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I. EL CERCADO » El lobo

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El lobo

Un recuerdo más del periodismo, en la época del dojo en la Montagne, a principios de los años ochenta. Una revista me había encargado un reportaje sobre la travesía en tren de Canadá: desde luego, el reportaje menos agotador que he hecho en mi vida. Este tren transcontinental es el equivalente terrestre de un trasatlántico. No transporta mercancías ni auténticos pasajeros, sino casi exclusivamente parejas de ancianos acomodados que celebran sus bodas de plata o de oro. Yo era el único que viajaba solo, nadie me hablaba, yo no hablaba con nadie. Las únicas decisiones que tenía que tomar eran elegir entre el primer y el segundo servicio del vagón restaurante y ver desfilar el paisaje desde el salón panorámico o desde el compartimento privado espacioso y cómodo que, y no invento nada, estaba provisto incluso de una bañera. Las horas transcurrían en un sopor algodonoso. Los amortiguadores del tren eran de tal calidad que había que asomarse a la ventanilla para saber si circulaba o estaba parado, y a veces ni siquiera esto era suficiente, de tan inmóvil que parecía el paisaje a fuerza de ser llano y blanco. Dormitaba mucho. Sentado en mi zafu, que en aquel tiempo llevaba a todas partes cuando hubiese bastado una manta plegada, me ejercitaba en la pequeña circulación; la grande sería para más adelante. ¡Ah, sí! Había otra decisión que tomar. La travesía de Montreal a Vancouver dura cinco días, pero podías apearte en las estaciones que quisieras, quedarte allí el tiempo que quisieras y embarcar en el tren siguiente cuando te viniera en gana. Como en realidad no tenía un motivo para apearme en Saskatoon o en Winnipeg, para escoger mis etapas recurría al I Ching o a la guía turística que describía sus atractivos respectivos. Nosotros, dicen los canadienses, no tenemos historia sino geografía. A falta de monumentos o de lugares emblemáticos, todas esas grandes ciudades de la Pradera se empeñan en figurar por la causa que sea en el Libro Guinness de los Récords, una ciudad alardea de la piscina más grande del mundo, otra de la torre de televisión más alta, y Winnipeg, y esto tampoco me lo invento, «del chaflán más ventoso del mundo». Yo no tenía gran cosa a la que hincarle el diente para el reportaje, así que fui allí y lo único que puedo decir es que aquella esquina de la calle era ventosa, sí, pero no tanto. Una hora me bastó para comprobarlo. En cambio, pasé dos días en una estación de deportes de invierno de bastante alto copete en las montañas Rocosas, y como la revista tenía un acuerdo con la cadena hotelera me encontré en un palacio que era la réplica exacta del hotel Overlook en El resplandor. La habitación que me dieron estaba en la segunda planta, a unas puertas de la 237, que es, como saben todos los amantes de la película de Kubrick, el epicentro de los horrores que se desencadenan alrededor de Jack Nicholson y su familia. Lo primero que hice, apenas instalado, fue recorrer el pasillo enmoquetado con angustiosos motivos marrones y anaranjados —exactamente los mismos que en la película— para plantarme delante de esa habitación 237 y aguardar a que alguien entrara o saliera. Me quedé allí casi menos tiempo que en el chaflán más ventoso del mundo, pero no entró ni salió nadie, la puerta permaneció cerrada y los horrores no se desencadenaron. Ya fuera para alejarme de la habitación 237, ya para congraciarse con la revista que me enviaba, la dirección del hotel me bombardeó incesantemente con botellas de champán, cestas de frutas, invitaciones al spa. Era evidentemente un poco triste disfrutar de todo aquel lujo solo con mi zafu. A falta de compañera me propusieron un profesor de esquí. Esquío mal, no tenía otra cosa que hacer y dije que sí, ¿por qué no? Y he aquí que llama a mi puerta un viejo de fluvial barba blanca, vestido con un mono rojo adornado con una piel también blanca; en resumen, disfrazado de Papá Noel. En las pistas hace lo que puede para mejorar mi estilo y en un momento dado intenta que yo ensaye una forma determinada de adherirme a la pendiente y dice: «Es una lástima que no haga usted taichí porque este pequeño movimiento, ¿este, lo ve?, es exactamente un movimiento de taichí.» «¡Pero si hago taichí!», exclamo. Los ojos azules de Santa Claus se iluminan y después de la clase de esquí quedamos en vernos a la mañana siguiente para practicar juntos a la orilla del lago, porque el hotel está situado al borde de un lago. Y ahí estamos, pues, al alba, con pantalón de deporte, anorak y gorro de lana, delante de ese lago helado que es bastante grande y está rodeado de abetos cubiertos de escarcha. Un pontón de madera se adentra en el hielo y ahí encima empezamos de común acuerdo a ejecutar la forma. Hace mucho frío, la luna palidece, el sol empieza a despuntar por detrás de los abetos, en un cielo de resplandeciente pureza. Nuestras bocas expelen nubes, cristales de nieve crujen bajo nuestros pies y es el único sonido que se oye junto con los primeros trinos de los pájaros. Santa Claus practica el yang, al igual que yo, los dos nos enfrascamos en lo nuestro, perfectamente sincronizados, bueno, bien sincronizados, y él inicia el famoso movimiento de las manos como nubes, el que permitió a la mujercita estampar contra la pared a sus agresores en el metro, salvo que en vez de barrer el espacio recogiendo las dos manos ante él hace de pronto algo totalmente inesperado, algo que al principio me parece una variante que desconozco y que consiste en apuntar con el índice en mi dirección, por encima de mi hombro. Cuando el maestro apunta con el dedo a la luna, dice un proverbio zen, el discípulo avezado mira la luna, el discípulo inexperto mira el dedo, y yo me comporto como un discípulo avezado, miro lo que indica Santa Claus y lo que me indica es un lobo. Un lobo de verdad, gris y blanco, muy hermoso, con el culo tranquilamente asentado en la nieve y las patas de delante extendidas, entre la orilla del lago helado y el lindero de los abetos blancos. Yo diría que estaba a una veintena de metros de nosotros. Comprendo lo que Santa Claus no necesita decirme: no solo que hay que estar callado, sino que tenemos que seguir haciendo lo que hacemos porque al lobo le interesa. Así que seguimos en el pontón, un movimiento se transforma en otro, sin costura, sin desgarrón, sin sacudidas, sin gestos parásitos. La forma discurre, es fluida. En toda mi vida no he hecho ni ya haré nunca la forma de taichí como la hicimos aquella mañana: un hilo que se desenrollaba apaciblemente y que amansaba al lobo. Cuando digo que en treinta años de meditación, de taichí, de yoga, no he vivido nunca una experiencia que te levanta del suelo, es falso: vi la luz en el hotel Cornavin y viví la forma de taichí con el lobo, dos encantamientos que, cada uno a su manera, equivalían con creces a la teletransportación. No sé cuánto duró, bueno, sí lo sé un poco porque la forma nos servía de reloj de arena: quizá cuatro, cinco minutos. Al cabo de ese lapso el lobo se levantó sobre sus patas traseras y, sin apresurarse, se dirigió hacia el bosque, entre los abetos que al instante lo tragaron. Por nuestra parte, nosotros continuamos hasta el final.

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