Yoga

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I. EL CERCADO » No hay grandes personas

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Me remuevo

Mi segundo día empieza con un fracaso. Algunos adeptos que he conocido contabilizan sus horas de meditación como los empleados del transporte aéreo sus horas de vuelo. ¿Cuántas horas de meditación he acumulado en mi vida? ¿Tengo derecho a millas? Empecé hace veinticinco años. Sería bonito, si hubiese practicado media hora al día durante todo ese tiempo, multiplicar 365 por 25 y luego por 30 minutos: más de 4.000 horas. Es difícil imaginar 4.000 horas de meditación, 4.000 horas de conducción de un automóvil, 4.000 horas de sexo, 4.000 horas de cualquier actividad, y de todos modos estoy lejos, muy lejos, de esta cuenta. He practicado de manera tan irregular, tan errática, con tan largas ausencias… Sin embargo no soy un principiante, adopto fácilmente la postura del loto en los dos lados, y convencido de ello me decía: los vritti van a ser el plato fuerte pero la postura debería ser fácil. Pues no. Hoy no sale bien. Muy pronto me duele la espalda, un dolor puntiagudo en medio del omóplato derecho. Puntiagudo, no agudo: no es insoportable, debería conseguir ahuyentarlo si me concentro en hacerlo. ¿Es en medio del omóplato, como al principio me ha parecido, o debajo del omóplato? Más bien debajo. Me represento mal los músculos situados debajo, cómo son y a qué están unidos, pero intento tratar el problema mediante la técnica de que «no se puede repicar y estar en la procesión», que consiste en ejercer una presión simultánea desde fuera hacia dentro y de dentro hacia fuera, con la esperanza de atenazar el omóplato y eliminar el dolor. Consigo lo primero, no lo segundo. A pesar de mi resolución de observar más que actuar y sobre todo, pase lo que pase, de permanecer inmóvil, me sorprendo ya moviéndome, efectuando una discreta, muy discreta rotación del hombro. Es invisible desde fuera, sin duda, pero sé que he empezado a joderla. La primera derrota es la madre de las derrotas, ya reincidimos. Giramos y retorcemos el hombro. Nos removemos. Puestos a joderla, nos permitimos demasiado pronto ese largo movimiento ondulatorio que en principio se reserva para el fin de la sesión y que consiste en dejar caer la cabeza hacia delante, impulsada por su propio peso. Pesa mucho, una cabeza: por lo menos diez kilos. El mentón se apoya en la garganta, la nuca se dobla, el pecho se ahueca, la espalda entera se redondea, es lo que se llama la postura del gato. Con la ayuda de la exhalación y de la gravedad, dejas que la cabeza descienda lo más lejos posible, como si quisieras tocar el ombligo con la punta de la nariz. Te rindes, te has rendido. Al final te quedas inmóvil, lo más bajo posible, lo más doblado posible, y cuando notas que realmente no puedes bajar más empiezas muy despacio, esta vez inspirando, a enderezar la cabeza, la frente, como si un hilo te tirase de la nariz pero esta vez hacia delante, hacia arriba, y con este movimiento ascendente todo lo que se había replegado se despliega, estabas cóncavo y ahora estás convexo, retornas a la postura inicial y es muy agradable, un movimiento compuesto de dos movimientos sucesivos, uno descendente y otro ascendente, uno abdicando y el otro conquistando, uno exhalando y el otro inspirando, es incluso maravillosamente agradable, de pasada ha amasado mucho el omóplato, el dolor ha remitido, el único problema es que has jugado esta carta demasiado pronto. Te sientes mejor en esta postura, pero sucede como en todas las compulsiones —cigarrillos, vasos de alcohol, chutes de heroína—, no deberías haber empezado porque al cabo de un breve momento de satisfacción lo único que te apetece es reincidir. Me obligo a observar diez ciclos de respiración muy lentos antes de dejar caer de nuevo la cabeza, pero en realidad solo observo cinco o seis y me zambullo otra vez hacia delante, me desplomo. Me desplomo todo lo posible, lo más lejos y el mayor tiempo posible hacia abajo antes de volver hacia arriba, de encontrar la postura presintiendo que aguantaré aún menos tiempo que la vez anterior. No paro de removerme, de subir y bajar, en el punto en que estoy abro los ojos. ¿Todos están tan agitados como yo?

No hay grandes personas

Delante de mí, una muralla de espaldas erguidas, compactas, inmóviles, bajo las mantas azules que cuelgan a su alrededor, cónicas como tipis. ¿Qué ocurre dentro de esos tipis? ¿Qué pasa en el cuerpo de cada cual? ¿Y en su cabeza? Miro las espaldas, miro las nucas. Me pregunto a quién le dolerá algo como a mí, quién se aburre, quién está en las nubes, quién se vuelve loco. En rollos de este tipo hay muchos muy locos, hay muchos en todas partes, pero quizá más entre los que buscan sentido y serenidad. Es un espectáculo curioso, conmovedor, el de estas personas reunidas durante diez días en un cobertizo para interiorizarse, saber mejor quiénes son, saber mejor lo que las mueve. Cada uno de nosotros está encerrado en sus pensamientos, sus obsesiones, cada uno es prisionero de sus remolinos, cada uno se golpea la cabeza contra sus callejones sin salida. Cada uno ha venido con la esperanza de ver un poco más claro, de escapar un poco del atolladero, de ser un poco menos desgraciado. Malraux cuenta que interrogó a un cura viejo. «¿Qué ha aprendido del alma humana usted, que se ha pasado cincuenta años escuchando a la gente en el secreto del confesonario?» Y el cura respondió: «He aprendido dos cosas. La primera es que la gente es mucho más infeliz de lo que creemos. La segunda es que no hay grandes personas.» No las hay, todos estamos desnudos debajo de la ropa. Cuando conocemos gente, siempre estamos en lo cierto cuando la imaginamos desnuda debajo de la ropa, cuando imaginamos sus cuerpos frágiles, pálidos, inseguros, cuando imaginamos al niño que tiene miedo o a la niña perdida que han sido, y que siguen siendo, antes de convertirse en el presidente de la República o en una actriz famosa: Emmanuel Macron o Catherine Deneuve, al igual que Ribotton. Ahora los confundo, al Ribotton de mi clase de séptimo y a su reencarnación, cuarenta y cinco años más tarde, a menos de un metro de mí. ¿En qué piensa ese Ribotton reencarnado? ¿Contra quién lucha? ¿Adónde lo arrastran sus vritti? ¿Sigue enriqueciendo sin cesar, contando ruidosamente sus respiraciones, el reglamento de las tareas prácticas? ¿Consiguen sus pomposas aspiraciones a la sabiduría taponar la tristeza inmensa que le habita? ¿Qué sentirá uno en la piel de Ribotton? Quizá lo más interesante de la vida es intentar saber esto: qué se siente al ser otro distinto de uno. Es uno de los motivos que incitan a escribir libros, otro es el de descubrir lo que significa ser uno mismo. Yo me ocupo sobre todo de saber cómo soy yo. Demasiado, sin duda. Recientemente me he dado cuenta de que mi amiga Hélène F. empieza por «tú» la mayoría de sus frases y de que yo empiezo por «yo» la mayoría de las mías. Eso me ha hecho reflexionar. Una regla del buen vivir que ha caído un poco en desuso prohíbe empezar una carta por «yo»: ganaría si la aplicase en la vida y en el trabajo. Flaubert perseguía las cascadas de genitivos: le enloquecía escribir «una corona de flores de azahar», podía pasar días enteros buscando cómo evitarlas, cuando la única manera de hacerlo, si te empeñas tanto, es no hablar de coronas de flores de azahar. Otros persiguen los adverbios, a los que yo no les encuentro nada reprochable. Lo que yo debería hacer es perseguir las frases que empiezan por «yo». Difícil. ¿Fuera de mi alcance? Un asunto crucial. Incluso Simone Weil decía: a la postre, hay pocas personas que saben que los demás existen. Que, sencillamente, están al tanto de esto: que los demás existen. La meditación, undécima definición, debería enseñarnos esto. Si no lo hace, si sigue siendo un asunto entre uno y uno mismo, no sirve para nada: es otra fruslería narcisista. De pronto tengo miedo de que sea, al menos para mí, otra fruslería narcisista. Eso me entristece.

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