Yoga

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I. EL CERCADO » La espiración

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Prestar atención

Séptima definición de la meditación: prestar atención. Simone Weil decía que los estudios sirven para eso: no para aprender cosas, lo cual sabemos hacer bastante bien, sino para agudizar la facultad de la atención. Oriente sabe de esto mucho más que Occidente. Oriente ha refinado técnicas, descubierto apoyos. Cada cual puede servirse de este acopio. Algunos repiten en silencio un mantra. Otros prefieren meditar sobre un koan zen, esas frases enigmáticas y luminosas que un maestro dice para que su discípulo las rumie durante años: «¿Cuál era tu rostro antes de que tuvieses un rostro? ¿Antes de que tus padres te concibieran? ¿Qué ruido hace una sola mano cuando aplaude?» Se supone que estas preguntas, a fuerza de desgastarlas, provocan una especie de cortocircuito mental: llega un momento en que los plomos saltan, se apaga el pensamiento discursivo, es el satori, que es el nombre japonés para la iluminación. También se puede clavar la mirada en la llama de una vela, seguir sus movimientos más ínfimos, conectar el cerebro con la llama hasta convertirte en ella. O sentarse delante de un objeto cualquiera, la estatuilla de mis pequeños gemelos, pongamos, y mirarlo. Mirarlo lo más atentamente posible y luego cerrar los ojos e intentar visualizarlo. Intentar reconstruir su contorno bajo los párpados, con la mayor precisión posible, contorno que unos instantes antes viajaba hasta el cerebro por la vía del nervio óptico. Formas esta imagen mental y un momento después abres los ojos, vuelves a la imagen real, la que imprime la retina, te impregnas de la imagen lo mejor que puedes y luego cierras los ojos y la precisas más aún, la profundizas. Descubres que en el interior de los párpados, así como en el relieve sin embargo simple de una pequeña escultura, está el infinito. Todas esas técnicas tienen su valor, las hay para todos los temperamentos. La más extendida, la más universal, sigue siendo prestar atención a la respiración. Siguiendo el hilo del aliento, Buda comprendió «el mundo, la aparición del mundo, el fin del mundo y el camino que conduce a él»; dicho de otro modo, se alcanza el nirvana. De todos los fenómenos psíquicos, es el más accesible a la conciencia. Pruebe con la digestión o la circulación de la sangre: no digo que no se pueda utilizar esto como apoyo de la meditación, estoy incluso seguro de que se puede, lo único que digo es que no está al alcance de principiantes como usted o yo. La respiración siempre la tenemos a mano, ya que nunca dejamos de respirar. Se puede aprender a guiarla. Practicando taichí, y después yoga, he aprendido de una forma muy tosca migajas de técnicas muy sutiles: la pequeña circulación, el pranayama. No es lo que nos piden aquí. Nos piden otra cosa y es incluso lo contrario, y como dice el capitán Haddock: «Es a la vez muy simple y muy complicado.» Respirar normalmente: a priori parece más sencillo que guiar tu aliento a lo largo de los meridianos, pero en realidad es más difícil. No hacer nada especial parece simple pero es mucho más complejo que hacer algo especial, incluso difícil. En cuanto a observar tu respiración sin que la observación la cambie no es difícil, es imposible. Es imposible pero a eso aspiramos. Para eso estamos aquí.

Amistad de las fosas nasales

El aire entra en mis fosas nasales. Observo su entrada. El aire sale de mis fosas nasales. Observo su salida. Es tranquila, regular. Observo la manera en que el aire toca el interior de las fosas nasales. Es ligero, sutil. Las fosas nasales son un buen apoyo para la atención porque son zonas muy inervadas. Siempre ocurre algo en ellas. Puedes meditar dos horas sobre ellas sin aburrirte. Esta sesión empieza bien: mis fosas nasales son mis mejores amigos. Cuando te alejas de la entrada para hundirte un poco en sus cavidades se convierten en grutas inmensas. Cuanto más las exploras, más se agrandan y se llenan de sensaciones: picazón, hormiguillo, hormigueo. Pulsación: sí, una pulsación que envuelve prácticamente todo lo demás. Hay algo que late. Observo ese algo. Me identifico con esa pulsación. No es desagradable, se observa sin desagrado. Está bien. Está bien, salvo que la postura se ha desplomado. Apisonado. Tengo que enderezarla, sin dejar de seguir el paso del aliento en la entrada de mis fosas nasales, sin abandonar la pulsación en el fondo de ellas. Estiro la columna vertebral, empujo la coronilla hacia arriba. Son muchas cosas al mismo tiempo, la mente aprovecha este embotellamiento para escaparse. La mente se escapa continuamente. Se escapa del presente, se escapa de la realidad, que son lo mismo, ya que solo el presente es real. El maestro tibetano Chögyam Trungpa solía decir que solo dedicamos al presente el veinte por ciento de nuestra actividad cerebral. El ochenta por ciento restante algunos lo dedican más al pasado, otros más al futuro. Yo, por ejemplo, anticipo mucho y recuerdo poco. La nostalgia me es ajena. En ello puede verse la prueba de un carácter confiado, optimista, que mira hacia delante, temo que sea más bien la de un carácter obsesivo porque sabemos muy bien que no cambiaremos el pasado, aunque puedas conservar la ilusión de controlarlo. Para frenarme en esta pendiente, me repito a menudo el magnífico proverbio judío: «¿Quieres que Dios se ría? Háblale de tus proyectos.» Lo cual no impide que siga hablándole de ellos. Cuando tiene ganas de distraerse y de reírse un buen rato, estoy seguro de que Dios me mira, sentado en mi zafu, siguiendo el hilo de mi respiración, escaneando el interior de mis fosas nasales y pensando al mismo tiempo en mi librito risueño y ligero sobre el yoga. En su formato, sus capítulos, sus subtítulos. Ya estoy haciendo frases, preguntándome cuántas definiciones de meditación he concebido, y en ese momento me percato de que los pensamientos me han arrastrado: pretérito presente, Chögyam Trungpa, háblale a Dios de tus proyectos, el libro en ciernes, frases de ese libro, el éxito del libro… Ha llegado el momento de volver a las fosas nasales. El tiempo de volver al aire que entra en ellas. Inspira, espira, inhala, exhala. El aire es un poco más fresco cuando entra, un poco más caliente cuando sale después del largo circuito que recorre en su interior. Fuera. Dentro. ¿Cuándo está todavía fuera, cuándo ya está dentro? Octava definición posible de la meditación: observar los puntos de contacto entre lo que es ella y lo que no es. Entre el interior y el exterior.

Los hermanos Térieur

El matrimonio Térieur tiene dos hijos gemelos. ¿Cómo se llaman?

Los llaman Alex y Alain.[1]

Me encanta este chiste. En cada libro que escribo, hay un momento en que pienso que podría titularse Los hermanos Térieur. Haga lo que haga, me pregunto si lo hago en el terreno de Alex o en el de Alain. Alex es el que va a un reportaje en la Jungla de Calais, Alain es el que va a una sesión de Vipassana en el Morvan. Alex investiga in situ, Alain observa su respiración en el zafu. Alex Térieur es yang, Alain Térieur es yin. Los dos respiran. Sí, pero ¿quién hace cada cosa? ¿Quién inspira? ¿Quién espira?

La espiración

Toda mi vida he acarreado este síntoma. La inspiración me resulta fácil. Amplia, regular. Los costados se separan, el vientre se infla, parece que podría no parar nunca de llenarme. Solo que llega un momento en que esta vasta inspiración debe transformarse en espiración y esta, en cambio, es estrecha, apretada. No dura mucho. Contrae, comprime, oprime lo que tendría que distender, del diafragma al bajo vientre. Está como atascada en un obstáculo, un nudo en el esternón, un nudo como los que se forman en una manguera. He estado mucho tiempo preguntándome si ese nudo era de origen orgánico o psíquico. ¿Cañería o inconsciente? Los médicos me han recetado pastillitas contra los reflujos ácidos, frecuentes en las personas ansiosas. Estas pastillas no surten ningún efecto sobre algo que yo creo constitutivo de mi identidad, y de lo que el yoga se ocupa mejor. Porque inspirar, dice el yoga, es tomar, conquistar, apropiarse, para lo cual no tengo ningún problema: hasta diría que es lo único que hago, y mi caja torácica está hecha a la medida de mi avidez. Espirar es distinto. Es dar en vez de tomar, es devolver en vez de conservar. Es aflojar. Tanto en este punto como en otros, Hervé es mi opuesto. La espiración es su fuerte. Lo que más quiere es vaciarse, aligerarse. Todos estamos de paso en la vida pero él es consciente de ello. Él no se instala, se siente un inquilino y hasta un subarrendado, mientras que yo poseo el instinto del propietario preocupado por agrandar sus posesiones y, como los patriarcas bíblicos, por «crecer y prosperar». Mi tendencia natural es crecer, la suya decrecer. Yo aspiro a la luz, él a la sombra. Yo busco la solana, él la umbría. Dos maneras de ser, dos tipos de hombre, y esta diferencia de nuestros caracteres es la base de nuestra amistad: hombre del yang, hombre del yin, hombre que inhala, hombre que exhala. Expirar, al fin y al cabo, es exhalar el último aliento, el último suspiro, es morirse. Esta angustia alojada en mi plexo solar no es otra cosa que el miedo a la muerte y creo que la tarea de los años de vida que me quedan es aprender a expirar.

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