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IV. LOS CHICOS » Michael Haneke

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Frederica

Imposible no verla en el muelle. Frederica es muy grande, como mínimo un metro ochenta y cinco, de poderosa factura, con una cara angulosa e ingrata en la que de inmediato he visto nobleza. Sexagenaria, melena de pelo gris espeso, lleva un vestido azul marino demasiado elegante para una isla griega en pleno verano y me recibe con brusquedad, sin proponerme que nos sentemos a tomar un café, sin ni siquiera preguntarme por Laurence, que nos ha puesto en contacto. El taller de escritura que ella anima empieza dentro de media hora. No hay tiempo que perder. Casi corremos, la sigo hasta un comercio que alquila escúteres. Alquilar una es lo primero que se hace en una isla griega, es un trámite rápido, pero me sorprende que Frederica monte detrás de mí. ¿Vive en Leros todo el año y no tiene una escúter? ¿Tampoco un coche? ¿Cómo se las arregla? Responde con fastidio a mi pregunta: «Me las arreglo», y ya estamos en marcha, ella me guía. A primera vista, Leros es muy diferente de Patmos y de las otras islas griegas que conozco. Las casas no son fotogénicos conjuntos de cubos blancos con postigos azules, sino chalés de arquitectura modernista, vestigios, como sabré más tarde, de la ocupación italiana en los años treinta. Son chalés deslucidos, resquebrajados, rodeados de jardines que son pasto de la incuria. Se ven también grandes edificios neoclásicos bordeando lugares diseñados con compás, demasiado grandes, demasiado circulares, demasiado vacíos, y que bajo el sol abrasador me recuerdan las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico. Raíces enormes revientan el pavimento de las carreteras sobre las cuales duermen perros que quizá no sean sarnosos, pero es el adjetivo en que uno piensa espontáneamente para describirlos. Frederica ha debido de percibir mi asombro, desde el asiento trasero se inclina por encima de mi hombro: «Esto es África.» Tal vez sí, a mí me recuerda más bien San Clemente, la isla cercana a Venecia que es en su totalidad un vasto manicomio y sobre la cual Raymond Depardon y Sophie Ristelhueber realizaron un documental sobrecogedor. Precisamente pasamos al lado del hospital psiquiátrico, un extenso conjunto de pabellones destinado a acoger a los dementes de todo el Dodecaneso y que en su mayoría se ha transformado hoy en un hotspot, es decir, un campo de refugiados. Desde la carretera polvorienta se ven contenedores, alambradas, policías. Ni un solo árbol en este rincón de la isla, ni una sombra. «Hay mil personas ahí dentro», me grita al oído Frederica, «pero no permiten la entrada.» Cuando llegas de la elegante y apacible Patmos sorprenden estas imágenes que son casi de guerra. Todo esto es moderadamente claro para mí, mi desastre personal me ha dejado poco tiempo para seguir la crisis de los refugiados, no sé muy bien el contenido del acuerdo firmado hace unos meses entre Turquía y la Unión Europea. Si he venido aquí es porque busco un lugar adonde ir cuando no sabes adónde ir, y tengo la sensación de haberlo encontrado.

En el Pikpa

Lo que llaman el Pikpa es un edificio impresionante, también de arquitectura mussoliniana, que era, al igual que muchos edificios de la isla, una dependencia del hospital psiquiátrico que han destinado de emergencia a la acogida de los inmigrantes. Cuando entras en el vestíbulo te dices que es una suerte relativa, pero una suerte aterrizar aquí en vez de en los contenedores y el pleno sol alambrado del hotspot. Es limpio, claro, ventilado. Hay niños que juegan, se ríen, se persiguen. Jóvenes llegados un poco de todas partes de Europa se ocupan de ellos. Un programa expuesto en la entrada anuncia cursos de lenguas (griego, inglés, alemán), de jardinería, de cocina, de yoga y de creative writing, el que imparte Frederica. Lo hace en un aula habilitada como dormitorio que comparten nuestros cuatro estudiantes. Literas, cortinas improvisadas para aislarse todo lo posible y en medio dos mesas unidas alrededor de la cual nos aguardan sentados, muy formales: cuatro adolescentes vestidos con camisetas muy limpias y vaqueros; ninguno lleva shorts, al contrario que las tres cuartas partes de la gente aquí. El dormitorio también está muy limpio, no hay nada desordenado en él, porque son ordenados, quizá, pero sobre todo porque no tienen muchas pertenencias. Frederica me presenta como Emmanuel, un escritor francés que ha venido a compartir su competencia: lo expresa así, to share his competence. Al decir esto, gira bruscamente la cabeza hacia la izquierda, como si la hubiesen llamado, como si buscara a alguien o algo a su izquierda, pero nadie la ha llamado, no hay nadie a su izquierda. Cuando vuelve a mirarnos, su cara permanece unos instantes inquieta. Sus alumnos parecen acostumbrados a este tic frecuente, quizá cada cinco minutos. Yo también me acostumbraré enseguida. Pide a cada uno que se presente a su vez. A su alrededor, en el sentido de las agujas del reloj, están Hamid, un chico guapo de aspecto serio, afgano, diecisiete años; Atiq, menos guapo pero de rostro abierto, sonriente, también afgano y de diecisiete años; Mohamed, que es paquistaní, menos agraciado, más temeroso, dieciséis años, y por último Hassan, afgano, el más joven, quince años. Frederica concluye las presentaciones, y dirigiéndose exclusivamente a mí, puesto que trabaja con los cuatro chicos desde hace ya varias semanas: «Frederica», dice, «pero la gente me llama Fred o Erica, como prefieras.» «De acuerdo, te llamo Erica», digo. Los chicos se parten de risa, Erica también, le pregunto por qué, Atiq me explica que Hamid y él han elegido llamarla Fred, mientras que Mohamed y Hassan la llaman Erica, y ese pequeño conflicto, this small conflict, les divierte mucho: es como si tuvieran dos profesores en lugar de uno, de caracteres distintos. Atiq se dirige a mí directamente. Me mira, trata de atraer mi atención, es el único que habla bien inglés. Erica añade que ella es americana, que procede de Boise, Idaho, donde era profesora de historia medieval y que ahora vive en Leros, donde también comparte sus competencias. Solo habla inglés, no habla griego, y aún menos farsi, como Hamid, Atiq y Hassan, o urdu, como Mohamed. En los dos meses que llevan aquí juntos, Atiq se ha propuesto enseñar inglés a los otros tres. Hamid es el único que realmente ha aprovechado estas clases, por lo que ambos sirven de intérpretes a Mohamed y Hassan. Hamid me explica que todos se conocieron en el gran campamento de Moira, en Lesbos, y que se consideran afortunados por haber sido enviados juntos a Leros. Forman una banda, casi una familia, y no hay nada más valioso en el curso de un viaje como el que han hecho. Pueden contar con los demás, tienen miedo de que los separen. Al mismo tiempo, añade Atiq, siempre dirigiéndose a mí, saben muy bien que los separarán, y estaría muy bien si al menos dos de ellos consiguieran seguir juntos. Es conmovedor y cruel, en este chico de diecisiete años, esta manera de no hacerse ilusiones, esta conciencia de que la vida es una máquina que separa. Conmovedor y cruel es también lo que yo adivino y Erica me confirmará: a Atiq y Hamid les caen bien Mohamed y Hassan, pero si hay dos que deben seguir juntos, que serán lo bastante avispados para no permitir que la vida los separe, serán ellos dos, mala suerte para los otros dos, que tienen menos armas para la supervivencia. Los observo a ambos a lo largo de toda la sesión, que durará una hora y media sin que nadie dé señales de cansancio: Hamid es realmente guapo, de rasgos finos, ojos negros aterciopelados y melancólicos, Atiq es bastante menos agraciado, con la cara arrasada por el acné y ya la promesa de una papada, pero el carisma y la vitalidad le acompañan, es su líder natural, es él quien se llevará de calle a las chicas, o quizá ya lo hace; no, me extrañaría, son sin duda vírgenes los cuatro.

«The night before I left»

Frederica ha pedido a los cuatro chicos que trabajen sobre el tema The night before I left: la noche antes de mi partida. Como era de esperar, Atiq es el primero que entrega su trabajo. Ha escrito e impreso en las oficinas del Pikpa un texto de dos páginas que nos lee avisándonos de que no va a empezar por la última noche sino por la antevíspera. Transcurre en Quetta, Pakistán, donde le han criado su tía y el marido de su tía tras la muerte de sus padres cuando él era muy pequeño. Ha ido a fumar una shisha con unos amigos: una buena velada de bromas y juegos, lo ha pasado bien. Atiq es sociable, para él es muy importante tener buenos amigos, chicos con los que puede contar y que pueden contar con él. Vuelve a casa bastante tarde, su tía y el marido de su tía, que deberían dormir desde hace rato, le esperaban al pie del edificio. Él pensó que estaban preocupados y enfadados porque llega tarde y que iban a echarle una bronca, pero no: le esperaban para comunicarle que iba a partir para Europa dos días después. Lo habían acordado con su tío, que vive y trabaja de cocinero en Bélgica y que organiza y paga el viaje. No le han dicho nada a Atiq de este arreglo. Lo han tramado todo a sus espaldas, por su bien pero a sus espaldas, y se siente estafado. Lo dice. Sus padres adoptivos se sienten incómodos como si no hubieran previsto esta reacción. A la mañana siguiente, su última mañana normal, la tía le da cincuenta dólares para que vaya a comprar ropa para el viaje: vaqueros, camisetas. Da la impresión de que ella espera que el dinero suavice la cosa. Pero es muy fácil hacer esas compras porque el tío es el regente del supermercado encima del cual vive toda la familia. Atiq baja al supermercado, da vueltas por los anaqueles, pero está tan triste que no se prueba ni compra nada. Piensa un momento que va a hacer la ronda de sus amigos, a despedirse de ellos uno por uno, quizá a gastar los cincuenta dólares en invitarlos para una última velada como las que acostumbran a pasar juntos, como han pasado la de la víspera. Pero se dice que va a ser horrible. Si pensara que va a volver a verlos sería fácil, hasta podría ser alegre, pero la verdad, que ninguno de sus amigos ignora, es que sin duda no volverá a verlos nunca, y, entonces, ¿qué decirles? Va a ser demasiado triste, es demasiado triste. Se contenta con ir a la tumba de sus padres para decirles adiós. Después refiere la cena con su tía y la familia. La comida tiene un sabor raro, no consigue comer. Es muy extraño porque se diría que es una noche normal, hablan de cosas normales, no de su partida, y sin embargo va a partir para siempre a las cuatro de la mañana, a los dieciséis años. Su tía va a verlo a su habitación para ayudarle a preparar el equipaje. Es una bolsa de deporte, la bolsa donde suele meter su equipo de tenis, el mango de la raqueta sobresale. Atiq juega bien y se pregunta si va a llevarse la raqueta. Cuando hace ademán de llevársela, su tía la saca de la bolsa y la guarda de nuevo en el armario, sin decir palabra. Está asombrada, incluso descontenta porque no ha gastado los cincuenta dólares que le ha dado para comprar ropa. De todos modos, él tiene lo que necesita, doscientos dólares en una riñonera. Tiene que llevarse su chaqueta polar de lana, dice la tía, hará frío en algunas etapas del viaje. Cuando dobla e introduce la chaqueta en la bolsa, de pronto Atiq se echa a llorar, a llorar como un niño. Su tía no le estrecha entre sus brazos sino que le dice muy seria, como se habla a un hombre: «No llores, hijo mío, en la vida tenemos que abandonarlo todo, y al final abandonamos la vida, así que llorar no sirve de nada, no llores.» Atiq pasa las horas que le quedan deambulando por la casa de su infancia, empujando las puertas de los cuartos que ya han perdido su aspecto normal. Se siente —he reparado en la ráfaga de adjetivos— confused/sad/angry/lonely. Ya no es su casa, la casa de la que habrá partido, la casa sin él. Tras haber leído esto, Atiq se calla, lo que significa que el relato ha terminado. Erica gira mucho el cuello para mirar lo más lejos que puede lo que hay a su lado izquierdo. Cuando vuelve hacia nosotros murmura: «Es tan duro… Es una pena tan inmensa… Tan inmensa…» Su manera de decirlo es auténtica, su emoción es auténtica, y me asalta un impulso de simpatía por ella. Entonces Atiq señala a Hassan, cuya voz yo solo he oído cuando le han preguntado el nombre, y dice: «Fue duro, pero para Hassan fue todavía más duro, porque él no tenía a nadie de quien despedirse. Nadie le ayudó a preparar su bolsa.» Después de esto hay un silencio. Hassan mira a Atiq, inquieto. Comprende que acaba de hablar de él pero no sabe lo que ha dicho. Hamid se inclina hacia él para traducírselo. Entonces Hassan se agarra la cabeza con las manos y empieza a darse golpes con ella contra la mesa, lanzando largos gemidos. Nos quedamos petrificados, pero Erica, que está a su lado, le pasa el brazo alrededor de los hombros, le estrecha, empieza a acunarle y a calmar sus sollozos diciendo: «Hassan, Hassan, estoy aquí, estamos aquí, estamos juntos, somos como una pequeña familia, todos habéis sido tan valientes, todos sois tan valientes…» Entonces todos tocamos a Hassan para consolarlo, uno le toca el hombro, otro el brazo, yo le paso la mano por el pelo, un gesto de una intimidad muy infrecuente pero que ha sido espontáneo y en ese momento me parece totalmente normal.

Michael Haneke

La comida que se sirve en el patio de recreo consiste en arroz con pollo en bandejas de aluminio. Es bastante alegre. Los niños juegan al fútbol o a la rayuela. Hace mucho tiempo, creo, que no he visto a niñas jugar a la rayuela. Los voluntarios tienen aspecto de monitores de un campamento de verano. Hay dos hermanas gemelas italianas y bonitas. Una irlandesa anoréxica, con tatuajes por todas partes, enseña a los niños a confeccionar objetos de bisutería con grapas o ganchos de alambre, y una pequeña eritrea me muestra los suyos para que los admire, con una sonrisa que podría servir para definir la palabra «radiante». Todos son jóvenes, salvo una pareja de austríacos, él es tuerto y también tiene una hermosa sonrisa, como evangélica, y ella es corpulenta, cálida, y habla muy alto. Hasta jubilarse los dos eran arqueólogos y declaran, riéndose, como si fuera un buen chiste, que hablan mal griego moderno pero con fluidez el antiguo, y que, contrariamente a lo que podría creerse, se las apañan bastante bien con él. Lo esencial de su carrera sobre el terreno lo hicieron en Siria, y si consagran una parte de sus vacaciones a este voluntariado humanitario es para devolver un poco la magnífica hospitalidad que les brindaron los sirios. Ella, Elfriede, me explica gritando lo mucho que le impresiona la abnegación de los griegos, y que está avergonzada de su país, que no respeta siquiera su compromiso de acoger a 37.500 refugiados, cifra que le parece obscenamente baja. Mientras escucho con una distracción creciente su parrafada sobre las políticas de inmigración de los países de acogida y la que decide, por encima de ellos, la Unión Europea, observo con el rabillo del ojo a su marido, el evangélico Moritz, sentado, debajo de un árbol, a una mesita de parvulario con un niño de seis o siete años al que ayuda a dibujar. El niño, del que sabré después que es sirio y que se llama Elias, se niega a volver a poner el capuchón del rotulador que acaba de usar y lo deja caer al suelo. Moritz le dice que dispone de todo el tiempo del mundo, que si quiere tirar el capuchón al suelo pues muy bien, le obligará a recogerlo cien y hasta mil veces si hace falta. Se lo dice con una voz tranquila pero cada vez más seca y amenazadora, y es difícil saber si se trata de un juego que divierte al niño o una manifestación de rigidez sádica que podría ser una escena de una película de Michael Haneke.

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