Yoga

Yoga


IV. LOS CHICOS » Rápido y lento

Página 39 de 51

La mala siesta

Mientras descansamos con una última cerveza de estas tres horas de debriefing, Atiq me pregunta qué pienso hacer. Esta pregunta tan sensata me deja sin habla. La respuesta es: no lo sé. No sé qué hacer, no sé qué hacer conmigo mismo, no sé qué hacer con nada. A Atiq le respondo vagamente: un artículo. Pero ¿cuándo se va a publicar? Él espera que de aquí al fin de semana, y más en la red que en la prensa escrita. Evasivo, digo que necesito más tiempo. Esté donde esté hoy, Atiq sin duda ha olvidado a ese hombre demacrado, con la camisa sucia y las manos temblorosas, con quien se codeó durante unas semanas cuando llegó a Europa, y seguramente le sorprendería mucho saber que esta entrevista realizada en el café Pushkin sobre su azaroso viaje entre Pakistán y Grecia acabó publicándose cuatro años más tarde en algo tan improbable como un libro sobre el yoga; bueno, en algo que se suponía que era un libro sobre el yoga y que después de muchos avatares quizá lo sea, en definitiva. Entretanto, Atiq tiene un poco la impresión de que le han engañado. A Erica, por su parte, le preocupa un email que acaba de recibir de una asociación humanitaria a la que inquietan sus métodos: ¿no debería consultar a un psicólogo sobre su taller de escritura? ¿Seguir protocolos fiables? El caso es que les perturba esta especie de terapia salvaje a la que sometemos a los chicos. Cada vez con más frecuencia, al llegar al Pikpa, los encontramos sumidos en una siesta pegajosa y nos cuesta un gran esfuerzo conseguir que se sienten alrededor de las dos mesas y abran sus cuadernos. Hamid es exactamente como se describe a sí mismo en su post: siempre sonriente, pero por detrás de esa sonrisa está totalmente deshecho, perdido. En cuanto a Atiq, al que hay que ir a buscar a la ducha, donde pasa todo el tiempo posible, dice que ya no quiere hablar de su pasado porque le hace demasiado daño. El pasado son los años de la infancia y la adolescencia, al fin y al cabo felices, que vivió en Quetta. Erica le dice que no le obligamos a nada, que lo deje cuando quiera, es él quien decide, y a pesar del evidente afecto que siente por ella tiene un súbito aspecto desquiciado. Desconcertados, Erica y yo conferenciamos en el café Pushkin. Según ella, una de las causas de la crisis es el desequilibrio entre nuestras situaciones. Les hacemos contar sus historias y no les decimos nada de las nuestras. El reparto es demasiado desigual.

Kotelnich

Hace quince años realicé un documental en un pueblo ruso, Kotelnich. El rodaje se prolongó varios meses y en el curso del mismo mi pequeño equipo y yo conocimos a bastante gente, la más interesante de la cual, la que tenía vocación de pasar de la categoría de personas normales a la de personajes, eran el jefe de la policía local y su joven mujer. Él, Sacha, un chico guapo, seductor pero también corrompido, alcohólico, paranoico, que un día nos ponía toda clase de obstáculos y al siguiente nos prodigaba declaraciones de amistad eterna, al estilo ruso. Ella, Ania, bonita, soñadora, afablemente mitómana, adoraba todo lo que fuera francés y le maravillaba nuestra presencia como si fuéramos los reyes magos (la expresión era suya). Ellos nos intrigaban, nos caían bien. Y luego sucedió algo atroz: Ania fue asesinada, descuartizada con una hacha por un loco con su bebé de ocho meses. Corrió el rumor de que Sacha tenía algo que ver en el asunto. Filmamos el duelo, el entierro, la aflicción y el dolor de la familia. Como la filmábamos desde hacía mucho tiempo, casi formábamos parte de ella. Al regresar a París empecé el montaje y mientras lo hacía detecté correspondencias entre lo que habíamos vivido en Kotelnich y, en mi historia personal, una de esas cosas dolorosas que se llaman secretos de familia y que pueden agobiar a varias generaciones. A costa de muchas lágrimas y transgresiones, di una apariencia de sepultura a un muerto, mi abuelo materno, al que nadie había podido enterrar ni llorar y que se había convertido en un fantasma. Entremezclé estas dos historias: la de ellos y la mía. Su familia, la mía, nuestras tragedias. Terminado el montaje, volví a Kotelnich para mostrar el documental a los que habían sido sus protagonistas, Sacha a la cabeza. Me asustaba su reacción. Vimos juntos la cinta VHS que puse en su televisor, tan viejo que me asombró ver las imágenes en color. Al final, Sacha me miró largamente, en silencio, y por fin dijo: «Está bien. No solo has venido a registrar nuestra desgracia: has traído la tuya.»

Una experiencia de partida y de pérdida

Nunca un elogio de mi trabajo me ha conmovido tanto. Yo, que me considero un hombre malo, nunca he tenido hasta ese momento el sentimiento de ser quizá no un hombre bueno pero sí justo. Se lo cuento a Erica por la noche, en la terraza donde nuestras conversaciones nocturnas tienen una tonalidad mucho más confidencial e íntima que las del Pikpa o del café Pushkin. Yo desarrollo y detallo lo que el lector acaba de leer. De hecho le cuento toda la película, escena por escena, y recito el diálogo casi íntegro. Este relato dura tanto como el documental entero, y si me dejase ir duraría aún más, como la forma de taichí cuando decides ejecutarla más lentamente que de costumbre. Me satisface contárselo, me distrae de mi propia angustia, y Erica demuestra ser una muy buena oyente. «¡Eso es!», exclama al final. «¡Eso es lo que hay que hacer!» «Lo que hay que hacer», continúa, «es contarles nosotros también a los chicos una experiencia de partida y de pérdida, un momento en que nuestra vida haya dado un vuelco.» El entusiasmo de Erica me incomoda. ¿Qué podría decir yo? Una experiencia de partida y de pérdida, un momento en que mi vida da un vuelco es exactamente lo que estoy viviendo. Pero ¿cómo confesar a nuestros alumnos que yo mismo me la inflijo? He repetido muchas veces que hay que respetar los sufrimientos, no relativizarlos, que el infortunio neurótico no es menos cruel que el ordinario, pero aun así: comparado con el desgarramiento que han vivido y que viven estos chicos de dieciséis o diecisiete años, un tío que lo tiene todo, absolutamente todo para ser feliz y se las ingenia para destruir esa felicidad y la de los suyos es una obscenidad que me incomoda pedirles que comprendan y que confirma el punto de vista de mis padres, según el cual durante la guerra no existían tantas ocasiones de ser neurótico.

Rápido y lento

Erica no tiene estas reticencias. Se apasiona por el juego. El proyecto de contar una escena significativa de su vida, unas páginas, diez minutos de lectura, para que los chicos comprendan que ella también ha sufrido adversidades, se transforma en los días siguientes en una especie de autoanálisis. Lo trabaja por la mañana, llena las páginas de un cuaderno grande, idéntico al otro que abre y posa en la mesa al comienzo de nuestros talleres, salvo en que lo dedica por completo a su tema. Un cuaderno para los demás y otro para ella: lo apruebo, no se gana nada olvidando. Una noche tras otra, en el curso de nuestras conversaciones en la terraza, regadas por nuestro habitual vino blanco malo, me lee o me cuenta pasajes tal como yo le conté mi película. La escucho con amistad e interés, aunque me pierdo un poco en la larga y triste letanía de los hombres a los que ha amado y que la decepcionaron y despreciaron, del primero al último, el bajista holandés por quien lo dejó todo lo que le quedaba por dejar, de modo que esta mujer inteligente, generosa y recta no tiene nada ni a nadie en el mundo. Está totalmente sola, aparte de una hermana de la que ni siquiera sabe si vive todavía y de un hijo que reside en Australia y al que no ha visto desde hace años. Si mañana enferma nadie se ocupará de ella. Para colmar este vacío, desde que recaló en Leros tiene a los chicos, a los que envuelve en un afecto a la vez delicado y devorador, y ahora me tiene a mí, a quien desde el primer día encerró con llave en su casa: un acto fallido un tanto alarmante. A Erica le sirvo de sparring partner, de coguionista, de asesor literario. Le digo con toda la prudencia posible que debería evitar que los chicos conozcan sus desengaños amorosos porque proceden de culturas pudorosas y machistas y podrían despreciarla. Erica asiente pero mi consejo la deprime. ¿Qué contar, entonces? El tema surge de pronto como una evidencia y lo más sorprendente es que no haya surgido en los tres días de nuestra especie de taller. Lo que Erica va a contar es la separación de su hermana. Esta hermana, Claire, es esquizofrénica. She was o she is, titubea. Sus trastornos psiquiátricos aparecieron pronto, y así como los estudios de Erica fueron brillantes desde la primaria, Claire nunca pudo ir a la escuela. Alternaba largos períodos de postración con breves períodos de agitación que toda la familia temía porque podía volverse violenta con los demás y más a menudo consigo misma. En una ocasión se encerró en un armario con un hacha e intentó cercenarse el brazo. Lo único que la apaciguaba era la música. De niña había empezado a tocar el piano y aunque abandonó muy pronto las clases siguió tocando casi todos los días durante toda su vida. Tenía talento, dice Erica, conocía muchos fragmentos de memoria y sentía predilección por los que exigían un gran virtuosismo: su favorito era la «Polonesa heroica» de Chopin. Yo levanté la cabeza y Erica me lo confirmó: «Sí. Es una gran prueba de confianza haberla escuchado contigo, ¿sabes?» Pregunto, sorprendido: «¿Sabía tocarla de verdad?» «Sí, sabía tocarla. Con notas falsas, pero muy rápido, más rápido que el tempo indicado. Es lo que le gustaba, tocar esa pieza lo más rápido posible, y la repetía una y otra vez, debió de trabajarla varias horas al día durante años, con un cronómetro. Todos los grandes pianistas la tocan aproximadamente en siete minutos. Rubinstein, Pollini, Arrau, Guilels, los he escuchado a todos, los he comparado y el más rápido es Hórowitz, en 6'15", no estoy segura de que sea lo correcto tocarla tan deprisa, parece que Chopin detestaba que la tocasen tan rápido, pero de todos modos es la versión que prefiero porque es la que más se parece a la de Claire. Bueno, ya entiendes lo que quiero decir. Una vez ella llegó a tocarla en cinco minutos y cuarenta segundos.» Pregunté a Erica: «Por casualidad, ¿no intentaba también tocarla lo más lentamente posible?» «No, solamente muy rápido. Es en la vida cotidiana donde actuaba muy despacio. Toda su vida era lenta. En llevarse una cuchara del plato a la boca podía tardar cinco minutos, y en ese tiempo era hermética. Pero al escuchar cómo tocaba la sentías realmente cerca. Y luego nuestros padres murieron en un accidente de tráfico.» «¿Juntos, como los de Atiq?» «Sí, como los de Atiq. Yo vivía en Boise, ellos y Claire en Kansas City. Como no sabíamos qué hacer con Claire le encontramos una familia de acogida, gente bastante bien que tenía un piano. Yo visitaba a Claire una vez al mes. Le hice tres visitas y cada vez la veía más retraída, más silenciosa. Ella no me veía. Era cada vez más lenta, el trayecto de la cuchara a la boca duraba una infinidad. A veces yo tenía la sensación de que estaba completamente inmóvil, con la cuchara suspendida a cierta altura y después a otra altura. Un día me quedé con ella toda una tarde observándola y comprendí que una tarde, cuatro o cinco horas, era el tiempo que necesitaba para ejecutar el movimiento de recorrer los treinta o cuarenta centímetros entre el plato y la boca. Me pregunté si llegaría a ser más lenta todavía, si llegaría un momento en que un gesto tan simple le exigiera un día entero, y desde entonces ¿por qué no más aún? En cambio, ya no tocaba el piano en absoluto. Prevaleció la lentitud, la atraía como un precipicio. La última vez que fui a verla me marché convencida de que aunque la familia fuera gente bien habría que encontrar otra solución. No sabía que era la última vez que la veía. Al día siguiente me llamaron para decirme que Claire había desaparecido. Y verás, Emmanuel, nunca la encontraron. Nunca. Hicimos todas las búsquedas posibles y no la encontramos nunca. Una mujer obesa de cuarenta y cinco años que sale a la calle, adonde no sale nunca, no habría podido ir muy lejos, lo normal habría sido encontrarla al cabo de cinco minutos. Pero no. Nadie tiene siquiera una hipótesis de lo que pudo ocurrirle. En fin. Eso fue hace dieciséis años.» Pregunto, un poco por decir algo: «¿Era tu hermana mayor o la pequeña?» «Somos de la misma edad. Somos gemelas», me responde Erica, como si fuera obvio. Caigo de las nubes. «¿Ah, sí? ¿Sois gemelas? No me lo habías dicho…» Erica hace un gesto vago, un poco molesta, como si se tratase de un detalle medianamente significativo que tanto se puede omitir como mencionar sin que cambie mucho el relato. «Sí, somos gemelas», como si dijera: «Sí, a las dos nos gustaba la jardinería.» Y ahora me pregunta, ansiosa: «¿Crees que está bien como historia de partida y de pérdida? ¿Crees que les gustará?» Le contesto que no estoy seguro de que a los chicos les gusten historias tan tristes, muchas veces las personas que han tenido una vida muy difícil prefieren las historias alegres y los happy ends, pero que a mí me ha conmocionado. Al día siguiente, en el Pikpa, empezamos con ejercicios sin importancia, con ejercicios más de inglés que narrativos, y luego Erica se lanza. La voz le tiembla un poco pero su tic se ha calmado, no acecha a la Sombra por encima del hombro izquierdo. «Ahora me toca a mí contaros mi historia», dice. «Una historia que nunca he contado a nadie porque nunca he sentido que alguien estuviese dispuesto a escucharla. Excepto vosotros. Pero quizá no sea un buen momento. ¿Qué os parece?» La pregunta es puramente formal, pero Hamid, con la sonrisa habitual que oculta sus llantos, responde suavemente: «No, no es un buen momento.»

Ir a la siguiente página

Report Page