Yoga

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I. EL CERCADO » Es fácil

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Zafu en Bretaña

Me he casado dos veces, las dos he hecho álbumes de fotos de familia. Cuando nos separemos no se sabe quién se los quedará. Los niños los miran con nostalgia porque muestran el tiempo en que eran pequeños y sus padres se amaban como se debería amar, en que las cosas aún no se habían torcido. Anne, mi primera mujer, y yo pasábamos las vacaciones de verano en Bretaña, en la punta del Arcouest, donde alquilábamos una casa deslustrada, mal cuidada porque era una herencia indivisa y ninguno de los propietarios veía motivo para cambiar una bombilla él y no sus hermanos o hermanas, pero maravillosa. Situada enfrente de la isla de Bréhat, dominaba el mar al que se accedía por un camino forestal tan abrupto y tan poco transitado que cada verano había que desbrozarlo con una podadera. Anne estaba increíblemente bonita, llevaba una camiseta marinera y un chubasquero amarillo, yo un anorak sin mangas y gafitas redondas: habría querido tener aspecto de hombre maduro, pero parecía un adolescente. Por la mañana comprábamos crepes en la panadería del pueblo y por la tarde bueyes de mar en el vivero. Entre tantas imágenes de nuestros hijos, hay una en mi álbum de Gabriel, a los tres o cuatro años, haciendo conmigo en la playa ese encadenamiento canónico de posturas de yoga que se llama el saludo al sol, y de Jean-Baptiste riéndose con esa hermosa risa alegre, risa de niño feliz, sentado en un zafu. Esas fotos fechan las prácticas de las que hablo aquí. Certifican que a comienzos de los años noventa yo ya tenía un zafu. Ya me sentaba encima, temprano por la mañana, procurando despertarme antes que nadie para observar mi respiración y el flujo de mis pensamientos. Por si no lo sabéis, un zafu es un cojín japonés, redondo y compacto, especialmente concebido para favorecer la postura sedente y la verticalidad durante la meditación. A nuestros hijos les divertía llamar Zafu a ese zafu negro como si fuese un animal doméstico, un segundo perro de la casa; el primero era un chucho tuerto y sarnoso que vivía en alguna parte del vecindario y venía a vernos todos los días y al que llamábamos «el pobre viejo». Sé que estos recuerdos solo tienen valor para mí, para Anne y para los chicos, que somos las cuatro únicas personas en el mundo a las que puedan suscitar una sonrisa o lágrimas, pero en fin, lector, qué le vamos a hacer, hay que aguantar que los autores cuenten cosas de este tipo y que no las corten al releerlas, como sería sensato, porque son preciosas para ellos y porque también se escribe para rescatarlas.

Taichí en la Montagne

Como he escrito en mi cuestionario, empecé a meditar gracias al taichí. ¿Sabéis lo que es el taichí? ¿Son esos movimientos muy lentos que ejecutan en los parques personas a menudo ancianas que llevan chaquetas chinas? ¿Es una danza? ¿Una gimnasia? ¿Un arte marcial? Originariamente es un arte marcial, pero, por desgracia, lo vacían de esta dimensión muchas veces cuando lo enseñan. Bendigo al azar de vecindad que me condujo a aterrizar en el dojo de la Montagne, en la rue de la Montagne-Sainte-Geneviève, en vez de en uno de esos grupos new age que empezaban a multiplicarse y en los que te incitaban a abrir tus chakras quemando varillas de incienso. Esas varillas no eran del estilo de la Montagne, que es el dojo más antiguo de kárate de París, fundado en los años cincuenta por un pionero llamado Henry Plée y dirigido cuando yo llegué por su hijo Pascal. El chico había recibido su cinturón blanco como un regalo cuando cumplió tres años y formó más tarde a una generación de karatecas, pero andando el tiempo, tras comprobar que el entrenamiento intensivo dañaba la espalda, las rodillas, las articulaciones, había empezado a buscar técnicas más suaves, menos angulosas, que ejercitaban menos la fuerza que la flexibilidad. Por eso había empezado a estudiar taichí con un maestro chino llamado Yang Jin-Ming, el doctor Yang Jin-Ming, que no solo era un especialista, sino un investigador de alto nivel en el campo casi infinito de las artes marciales denominadas «internas». Conservo media docena de libros de él que por entonces estudiaba con afán, pues al cabo de unos meses en la Montagne me enganchó y estuve enganchado casi diez años. Pasé cerca de diez años asistiendo a tres o cuatro entrenamientos semanales, sin contar el seminario anual del doctor Yang, en esa sociedad peculiar que es un dojo. Más que las comidas, más que las fiestas, siempre he apreciado ese compañerismo que no solo consiste en reunirse para charlar y, como suele decirse, para verse, sino para hacer algo juntos. Da igual si es alpinismo, fútbol, moto, mi modelo de relación ideal habría sido hacer música de cámara con algunos amigos. Tocar la viola en un cuarteto de cuerdas amateur: vas a casa de uno o de otro, intercambias unas palabras por respeto a las conveniencias, despliegas enseguida los atriles, abres las partituras y retomas en el compás decimosexto del andante con moto. Envidio estos placeres a mi colega Pascal Quignard, amo la música pero por desgracia ni sé interpretarla ni leerla. Pero creo que la práctica del taichí se parece mucho a la de un instrumento o la voz. Requiere la misma perseverancia, la misma mezcla de rigor y de abandono, y pienso amistosamente en todas las personas de ambientes y temperamentos tan distintos con las que pasé tantas horas repitiendo y perfeccionando movimientos infinitamente lentos, al igual que un pianista repite y perfecciona en el teclado el equivalente de esta infinita lentitud: un pianissimo. Iba a decir que todos acudíamos por el mismo motivo, que nos congregaba el mismo deseo, pero no, no exactamente. En la Montagne había dos familias originales: por un lado los históricos, la guardia personal de Pascal, karatecas fornidos que de todos modos habían ido a aprender a dar patadas al prójimo, y por otro los que, por oposición a los que usan los pies, yo llamaría los espiritualistas: no los charlatanes new age, a quienes la severa exigencia del dojo ahuyentaba muy pronto, sino gente que se interesaba por el zen, el Tao, la meditación. Y lo bonito era que bajo el doble padrinazgo de Pascal y del doctor Yang estas dos familias no solo cohabitaban pacíficamente, sino que intercambiaban sus intereses. Con toda naturalidad, y aunque ambas se habrían asombrado si les hubieran predicho esta evolución, los espiritualistas acababan como yo practicando kárate además de taichí para hacer más marcial este último, y los karatecas, por su parte, observando su respiración, inmóviles sobre un pequeño cojín.

Es difícil

Observar tu respiración, inmóvil, sentado en un pequeño cojín, es lo que se llama la meditación, práctica cada vez más extendida y que debería haber sido el asunto único de este relato si la vida no lo hubiera arrastrado, como verán, hacia parajes más tempestuosos. El doctor Yang la enseñaba con prudencia. Era chino, amaba la técnica —que Dios le bendiga—, no le gustaban las cosas hechas deprisa y corriendo y consideraba que la meditación era la culminación de las artes marciales y también una práctica peligrosa debido a las fuerzas muy poderosas que desencadena. Nos ponía en guardia contra esos peligros que por mi parte me parece que nunca he corrido, o bien de los que no me he percatado o, aún más exactamente, que nunca he llegado y no llegaré nunca al nivel a partir del cual suponen una amenaza. Como no quería que nos extraviásemos por los caminos arriesgados que descienden, se bifurcan y se prolongan en abismos interiores, y asimismo un poco como se da a los novicios un anticipo de los embelesos que conocerán más tarde, Yang nos enseñaba rudimentos de la meditación mediante muchos diagramas, trayectos de meridianos, respiración normal (budista) y respiración invertida (taoísta), pequeña y gran circulación; y como acabo de escribir en la página del cuestionario relacionada con mi nivel de práctica, la que yo conozco un poco es la pequeña circulación. Más adelante frecuenté a otro maestro, Faeq Biria, que adquirió su profundo conocimiento del yoga Iyengar de su propio fundador, B. K. S. Iyengar, y Faeq Biria más allá que el doctor Yang. Dice que para empezar a meditar se necesita como mínimo diez años de práctica asidua. Hay que tener abierta la pelvis, el pecho, los hombros, alineadas las bandhas y los chakras, dominadas todas las técnicas del pranayama, y solamente entonces llega, y llega por sí sola, esa gran cosa misteriosa y transformadora que es la meditación. Todo lo que habías hecho antes solo servía para hacerla posible. A cualquiera que se presente en una escuela de yoga Iyengar y pregunte ingenuamente si además de las posturas van a hacer un poco de meditación, le miran con indulgencia pero también como a un idiota. Le explican amablemente que lo que los gurús de moda y los libros de desarrollo personal llaman meditar es lo mismo que no decir nada: si no se ha hecho el largo trabajo preparatorio, puedes pasar miles de horas sentado en un zafu para concentrarte en la respiración o en el espacio entre las cejas: también podrías echarte una siesta.

Es fácil

Los dos maestros que he conocido personalmente son grandes y auténticos maestros, tanto investigadores como artistas en sus disciplinas: no discuto su autoridad. No obstante, desde la altura de mi ínfima experiencia pienso que se puede acceder a la meditación por un camino menos escarpado, un caminito de nada, asequible a todo el mundo, y que la técnica para emprenderlo se aprende en cinco minutos. Consiste en sentarse y permanecer algún tiempo inmóvil y en silencio. La meditación es todo lo que ocurre durante ese tiempo de inmovilidad silenciosa. He buscado a menudo una buena definición de ella —lo más exacta, simple y exhaustiva posible— y he encontrado otras que sacaré del zurrón a lo largo de este relato, pero la antedicha me parece la mejor para comenzar porque es la más concreta, la menos intimidatoria. Lo repito: la meditación es todo lo que ocurre interiormente durante el tiempo en que permaneces sentado, inmóvil y en silencio. El aburrimiento es meditación. El dolor en las rodillas, en la espalda, en la nuca es meditación. Los pensamientos parásitos son meditación. Los gorgoteos del estómago son meditación. La sensación de que pierdes el tiempo con un rollo de espiritualidad barata es meditación. La llamada telefónica que preparas mentalmente y las ganas de levantarte para contestar es meditación. La resistencia a este impulso es meditación, pero no ceder a él, sin embargo. Es todo. Nada más. Todo lo que hay de más sobra. Si se hace regularmente, diez, veinte minutos, media hora al día, lo que ocurre durante el tiempo en que estás sentado, inmóvil y en silencio cambia. La postura cambia. La respiración cambia. Los pensamientos cambian. Todo esto cambia porque todo cambia, de todas formas, pero también porque lo observas. En la meditación lo más importante es no hacer nada más que observar. Observar la aparición de los pensamientos, de las emociones, de las sensaciones conscientes. Observas su desaparición. Observas sus pilotes, sus puntos de apoyo, sus líneas de fuga. Observas su tránsito. No te sumas a él, no lo rechazas. Sigues la corriente sin dejar que te arrastre. A fuerza de hacer esto, la vida misma cambia. Al principio no te das cuenta. Tienes la vaga impresión de estar al borde de algo. Poco a poco ese algo se precisa. Te despegas un poco, un poquito, de lo que llamamos «yo». Un poquito ya es mucho. Es ya enorme. Vale la pena. Es un viaje. Al comienzo de ese viaje, dice un poema zen, la montaña a lo lejos tiene aspecto de montaña. A medida que prosigues no deja de cambiar de aspecto. Ya no la reconoces, es una fantasmagoría que sustituye a la montaña, ya no sabes en absoluto hacia dónde te diriges. Al final del viaje reaparece la montaña, pero no tiene nada que ver con lo que percibías de lejos hace mucho tiempo, cuando te pusiste en marcha. Es de verdad la montaña. Por fin la ves. Has llegado. Ya estás ahí.

Ya estás ahí.

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