Yoga

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III. HISTORIA DE MI LOCURA » El lugar donde no se miente

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La habitación secreta

Lo que sucedió en el hotel Cornavin, al regreso del retiro en Morges, fue demasiado emotivo para no tener continuación, como sin duda hubiera sido lo razonable. Antes de separarnos, la mujer que más tarde habría de regalarme la estatuilla de Géminis y yo llegamos a un protocolo de acuerdo. Aparte del hecho de que los dos practicábamos yoga, no sabíamos nada el uno del otro y no intentaríamos saber más. No nos contaríamos nada de nuestra vida. Nos limitaríamos a vernos a intervalos regulares, en un hotel de una ciudad de provincias que no era, pienso, la ciudad donde ella residía. Yo no sabía nada de su marido o su pareja, de sus hijos si los tenía, de su oficio. Por supuesto, basta con escuchar a alguien dos minutos para hacerse una idea bastante precisa de su nivel cultural y de su lugar en la sociedad, y yo imaginaba de buen grado que era, pongamos, abogada y no una vendedora de verduras; mis amores, lamento decirlo, nunca me han llevado muy lejos de mi propia clase social. Pero nunca intenté, por ejemplo, abrir la Moleskine que entreveía en su bolso mientras ella se duchaba. El misterio asociado con nuestra promesa de ignorancia era mucho más fuerte que la curiosidad. Ella, por su parte, nunca me dijo nada que me diese a entender que me conocía como escritor, y creo muy posible que hoy ignore, esté donde esté, la existencia de este libro. No tengo una dirección donde mandárselo, ni siquiera sé cómo se apellida. Nuestra historia no tuvo más testigo que el recepcionista de un hotel de mediana categoría, en una calle discreta de una ciudad también mediana. Nunca se nos habría ocurrido la idea de ir a ver, no sé, una exposición o de caminar juntos por las calles. Entrábamos en la habitación, cerrábamos la puerta tras nosotros y hacíamos el amor, y al hacer el amor subíamos cada vez más alto, hasta el punto de que a veces nos asustábamos. Teníamos miedo de que aquello terminase y miedo de que continuara. También hablábamos mucho. ¿De qué se puede hablar cuando no sabes nada del otro? Todos los temas de conversación normales, sociales, quedaban excluidos, no había ya en aquella habitación, en aquella cama, nada más que nuestros cuerpos y, perdón por la gran palabra, nuestras almas. Nunca he conocido a nadie tan íntimamente como a esa desconocida. La mujer de los gemelos amaba la vida y cuando digo que amaba la vida no quiero decir solamente lo que quiere decir para la mayoría de nosotros: que amaba su vida y llenarla de cosas bellas y agradables. No, lo que ella amaba era la vida, toda la vida, la de los transeúntes en la calle, la vida de las hormigas, le regocijaba realmente ver crecer la hierba. No sabré jamás cómo es vivir así, ya me parece hermoso haber conocido a alguien que tenía ese don tan naturalmente, yo, que a mi vez, a pesar de todos mis esfuerzos por alcanzar el estado de quietud y ensimismamiento beatífico, he conocido más a menudo ese abismo en el hueco de la vida que se llama depresión o locura. En el fondo de aquella pasión, yo no quería ver que ya estaban allí, emboscadas, la depresión y la locura. No quería oír el proverbio tan cruelmente verdadero: «Quien tiene dos mujeres pierde el alma, quien tiene dos casas pierde la razón.» Yo creía que mi razón era sólida, que estaba bien enclavijada en el cuerpo gracias al amor, al trabajo, a la meditación. Me decía a mí mismo que al tener una relación tan circunscrita no solo no corría el riesgo de perder mi alma, sino que gobernaba mi vida con sensatez. Me resignaba sensatamente a perder lo que no era posible conservar. «¿Sensatamente? ¿No exageras un poco? ¿No piensas un poco demasiado en lo que te viene bien?», me dijo Hervé cuando le hablé en confianza, a él y solo a él, de aquella relación. Bueno, quizá no «con sensatez»: ya era hermosa si se mantenía en secreto y no causaba daños. Una noche nos entró hambre y el recepcionista nos indicó el único restaurante todavía abierto en el barrio, uno de la cadena L’Entrecôte, cuya ventaja consiste en que cierran muy tarde y solo sirven entrecots con patatas fritas y una salsa que es un secreto bien guardado de la casa. Fue en aquel restaurante donde ella me anunció que pronto se iría a vivir muy lejos con su familia. Era la primera vez que mencionaba a su familia y lo hizo de un modo deliberadamente vago, sin que yo supiera, por ejemplo, cuántos hijos tenía ni de qué edad, y cuando le pregunté qué entendía ella por «muy lejos» me respondió, también vagamente: «En el hemisferio sur.» Fue asimismo en aquel restaurante, y a continuación de este anuncio, donde formulé el deseo aparentemente irrealista de que nuestra historia durase para siempre, es decir, hasta que uno de los dos muriese. Con tal de que permaneciese en la clausura del secreto y de que no saliera nunca a la luz pública, nada impedía que nuestra historia prosiguiera así durante años, decenas de años. Poco importaría que la mujer de los gemelos partiera al hemisferio sur, como ella decía: nuestra habitación secreta seguiría existiendo. No sería ya en aquel hotel de una ciudad provinciana francesa sino en un motel de Nueva Zelanda, en Sudáfrica o en Tasmania. Ya no sería posible vernos cada quince días, pero yo me las arreglaría para verla cada seis meses, en el peor de los casos una vez al año, y en el fondo no cambiaría nada. La cita anual en un motel del hemisferio sur seguiría siendo siempre algo que nos pertenecía y que solo conocíamos nosotros, lo más valioso de nuestra vida. Y desde el momento en que formulé este deseo en el restaurante L’Entrecôte en el que éramos los últimos clientes, fue inmediatamente evidente para los dos, como ordenaba la razón, que no era un ensueño amable y sin consecuencias, sino algo factible, absolutamente factible. Y no solamente algo absolutamente factible, sino algo que sucedería. Que llegaría de verdad, que llegaría sin duda, forzosamente: ya no era un deseo sino una certeza. Nos miramos por encima de nuestros entrecots y de nuestras copas de vino tinto, y yo le dije que un día, al cabo de diez, de veinte años, nos acordaríamos de esa noche y diríamos: «Ya ves, ha sucedido y seguirá sucediendo, y solo acabará cuando uno de los dos muera.» Ella sonrió cuando le dije esto, y al verla sonreír mientras los camareros volcaban las sillas sobre las mesas a la espera cada vez más insistente de que nos marcháramos, de repente, sin haberlo visto venir, me eché a llorar, y un poco más tarde, cuando volvimos a la habitación del hotel Cornavin, le dije: «¿Sabes por qué he llorado? No porque vas a irte, eso podremos arreglarlo, sino porque he pensado que ibas a morir. No era el miedo a que te sucediera un accidente, sino la evidencia de que un día morirás, como todo el mundo. Espero que tarde, espero que anciana, espero que después de mí, pero por tarde que sea un día el mundo existirá sin ti. Y eso me ha hecho llorar porque no conozco a nadie tan vivo como tú, porque tú eres para mí la faz de la vida.»

El lugar donde no se miente

Es pensamiento mágico, desde luego, pero sitúo en aquella noche el principio del desastre. Al asegurar también a la mujer de los gemelos que nos amaríamos siempre, que un día lejano rememoraríamos nuestra vida y recordaríamos ese deseo que contra todo pronóstico se habría realizado, me dejé arrastrar por un entusiasmo sincero, pero al mismo tiempo desafié a los dioses: hibris. Aspirando a la unidad, pacté con la división. ¿Qué puedo decir de este desastre del que hablo? ¿Qué debo callar? Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a este imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento. Puedo afirmar tranquilamente, podría afirmar tranquilamente ante el tribunal de los ángeles que escribo «sin hipocresía», como exige Ludwig Börne, lo que me acontece, lo que pienso, lo que soy, lo cual, ciertamente, no me brinda motivos para alardear. Pero Ludwig Börne exige también que se escriba «sin desnaturalizar», y normalmente yo lo procuro también, pero aquí es distinto. Cada libro impone sus reglas, que no se establecen de antemano, sino que descubre el uso. No puedo decir de este libro lo que orgullosamente he dicho de otros varios: «Todo lo escrito es cierto.» Al escribirlo debo desnaturalizar un poco, trasponer y borrar otro poco, sobre todo borrar, porque puedo decir de mí lo que quiera, incluidas las verdades menos halagüeñas, pero no de otras personas. No me arrogo el derecho y no abrigo en el fondo el deseo de contar una crisis que no es el tema de este relato, y por eso voy a mentir por omisión y a abordar directamente las consecuencias psíquicas y hasta psiquiátricas que esta crisis ha tenido para mí y exclusivamente para mí. Porque ocurrió exactamente lo que, con la edad, estaba seguro de que ya no ocurriría. Mi vida, que yo creía tan armoniosa, tan fortificada, tan propicia a la escritura de un ensayo risueño y sutil sobre el yoga, avanzaba en realidad hacia el desastre, que no vino a causa de circunstancias exteriores, el cáncer, un tsunami o los hermanos Kouachi, que sin previo aviso dan una patada a la puerta y abaten a todo el mundo con kaláshnikovs. No, vino de mí. Vino de esta tendencia a la autodestrucción de la que presuntuosamente me creía curado y que se desencadenó como nunca y me expulsó para siempre de mi cercado.

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