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III. HISTORIA DE MI LOCURA » «… pero recaídas rápidas»

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El cartel de la exposición Dufy

Es una playa de Normandía o de Bretaña, en todo caso de la costa atlántica. Un pontón se adentra en las olas. El cielo está nublado, luminoso. Mujeres con vestidos y sombreros, sentadas en sillas plegables o en la arena, miran jugar a unos niños. Pintura apacible, sin complicaciones: es el cartel de una exposición consagrada a Raoul Dufy, amarillento y fatigado como son los carteles que decoran las salas de espera donde tampoco renuevan las revistas. Esta playa, este cuadro, este cartel, es para mí el espectáculo más triste del mundo, y no solo el más triste: el más aterrador. Espero no verlo nunca más. Solo pensarlo, soñar con eso, es ir a donde no hay que ir en ningún caso. Es el mal lugar por excelencia, es el lugar del Mal. Este cartel, esta playa, es lo primero que veía cuando emergía a la superficie en la sala del despertar, al regreso del electroshock que se practica con anestesia general. Cuando recuperaba la conciencia estaba acostado en una camilla. Había a mi alrededor otras camillas, otros pacientes tumbados en otras camillas, pero no los veía. Es curioso, al escribir esto pienso que mi camilla estaba siempre orientada de tal forma que al abrir los ojos siempre veía, siempre, esa playa normanda y esas señoras con crinolinas vigilando a sus hijos con trajes de marinero. Es curioso, es así. Recuerdo cada uno de esos despertares como un momento de angustia insoportable. Lo que los hacía inaguantables era la imposibilidad de considerarlos un momento que se pudiese relativizar y al que podría seguirle un momento mejor. No era un momento, ya no habría momentos, nunca los había habido: era la eternidad, una eternidad de angustia y de espanto. La Realidad última de la que hablan los místicos, y de la cual Hervé y yo conversábamos caminando por el Valais, era pues eso: ese cuadro de Dufy y el mal infinito que irradiaban aquellas señoras con crinolinas y sus hijos con trajes de marinero. Yo había visto lo que no se debe ver: el fondo del saco. Y, como en algunas pesadillas que tenía de niño y que, como toboganes, precipitaban mi descenso hacia un lugar de perdición, oía una voz que me decía al oído, con calma, amablemente, y lo peor de todo era el tono amable: «Has llegado. Estás aquí. No lo sabías pero en realidad siempre has estado aquí. Te has contado esta larga historia complicada a la que llamas tu vida, una historia según la cual has nacido, has tenido padres, has ido a escuelas, has conocido gente, has viajado, has aprendido lenguas extranjeras, has leído libros y has escrito algunos, has amado a mujeres, has acariciado su cuerpo, a fin de cuentas es eso lo que más has amado, has tenido hijos, has hecho yoga, has cagado y meado, has sido feliz a veces, has sufrido más porque eres así, has hecho sufrir también porque eres así, y luego llega un momento en el que esta larga historia llena de personajes y de acontecimientos que tu llamas tu vida desemboca aquí. Aquí donde está la angustia infinita, aquí donde está el pozo sin fondo, aquí donde está el llanto y el crujir de dientes y donde aúlla tu vecino de la unidad protegida. La terminal. Estás de vuelta. Te esperábamos.

Ya estás aquí».

TEC

«Debilitamiento tímico importante, con dolor moral intolerable, sentimiento de angustia, de incurabilidad, numerosos accesos de llanto, impresión de bradipsiquia». Se adquiere vocabulario en psiquiatría: la bradipsiquia es una ralentización del flujo del pensamiento, y el mío debía de estar muy ralentizado, aparte del dolor moral intolerable, para que el equipo médico hubiera decidido recurrir a la artillería pesada, es decir, a lo que en otro tiempo se llamaba electroshock y que hoy se llama TEC, terapia electroconvulsiva. Este cambio de nombre obedece al propósito de que se olvide la reputación arcaica y bárbara de un tratamiento que de inmediato hace pensar en Antonin Artaud en Rodez o en Alguien voló sobre el nido del cuco. Después de haberla prácticamente abandonado por estas razones, esta terapia volvió a utilizarse a partir de los años noventa. Hoy día se considera que esta crisis de epilepsia artificial, que supuestamente provoca en el paciente una especie de reset, de reinicio del sistema, es un tratamiento puntero, recomendado para las depresiones muy graves y ciertos casos de esquizofrenia. Recurrir a él, sin embargo, es una decisión difícil que en general el paciente no está en condiciones de tomar: era mi caso. Si plantean a los familiares esta decisión es porque la impone la religión de los psiquiatras: hay que hacerlo. Dan a entender incluso que no les queda ningún otro recurso. Hemos llegado al límite, si queremos salvar a este hombre queda esto o nada. François Samuelson, mi agente y amigo desde hace treinta años, fue el principal interlocutor de Nathalie en aquel momento, y me contó las horas de angustia que vivieron antes de dar finalmente luz verde: bien, si no hay elección, ustedes saben lo que hacen, adelante. Ahora bien, ¿de verdad no había elección? ¿Habría salido de mi situación sin eso? ¿Cómo habría salido sin eso? ¿Qué rumbo habría tomado mi vida si en lugar de ir a SainteAnne y despertarme catorce veces seguidas delante del cartel atroz de la exposición Dufy hubiera partido a Irak, aunque fuera hecho trizas? No lo sé y no lo sabré nunca. Nunca se sabe lo que habría pasado si se hubiese seguido el otro camino. A veces me digo que el peligro y la adrenalina me habrían devuelto el gusto por la vida, otras veces que la alternativa no era «la TEC o Irak», sino «la TEC o la muerte»: es lo que piensa el psiquiatra que ha seguido supervisando mi estado desde entonces y en quien tengo una gran confianza. En el servicio que dirige ha visto desfilar depresiones melancólicas. Sabe evaluar el riesgo de suicidio que en mi caso estimaba muy alto, y yo mismo me doy cuenta, al releer estas páginas, de que no encuentro palabras para expresar, de un modo realmente palpable, ese «sufrimiento moral intolerable» del que habla mi historia clínica. Si no encuentro palabras es porque hoy me separan demasiada distancia y desapego para ser capaz de acordarme, describir, nombrar el horror en el que entonces estaba inmerso y sobre todo, pienso, porque no hay palabras para expresarlo. Lo que cuento parece horrible, pero en realidad era mucho más horrible, de un horror inefable, indescriptible, innombrable y, aunque no existe la palabra, da igual, la invento: inmemorable. Cuando ya no lo vives no puedes acordarte de aquello, afortunadamente. Así que tal vez sí, la TEC me salvó la vida. La mejoría, fuera la que fuese, no fue espectacular. A lo largo de todo el tratamiento, mi historia clínica habla de «evolución no lineal con momentos de mejoría tímica, sin clara recuperación del impulso vital». «Debilitamientos tímicos importantes, con angustia e ideas negras» y «trastornos mnésicos crecientes». Ah, sí, los trastornos mnésicos crecientes… Hay que hablar de ellos, hablemos.

Trastornos mnésicos crecientes

Estos trastornos de la memoria son, en mi experiencia, el gran y grave efecto secundario de la TEC. Te dicen que son pasajeros, que vuelven los recuerdos, que en el peor de los casos solo afectan al período de tratamiento, pero no es cierto. Escribo estas páginas tres años después del tratamiento y mi memoria sigue siendo un campo de ruinas. El azar ha hecho que hace unos días escuchara una versión de «La chanson des vieux amants» de Jacques Brel, interpretada por la cantante norteamericana Melody Gardot, versión que me gustó tanto que quise saber más de esta cantante, y lo primero que leí fue una entrevista donde ella cuenta lo siguiente: a consecuencia de un terrible accidente sufre tal pérdida de memoria lejana y próxima que todas sus jornadas empiezan como una ascensión al Everest. Antes de levantarse tiene que reunir la máxima cantidad de recuerdos accesibles y útiles, no solo sobre lo que debe hacer en las horas siguientes y sobre lo que hizo el día anterior, sino sobre toda su historia y hasta su identidad. Para ella representa un esfuerzo recordar cada mañana su nombre, su edad, los acontecimientos principales de su vida. Yo no he llegado a ese extremo, pero a menudo me sucede que hablo con un amigo sin recordar de lo que hemos hablado la víspera, y ni siquiera que hemos hablado la víspera. Continuamente tengo miedo de que las personas a las que amo me crean negligente o desatento o aquejado de un alzhéimer incipiente, lo que, por otra parte, sería tanto menos inverosímil porque el riesgo de contraer alzhéimer, así como el de suicidarse, es veinte veces más elevado que la media en los enfermos bipolares. Ahora bien, no hay mal que por bien no venga, y si la destrucción de la memoria es un daño colateral de los electroshocks, para mí tuvo una ventaja, colateral también y totalmente inesperada, y es que me puse a aprender versos.

Aprendo versos

Un día, tomando un chocolate caliente en la cafetería de Sainte-Anne, me quejé de esos trastornos mnésicos a mi amigo Olivier Rubinstein, que me dijo: «Deberías aprender poemas, te reactivarían las neuronas.» Olivier, que estaba muy vinculado con Claude Lanzmann, hablaba siempre con admiración de su extraordinario repertorio poético: se sabía de memoria miles de versos franceses y no era raro que en una velada declamase con aquel énfasis arrogante, ronco, colérico, que le volvía magnífico y odioso al mismo tiempo, «Le bateau ivre» o «Booz endormi». En cuanto a mí, nunca he sido lector de poesía. Aunque lo lamento, incluso toda la vida me he considerado totalmente negado para la poesía, pero Olivier me trajo la maravillosa antología de la poesía francesa de Jean-François Revel, que yo poseía sin haberla abierto prácticamente desde hacía decenas de años, desde el tiempo en que nos cruzábamos con su autor empujando su carrito lleno de botellas de tintorro en el Codec de Paimpol, y que en aquella horrible mala racha me hizo la vida más llevadera. Lo que hace que la antología sea maravillosa es que no es un cuadro de honor ni el resultado de un consenso, sino la expresión del gusto particular, absolutamente independiente, de un hombre que, escuchando solo a su oído, puede recordar un único verso de un poeta archicelebrado y memorizar en cambio todo lo que nos dejó Louise Labé. Posteriormente aprendí muchos otros poemas, pero el primero fue precisamente este soneto de Louise Labé, una elección que no creo necesario justificar después de todo lo que acabo de contar:

Yo vivo y muero; yo me quemo y me ahogo

Calor extremo siento al padecer el frío.

La vida me es en demasía dulce, en demasía dura;

Entremezcladas tengo penas con alegrías.

De pronto río y lagrimeo de pronto,

Y en medio del placer sufro muchos dolores

Mi bien se va y dura para siempre:

A un tiempo mismo me seco y reverdezco,

Así el amor sin constancia me lleva

Y cuando creo que es mayor el dolor.

Sin que lo piense me encuentro ya sin pena.

Después, cuando creo mi alegría segura

Y encontrarme en lo alto de la dicha que ansío,

Una vez más me arroja en la primera pena.

(Traducción de Miguel Ángel Frontán.)

«Buena eficacia transitoria…»

Me dejan salir de Sainte-Anne a finales de abril, el informe acaba con este dictamen: «Buena eficacia transitoria, pero recaídas rápidas». Lo cierto es que he mejorado, incluso mucho, durante al menos tres meses. La medicación parece surtir efecto. Los psiquiatras me autorizan a viajar a Irak, donde el reportaje con Lucas se parecerá mucho a su tráiler, es decir, a las horas tranquilas de letargo que pasamos el invierno anterior en el consulado de la avenue Foch. Tanto en Bagdad como en París haremos antesala en sofás profundos y horrendos, bebiendo vasitos de té muy fuerte, muy azucarado, delicioso, hasta que al cabo de varias horas de espera nos introduzcan en el despacho de un alto funcionario, ulema o ayatolá, chií o suní, para que nos largue kilómetros de huecos discursos político-religiosos. De un alto funcionario a otro, circulamos en un jeep blindado entre los muros de hormigón que rodean y protegen de atentados con coches bombas todos los edificios de Bagdad y la convierten en una ciudad totalmente amurallada. Ninguna amenaza tangible, ningún peligro patente: en este sentido estoy un poco decepcionado. No encontraremos el Corán de sangre. Su rastro se pierde en la famosa mezquita de minaretes con forma de kaláshnikovs, llamada «madre de todas las batallas», donde fue expuesto hasta su traslado a un lugar desconocido, probablemente en Arabia Saudita. Como el objeto de nuestra investigación se ha desplazado insensiblemente de Sadam a su misterioso calígrafo, que parece haberse refugiado también en Arabia Saudita, Lucas y yo proyectamos ir allí para continuar nuestro reportaje y sobre todo para recuperar la amistosa complicidad que tan agradable ha hecho nuestra estancia en una ciudad tan poco agradable como Bagdad; pues Irak es de todos modos el arquetipo de lo que Donald Trump, con su lenguaje coloquial, llama a shitty country, un país de mierda.

«… pero recaídas rápidas»

Llega el verano, nos instalamos en nuestro cuartel estival de la isla de Patmos, donde tenemos una casa al pie del monasterio dedicado a san Juan, que se supone que escribió aquí el Apocalipsis. En mis representaciones de vida serena y de madurez radiante, Patmos desempeña el papel de Ítaca, pero apenas pisar la isla de la que esperaba quietud y una rutina lenitiva, me ocurre algo que se me escapa y me aterra. Al principio intento ocultarlo, sobre todo a mí mismo. Todo el mundo tiene nubes pasajeras, no hay motivo de alarma. Pero sí lo hay, y esta inquietud se alimenta ella misma. Tengo miedo de que la locura vuelva. Tengo miedo de ser el juguete de una especie de monstruo interior sobre el que no tengo ningún control. Tengo miedo de que un repentino arrebato de agresividad, que no es propia de mí, anuncie una crisis maníaca. Tengo miedo de su repercusión depresiva. Tengo miedo de los efectos subterráneos de los medicamentos que me han recetado y que quizá me cambien sin que yo lo advierta. La armonía de Patmos, que yo anhelaba, empieza a pesarme. Me irrita. Me gustan las vacaciones con tal de trabajar, al menos un poco. En cuanto sale el sol, tengo por costumbre hacer un poco de yoga en la terraza y luego ir a escribir en el único café abierto del pueblo. Soy el único cliente. Cuando empiezan a llegar otros, levanto el campamento y voy a la panadería a comprar brioches y napolitanas que llevo a casa para un desayuno que se alarga, a tenor de los despertares sucesivos, de las teteras y cafeteras que se reponen continuamente durante casi toda la mañana. Me gustaban estos rituales alegres y distendidos, me gustaba que mis amigos se reuniesen debajo de nuestra parra, me gustaba ser el anfitrión generoso. Ahora me siento un extraño en nuestra casa, un extraño febril e irritable. Aunque lleve todas las mañanas mi carpeta de notas sobre el yoga, ya no tengo nada que escribir en el café, no tengo nada que decirle al dueño del café con el que en una situación normal me agrada charlar, nada que decir a mis amigos. Ya no me apetece recitar a nadie todos esos versos de Ronsard o de La Fontaine, de Apollinaire o de Yves Bonnefoy que me he obcecado en aprender con la esperanza de atajar mi angustia y que no atajan nada en absoluto.

Abandona casas, vergeles y jardines,

Jarrones y vasos que modela el artesano

Y entona tu responso al estilo del cisne

Que canta su óbito a la orilla del asiático río.

Hecho está: he devanado de mi destino el hilo

Viví y dejo un nombre recordable…

Hoy me importa un comino lo poco o lo muy insigne que llegue a ser mi nombre. Todo lo que tenía importancia para mí, todo lo que he soñado, gloria y residencias, amor y sabiduría, ya ni siquiera sé qué es. Doy vueltas, o bien estoy postrado o bien no me estoy quieto, ya no sé cuál es mi sitio. Me he convertido en un fantasma al que los amigos miran inquietos. Es el comienzo de lo que se llama la crisis de los refugiados. No se puede decir que se oiga hablar mucho de Patmos, pero centenares, miles de inmigrantes llegados de Afganistán, de Eritrea, de Somalia y sobre todo de la Siria en llamas de Bashar al-Ásad afluyen cada día hacia las costas griegas. Las apacibles islas del Dodecaneso, a poca distancia de Turquía, los acogen de manera selectiva. Las más exclusivas, como la nuestra, se libran de lo que habitantes y veraneantes coinciden en considerar una plaga, sin decirlo demasiado alto, mientras que las menos distinguidas, como Leros o Lesbos, reciben más de lo que les corresponde. Nuestra amiga Laurence de Cambronne, que era periodista antes de vivir en Patmos la mitad del año, ha vuelto al trabajo para hacer un reportaje en Leros. Viene a comer a casa, nos cuenta, se exalta, se indigna. Habla de la valentía de los inmigrantes, de la indiferencia de unos, de la abnegación de otros, de una historiadora norteamericana que lo ha dejado todo para hacer allí, nos dice, un trabajo formidable. Al escucharla nos avergüenza un poco nuestra despreocupación de afortunados del mundo, vestidos de lino blanco elegantemente arrugado y principalmente ocupados en elegir la playa del día en función de la taberna y del viento. Yo me digo que Bagdad me vino bien y que, en esa isla tan cercana donde suceden cosas graves, el destino me brinda quizá una segunda oportunidad de escapar de mí mismo. De modo que a la mañana siguiente bajo al puerto con un petate que contiene ropa y mi carpeta de notas sobre el yoga y me embarco, sin saber que abandono para siempre nuestra Ítaca, en el ferry a Leros donde me espera Frederica Mojave.

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