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IV. LOS CHICOS » La Sombra

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El Samsung Galaxy

Laurence, la amiga periodista a través de la cual conocí a Erica, me aconsejó llevar pequeños regalos a los jóvenes refugiados que encontrase en Leros. Los más apreciados, aparte del dinero que ella desaconseja, son las tarjetas telefónicas de crédito como las de Vodafone. Yo nunca las he utilizado, y en vez de comprarlas antes, arriesgándome a que no sean las adecuadas, me digo que preguntaré a los chicos cuál es la que más les conviene. Pero se me ocurre otra idea mientras remuevo en mi cuenco una bolsita de té Lipton, la idea de un regalo para Hassan, el más desvalido de nuestro grupito. No puedo hacer que alguien le hubiera ayudado a preparar la bolsa la noche de su partida, pero tengo a mi alcance otra manera de aliviar su infortunio: regalarle un smartphone, ya que es el único que no tiene. Este proyecto suscita objeciones evidentes: ¿por qué un regalo tan caro para él solo? ¿Qué pensarán los demás? Entiendo estos reparos, pero los descarto sin responder a ellos, como hacemos cuando nos asalta la compulsión de que no hay nada más necesario y urgente que comprar un altavoz Bluetooth de alta gama o los presocráticos en la edición de la Pléiade. Lo que yo quiero comprar esta mañana es un smartphone para Hassan y lo único que me preocupa es que no los vendan en la isla, y me alivia encontrar una pequeña tienda de telefonía en el puerto. No es un Apple Store, por supuesto, pero de todos modos no tengo la intención de comprarle un iPhone, ninguno de los chicos tiene uno, sería una provocación. Elijo un Samsung Galaxy de 240 euros sin saber exactamente cómo manejarlo, quiero decir si hay que abonarse a un operador o si bastan las famosas tarjetas Vodafone. En el trayecto ya familiar al Pikpa me pregunto inquieto cómo voy a arreglarme para entregar el regalo. En realidad solo hay dos formas de hacerlo, a la vista de todos o a escondidas, y las dos son malas. No voy a llevarme a Hassan a un rincón para deslizarle como un traficante el contenido de mi mochila y que él se apañe para explicar que le ha llovido del cielo. Tampoco voy a reunir a toda la banda y hacer como si fuese el cumpleaños de Hassan, aun cuando esta solución, pensándolo bien, quizá sea menos mala que la primera, pues los chicos tienen la solidaridad bastante desarrollada. No he decidido nada todavía cuando Hamid nos anuncia, muy preocupado, que Hassan se ha ido. No se ha ido de paseo, haciendo novillos: se ha ido de verdad. Desaparecido. Su cama está hecha, ya no está su bolsa ni ninguna de sus pertenencias. Hamid es el único que habla. El silencio de Mohamed es habitual pero no lo es el de Atiq, y comprendo que se reproche haber provocado la huida de Hassan al recalcar teatralmente su desventura la víspera. Erica me dice que antes de esto Hassan estaba tranquilo, tímido pero tranquilo, nunca le ha visto llorar. ¿Dónde estará? ¿Todavía en la isla o camino de Atenas, de polizonte en un ferry, como hacen muchos refugiados? ¿Y qué sucede en Atenas? Por lo general los encarcelan o los envían al gran campamento de selección de Lesbos, en cualquier caso tienen muy pocas posibilidades de llegar a alguno de esos países del norte de Europa con los que sueñan todos. En estas condiciones, el taller es francamente tétrico. Erica tiene la idea de buscar en su gran cuaderno las huellas de la única aportación de Hassan. Ha hablado en farsi, Atiq lo ha traducido, ella lo ha anotado. Titulado A Journey of Hope, but Full of Exchanges, es el relato de su travesía de Turquía a Grecia. Desde Estambul, donde le vendieron muy caro, diciéndole que era indispensable, un chaleco salvavidas, una veintena de afganos como él bajaron por la costa turca hasta Bodrum en la trasera de una camioneta. Aguardaron tres días en un bosque sin apenas nada que comer y la tercera noche los dos pasadores los llevaron a la playa, donde los esperaba el barco, una vieja Zodiac, mucho más pequeña y mucho más cargada de lo que Hassan se esperaba. Aunque es la más corta sabe que esta parte es la más peligrosa del viaje, que existe un gran riesgo de naufragar y ahogarse, pero no hay elección, hay que embarcar. Hassan se da cuenta de que entra agua en el chaleco salvavidas que le han vendido por la mitad de sus ahorros. De todas formas no podría conservarlo porque los «coyotes» les obligan a dejar en la playa todo lo que poseen, salvo la ropa que llevan puesta. Todo, hasta las bolsas que se han molestado en embalar en Estambul con tres capas de bolsas de basura para la travesía. Deben abandonar todos sus bienes, lo más preciado que poseen. Para Hassan es la foto de sus padres muertos, que al menos le habrían ayudado a preparar su equipaje si hubieran estado vivos, y se echa a llorar pensando que va a olvidar sus caras, que pronto no se acordará ya de nadie que le ha conocido, de nadie para quien él ha existido, y que pronto él ya no existirá para nadie. Erica se calla, el texto se detiene ahí, tenemos el corazón encogido. No teníamos previsto rezar por Hassan, pero evidentemente es lo que acabamos de hacer.

La Sombra

Al volver a casa, guardo el Samsung Galaxy en el cajón de la mesilla de noche, que es, aparte de la cama, el único mueble de mi habitación. Erica y yo nos vemos para cenar y hacemos, como una vieja pareja, exactamente lo mismo que la víspera, salvo que la víspera fue alegre y efusiva y esta noche es laboriosa y sin fuelle. La resaca nos induce a ese triste comedimiento que consiste en beber poco. Después del restaurante, cuando estamos en la terraza sin vistas para tomar una tisana que sabe a polvo y a fondo de armario, Erica tiene el tacto de no volver a poner la «Polonesa heroica», de no poner ninguna música. No obstante, hablamos un poco. Le pregunto si es suyo el manual de meditación que vi la noche anterior en la estantería del salón. Responde que sí. No procede del yoga —los adeptos de la ashtanga no suelen ser unos fanáticos de la meditación—, sino de resultas de un accidente vascular cerebral que le sobrevino dos años antes, justo después de haberse jubilado pensando en pasar con el bajista holandés días felices que nunca lo fueron. Tras haber viajado a Ámsterdam para estar con él, se encontró sola en el hospital, donde las visitas del bajista eran poco frecuentes, y siempre apresuradas, pues consideraba que su AVC era como un catarro fuerte, le reprochaba que se escuchaba demasiado, y unos días después del alta le reveló la existencia de, además de la esposa a la que siempre había presentado como un obstáculo superable, una amante de hacía mucho tiempo por la que sentía un gran cariño. A partir de entonces las cosas no cesaron de degradarse, pero Erica, en su adversidad, al menos puede alegrarse de que el AVC no le dejara secuelas. Excepto una, muy extraña, que no la discapacitaba realmente pero que era angustiosa, creepy o spooky, dice ella, y muy difícil de describir. Es como si tuviera detrás, a su izquierda, una forma informe, sombría, amenazadora, algo que podría parecerse a un oso o a un saco negro, a un humo espeso, a un enjambre de avispas, algo indistinto, una amenaza vagamente astrosa que pulula, repta, se infla y le da miedo. No le habla de ella a nadie. Bien es verdad que no tiene a nadie con quien hablar de ella. Para sus adentros la llama la Sombra. La acompaña a todas partes, está siempre emboscada a su izquierda, en el límite de su campo de visión. Erica la acecha todo el tiempo con el rabillo del ojo. Espera sorprenderla, ser algún día más rápida que ella, pero en realidad no la ha visto nunca. Está siempre a punto de verla, on the verge of seeing it. En el servicio neurológico del hospital de Ámsterdam donde estuvo muy bien atendida, dice, un médico le enseñó una técnica de meditación denominada la plena conciencia, y le dijo que podría ayudarla. Menos en el hecho de que pretende ser estrictamente científica y rechaza toda clase de decoro, la meditación en plena conciencia no se distingue en nada de la meditación budista del tipo Vipassana. Consiste en sentarse en silencio, inmóvil, centrar la atención en el aliento, participar en todo lo que atraviesa el campo de la conciencia, observarlo sin juzgarlo, no esperar nada, dejarse hacer, abandonarse. Están comprobadas las virtudes de este método para reducir el estrés, se practica cada vez más en el campo médico, es una técnica que solo merece alabanzas. Erica salió del hospital con un libro de su promotor, el psiquiatra norteamericano Jon Kabat-Zinn, y un cedé de meditaciones guiadas que ella intenta escuchar regularmente. «¿Te sienta bien?» Responde que sí. Luego hay una pausa. Vuelve a decir que sí, un sí menos afirmativo que el anterior, menea la cabeza como para decir que no y entonces, después de haber estado hablando con un gran sosiego, las lágrimas le asoman a los ojos, una especie de convulsión le zarandea los anchos hombros y cuchichea: «Emmanuel, es horrible… Es horrible… Es horrible…» Estamos sentados uno frente al otro en sillas de jardín de plástico blanco, exactamente el mismo modelo que el del talud en Vipassana, y repite: «Es horrible.» Solloza, me inclino hacia ella, le tomo una mano entre las mías, digo que todo irá bien, quisiera envolverla como nosotros envolvimos a Hassan la víspera. Ella levanta la cabeza, me mira y dice: «Verás, ese disco de meditaciones está bien, te ayuda, pero hay la meditación del lago, la meditación del cielo, la de la montaña, tienes que imaginar que tu conciencia es un lago en calma y liso como un espejo y que de vez en cuando hay olitas en la superficie o nubes que pasan por el cielo, o pájaros, y tienes que decirte que tus pensamientos, tus sensaciones son como esas olitas o esas nubes o esos pájaros, debes mirarlos pasar sin seguirlos, sin apegarte a ellos, tienes que seguir concentrada en el lago o en el cielo o en la montaña que es tremendamente sólida e inquebrantable, y si lo haces todos los días dicen que te volverás tan sólida e inquebrantable como la montaña y al mismo tiempo llena de dulzura y de compasión y de benevolencia hacia tus pensamientos de mierda y tu mierda de vida y tu mierda de casa y hacia ese cabrón que te ha jodido la vida y la Sombra, sobre todo… La Sombra, Emmanuel… ¿Qué quieres que haga con ella? No te imaginas lo horrible que es esta Sombra que siempre está ahí y que yo no veo. Es tan horrible…» La escucho y comprendo muy bien lo que dice, terriblemente bien. Mi Sombra particular es una bonita marina de Raoul Dufy y es tan horrible como la suya. Todo el mundo debe de tener una, solo que en la mayoría de la gente se mantiene un poco más discretamente a su espalda, mientras que en otros casos, como el de Erica y el mío, nos amenaza de más cerca. «La lamentable y magnífica familia de los nerviosos», decía Proust, y decía también que nosotros, los nerviosos, los melancólicos, los bipolares, somos la sal de la tierra, los que nos pasamos la vida luchando contra esos «perros negros» de los que hablaba Winston Churchill, otro gran depresivo. Me gustaría consolar a Erica con esas palabras que a mí me consuelan un poco o recitándole ese poema de Catherine Pozzi que es una especie de homenaje a Louise Labé y cuyos últimos versos me encantan, pero ¿cómo traducirlos?

No sé por qué me muero yo y me ahogo

Antes de entrar en la eterna morada.

Cómo saber de quién yo soy la presa.

Cómo saber de quién soy el amor.

(Traducción de Carlos Cámara

y Miguel Ángel Frontán.)

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