Yoga

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IV. LOS CHICOS » Yoga molecular

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Con doble vuelta de llave

Me despierto a las tres de la mañana con la garganta seca, la cabeza ardiendo, devorado de angustia y consciente de que voy a pagar muy caro este momento de euforia. Voy a la cocina a beber agua, litros de agua del grifo, y busco en vano aspirinas en el botiquín. Por suerte hay un retrete en la planta baja y lo utilizo, pero el único cuarto de baño está en el piso de arriba, al lado de la habitación de Erica, de hecho en la habitación de Erica, y pienso que es absolutamente necesario que me vaya de allí, que encuentre un cuarto en el pueblo, cosa que al final no hice: me quedé casi dos meses en la casa. Convencido de que no voy a poder dormirme de nuevo, decido salir a dar una vuelta, caminar sin rumbo por las calles desiertas. Me gusta caminar sin rumbo, lo más al azar posible, procurando perderme, pero la verdad es que no es fácil perderse en este pueblo en donde, aun dando la espalda al mar, al cabo de diez minutos desembocas fatalmente en el puerto. Cuando me dispongo a abrir la puerta de entrada me espera una sorpresa: está cerrada. Cerrada desde dentro por una llave que han retirado, y ese «han» forzosamente se refiere a Erica. ¿Por qué? Hasta una mujer sola y un poco paranoica que tiene por costumbre cerrar con llave antes de subir a acostarse deja la llave en la cerradura. Solo hay dos ventanas en la planta baja, la de mi cuarto y la de la cocina, ambas provistas de barrotes, lo cual a mi llegada me pareció bastante aterrador. ¿Erica se habrá llevado la llave a su habitación? ¿Me habrá encerrado adrede? Oscilo entre la cólera, la serie de reproches con que voy a abrumarla unas horas más tarde y la curiosidad distante que me inspira una conducta indescifrable. ¿Qué hacer hasta que amanezca? No tengo ánimos para una sesión de yoga o de meditación. No he traído ningún libro pero hay una quincena en una estantería, y los examino. A diferencia de los discos, que reflejan realmente los gustos de Erica, tan en consonancia con los míos, estos libros no revelan nada de ella, debían de estar ya en la estantería cuando vino a vivir a esta casa: una hilera heteróclita de paperbacks en varios idiomas, un bestseller de espionaje de Tom Clancy, Los hombres vienen de Marte, las mujeres de Venus, una guía Lonely Planet obsoleta y que ni siquiera es de Grecia, sino del sultanato de Omán… ¡Ah!, lo que quizá pertenece a Erica es este manual de meditación en plena conciencia… Al final de la hilera me aguarda otra sorpresa: una edición deteriorada en inglés de la antología de cuentos de George Langelaan, The Fly and Other Stories. De adolescente leí, y nunca olvidé, este libro que se publicó en francés, con el título de Nouvelles de l’anti-monde (La mosca. Relatos del antimundo), en una colección barata, Marabout, de novelas fantásticas y de ciencia ficción, cuyo catálogo todavía hoy puedo recitar entero: nada fue más importante que estos libros en la formación de mi gusto. En la última página hay una breve noticia sobre el autor, acompañada de una foto, y estas informaciones me dejan pensativo. Aparte de su muy ocasional actividad de autor de ficción, George Langelaan fue durante la guerra un agente de enlace inglés al servicio de la Resistencia gaullista, y que llevó su abnegación hasta el extremo de someterse a una operación de cirugía facial, antes de que lo lanzaran en paracaídas, con objeto de infiltrarse en las filas enemigas con los rasgos de un colaboracionista francés; bueno, de la imagen que él se hacía de uno de ellos. La foto, elocuente, muestra a un hombrecillo taimado, regordete, bajito, y no puedes evitar preguntarte cómo sería George Langelaan antes de sacrificar por la Francia libre un físico quizá más atractivo. Cuando conoces ese rasgo biográfico, es inquietante que su relato más famoso, «La mosca», cuente la trágica metamorfosis de un sabio que hace un audaz experimento de teletransportación. Para ello, al contrario que mi camarada de Tiruvanamalai, no utiliza únicamente el poder de la mente y de la meditación Vipassana, sino que dispone de los pertrechos típicos de la ciencia ficción de los años cincuenta, cuando la idea era encerrarse en un armario repleto de electrodos, volatilizarse y reconstruirse célula a célula, idéntico, en otro armario repleto de electrodos en la otra punta del laboratorio. Los primeros experimentos son alentadores, pero la catástrofe llega en forma de una mosca a la que el sabio, por descuido, encierra con él en el armario, de tal manera que lo que se desintegra y luego se recompone no es solo él sino él y la mosca, una mezcla espeluznante de él y la mosca. Hay dos adaptaciones cinematográficas de este cuento memorable, y la más célebre, con razón, es la de David Cronenberg. Lo que yo cuento aquí es más bien para información del lector, pues aquella noche, por lo que a mí respecta, no fue «La mosca» lo que releí, sino otro cuento, «Vuelta a empezar», que me había propuesto releer durante el retiro Vipassana, pero luego vino lo de Charlie Hebdo, y luego mi desastre personal, y todo esto había desaparecido por completo de mis pensamientos hasta que me encuentro acorralado en casa de esta medievalista melómana de Boise, Idaho, que al encerrarme con doble vuelta de llave en su húmeda y lúgubre casa me obsequia con estas veinte páginas que no he leído desde hace cuarenta y cinco años y que, sin embargo, advierto que conozco casi de memoria.

El cuento de George Langelaan

Se está muriendo un anciano. Médicos y enfermeras con batas blancas se ajetrean alrededor de su cama. Tintinean instrumentos en una bandeja de metal. Le clavan una jeringa en el brazo. Voces ahogadas, a su alrededor, se parecen a las que oía cuando era un niño muy pequeño y se adormecía en los brazos de su madre. Le meten un tubo en la boca. Un traqueteo metálico y después le trasladan en una camilla por un pasillo muy largo, estrecho y oscuro. Una luz brilla, muy alta sobre su cabeza. La ve bien porque está tumbado. Oye una voz, la de su hijo mayor: «¿Todavía está consciente?» «En realidad, ya no. Está lejos, muy lejos, ¿sabe?» El pasillo se ha vuelto aún más estrecho, la luz de arriba aún más lejana. Y luego las voces se apagan. De pronto es consciente de que ya no ve nada, no oye nada, no siente nada. Está en la oscuridad. ¿Va a venir alguien? ¿Alguien va a encender la luz? ¿Todavía hay alguien a su lado? ¿Están todos a su alrededor, su hijo y los demás, y escrutan su cara cerosa y se preguntan si debajo de esa cara, muy lejos, fuera de alcance, subsiste un residuo de conciencia? Intenta levantar un párpado, no lo consigue. Intenta gritar, pero él no se oye. ¿Quién le oirá si no se oye él mismo? ¿Está en coma? O si no: ¿está muerto? Lo que le sucede, ¿no es la muerte, lisa y llanamente? Apenas lo ha pensado conoce la respuesta: sí, es eso. Es la muerte. «Estoy muerto.» Al mismo tiempo, si es capaz de pensar que está muerto es porque su cerebro sigue funcionando, la sangre sigue irrigándole, el corazón no ha cesado de latir. Le asalta la idea de que lo que sigue consciente en él, lo que le permite decir «estoy muerto», lo que le permite decir «yo» es su alma, es aquello que no puede perecer. ¿Lo han enterrado ya? Ninguna sensación, ningún modo de saberlo. Ningún modo de situarse en un espacio, ninguna forma de medir el tiempo. Es aterrador. Lo más aterrador es estar todavía consciente. ¡Si pudiera perder la conciencia! Ojalá pudiera apagarse todo. Ojalá pudiese dormir. Dormir, soñar quizá… Para adormecerse intenta contar ovejas. Tranquilamente, sin prisa, más ovejas de las que habrá nunca en Australia. Cuenta, cuenta sin parar y llega un momento en que se percata de que ha contado 998 millones de ovejas, 998 millones de ovejas que ha visualizado y contado una por una, a las que ha visto saltar una tras otra por encima de una valla en un prado soleado. A una oveja por segundo, lo cual parece razonable, contamos 60 ovejas por minuto, 3.600 por hora, 86.400 al día, es decir, doce días de conteo para un millón de ovejas y, para casi mil millones, la cifra que él ha alcanzado, alrededor de 12.000 días, o sea, casi treinta años. Creía que las estaba contando desde hacía media hora, pero hace treinta años que cuenta ovejas. Mierda. Está claro, si no quiere volverse loco, que hay que encontrar otra ocupación distinta que la de contar ovejas. ¿Qué ocupación? ¿Rememorar toda su vida? ¿Consagrar la eternidad a una autobiografía eterna? Con todo el tiempo del mundo para entrar en detalles: ¿un siglo para rememorar un desayuno de un cuarto de hora? ¿O bien repetir sin fin un mantra, como hacen los místicos? ¿Enfrascarse en problemas de ajedrez? ¿Rehacer mentalmente la forma de taichí, con todo el tiempo por delante para convertirse en un gran maestro? ¿Recordar las camas en las que ha dormido, la ropa que ha vestido, los lugares en que ha residido, el contenido de cada cajón en los lugares donde ha vivido? ¿Recordar todas las veces que ha hecho el amor? ¿Y con quién, y en qué posturas sucesivas? ¿Pasar la eternidad masturbándose sin sexo, sin cuerpo, sin sensaciones? Extraño, lo de estar muerto y conservar la conciencia de sí mismo. Preso en la cárcel más perfecta, cuando solo eres una conciencia no puedes excavar un túnel para evadirte. Lo que sí es posible, en cambio, cuando no eres más que una conciencia, es imaginar que excavas túneles. Así que se pone a hacerlo. Decide construir, solo, mentalmente, desde el fondo de su tumba, si es que en verdad, como él cree, lo han enterrado, un túnel que enlazará Francia con Inglaterra por debajo del canal de la Mancha. Empieza a trazar planos. Y luego edifica y luego fracasa y luego vuelve a empezar desde cero porque ha olvidado tener en cuenta las mareas. No se salta ninguna etapa, si una tarea requiere diez obreros él será por turnos cada uno de ellos. Es el buzo cuyo tubo de oxígeno se desgarra y es el hombre rana que salva de ahogarse al buzo. Él es todos, está en todas partes, dispone de todo el tiempo. En menos de unos milenios el túnel está terminado. Es más constructivo que contar miles de millones de miles de millones de ovejas, más satisfactorio. Aprovecha el impulso para iniciar la construcción de una ciudad nueva, más grande que Brasilia. Cada edificio, cada bloque de hormigón, cada picaporte de una puerta, cada interruptor, el sistema eléctrico que engloba cada interruptor: no falta nada y, aun cuando sea puramente mental, todo funciona. Entonces, ¿por qué no apuntar más alto incluso? ¿Por qué no crear vida? ¿Cómo se crea vida? No hay cincuenta mil métodos: creando una célula. Más ignorante aún en embriología que en arquitectura, no puede delegar nada en obreros imaginarios, tiene que hacerlo todo él mismo. Lo único que sabe es que una célula se divide en dos que a su vez se dividen hasta que una montaña de células se convierte en algo observable al microscopio. Pero no es fácil transformarse uno mismo en una célula cuando aquello a lo que te has visto reducido, aquello a lo que aún puedes llamar tú mismo es infinitamente más pequeño e inmaterial que una célula. Hay que concentrarse para llegar a ser mil millones de veces más grande. Concentra toda su conciencia en un punto que poco a poco se agranda y se convierte en una célula que se divide en dos que a su vez se dividen hasta que este conjunto de células se transforma en algo parecido a un cuerpo rudimentario, algo capaz de moverse dentro de un espacio y de percibir sensaciones. Experimenta lo que debe de sentir un astronauta que al cabo de un largo viaje interestelar toca tierra. Toca tierra. Aterriza. No se ha quemado, no ha muerto, está feliz. Carece aún de boca para reír y gritar de alegría. Y de repente sí, cobra conciencia de que tiene una: una abertura, una hendidura que va a convertirse en una boca con dientes y una lengua. Su conciencia habita ya en un cerebro compuesto de células y que se prolonga por medio de una masa todavía informe, una especie de saco que pronto tendrá miembros, órganos, un sexo, un ojete, y todo esto será él. Ahora puede adormilarse. Duerme por fin con un sueño perfecto y dichoso. Nada hay mejor que ese sueño, nada hay mejor que bañarse en el dulce calor de las aguas amnióticas. Es un embrión, pronto será un cuerpo que sigue ramificándose y creciendo velozmente. ¿El cuerpo de quién, el cuerpo de qué? No lo sabe todavía pero da igual: sea lo que sea vivirá la vida que ha recibido. Si tiene que salir de la matriz con la forma de una hormiga, pues será una hormiga, toda vida es una oportunidad interesante. No siente el menor deseo de salir del samsara, lo único que quiere es estar vivo de nuevo. Además, tiene suerte: es un feto, enseguida un bebé humano que ya da patadas. Llega el momento aterrador en que el medio cálido y líquido en que dormitaba apaciblemente se vacía de golpe: es como estar en un submarino que se hunde. Traga agua pero no se ahoga. Penetra en un túnel oscuro, caliente y pegajoso. Ahí no puede respirar: no es de extrañar que tantas personas lo revivan en sus pesadillas. Oye ruidos, voces. Ahora estos ruidos están más cerca, estas voces que se amortiguaban cuando estaba muerto. O más bien es él quien está más cerca. El túnel se transforma en un tobogán. Resbala. Un gran resplandor le ciega. Es la salida. Su madre empuja, su madre grita. Él ha llegado. Ahora es él quien grita. Su vida comienza.

Yoga molecular

Cuando nació mi nieto Louis, leí a Jeanne esta historia que tanto me había impresionado cuando tenía trece o catorce años, que me sigue impresionando y que a ella la maravilló, sobre todo el final, cuando comprendió de golpe lo que contaba la historia. Buscó una huella de esta odisea en la mirada de su sobrino, en la clínica. Mirada enturbiada, mirada del recién nacido que no comprende nada de nada pero ya empieza a adaptarse. Y también, casi borrada ya, mirada de hombre muy viejo que durante unos instantes recuerda de dónde viene. Pienso en esto a veces, en meditación. Lo pensé durante el retiro Vipassana. Es otra definición más de la meditación, la catorceava: en el espacio infinito que se abre en el interior de ti mismo, excavar túneles, construir barreras, abrir vías circulatorias, presionar para que algo nazca. Los meditantes experimentados deben ser capaces de realizar construcciones semejantes de las que nosotros solo llegaremos a ver, en el mejor de los casos, las empalizadas. Esto me recuerda algo que nos dijo Faekq Biria, el gran maestro de yoga Iyengar, en un curso en el que nos hizo trabajar posturas básicas, en apariencia muy fáciles, pero obligándonos a mantenerlas durante un largo rato. Nos contaba historias para ayudarnos a sostener un esfuerzo que resultaba agotador. Lenta, calmosamente, como un cuentista oriental: no por nada es iraní. En un momento dado nos dijo que aquellas posturas tan simples que nos inmovilizaban se practicaban primero a nivel óseo y luego a nivel muscular y luego a nivel articular —en resumen, la fase en la que estábamos—, y que si no perdías el hilo acababas encontrándote a nivel celular o incluso a nivel molecular. Sí, celular. Sí, molecular. Mediante el yoga, decía Faeq tranquilamente, puedes llenar de conciencia cada una de las células, cada una de las moléculas. Puedes conocer personalmente a cada una. Puedes controlarlas personalmente a todas. No nos reímos poco aquella noche, debajo del plátano inmenso donde cenábamos bulgur y tartas de acelgas y nos disputábamos solapadamente los melocotones menos duros, pero estoy seguro de que Faeq no bromeaba. Yo no lo conseguiré nunca, pero creo que se puede practicar el yoga, las mismas posturas de yoga, a los niveles celular y molecular. Estoy convencido de que a fuerza de prestar atención a la piel y a lo que hay debajo, a la inspiración y a la espiración, a la bomba de latidos del corazón, a la circulación de la sangre, al flujo y reflujo de los pensamientos, a fuerza de zambullirte en esa red infinitamente tenue de sensaciones y de conciencia un día desembocas en el otro lado, en lo infinitamente grande, lo infinitamente abierto, en el cielo que los seres humanos han nacido para contemplar: eso es el yoga.

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