Yoga

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IV. LOS CHICOS » Mear y cagar

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Un brazo muerto de la vida

Como Erica me había dicho que durante su ausencia podía ocupar su habitación subí a ella con mi saco. Solo la había visto una vez, cuando Erica me enseñó la casa a mi llegada, me pareció agradable y sí, lo es: espaciosa, abierta por tres lados, con una pequeña terraza y una vista. Sin embargo, me quedé en mi cuarto de niño. Seguí durmiendo en una cama de apenas una plaza. Dormía poco y mal y empecé a dormir mal pero mucho. Mis días eran todos iguales: despertaba tarde, una taza de té y luego un poco de yoga en la terraza, un café en el puerto y después iba al Pikpa. Tras la marcha de Erica, el taller había perdido toda finalidad introspectiva y terapéutica: se había convertido en una clase de inglés con redacciones sobre temas inocuos, pero yo lo impartía seriamente. Después iba a hacer el muerto en el mar y a echar la siesta en la playa. Vagaba por la arena hasta la hora de comer, invariablemente en el café Pushkin, charlando con Svetlana Serguéievna, convertida en mi interlocutora principal. No es rusa, de hecho, sino bielorrusa y originaria de Pripiat, esa pequeña ciudad de la que el mundo oyó hablar por primera vez en 1986, porque era la más cercana a la central de Chernóbil. Un primo de Svetlana formaba parte de los liquidadores que volcaron el sarcófago encima del reactor y murió meses más tarde en condiciones atroces, con el cuerpo hecho jirones. Muchos miembros de su familia desarrollaron cánceres y una vecina de Svetlana dio a luz a un niño que tenía aspecto de un saco sin ojos y sin orejas, con una hendidura en el lugar de la boca y desprovisto de ano. Los primeros meses de su vida, la madre se preguntaba con qué palabras, llegado el momento, le explicaría por qué era así, por qué nunca conocería el amor, por qué Dios había permitido una desgracia semejante. Por suerte, el niño murió muy pronto. ¡Qué clemente había sido Dios conmigo! Pensaba en mis propios hijos, tan guapos y dotados, tan vivos. Salvo a Jeanne, a veces, ya no daba noticias ni las esperaba. No enviaba ni recibía correos, no escuchaba ya los mensajes. Tampoco tenía noticias de Erica. Yo estaba mal, pero mejor. Me sentía alejado de todo, caído en un brazo muerto de mi vida y, de un modo extraño, seguro. Intenté ligar un poco, sin éxito, con una de las bonitas gemelas turinesas que trabajaba de voluntaria en Pikpa. En la vida real estudiaba en la Scuola Holden, una escuela de técnica narrativa fundada por el escritor italiano Alessandro Baricco, que es de lo mejor que se hace en materia de creative writing globalizado. Le dije a Susanna, que así se llama, que si su vocación era la escritura no comprendía por qué no la enseñaba aquí en vez de jardinería. Me respondió que no se sentía preparada, yo argumenté que de ser así no lo estaría nunca: el argumento la hizo reflexionar. Alquilé una segunda escúter para Atiq, hemos dado algunas vueltas por la isla. Quise arrastrar a los chicos a la playa, al fin y al cabo es lo mejor que se puede hacer en una isla griega, pero remolonearon, encontraron razones para no ir. Pienso que la verdadera razón es que no saben nadar.

A vista de pájaro

Una noche cené con Elfriede y Moritz, la pareja de arqueólogos austríacos, y me he reprochado el haber pensado fugitivamente que Moritz era un personaje sádico de Haneke, pues en realidad, pondría la mano en el fuego, es un hombre justo, infantil, sin malicia, al igual que Elfriede. La cena en el café Pushkin no solo fue agradable, sino muy instructiva para mí porque durante su estancia la pareja se había interesado mucho por la historia de la isla y en particular por esta arquitectura tan extraña, tan radicalmente ajena al estilo de las islas griegas, que me había intrigado al llegar pero de la que después no he intentado saber más. Elfriede y Moritz me explican, hablando por turnos, uno terminando la frase empezada por el otro, con una conmovedora sintonía, que en los años treinta, en la época de la ocupación alemana, se había hablado de instalar en Leros una base naval. Mussolini había enviado a dos representantes eminentes de la arquitectura fascista que habían construido para la futura guarnición de la base grandes edificios modernistas como el Pikpa y un centenar de pabellones dispuestos en círculos concéntricos. Esta especie de ciudad utópica había sido abandonada entre el final de la guerra y los años sesenta, en que pasó a ser primero un lugar de confinamiento y tortura para los presos políticos bajo la junta llamada «de los coroneles» y después, derrocados los coroneles, un hospital psiquiátrico, el más grande del país, que albergaba a tantos pacientes marinos y familiares de marinos de la base naval, tal como estaba previsto, y también a un millar largo de personas. Todo el mundo sabía que en aquel hospital dispensaban a los pacientes un trato abominable, desnudos la mayoría del tiempo, pudriéndose entre los orines y la mierda, lavados una vez a la semana por un chorro de agua en el patio, brutalizados por los enfermeros, todos ellos isleños para los que la institución era la primera y casi única fuente de empleo. Al cabo de treinta años de esta actividad, y de resultas de un informe escrito por Félix Guattari, que lo presentaba como la vergüenza de la psiquiatría europea, cerraron el hospital, dispersaron a los locos y la ciudad utópica abandonada recobró aquel aspecto desierto, silencioso, aplastado por un sol sin calor que recordaba los cuadros de Giorgio de Chirico. Había reanudado su actividad con la crisis de los refugiados. Donde estaban hacinados los locos amontonaron a los inmigrantes, y los nativos de la isla que en otro tiempo habían sido enfermeros empezaron a trabajar para las ONG, que sustituyeron al hospital como empleador principal de Leros. El relato de Elfriede y Moritz me dejó pensativo. Me pareció que estos cuatro estratos de la historia de la isla estaban bastante recargados y explicaban las malas vibraciones que yo había percibido desde mi llegada, y cuando dije esto los dos se rieron. Eso no era todo. Al final de la guerra había habido una muy breve ocupación alemana, un quinto estrato que duró unos meses y del que solo subsistía un vestigio: una especie de bajorrelieve de unos diez metros de diámetro, profundamente grabado en un macizo rocoso en la punta de la isla, únicamente visible desde el cielo, pero, bueno, sobrevolando Leros en helicóptero era lo primero que se veía, y lo que se veía era una cruz gamada.

El más antiguo residente del lugar

Al terminar el verano, Elfriede y Moritz volvieron a Viena, no sin haber repartido alrededor, lo mismo que Erica, regalos modestos pero notablemente imaginativos, una chuchería diferente y personalizada para cada uno. Susanna y Roberta, las bonitas gemelas, también se han ido. He estado a punto de pedirle a Susanna que saludase de mi parte a Baricco, al que conozco un poco, pero me he abstenido de este name-dropping que me honra no haber utilizado en mi vana tentativa de seducirla. Tras esta oleada de partidas he visto el momento en que iba a convertirme en algo así como un mueble en Pikpa, o en ese personaje fantasmal que ha descrito muy bien otro escritor que me gusta, Geoff Dyer: el más antiguo residente del lugar. «Yo era el único consciente de este estatuto», escribe, «por la sencilla razón de que nadie se había quedado tanto tiempo. Vosotros llegáis, veis un montón de gente que ya estaba aquí antes de que llegaseis. No podéis saber que yo ya estaba aquí cuando ellos llegaron. No podéis saber que yo seguiré aquí cuando se hayan ido y que vosotros mismos os iréis…» Yo ya no esperaba nada de mi estancia ni tampoco veía un motivo para ponerle fin. Un día, sin embargo, sucedió algo. Era la hora de comer. Habían distribuido las bandejas de aluminio llenas de arroz, como siempre, y aquel día con pescado. Estaba comiendo solo a la sombra del gran plátano mirando distraídamente a Hamid, que jugaba al fondo del patio con tres de los hijos de la numerosa familia siria. Hamid es siempre muy amable con los niños, muy atento, se interesa de verdad por lo que les interesa a ellos y ellos, obviamente, le adoran. Yo los miraba, bajo la dirección de Hamid, pasar de una pierna a la otra muy lentamente, riéndose de su propia lentitud, y de pronto comprendí que Hamid les estaba enseñando el taichí, lo poco que yo le había enseñado a él, en apenas cinco minutos, sobre las losas calientes y lisas del muelle la noche de la partida de Erica, pero bastan esos pocos minutos para poder ejercitarse un momento. Hamid y sus pequeños alumnos estaban a todas luces encantados de lo que hacían y me dije que quizá hubiese en ello algo digno de intentarse.

Hamid enseña

No monté formalmente un taller de taichí, inscrito en la planificación del Pikpa, pero un grupito y yo empezamos a practicarlo todos los días en el patio. Los pilares eran Atiq y Hamid, a veces Mohamed, y los niños sirios. Para mi gran sorpresa, porque a priori me parecía una idea bastante abstracta, todos adoraban el juego consistente en encontrar el camino más largo de un punto a otro. Se ponían a describir largos bucles, a veces con los ojos cerrados. El problema era medir la longitud del trayecto recorrido por cada uno, pero hay aplicaciones para esto que cargaron los que tenían smartphones. Era divertido ver a aquellos niños caminar al ralentí por el patio de recreo, muy serios y a punto de echarse a reír en cualquier momento. Yo me acordaba de nuestros paseos por los caminos vallados del centro Vipassana, en el Morvan, y pensé que lo que se improvisaba aquí, en el Pikpa, se acercaba más a la verdadera meditación que nuestras interminables inspecciones de fosas nasales, sentados en los zafus. Pero en cuanto pensé esto se me ocurrió que esas inspecciones quizá también aquí tendrían mucho éxito. No me equivocaba. Sería exagerado decir que todo el mundo en el Pikpa se puso a seguir el trayecto del aire en sus fosas nasales, pero el ejercicio intrigó a Hamid, intrigó a Mohamed, intrigó a Elias y a Dina, dos de los niños sirios. Les intrigaba y sobre todo les hacía reír, era para ellos una variante inédita del juego que gusta a todos los niños: taparse la nariz y contener la respiración el mayor tiempo posible. Todo esto iba aún mejor, creo, porque el maestro no era yo sino Hamid, que era como he dicho el ídolo de los niños. Yo le aleccionaba un poco, como quien no quiere la cosa, cada vez que le invitaba a una Mythos en el café Pushkin. Íbamos los dos al pontón donde los clientes de Svetlana Serguéievna atracan sus barcos y le enseñaba un movimiento que ejecutábamos juntos como en otro tiempo había hecho yo con el Papá Noel canadiense para amansar al lobo, después de lo cual me sentaba al pie del gran plátano en el patio de recreo para observar a Hamid y escucharlo desde lejos: «As if you pour honey inside of your leg…»: como si te vertieras miel en la cara interior de la pierna. Era un profesor maravilloso.

¿Treinta años para nada?

Aparte de la novela corta de George Langelaan, no había leído nada desde hacía meses, pero un día, en el café Pushkin, reabrí la carpeta de cartón en la que había escrito, con letras mayúsculas, La espiración, y comencé, no realmente a leer, sino digamos que a recorrer los alrededor de doscientos mil signos de notas sobre el yoga, el taichí, la meditación, todas esas obsesiones que han ocupado la mitad de mi vida, ¿y para qué? La respuesta bien podría sumirme en la melancolía. Treinta años persiguiendo la calma y la profundidad estratégica, treinta años contándome mi vida como una escapatoria de la confusión y como la construcción paciente de un estado de quietud y ensimismamiento beatífico, treinta años creyendo en ello a pesar de las caídas y las depresiones, y al final del camino, cuando la vejez se acerca y yo tenía una casa, una familia, lo tenía todo para ser juicioso y feliz, me encuentro acostado en posición fetal, solo en una cama con apenas sitio para una persona, en la casa vacía de una mujer sola y perdida que se ha ido sin dejar dirección, ella también a alguna parte del hemisferio sur. No es un resultado muy brillante. No es muy buena publicidad para el yoga. Pero me equivoco al decir esto: el yoga no tiene nada que ver, el problema soy yo. El yoga tiende a la unidad, soy yo el que está demasiado escindido para alcanzarla. Un día en que Hervé y yo caminábamos por senderos de montaña, más arriba del Levron, nos hicimos esta pregunta: ¿todo el mundo puede hacer yoga? ¿Todo el mundo tiene una vía de acceso a la unidad, a la luz, a la zona secreta e irradiante en el interior de sí mismo? Llegamos a la conclusión provisional de que sí: aunque permanezca oculta, esta vía existe para todos; de lo contrario el yoga no sería el yoga. El pensamiento del Levron tiende al happy end. Aun así: ¿una esquizofrénica como la hermana de Erica puede hacer yoga? ¿Alguien cuyo núcleo está hecho trizas? ¿Alguien como yo, una de cuyas mitades es enemiga de la otra?

Los buenos perros viejos

Estos pensamientos son melancólicos, no eran dolorosos. No me impedían cumplir mi rutina cotidiana, preparar con Hamid las lecciones de taichí que él impartía a los pequeños sirios, llevar una vida desprovista de proyecto y por tanto relajante. Me sentía como un soldado herido pero no enfadado por hallarse en la retaguardia, en un hospital decrépito, mal atendido pero plácido. Sentado en mi butaca de ratán en el café Pushkin, bebiendo sin prisa y bastante sosiego mi cerveza Mythos, dejaba que se macerasen mis pobres pensamientos deleznables y deshilachados. Seguía su curso sin prestarles excesiva atención. Conocía de memoria los más obsesivos, los más tóxicos, y cuando los veía aproximarse ya no me causaban el efecto de demonios que querían devorarme el alma, sino más bien el de esos buenos perros viejos, un poco patosos, un poco penosos, esos buenos perros que, como el «pobre viejo» que tanto amaban mis hijos cuando pasábamos los veranos en el Arcouest, quieren lamerte sin descanso y ponerte las patas encima, y a los que lanzas un palo que te traen jadeando y moviendo el rabo y pidiendo que vuelvas a lanzárselo. Y yo se los lanzaba una y otra vez, el palo del prestigio social, el del odio a uno mismo, el del «demasiado tarde» y su sabor amargo, y un momento después yo decía basta y volvía a sumergirme en la somnolencia y dejaba que los buenos perros, viejos y penosos, diesen vueltas a mi alrededor, un tanto decepcionados. Tras haber empezado a dormir mucho empecé además a dormir bien. Dormía en la cama, dormía en la playa, dormía en el café. Los buenos perros gruñían en su duermevela. La siesta se había vuelto nuestra manera de meditar.

Mear y cagar

Esta forma de meditación falta en la lista de definiciones que he acumulado en mi catálogo sobre el yoga. Me daba pereza estudiarlo seriamente, pero pensé que una buena manera de sobrevolarlo sería confeccionar la lista de esas definiciones, y aquí está. La meditación es estar sentado inmóvil, en silencio. La meditación es todo lo que se te pasa por la conciencia durante el tiempo en que estás inmóvil, en silencio. La meditación es provocar que nazca en tu interior un testigo que observa el torbellino de los pensamientos sin permitir que le arrastren. La meditación es ver las cosas como son. La meditación es despegarte de tu identidad. La meditación es descubrir que eres otra cosa que lo que dice sin cesar: ¡yo!, ¡yo!, ¡yo! La meditación es descubrir que eres otra cosa que tu ego. La meditación es una técnica para erosionar tu ego. La meditación es zambullirse y afincarse en las contrariedades de la vida. La meditación es no juzgar. La meditación es prestar atención. La meditación es observar los puntos de contacto entre lo que eres tú y lo que no eres tú. La meditación es el cese de las fluctuaciones mentales. La meditación es observar esas fluctuaciones que llamamos los vritti para calmarlos y al final eliminarlos. La meditación es estar al corriente de que los demás existen. La meditación es zambullirte en tu interior y excavar túneles, construir barreras, abrir nuevas vías circulatorias y presionar para que algo nazca y desembocar en el gran cielo abierto. La meditación es encontrar en tu interior una zona secreta e irradiante en la que te sientes bien. La meditación es estar en tu lugar, sea donde sea. La meditación es ser consciente de todo todo el tiempo (esta definición es de Krishnamurti). La meditación es aceptar todo lo que se presenta. La meditación es no contarse más historias. La meditación es desistir, no esperar ya nada, no intentar una acción, sea la que sea. La meditación es vivir en el instante presente. La meditación es mear y cagar cuando meas y cagas, nada más. La meditación es no añadir nada. Ya está. He leído y releído esta lista de definiciones y no les encuentro ningún pero. Descontando la de Krishnamurti, no proceden de libros sino, a mi escala pequeñísima, de una experiencia de primera mano. ¿Habría una que englobase a todas las demás? ¿Una que fuese más generalista? ¿Una que se pareciera a la montaña cuando has llegado al final del viaje? ¿Se acuerdan? Al principio del viaje, la montaña a lo lejos tiene aspecto de montaña. A lo largo de todo el viaje reviste mil aspectos, se asemeja a mil cosas pero ya no a una montaña. Y al final del viaje recupera su aspecto de montaña, pero de otra forma: es la montaña. ¿En qué punto del viaje estoy? ¿Me acerco a la montaña, todavía estoy muy lejos? Y si tuviese que escoger una sola de estas definiciones, ¿cuál sería? Depende del momento. Hoy, en este comienzo del otoño de 2016, en que me demoro en Leros sin más motivo para irme que para quedarme, mi preferida es: la meditación es mear cuando meas y cagar cuando cagas. Como es más o menos lo que hago, sin añadirle demasiados comentarios, tengo a veces la sensación divertida de que por fin medito en serio. No estoy alegre ni triste, lanzo palos a los buenos perros viejos, el del prestigio social, el del odio a uno mismo, el del «demasiado tarde» y su sabor amargo, y es bastante sorprendente, pero lo cierto es que me siento casi bien.

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