estar tan apretados, formando una masa compacta, es que apenas se notan los tumbos. Tampoco se siente el frío. De repente un grito, un brusco frenazo: es un chico de su edad que se mantenía igual que él en equilibrio inestable en el reborde y que acaba de caer. Entonces, dice Atiq, mirándome directamente a los ojos para cerciorarse de que le creo, el conductor no para, pasa por encima del chico, lo aplasta y prosigue la marcha sin preocuparse por los alaridos de un chico más mayor que es, por lo que Atiq ha comprendido, el hermano del atropellado. En este relato hay algo que se me escapa: para que el conductor aplaste al chico tiene que haber dado marcha atrás, es decir, que en vez de perder un minuto en recogerle lo haya dedicado a pasarle deliberadamente por encima: ¿fue eso lo que sucedió? Sí, dice Atiq, fue eso. Me quedo perplejo. He dirigido películas y me parece una de esas secuencias que si te apuran puedes escribir en un guión, pero que a la hora de rodarlas ves que es imposible hacerlo porque no se sostienen. El 1 de marzo llegan a la frontera iraní. Están delante de una barrera montañosa infranqueable en coche y la pendiente que hay que escalar es casi vertical. Varias camionetas convergen hacia el punto de encuentro. Atiq está ahora en un grupo de una cincuentena de personas, entre las cuales solo hay dos mujeres. Una de ellas es la que tiene un bebé cuyos gritos teme todo el mundo. Los dos guías pagados por los pasadores para controlar al grupo son de Baluchistán, hablan baluchi, que Atiq comprende un poco pero no les hablará. En general, durante este viaje, no hablará con nadie ni nadie hablará con él. Dios sabe, sin embargo, que Atiq es un chico sociable, pero así son las cosas: no se habla cuando se comparte una situación difícil, en la que haría falta tranquilizarse y en la que no hay nada que hacer la mayor parte del tiempo. Aguardan, tienen miedo, se callan. En Estambul, a toro pasado, Atiq comprenderá que los cuatro mil dólares que ha pagado su tío son una tarifa baja que da derecho a prestaciones mínimas y a la travesía más difícil y peligrosa. Los más ricos atraviesan las montañas por senderos más cómodos: cuanto más pagas, menos escalas. Atiq, por su parte, apechuga con treinta y seis horas de penosa marcha, desniveles enormes, travesías de ventisqueros con unas pobres zapatillas deportivas y su polar para la noche glacial, a ras de suelo, mientras que la mayoría de sus acompañantes tienen parkas. ¿En qué pensaban su tía y el marido cuando le dieron cincuenta dólares para comprarse vaqueros y camisetas en lugar de decirle cómprate una parka, la más cálida posible, y guantes, calzado de senderismo y calzoncillos de lana para llevar debajo de los vaqueros? Lo ideal sería un saco de dormir, pero nadie tiene porque es muy engorroso y a los que tenían uno han debido de confiscárselo desde el principio. Atiq se pone toda la ropa encima, una prenda sobre otra, es apenas mejor que nada. Así llegan a pie a Saravan. Empieza la travesía de Irán, cuyas etapas intenta indicarme en el mapa, pero enseguida desiste porque no vio nada. Lo esencial del viaje lo hizo en el compartimento de equipajes de un autobús; bueno, no, se corrige, no en el compartimento: en un escondrijo preparado debajo del compartimento donde ocho personas pasaron cuarenta y ocho horas encerradas, tumbadas, sin poder salir ni moverse. Hubo un momento en que alguien sufrió una crisis de pánico, fue horrible, y sin embargo Atiq bendijo aquel ataúd rodante cuando oyeron a los policías que registraban el compartimento de equipajes unos centímetros por encima de ellos, y sacaron de allí a un chico que aullaba y al que no volvieron a ver. Tardaron cuatro días en llegar a Teherán y allí se estaba bien. El tío de Atiq tiene un amigo en la ciudad y estuvo descansando cuatro días en su casa. Una habitación, una ducha a su disposición, comidas, un enchufe para recargar el móvil, gente que le hablaba con amabilidad: había olvidado que esto existía. De buena gana se habría quedado allí: vivir en Teherán, ¿por qué no? ¿Y conseguir que viniera Parwana? Pero no lo entendían así el tío de Atiq ni su amigo. Abandonó la capital el 5 de marzo y su relato se vuelve aún más confuso a causa de tantos cambios de vehículo, de grupos que siguen siendo básicamente los mismos pero que a tenor de las etapas aumentan o disminuyen continuamente. Todos son afganos como él y hablan farsi, pero no se hablan entre ellos. Viajan de noche, no se ve nada fuera, de día hace mucho calor, de noche mucho frío, el 11 de marzo llegan a la frontera gélida de Irán con Turquía y de nuevo hay montaña. Escalan de las ocho de la noche a las tres de la madrugada, después descansan hasta las seis, pero esas tres horas de reposo son tan glaciales que Atiq piensa en detenerse y morir allí. Lo más triste es que la montaña le parece espléndida, hay flores, si estuviese guarecido sería maravilloso. Si fuese rico compraría una casita en la montaña, dentro encendería un fuego, habría camas con edredones gruesos, vería la nieve arremolinarse al otro lado de los cristales, sería una maravilla. Empiezan a descender hacia la vertiente turca y al mirar el mapa advierto que la ciudad más próxima a la montaña, a la orilla de un lago, se llama Van y que está muy cerca de Kars, donde nunca he estado pero que para mí posee un gran prestigio novelesco porque es el escenario de la novela Nieve de Orhan Pamuk. ¿Y si fuese allí? ¿Si yo fuese a Van, si fuese a Kars, si fuese a Kandahar, si fuese a Quetta? ¿Si fuera a conocer todos estos lugares? ¿Si rehiciese el viaje de Atiq? Aunque lo hiciera en condiciones infinitamente menos aventureras y peligrosas que él, el viaje podría ser un viaje de regreso, como el de Ulises a Ítaca. Al final llegaría al alba a la casa dormida, posaría mi bolsa, acariciaría al gatito al que hemos puesto el nombre de Feta porque es blanco y porque es griego y me diría, ya está, aquí estoy, hecho, he vuelto a casa, y aunque sé muy bien que no sucederá, que lo he hecho absolutamente todo para que no exista ninguna posibilidad de que suceda, me dejo asaltar unos instantes por este ensueño que Atiq interrumpe de golpe preguntándome, inquieto: «Are you OK?» Digo que sí, que estoy bien, que estaba pensando en cosas de mi vida. «Sad things?», me pregunta él; al parecer, mi cara no engaña. Atiq mueve la cabeza, conoce las sad things, ahora tiene una que contarme, e incluso a terrible thing. La mujer con el bebé, la que ha estado ahí desde el principio del viaje, la que estaba apretujada en la primera camioneta cuando Atiq y el otro hombre se preguntaban dónde montar, la mujer del bebé abandona a su bebé. Hace un momento que lo oyen llorar, que el pasador gruñe, que la madre intenta acallar al bebé, no es fácil hacer que un bebé se calle. No tiene nada con que alimentarlo. No queda leche, nadie tiene leche. Le han dado bolitas de opio para que se tranquilice pero sigue llorando, el pasador amenaza a la madre y entonces ella hace lo que él le ordena: abandona al bebé. Lo deposita en el suelo, en un lugar plano y con hierba, lo deja allí y prosigue su camino. Nadie recogió al bebé, nadie lo salvó, nadie puede ayudar a nadie, sálvese quien pueda. «Fue el momento más duro de mi viaje», comenta Atiq, sobriamente. «No he parado de pensar en ello. No sé cómo olvidarlo.» Muevo la cabeza. ¿Qué decir? Unos meses más tarde, en París, contaré este episodio a una amiga que trabaja para una ONG y me dice: «Ya ves, esos chicos evidentemente han vivido situaciones horribles, pero también les han dicho lo que deben decir para que les concedan el estatuto de refugiados políticos. Hay un relato modelo y en él un episodio obligado es el del bebé atiborrado de opio y luego abandonado a los buitres en la montaña. Así que no te digo que eso no suceda, no te digo que el chico del que me hablas no lo haya presenciado, lo único que digo es que eso no puede haber sucedido tantas veces.» De acuerdo. Aquí, una vez más: ¿qué decir? Pero yo creo a Atiq. Tomamos otra cerveza Mythos, llegamos al final del viaje. Me salto los dos días en la ciudad fronteriza de Van, que al parecer ya no es una aldea dormida como en la novela de Orhan Pamuk sino un campamento de refugiados al aire libre, un hormiguero de jóvenes inmigrantes al igual que Katmandú lo es de senderistas. Me salto la travesía de Turquía en autobús, un autobús de noche bastante confortable, con televisores que emiten clips musicales y películas de animales. Me salto Estambul, donde quince personas se quedan una semana amontonadas en un pequeño apartamento sucio pero muy cercano a un bazar adonde les permiten ir por turnos. Atiq está ahora en una playa desde donde se divisan las luces del puerto de recreo de Bodrum, uno de los más lujosos de Europa, con su atracadero para barcos que cuestan fácilmente diez millones de dólares. Fue en esta playa sombría donde Atiq conoció a Hassan, y sus relatos coinciden. Se acuerda del traumático episodio de la bolsa que tuvo que tirar antes de subir a la embarcación; alguien trató de protestar y el pasador turco le dijo: «No embarques si no estás contento; si no embarcas te pego un tiro y si te pego un tiro no lo sabrá nadie.» Pasaron miedo durante la travesía, rezaron, pero las olas no eran demasiado altas, tuvieron suerte en el mar y también al desembarcar sin percances en Lesbos, al cabo de cuatro horas. Querían fumar pero todas las cerillas y los mecheros estaban empapados. Atiq intentó secar la mitad del paquete de Player’s que le quedaba. Como le escucho desde hace más de dos horas mi atención se relaja y no he comprendido bien cómo se dispersó su grupo ni cómo él echó a andar solo por una carretera donde hizo autostop y le paró una pareja de turistas franceses que casualmente hablaban inglés. Imagino muy bien la impresión que pudo producirles Atiq porque ya me he visto en la misma situación: de improviso aparece un chico totalmente desvalido, quiero decir literalmente sin nada, que acaba de hacer un viaje inimaginable en condiciones inconcebibles, ¿y qué hago entonces? Le pago una bebida, un bocadillo, le doy veinte euros y una palmada en la espalda y le digo que es un valiente y que seguro que saldrá adelante. Es lo que hicieron los turistas franceses, que tuvieron que insistir mucho para rechazar el medio paquete de Player’s húmedos, el único bien de Atiq, que se empeñaba en ofrecérselo a cambio de una Coca-Cola. Se encontró con Hassan y conoció a Hamid en el campamento de refugiados de Moira, en Lesbos, donde había por entonces tres mil personas, ahora hay dieciséis mil, cuya vida y sueños han encallado allí. A Atiq, Hassan y Hamid los trasladaron a Leros como menores no acompañados. Puesto que los cuatro mil dólares pagados por su tío cubrían los gastos de Quetta a Teherán y de Teherán a Estambul, Atiq pensaba que en cuanto llegase a Europa su viaje habría terminado y solo tendría que tomar un autocar para reunirse con su tío en Bruselas. Se desengañó enseguida y ahora, en los días buenos, se pregunta cuándo llegará a Bruselas, y en los días malos, si llegará a Bruselas, si no se pudrirá pasando de un hotspot a otro, como un eterno mendigo ante la puerta del verdadero mundo, de la verdadera vida. Me impresionan tanto su inteligencia, su encanto y su fuerza que le digo, sinceramente pero también un poco a la ligera, que su suerte no me preocupa: saldrá adelante. Él mueve la cabeza: no está tan seguro.

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