Yoga

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II. 1.825 DÍAS » El abrigo de proxeneta ruso

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Hélène y Bernard

He hablado más arriba de mi amiga Hélène F., que empieza todas sus frases por «tú» y no por «yo». Trabaja para una revista dedicada al bienestar y al desarrollo personal que difunde una visión positiva de la vida según la cual, en síntesis, la peor teja que se nos cae encima es en realidad algo excelente: una oportunidad de progresar y ser mejores. En esa revista ocupa un lugar importante el yoga, la meditación, la plena conciencia. Hélène F. habla de su trabajo y de los temas que trata de un modo que me agrada: bromea al respecto y a la vez se lo toma en serio. Es muy consciente de lo caricaturesca que es esta vulgata, pero piensa que la visión del mundo que la sustenta es acertada, y estoy bastante de acuerdo con ella. Esta mentalidad abierta hace de ella también una amiga inestimable en momentos aciagos: escucha, siempre encuentra algo atinado y oportuno que decir. Hace dos años fue ella la que atravesó ese período aciago que es un divorcio. Lo hizo con mucha integridad, sentido práctico y espíritu positivo, pero pensaba no que a los cuarenta años su vida amorosa había concluido, ese melodrama no es en absoluto su estilo, sino que haría falta mucho tiempo para recobrar el gusto y la fuerza de amar. Se enamoró en el preciso momento en que creía que el amor quedaba excluido. Fulminantemente enamorada, precisaba ella. Nos hablaba mucho del hombre del que se había enamorado fulminantemente, de hecho no hablaba de otra cosa, sin decirnos no obstante ni su nombre ni su profesión ni a qué clase social pertenecía porque estaba no casado sino viudo desde una fecha muy reciente y era bastante conocido, y la relación de ambos era por el momento secreta. Esta traba no le venía mal a Hélène F., que tiene por principio no preguntar nunca «qué hacen» a las personas que va conociendo, porque eso llegará bastante pronto y en primer lugar lo que le interesa es saber cómo son. Como el personaje social quedaba en la penumbra, ella contaba únicamente el feliz entendimiento en que se habían transformado sus vidas desde el día en que se conocieron, y lo hacía con esas frases triviales que yo creo que son el indicio del verdadero amor: «Es como si estuviésemos hechos el uno para el otro… Pienso en él todo el tiempo, sé que él también piensa en mí todo el tiempo… Nos entendemos tan bien… ¿Sabes?, tengo la sensación de haberme enamorado por primera vez…» Un encuentro así es lo mejor que te puede suceder en la vida. Muchos tienen que vivir la suya sin conocer este sentimiento, y las personas que lo conocen, cuyo porcentaje ignoro —el veinte por ciento de la población, pongamos, no es más ni menos arbitrario que el veinte por ciento de tiempo que el cerebro dedica a pensar en el presente—, son las únicas y realmente felices que hay en el mundo. Cuando la vida nos concede este don hay que aferrarlo y no soltarlo, porque nada hay más precioso, y hay pocos ejemplos imaginables si tienes la desgracia o la estupidez de pasar de largo: la vida después de un error semejante tiene que ser por fuerza una vida amargada, una mala vida, y yo tendría mucho que decir a este respecto. Una noche, Hélène F. nos trajo a cenar a Bernard. Era la primera vez que salían juntos, en sociedad, quiero decir, si es que nosotros éramos sociedad. Por primera vez se evadían de su feliz entendimiento a solas para cenar con gente, y aquella noche estaba bien ser esa «gente». Estaba bien ser testigos del encantamiento continuo en que vivían, de ver cómo se miraban, se escuchaban, también estaba bien estar en la misma habitación que Bernard. No era necesario estar enamorado de él para considerarle inmediata y notablemente amable. Tenía una hermosa cara de actor americano, una gran sonrisa llena de dientes, una pizca de acento de Toulouse, y era locuaz pero no hablaba sin parar: también sabía callarse y sus silencios te hacían sentirte cómodo. Universitario, profesor de economía, era conocido del gran público por su crónica de cada mañana en France Inter. Yo la escuchaba a veces y casi siempre estaba de acuerdo con él cuando hablaba de economía, de la que no entiendo nada, porque él decía que tenía razón en no entenderla, que estaba hecha precisamente para eso, para que no la entendieras, un embrollo al servicio de los ricos. Mantenía grandes polémicas, intensamente ritualizadas, con el periodista liberal Dominique Seux, ante el cual asumía el papel de rojo, pero era un rojo curioso, que formaba parte de la dirección de Attac y del directorio del Banco de Francia. Es un rasgo de Bernard que aprendí a conocer y apreciar: su gusto por tener un pie en cada campo, en cada casta, de circular en ambientes tan distintos como le era posible. Procedente de una tribu de anarquistas de Toulouse, se había casado con la hija de un académico. Vivía en el distrito XVI, en el gran piso burgués de la hija, y frecuentaba al grupo mal avenido de Charlie Hebdo. Allí escribía de economía pero también, y cada vez más, de literatura. Era lo que más le gustaba, la literatura, y de la cual hablamos sobre todo las…, ¿cuántas?, cinco o seis veces en que cenamos juntos. No nos apresurábamos, poco a poco nos estábamos haciendo amigos, teníamos tiempo.

La fuerza mayor

La norma de Vipassana es que tus allegados no pueden ponerse en contacto contigo excepto en casos de fuerza mayor. El atentado era una cosa horrible, la muerte de Bernard también lo era, pero yo no podía hacer nada, no era un amigo íntimo y, como había comentado el taxista del Morvan, que yo estuviese enterado o no, que yo estuviera en París o no, en nada cambiaba los hechos. No era, por tanto, un caso de fuerza mayor. La situación había cambiado aquel 11 de enero de 2015 en que, mientras cuatro millones de franceses salían a la calle para llorar a los redactores de un pequeño semanario satírico cuya existencia ignoraba hasta entonces la mayoría de la población, al igual que el taxista del Morvan, los íntimos de Bernard organizaban su entierro. Decidieron que sería el día 15, en el pueblo cerca de Toulouse donde había nacido. Hélène F. y él llevaban juntos menos de dos años, ella estaba segura de que no ocuparía un gran lugar en la ceremonia en presencia de la familia oficial, pero quería otra cosa. Quería que se evocara el amor de Bernard por la literatura, es decir, concretamente que un escritor que a Bernard le gustaba y al que le gustaba Bernard tomase la palabra. Lo ideal habría sido que hablase Michel Houellebecq, sobre quien Bernard había escrito un libro y de quien se había hecho amigo. Pero Houellebecq estaba de nuevo en el corazón de la tormenta. Sumisión, su nuevo libro, describía una Francia convertida en masa al islam. Hélène F., Bernard y yo lo habíamos leído antes de su publicación y cada uno debía escribir un artículo sobre él, Hélène para Psychologies Magazine, Bernard para Charlie y yo para Le Monde, y en nuestra primera cena juntos, diez días antes del atentado, había sido el tema principal de conversación. Mi artículo era entusiasta, pero Hélène me hizo ver maliciosamente que aunque no lo fuera tanto yo nunca pondría el menor reparo a Houellebecq por miedo a que me tacharan de celoso, cosa que francamente soy, y llegamos a la conclusión de que uno de los beneficios de la meditación es poder confesar que sientes celos sin hacer un drama de un sentimiento tan poco honorable. Sumisión se publicó el 7 de enero, es decir, que la mañana del 7 de enero no hay prácticamente un solo libro que no sea ese en las librerías francesas, ni un solo tema de conversación que no sea ese en los medios franceses, y ese mismo 7 de enero, a las 11.20, dos hombres con pasamontañas, armados con kaláshnikovs, irrumpieron en la sala de redacción de Charlie Hebdo, en el primer piso de un pequeño, triste y moderno edificio de la rue Nicolas-Appert, cerca de République, mataron a doce personas e hirieron gravemente a otras cinco. Naturalmente, hubo quienes consideraron que el atentado era la respuesta a la provocación de Sumisión. Houellebecq volvió a ser objeto de protección policial, su editor anunció que el escritor suspendía la promoción del libro y que se iba al campo. Yo era el segundo en la lista de amigos escritores de Bernard. La situación era clara, ahora existía el caso de fuerza mayor. Yo podía ser de utilidad, y se decidió devolverme al Morvan al término de mi misión. No fue tarea fácil. El hombre de la nuez sobresaliente repitió con una calma exasperante lo que nos habían explicado el primer día, que Vipassana es como una operación quirúrgica practicada en las profundidades del alma y que es muy peligroso interrumpirla. Y, además, ¿estaba realmente justificado hacerlo? ¿Era en verdad algo tan serio? ¿El amigo asesinado era tan íntimo? ¿No podría alguien reemplazarme en el entierro? Hacía estas preguntas no del todo como si no hubiese oído hablar del atentado contra Charlie Hebdo, no, sino como si fuese una desgracia acontecida en Siria o en la franja de Gaza: cincuenta personas, entre ellas niños, muertas por el lanzamiento de un misil es algo terrible, pero, bueno, la vida no puede detenerse por esa causa, de lo contrario se detendría a cada paso. Es la pura verdad: la vida en general y las etapas de la meditación no pueden detenerse cada vez que sucede una catástrofe en el mundo, porque entonces se pararía a cada paso. Es la pura verdad, es de sentido común, pero aun así me hizo pensar en los ayurvédicos.

Los ayurvédicos

Exactamente diez años y siete días antes yo pasaba en familia las vacaciones de Navidad en un pueblo costero de Sri Lanka que fue devastado por el tsunami. Conté todo esto en otro libro y me limitaré a repetir un detalle casi cómico en el segundo plano de aquel desastre. Un grupo de suizos alemanes que había venido para un curso de yoga y de cuidados ayurvédicos ocupaba un ala del hotel donde nos hospedábamos. La sala donde practicaban sus ejercicios estaba en un anexo, hacían sus comidas aparte, los veíamos poco. Eran siluetas periféricas, vestidas con albornoz blanco, no sé por qué con una especie de cofia de plástico en la cabeza. Se les oía de lejos salmodiando sus mantras. Cuando la ola rompió y se lo llevó todo a su paso, y miles de personas murieron o se las declaró desaparecidas, nuestro hotel, protegido por su emplazamiento en la cima de una colina, se convirtió en un refugio para damnificados, en un servicio de urgencias, en una unidad de ayuda psicológica, en la balsa de la Medusa. Todos los que no tenían adónde ir iban a parar allí. Nosotros entablamos una relación especial con una joven pareja francesa. Habían perdido a su hijita de cuatro años y buscaban su cuerpo en todos los depósitos donde se amontonaban los cadáveres con los que no se sabía qué hacer. Los ayudamos como pudimos y Dios sabe que no fuimos los únicos. Todos los que se habían librado como nosotros se ocupaban en todo lo posible de los que no habían tenido tanta suerte. Todo el mundo ayudaba, todo el mundo daba lo que tenía, todo el mundo hacía lo que podía, verlo era incluso hermoso, y tranquilizador sobre la naturaleza humana. Todo el mundo menos los ayurvédicos, que a lo largo de esos días siguieron ocupándose del cuidado de sus cuerpos y sus almas como ni nada hubiera sucedido, como si nada ocurriese a su alrededor. Seguíamos viéndolos en la profundidad de campo, con sus albornoces y sus gorros, caminando lentamente y supongo que en plena conciencia. Seguíamos oyendo sus mantras, transportados por la brisa cálida de los trópicos, sobre el poder del instante presente y la gracia de la compasión.

El abrigo de proxeneta ruso

Hélène F., a cuya casa fui al día siguiente, estaba serena, concentrada. La estreché en mis brazos, me dijo más tarde que yo también estaba sereno y concentrado, y después nos sentamos para conversar. No era solo una conversación de amigos sino de trabajo, lo cual nos facilitaba las cosas a los dos. Ella tenía que ayudarme a escribir el mejor discurso posible para el entierro de Bernard. Tomé notas en una bonita libreta negra, una especie de Moleskine que me habían regalado en ya no sé qué Salón del Libro y en cuya portada estaba escrito: La inspiración. El título me divertía porque la libreta yo la usaba sobre todo para tomar notas por la mañana sobre Patanjali en el Café de l’Église, y porque mi libro sobre el yoga debía titularse en aquella época La espiración. Se lo dije a Hélène F., a quien también le divirtió —en fin, no exageremos—, y sin que yo necesitara interrogarla se puso a navegar entre recuerdos de los dos años de amor con Bernard y los recuerdos de los cinco días posteriores a su muerte; estos dos segmentos temporales colisionaban de un modo a veces bastante extraño. La primera cosa que me dijo, al menos la que yo anoté, fue que no habían pasado juntos su última noche. Bernard seguía viviendo en la rue de l’Assomption, en el gran piso burgués donde había vivido con su mujer, Sylvie, y adonde Hélène naturalmente detestaba ir. Él, por el contrario, se sentía a gusto en casa de ella, en la rue Bellefond, en el distrito IX, no lejos de nuestra casa. De buena gana se hubiera instalado allí, al menos era lo que él decía, pero ella no veía dónde colocarlo en aquel apartamento de tres habitaciones que había alquilado para ella y sus hijos después de haberse separado del padre de los niños y que no estaba en absoluto pensado para un hombre, sobre todo un hombre como Bernard, de quien hay que decir que sus bienes no cabían en una maletita. Por izquierdista que fuera, poseía muchas cosas: muchos libros, también mucha ropa, como aquella pelliza cara del peletero Mac Douglas que llevaba la primera noche en que vino a cenar a nuestra casa y de la que Hélène se reía en broma diciendo que le daba un aire de proxeneta ruso. Bernard la llevaba también el día del atentado, pero ya no la tenía en el instituto médico legal adonde habían transportado su cuerpo unas horas después del atentado. Hélène se preguntaba dónde estaría la pelliza, habría querido que él la llevara aún puesta para que su cuerpo se mantuviera caliente. La pelliza debió de quedarse en un perchero en los locales de Charlie Hebdo y sin duda allí siguió mucho tiempo después de que los precintaran. Bernard amaba la ropa bonita, amaba la buena mesa y las reuniones con muchos comensales. Le gustaba decir tonterías y también que las dijeran los demás. Le gustaban las contradicciones y reivindicaba las suyas. Le gustaba que en un momento en que, viudo y debilitado por un cáncer, ya no esperaba mucho de la vida, aquella rubia guapa y aguzada, que tenía casi treinta años menos que él, se hubiese enamorado tanto de él como él de ella. Le gustaba despertar por la mañana pensando que se amaban y volverse hacia ella en la cama para decírselo. Le gustaba que los dos, sin cansarse, se contasen su encuentro, su historia, aquel amor que de la noche a la mañana había vuelto sus vidas tan vivas. De un modo general, decía Hélène, Bernard amaba la vida y la vida, recíprocamente, le trataba bien, pero también era un hombre terriblemente inquieto y obsesivo. Escondía bien su juego, la gente no lo sabía, pero Hélène sí. Ella tenía la impresión de saberlo todo de él, como si ahora que había muerto todo lo que él era, todo lo que había sido ya solo existiese en el corazón de ella. ¿Quién si no, por ejemplo, conocía aquel cuaderno en el que Bernard apuntaba sus sueños y ponía delante de cada fecha una cifra misteriosa, indescifrable? Ella era la única que sabía que aquella cifra era el número de días que le quedaban de vida. Él se había asignado 1.825 a partir del 1 de abril de 2014. ¿Por qué 1.825? Eso no lo sabía Hélène. Curiosamente nunca había hecho el cálculo que yo hice en su presencia: 1.825 días son cinco años justos, por lo que Bernard había previsto que moriría el 1 de abril de 2019. Estimación demasiado optimista puesto que murió el 7 de enero de 2015, con 1.543 días de adelanto sobre la fecha que se había asignado. Aquel día, él y Hélène hablaron por última vez por teléfono, ya que no habían dormido juntos, y después cada uno partió hacia su trabajo. Debían reunirse por la noche y esta vez él se quedaría a dormir en casa de ella. «Hasta luego, mi amor», le dijo él, y hora y media más tarde ella se hacía en cuerpo y alma esta pregunta obsesiva: «¿Estará muerto?», y tres horas más tarde de nuevo esta pregunta obsesionante: «¿Habrá sufrido?» Respuesta: no, no se sufre si te disparan una bala en la cabeza a quemarropa. En el instituto médico legal Hélène no comprendía qué era el paño blanco que tenía en la frente. Le dijeron: un vendaje para ocultar las sienes perforadas por la bala. Tres veces fue a ver a Bernard al instituto. En cada visita tenía la sensación de que Bernard había empequeñecido, que cada vez estaba más frágil y gris en la mesa mortuoria, que cada vez se le reconocía menos. El 10 de enero, en una sala vecina, había una familia árabe, compuesta sobre todo de mujeres y niños, ruidosamente desconsolados. Alguien le dijo a media voz que era la familia Kouachi. La víspera, el GIGN (Groupe d’Intervention de la Gendarmerie Nationale) había abatido, en una imprenta del extrarradio parisino en la que se habían refugiado, a los hermanos Chérif y Saïd Kouachi, que tres días antes habían asesinado a Bernard y a otras once personas de las que estaban en Charlie Hebdo. Hélène no es de las que piensan que los criminales son indignos de que les llore su familia, ni que verdugos y víctimas pertenecen a dos humanidades separadas. De todos modos, era turbador saber que los cuerpos de los hermanos Kouachi yacían a unos metros del de Bernard. Yo pensé que, aunque es mi manera de ser, no se entendería que en el entierro de Bernard me compadeciese de las familias de los hermanos Kouachi. Tenía la información necesaria para mi discurso, así que me levanté, volví a ponerme el abrigo y fue únicamente en el umbral de la puerta cuando Hélène y yo recordamos al mismo tiempo una pequeña escena de nuestra última cena en aquel piso diez días antes de la tragedia. Habíamos bebido bastante. En el momento de despedirnos, exactamente en aquel lugar en que estábamos, en el pequeño vestíbulo donde los abrigos colgaban del perchero, y en especial el famoso abrigo de proxeneta ruso del que Hélène no desperdiciaba la ocasión de burlarse, Bernard y yo mantuvimos un diálogo bastante divertido para saber si debíamos estrecharnos la mano, como hacíamos hasta entonces, o besarnos en las mejillas. Nos preguntamos cuándo, exactamente, y cómo, se había propagado la costumbre de besarse entre hombres, una costumbre que en nuestra lejana juventud nos habría parecido totalmente ridícula. Y al final nos besamos.

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