Yoga

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I. EL CERCADO » El reglamento de las tareas prácticas

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Profundidad estratégica

En previsión de la vida sin teléfono, compré en un bazar indio de la rue du Faubourg-Saint-Denis un despertador grande de cocina: el modelo más primitivo, más barato, el que hace tictac. Lo he puesto a las cuatro y cuarto, pero a esa hora hace mucho que estoy despierto, de hecho apenas he dormido. Charles de Foucauld, cuando se despertaba de noche, fuese la hora que fuese, tenía por principio levantarse y considerar que la jornada había empezado: una forma radical de tratar el insomnio. Pese a que no siempre tengo el valor, intento imitarle. En París me levanto de la cama antes del amanecer y, sin encender la luz, sin hacer ruido, voy a mi despacho. Me gusta estar solo despierto en la casa dormida, sobre todo en invierno, cuando también está oscuro y la calefacción entumece un poco, para sentarme en el zafu y observar mi respiración y lo que se me pasa por la cabeza. Ese período de tránsito entre el sueño y la vigilia dura alrededor de media hora, al cabo de la cual el cuerpo pide movimiento. Primero movimientos tenues que pronto ganan en amplitud e insensiblemente se transforman en asanas, como se llama a las posturas de yoga. En otro tiempo seguí muchos cursos, ahora practico solo, a mi manera. Hago las posturas que me apetecen y como me apetecen, del modo en que una me lleva a la otra y se convierte en la otra, de una forma bastante natural. Los días buenos en que haces esto te sientes como un animal que se estira. Los menos buenos te refugias en la rutina, en esbozos, en preferencias; es mejor que nada. Según el estado de ánimo, hay días estáticos y días dinámicos, días de pie y días sentado. La ventaja de un curso es que te corrigen, la ventaja de practicar solo es que aprendes a corregirte solo, a escuchar lo que te pide el cuerpo. El cuerpo tiene 300 articulaciones. La circulación sanguínea moviliza 96.000 kilómetros de arterias, venas y vasos sanguíneos. Tiene 16.000 kilómetros de nervios. La superficie de los pulmones desplegados es la de un campo de fútbol. Poco a poco, el yoga conduce a conocer todo esto. A llenarlo de conciencia, de energía, de conciencia de la energía. No lo sospechas cuando vas a inscribirte en un curso por primera vez. Esperas mejorar tu salud, serenarte. Esperas obtener un poco de profundidad estratégica: así llaman los militares a la zona de retirada posible en caso de ataque en las fronteras. Alemania, un país enclavado, tiene muy pocas; Rusia, por el contrario, tiene muchas y ello explica en parte lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial y es trasladable al ámbito individual. Frente a las agresiones del exterior, cada cual posee más o menos capacidad de repliegue, más o menos profundidad estratégica. Haciendo yoga se obtendrá mejor salud, calma, profundidad estratégica, pero estos beneficios solo son efectos, ventajas colaterales. Sin necesidad de que lo sepas, e incluso si te atienes como yo a los caminos fáciles en el monte de vacas, te encaminas hacia otra cosa.

El gong

Nada de yoga ni meditación esta noche: me quedo en la cama, hecho un ovillo, un poco angustiado, a la espera de que suene el despertador. Suena, lo apago. Con los ojos clavados en su esfera, miro la aguja de los segundos que avanza a sacudidas: se ha vuelto raro observar un mecanismo antiguo que no funciona numéricamente. Las cuatro y veinte: me concedo todavía cinco minutos. Pero antes de que hayan transcurrido surge un sonido de la oscuridad, sumamente grave, sumamente compacto, sumamente profundo. Se diría que una piedra muy pesada, arrojada a las aguas densas de un lago negro, traza en ellas círculos lentos. Se diría que esos círculos nunca cesan de extenderse, que sus vibraciones no tendrán fin. Me hipnotizan. Tengo la sensación de que van a cubrirme, de que nunca terminarán de cubrirme. Después empiezan a refluir. No se sabe exactamente en qué momento ha empezado su reflujo, es como cuando una inspiración llega a su final y se convierte en una espiración. El sonido se atenúa poco a poco, pero al hacerlo se vuelve más grave, más profundo. En algunos cursos de yoga se empieza entonando el sonido OM, que es el sonido primordial del hinduismo, un mantra reducido a su más simple expresión. Eso me ha incordiado mucho tiempo, como si me pidieran que cantara cánticos, pero hay que reconocer que la vibración de ese sonido atravesando todo tu cuerpo produce un potente efecto. La vibración del gong es su equivalente instrumental, y me percato únicamente de que acaba de sonar por segunda vez, de que el lago sonoro en el que estoy sumergido desde hace casi un minuto no era más que la estela de un solo golpe de mazo. Entonces me levanto, me visto deprisa, descorro la cortina de la ventana. Lámparas de globos blancos bordean el sendero que atraviesa el jardín. Bajo la lluvia, unas siluetas salen de los bungalows y caminan lentamente hacia el cobertizo. Parece que estamos en una película de zombis.

El cobertizo

El suelo es negro, fangoso, me alegro de haber previsto buen calzado. Todos llevamos gorros, parkas: el ambiente podría recordar el de la partida, antes del alba, en un refugio de montaña, salvo en que en un refugio tomas té o café de unos termos, comes barritas de cereales y sobre todo la gente se mira, intercambia unas palabras, expresa con gestos cómicos lo que cuesta abandonar el saco de dormir. Aquí no. Nadie se mira. Miramos al suelo o hacia el cielo que es tan negro como la tierra, sin estrellas. El gong se detiene después del tercer golpe. A la entrada del cobertizo, el chico simpático empieza a llamarnos por el nombre: a cada uno le corresponde el número de un lugar en la sala y lo ocuparemos durante toda la sesión. Cuando ya te ha llamado, entras en el vestuario y allí dejas la parka y los zapatos y coges de unas estanterías cojines y mantas y entras con ellos en la sala. El cobertizo es muy grande, dividido en dos mitades por un pasillo de tres o cuatro metros. A la izquierda los hombres, a la derecha las mujeres, que entran por una puerta opuesta. En cada espacio, cojines planos, cuadrados, de unos ochenta centímetros de lado. Más tarde conté los cojines: seis en cada fila, diez filas, multiplicado por dos quiere decir que somos ciento veinte personas. Los cojines básicos son todos azules, al igual que los zafus que cada uno amontona según lo que le exijan las rodillas para mantenerse erguido, pero las mantas con que se tapan los hombres son azules y las de las mujeres blancas. Son calientes, mullidas, da gusto envolverse en ellas, pero también se podría prescindir de usarlas porque el cobertizo, así como mi habitación, está perfectamente caldeado. Al fondo, delante de cada grupo, hay un estrado ocupado por un hombre sentado a lo sastre y envuelto en una manta azul delante de los hombres, y por una mujer cubierta por una manta blanca delante de sus congéneres. El hombre es delgado, tiene una nuez prominente y un semblante tranquilo. Solo puedo observar a la mujer de pelo blanco y corto desde bastante lejos, a mucha distancia porque estoy situado en el extremo opuesto de la sección masculina. Por lo demás, bastante pronto perdí el interés por la femenina. Uno tras otro, mis vecinos colonizan el espacio delimitado por sus cojines cuadrados, que cumplen la misma función que la esterilla en las clases de yoga: todos los movimientos deben realizarse dentro de este espacio, sin franquear nunca la frontera, sin invadir nunca el de otro. Hay una cosa muy seductora en esta idea de poder contentarnos con un perímetro de cincuenta por ciento ochenta centímetros. Dicen que si estuviéramos en la cárcel sería suficiente extender una esterilla de yoga para afirmar una forma de libertad en el espacio asfixiante de una celda. Uno de mis vecinos se agarra las nalgas con las dos manos para acomodar en el cojín mejor su perineo, un gesto que puede parecer absurdo pero en el que se reconoce sin lugar a duda a un practicante del yoga Iyengar. Lo hace con desparpajo y yo también, proclamando mi obediencia antes de adoptar la postura.

La postura

He dicho que meditar es muy sencillo, se reduce a quedarse sentado un momento, inmóvil y silencioso. Debo añadir ya que hay toda clase de maneras de sentarse: como un sastre clásico, con las piernas cruzadas, en la postura del loto, en la del semiloto, a la japonesa o en una silla si no eres lo bastante flexible… Todas son buenas, siempre que proporcionen un mínimo de comodidad y que permitan mantenerse derecho, aunque haya que ayudarse con los cojines. Porque hay que estar derecho. Lo más recto posible. Estirar hacia arriba la columna vertebral como si quisieras empujar el techo con la coronilla. Al mismo tiempo, enraizarla: hacer que la pelvis, de donde nace, sienta por el contrario la atracción del suelo. La parte superior de la columna empuja hacia el cielo, la inferior tira hacia la tierra. Así estirada, la columna se arquea ligeramente, se alarga, se ensancha el espacio entre las vértebras. Acompaña su trayecto, desde el hueso sacro hasta el occipucio. Observa sus curvaturas. Observa lo que sucede si intentas invertirlas: si haces que sobresalgan los segmentos cóncavos, si ahuecas los convexos. Al estirarme así noto y oigo el crujido de una vértebra. Es un ruido agradable, lo es también la sensación estimulante que la acompaña. No tienes la menor duda de que es beneficiosa. Estirar de este modo la columna es una ocupación de jornada completa. Pero al mismo tiempo que haces esto tienes que dedicarte a otra actividad, que consiste en relajar: la cara, los hombros, el vientre, las manos, todo lo que se puede relajar, y es mucho: en realidad, es interminable. Si uno se pone a inventariar todo lo que está tenso, se da cuenta de que eso también exige jornada completa. Estirar la columna vertebral al máximo, relajar al máximo todo el resto; eso supone dos ocupaciones que exigen jornada completa y que hay que realizar al mismo tiempo. En fin, al principio casi al mismo tiempo, digamos que de frente, como se llevan las riendas de dos caballos uncidos que quisieran ir cada uno por su lado. Es el sentido original de la palabra yoga: sujetar al yugo dos caballos o dos búfalos. Se pasa del uno al otro, del otro a uno. Si intentas prestar atención a lo que haces, ser consciente de ello, aunque sea mínimamente, lo cual es el objetivo de todo el asunto, no te da tiempo a aburrirte. Cuanto más exigente se vuelve, tanto más gusto coges a la postura. Te gusta adoptarla todos los días, reencontrarla a una hora fija. La mantienes cada vez más tiempo. Notas cuándo empieza a desplomarse. Entonces la corriges, la afinas, ya no percibes los equilibrios que la componen. Algunos días es un placer, otros es insostenible. Nada funciona. Todo el cuerpo protesta, se resiste a la inmovilidad, ya no percibe ni uno solo de esos equilibrios tensos, sutiles, que tanto le complacía observar. Lo mejor que se podría hacer entonces es prestar atención a esa rebeldía, a esa inapetencia, a esa aversión. Si prestases atención, formarían parte de la meditación. Pero lo más frecuente, cuando los notas, es que, en vez de prestarles atención, te apresures a ponerles fin. Te levantas, vas a ver tu correo. No es ningún drama.

El reglamento de las tareas prácticas

Todo el mundo guarda silencio, salvo el vecino de la derecha que se ha sentado después de mí y hace un ruido terrible. Carraspeos, ruiditos de la boca, respiración muy fuerte: en cuanto a esta última, tengo la impresión de que lo hace adrede, piensa que es así como debe hacerse, y ser el único que lo hace no le altera lo más mínimo. Diez días al lado de este individuo es como compartir dormitorio con alguien que ronca o que huele mal; no sé cómo voy a aguantarlo. Abro los ojos, furtivamente, echo una ojeada a mi derecha y no me sorprende reconocer al hombrecillo de jersey de cuadros y perilla en punta que ya me exasperaba en el tiempo lejano en que aún hablábamos, con sus comentarios sobre el abandono. Abandonarse, vivir en el momento presente: conozco esta cantinela, y aunque la idea me parece acertada, he observado que muchas veces la defienden, al igual que los discursos libertarios, personas tremendamente obsesivas. He advertido también que el hombrecillo, que tanto se afana en que su serenidad nos sirva de ejemplo, realiza cualquier tarea, por ejemplo asir un cuenco o verter levadura de cerveza en su sopa, con el doble de gestos de los necesarios. Desde ayer por la noche me recuerda a alguien y de pronto, zas, sé a quién: a Ribotton, un profesor de ciencias naturales que tuve en séptimo grado. Aunque es raro, existen profesores maravillosos que te abren los ojos, es una gran suerte encontrar a uno durante tus estudios, pero también encuentras locos, y la locura de Ribotton se expresaba de una forma muy particular. La enseñanza de ciencias naturales incluye tareas prácticas que consisten sobre todo en disecar ranas. Para prepararnos, Ribotton había concebido un «reglamento de tareas prácticas» cuya importancia nos encareció a lo largo de todo el primer curso y que empezó a dictarnos a partir del segundo. Era un reglamento tan detallado, tan profuso, abarcaba tantas situaciones que podían surgir en las tareas prácticas que el dictado se prolongó a lo largo del tercero, el cuarto y el quinto curso, y la materia del primer examen escrito no fue el programa, sino el reglamento de las tareas prácticas. Nuestros exámenes decepcionaron a Ribotton: no habíamos comprendido bien, no habíamos asimilado el reglamento. Hubo que revisarlo, profundizarlo, completarlo. Dictarlo de nuevo, copiarlo otra vez. Nuestros cuadernos engordaban al mismo ritmo que el reglamento, que cada vez se parecía más a esos contratos en los que declaras antes de firmarlos que has tomado de ellos pleno conocimiento, cuando en realidad tienen mil páginas y nadie los lee nunca. Pasamos así el curso entero, copiando el reglamento de tareas prácticas en perpetua expansión, estudiándolo para los exámenes subsiguientes, sin hacer nunca una sola sesión de las prácticas tan rigurosamente reglamentadas. Hace mucho tiempo que Ribotton debe de haber muerto, pero tengo la sensación de tener a mi lado a su reencarnación y me digo que meditar diez días junto a él, expuesto a la respiración ruidosa y a las vibraciones maniáticas de Ribotton, no va a ser una delicia. Apenas he pensado esto, de inmediato pienso otra cosa, y es que no está claro que yo sea un compañero perfecto, y que el espíritu de la meditación consiste precisamente en considerar que la presencia de Ribotton a mi lado es un beneficio: no un motivo de irritación o de ironía desdeñosa, sino una ocasión de benevolencia y ecuanimidad. Puesto que otra definición de la meditación, y creo que ya vamos por la quinta, es aceptar que la vida tenga contrariedades en lugar de huir de ellas. Es también, sexta definición, aprender a no juzgar, o en todo caso a juzgar menos, un poco menos. Es desistir de esa posición de verlo todo desde las alturas, lo cual constituye una falta moral y un error filosófico. Como dice un sutra budista que me gusta hasta el punto de haberlo citado ya dos veces en mis libros: «El hombre que se cree superior, inferior o incluso igual a otro hombre no conoce la realidad.»

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