Yoga

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II. 1.825 DÍAS » «¡Tetas! ¡Tetas!»

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Estoy jodido

Aquellos besos me sirvieron de epílogo para mi discurso. Me había esforzado, creo que quedó bien. En todo caso complació a Hélène F., y ese era mi propósito. Las semanas siguientes la vi con bastante frecuencia y me asombraba su calma. Tenía la cara lisa, descansada, parecía estar ingrávida. Hablaba continuamente de Bernard, en voz baja, y él le hablaba constantemente. Le decía: «Todo irá bien, mi amor, no te preocupes, todo irá bien», y ella me decía a mí, con voz suave y una sonrisa seráfica: «En este momento estoy un poco drogada, ¿sabes?» Hélène F. es una mujer notablemente sana de mente, hay que serlo para ser consciente en una circunstancia semejante de que estás un poco colocada, y sin duda hay que consentir estarlo para aterrizar cuando llegue el momento. Ella aterrizó, después conoció a un hombre, François, que resulta que es uno de mis amigos más antiguos, y la relación va bien. A priori, no hay motivo para que ella reaparezca en este relato; lo digo, pero aparecen y reaparecen aquí tantas cosas que yo no había previsto y aún menos deseado… Por mi parte, reemprendí mi proyecto de libro sobre el yoga, es decir, que he escrito mis recuerdos de la sesión Vipassana, cuando todavía estaban frescos, de la manera más detallada posible. Lo que el lector acaba de leer es una versión ampliada de este texto que ha sufrido más tarde, como verán si continúan leyendo, no pocas tribulaciones. Al escribirlo no me sentía a gusto. No sabía qué pensar, no sabía lo que estaba contando o, mejor dicho, no sabía lo que el texto contaba. Cuando estaba allí ya sabía que iba a narrar mi experiencia en cuanto me marchara. Así pues, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo, pasé una gran parte de mi tiempo encima del zafu formando frases que relataban esa experiencia. Ahora bien, cuando se forman frases narrando una experiencia es difícil no emitir un juicio. Tal vez sí si eres poeta: utilizas palabras de un modo distinto, cortocircuitas el sentido, la poesía es el lenguaje menos incompatible con esta experiencia no verbal que es la meditación. Henri Michaux hablaba con soltura este lenguaje. Por desgracia yo no soy poeta. Mi oficio, mi talento, es la narración, y mi pregunta en todas las circunstancias puede resumirse así: ¿cuál es la historia? Exactamente lo contrario de la meditación, cuyo objetivo, precisamente, definición número doce, es dejar de contarse historias. Es disolver esta espesa capa de narrativa, de juicios, de comentarios que las personas como yo usan para recubrir diligentemente las cosas como son. Pasé toda la sesión de Vipassana no solo tramando frases sino preguntándome qué pensaba yo de la sesión: ¿me parecía bien? ¿Me parecía mal? Tirando a bien. Pero más allá de los méritos de la escuela Vipassana, lo que yo quería decir, lo que mi relato debería sostener, lo que los lectores deberían entender, es pura y simplemente que la meditación está bien. Que el yoga está bien. No me estaban esperando para que yo lo dijera, lo sé. Simplemente me dispongo a decirlo desde otro lugar, digamos desde otra sección de la librería distinta a la del de desarrollo personal. No solo me propongo decir que el yoga y la meditación te hacen sentirte bien, sino que son mucho más que un pasatiempo o una práctica saludable, son una relación con el mundo, una vía de conocimiento, una manera de acceso a la realidad que merecen ocupar un puesto central en nuestra vida. Esto es lo que me propongo decir a través de mi pobre experiencia. Pero me cuesta decirlo, al regresar de mi retiro Vipassana. Ya no sé cómo decirlo. Ya no estoy tan convencido. Ahora no puedo evitar pensar en los ayurvédicos en albornoz y gorro de Sri Lanka y en los virulentos sarcasmos que su indiferencia y su estupidez inspiraban a Jérôme, el padre de la niña ahogada. «¿Cómo va eso, chicos? ¿Estáis serenos? ¡Me alegro por vosotros!» Sería injusto dirigir los mismos reproches a los adeptos y a los organizadores de Vipassana. No habría servido de nada, no habría ayudado a nadie interrumpir el retiro ni tampoco anunciar algo, porque entonces es cierto que se anunciarían cosas a lo largo de toda la jornada. Así y todo, aunque no tengo ningún reproche moral que hacerles, sí tengo la sensación de que entre la sangre y las lágrimas derramadas en París aquellos días, los sesos de Bernard sobre el linóleo de la pobre salita de redacción de Charlie, la vida destrozada de Hélène F., por hablar aquí solo de personas que conozco, y nuestro cónclave de meditantes ocupados en visitar sus fosas nasales y masticar en silencio su bulgur con gomasio, una de las dos experiencias es más verdadera que la otra. Por definición, todo lo que es real es verdad, pero algunas percepciones de la realidad poseen un mayor contenido de verdad que otras, y no son las más optimistas. Pienso, por ejemplo, que ese contenido es más grande en Dostoievski que en el dalái lama. Resumiendo, estaba un poco jodido con mi libro risueño y sutil sobre el yoga.

La historia poco simpática del asceta Sangamaji

Cuando confesé estas dudas a Hervé él me contó la historia del asceta Sangamaji. Aparece en un importante tratado del budismo antiguo, el Udana, pero en ninguna introducción al budismo reciente, lo cual se comprende por la poca simpatía que despierta esta historia. El asceta Sangamaji medita debajo de un árbol. Antes de retirarse del mundo vivía con una mujer que le había dado un hijo. Los abandonó a los dos a causa de aspiraciones más elevadas o que él considera como tales. Caída en la miseria, la mujer va a pedirle ayuda. Le muestra lo flaco y hambriento que está el hijito de ambos, le suplica. Él no responde, no se inmuta, sigue sentado en la postura del sastre. Ella insiste. Él no abandona su meditación. Ella acaba dejando al niño en el suelo y dice: «Es tu hijo, monje. Cuida de él», y finge que se retira. Escondida detrás de un árbol, observa al asceta y al niño. Este llora sin parar, su llanto es desgarrador. El asceta no le dirige la mirada ni hace un solo gesto. Sigue meditando. Lo más perturbador de esta historia es que no se cuenta como ejemplo de una espantosa sequedad de corazón y de un fervor depravado, como el de los ayurvédicos de Sri Lanka. En lugar de condenar a este asceta que, Hervé dixit, ha mostrado «la empatía de una patata congelada», el Buda le felicita: «Sangamaji no sintió ningún placer cuando vino esta mujer, ningún pesar cuando ella se fue. Está libre de todo lazo. A este hombre yo lo llamo un bramán.» El Buda no habla a la ligera, la compasión es el corazón vibrante del budismo. «¿Entonces hay que pensar», concluye Hervé, «que la de Sangamaji la ejerce en esferas más vastas y brillantes, de una forma secreta pero supremamente eficaz que se nos escapa pero que el Buda percibe?»

«¡Tetas! ¡Tetas!»

Como me quedé frustrado por haber hecho solo la mitad del retiro Vipassana, unos meses más tarde decidí hacer otro, y esta vez me quedé hasta el final. Era interesante, pero se había disipado el efecto de sorpresa que rodeaba de misterio el primero. Yo ya había visto aquella obra, conocía las bambalinas, me aburrí un poco. También hice alguna que otra trampa tomando notas. De esta segunda sesión conservo una frase que responde al menos parcialmente a mi gran interrogante: ¿qué se le pasa por la cabeza a la gente? Lo señalo con tanto agrado porque será la última cosa divertida de este relato durante bastante tiempo. El décimo y último día del retiro concluye el Noble Silencio. Hombres y mujeres vuelven a mezclarse. Hablamos, reímos, fumamos cigarrillos. Nos conocemos. Cesa la solemnidad que inducía el silencio. Los zombis de capucha, sin voz ni mirada, vuelven a ser personas que tienen un oficio, lugar de residencia, opiniones políticas, risa soez o afilada. Es un momento emocionante. Comparas lo que has vivido con lo que han vivido los demás. ¿En qué momento ha sido más duro, cuándo hemos enloquecido, cuándo hemos estado a punto de tirar la toalla? Me junto con un grupito de tipos bastante jóvenes, uno era viajante de comercio, otro viticultor del comercio justo, un tercero trabajaba en la hostelería, hay de todo en los grupos de meditación. Y ha habido un momento en que el chico que curraba en la hostelería, con un forro polar verde y malva, un aro en la oreja, fuerte acento de Béziers, ha dicho que para él había sido durísimo porque por más que hiciera, por más que tratara de seguir la respiración, joder, pensaba continuamente en lo mismo. Diez días seguidos atrapado, sin ninguna distracción, pensando todo el tiempo, absolutamente todo el tiempo en la misma cosa. ¿Y qué era esa cosa?

«¡Tetas! ¡Tetas!»

Me encantó aquel tipo.

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