Yo

Yo


Capítulo 1

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Fue mi madre quien me hizo escuchar por primera vez a Elvis Presley. Todos los viernes, después del trabajo, recogía su paga y, de camino a casa, se paraba en Siever, que era una lampistería en la que también vendían discos, y se compraba uno. Era el mejor momento de la semana, esperar en casa para ver qué traía. Como le encantaba salir a bailar, le gustaba la música de las grandes bandas —Billy May y su Orquesta, Ted Heath—, y era una gran fan de los cantantes estadounidenses: Johnnie Ray, Frankie Laine, Nat King Cole o Guy Mitchell cantando «She wears red feathers and a huly-huly skirt». Pero un viernes llegó a casa con algo diferente. Me comentó que nunca había oído nada parecido, pero que era tan increíble que había tenido que comprarlo. En cuanto pronunció el nombre lo reconocí. El fin de semana anterior había estado hojeando las revistas de la barbería del barrio mientras esperaba a que me cortaran el pelo y me topé con una foto de un hombre con la pinta más estrafalaria que había visto nunca. Todo en él era insólito: la ropa, el peinado, incluso la pose. Comparado con las personas que se veían a través de la cristalera de la barbería de Pinner, un barrio situado al noroeste de Londres, parecía un extraterrestre verde con antenas en la frente. Me quedé tan absorto mirando la foto que ni siquiera me molesté en leer el artículo que lo acompañaba, y cuando llegué a casa había olvidado su nombre. Pero era el mismo: Elvis Presley.

En cuanto mi madre puso el disco quedó claro que sonaba en consonancia con su look, que era el de alguien venido de otro planeta. Al lado de lo que solían escuchar mis padres, «Heartbreak Hotel» a duras penas podía considerarse música, una opinión sobre la que mi padre se explayaría en el futuro. Yo ya había oído rock and roll —«Rock Around The Clock» había sido un gran éxito en 1956—, pero «Heartbreak Hotel» sonaba completamente distinto. Era un tema crudo, disperso, lento e inquietante en el que en todo momento resonaba un extraño eco. Apenas se entendía una palabra de lo que cantaba: entendí que su chica lo había dejado, pero después me perdí. ¿Qué era un «des clurk»? ¿Quién era ese «Bidder Sir Lonely» que mencionaba una y otra vez?[1]

La letra era lo de menos, porque ocurría algo casi físico mientras él cantaba. Sentías literalmente la extraña energía que emanaba, como si fuera contagiosa, como si saliera del altavoz de la radiogramola y fuera directa a tu cuerpo. Yo ya me consideraba un loco de la música, y hasta tenía una pequeña colección de discos de 78 rpm, pagados con los vales y giros postales que recibía por mis cumpleaños y en Navidad. Hasta ese momento mi ídolo había sido Winifred Atwell, una corpulenta dama de Trinidad increíblemente risueña que actuaba con dos pianos en el escenario, uno de media cola, en el que interpretaba temas clásicos ligeros, y uno vertical un poco trotado para las canciones de pub y ragtime. Me encantaba su jovialidad, la manera un tanto afectada en la que anunciaba: «Y ahora me voy a mi otro piano», y cómo se echaba hacia atrás y miraba al público mientras tocaba con una gran sonrisa, como si se estuviera divirtiendo de lo lindo. Me parecía fabulosa, pero nunca había experimentado nada parecido cuando la escuchaba a ella. En cuanto sonó «Heartbreak Hotel», fue como si algo hubiera cambiado y nada pudiera seguir siendo realmente lo mismo. Como se vio después, algo cambió y ya nada fue igual.

Y menos mal, porque el mundo necesitaba cambiar. Crecí en la Gran Bretaña de los años cincuenta, y antes de Elvis y del rock and roll era un lugar bastante lúgubre. A mí no me importaba vivir en Pinner —nunca he sido una de esas estrellas del rock a las que mueve el deseo ardiente de escapar de la periferia, y me gustaba bastante vivir allí—, pero el país entero pasaba por un mal momento. Era un mundo furtivo, atemorizado y sentencioso, de gente que atisbaba por detrás de sus visillos con cara avinagrada y de chicas en apuros a las que se las mandaba lejos. Cuando pienso en la Gran Bretaña de los años cincuenta, me veo sentado en las escaleras de nuestra casa, escuchando cómo el hermano de mi madre, el tío Reg, intentaba persuadirla para que no se divorciara de mi padre. «¡No puedes divorciarte! ¿Qué pensará la gente?» En cierto momento, lo recuerdo claramente, utilizó la frase: «¿Qué dirán los vecinos?». Mi tío Reg no tenía la culpa. Era la mentalidad de una época en que la felicidad era de alguna manera menos importante que guardar las apariencias.

Lo cierto es que mis padres nunca deberían haberse casado, ya de entrada. Nací en 1947, pero en realidad fui producto de la guerra. Supongo que me concibieron mientras mi padre estaba de permiso; se había enrolado en la RAF en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, y cuando esta terminó decidió quedarse en el ejército. Y mis padres fueron sin duda alguna una pareja surgida de la guerra. Su historia suena romántica. Se conocieron el mismo año que mi padre se alistó. Él tenía diecisiete años y había trabajado en un astillero de Rickmansworth que construía barcazas para canales. Mamá, que se apellidaba Harris de soltera, tenía dieciséis y repartía leche para United Dairies en un carro tirado por un caballo, la clase de empleo en el que jamás se habría visto a una mujer antes de la guerra. Mi padre era un trompetista aficionado con talento y parece ser que, en un permiso, vio a mi madre entre el público mientras tocaba con una banda en un hotel de North Harrow.

Pero la realidad de Stanley y Sheila Dwight no tenía nada de romántica. Sencillamente no se llevaban bien. Los dos eran testarudos e irascibles, dos rasgos encantadores que he tenido la inmensa fortuna de heredar. No estoy seguro de si llegaron a quererse. En tiempos de guerra la gente se apresuraba a casarse —el futuro era incierto incluso en enero de 1945, cuando se celebró la boda de mis padres, y había que vivir el presente—, así que es posible que eso influyera. Tal vez se quisieron, o al menos creyeron quererse, en los momentos que robaban para estar juntos. Durante mi infancia no parecían gustarse siquiera. Las peleas eran incesantes.

Por lo menos remitían en los períodos que mi padre pasaba fuera de casa, que eran frecuentes. Lo habían ascendido a teniente de vuelo y lo destinaban con regularidad al extranjero, a Irak y a Adén, de modo que crecí en una casa que parecía llena de mujeres. Vivíamos con mi abuela materna, Ivy, en el número 55 de Pinner Hill Road, la misma casa en la que nací. Era la clase de vivienda de alquiler subvencionada que se había multiplicado por toda Gran Bretaña en las décadas de 1920 y 1930: una pareada de tres dormitorios, de ladrillo rojo en la planta baja y pintada de blanco en el piso superior. En realidad, en la casa vivía otro varón, pero apenas se hacía notar. Mi abuelo había muerto muy joven de cáncer, y mi abuela se había casado de nuevo con un tipo llamado Horace Sewell, que había perdido una pierna en la Primera Guerra Mundial. Horace tenía un corazón de oro, pero no era lo que se dice un gran hablador. Parecía pasar la mayor parte del tiempo fuera. Trabajaba en el vivero local, Woodman, y cuando no estaba allí lo veías en el jardín de casa, donde cultivaba todas las hortalizas que comíamos y las flores de nuestros jarrones.

Tal vez pasaba tanto tiempo en el jardín simplemente para evitar a mi madre. De ser así, lo comprendo. Incluso cuando papá no estaba, mamá tenía muy mal genio. Cuando pienso en mi niñez, pienso en sus cambios de humor: los silencios deprimentes, malhumorados y horribles que se extendían sin previo aviso por la casa, durante los cuales iba con pies de plomo y escogía con cuidado las palabras, por miedo a hacerla estallar y recibir una buena tunda. Cuando estaba contenta podía ser cariñosa, encantadora y vivaz, pero siempre parecía encontrar un motivo para no estarlo, siempre daba la impresión de andar en busca de pelea, siempre insistía en tener ella la última palabra; como decía el tío Reg, era capaz de iniciar una discusión en una habitación vacía. Durante años pensé que era culpa mía, que tal vez ella nunca había querido ser madre: solo tenía veintiún años cuando yo nací y se quedó atrapada en un matrimonio que a todas luces no funcionaba, viéndose obligada a vivir con su madre porque el dinero escaseaba. Pero su hermana, la tía Win, me contó que también había sido así cuando eran pequeñas, era como si allá a donde fuera Sheila Harris la siguiera un nubarrón, y los otros niños le tenían miedo y a ella parecía gustarle eso.

Sin duda tenía unas ideas muy extrañas acerca de la maternidad. Era una época en que se mantenía a raya a los niños a fuerza de palos, porque en general se creía que no había nada que no se curara con una buena paliza. Era una filosofía que mi madre abrazó entusiasmada, lo que era aterrador y humillante si ocurría en público: no había nada como recibir una zurra fuera del supermercado Sainsbury de Pinner, frente a una multitud de espectadores visiblemente intrigados, para minarte la autoestima. Pero algunas conductas de mi madre se habrían considerado alarmantes incluso en su época. Años después me enteré de que cuando yo tenía dos años, me había enseñado a utilizar el orinal atizándome con un cepillo de alambre hasta hacerme sangrar. Mi abuela, como es comprensible, se puso furiosa cuando descubrió lo que pasaba; después, estuvieron semanas sin hablarse. Mi abuela volvió a enfurecerse cuando averiguó el remedio de mi madre contra el estreñimiento. Me tumbaba sobre el escurridero del fregadero de la cocina y me metía jabón carbólico por el ano. Si le gustaba dar miedo, debía de estar encantada conmigo, porque me tenía acojonado. La quería —era mi madre—, pero pasé mi niñez en un estado de máxima alerta, siempre intentando asegurarme de que no hacía nada que la provocara: si ella estaba contenta yo también lo estaba, aunque solo fuera un rato.

Nunca tuve esos problemas con mi abuela. Ella era la persona en la que más confiaba. Parecía constituir el centro de la familia, al ser la única que no trabajaba fuera de casa, pues mi madre había pasado de conducir el carro de la leche durante la guerra a trabajar en una serie de tiendas. La abuela era una de esas viejas matriarcas asombrosas de clase humilde: sensata, trabajadora, amable y graciosa. Yo la idolatraba. Era una cocinera excepcional, tenía mucha mano con las plantas, y le gustaba beberse de vez en cuando una copa y jugar a las cartas. Había tenido una vida increíblemente dura; su padre había abandonado a su madre al quedarse embarazada, por lo que ella nació en un hospicio. Nunca hablaba de ello, pero parecía haberla vuelto imperturbable. Ni siquiera se inmutó el día que bajé berreando por las escaleras con el prepucio atrapado en la cremallera de la bragueta de mis pantalones y le pedí que me ayudara. Se limitó a suspirar y se dispuso a liberarlo como si fuera algo que hiciera todos los días.

Su casa olía a asados y a chimeneas de carbón. En la puerta siempre había alguien: la tía Win, el tío Reg, mis primos John y Cathryn, el cobrador del alquiler, el chico de la lavandería Watford Steam o el repartidor de carbón. Y siempre sonaba música. La radio estaba casi permanentemente encendida (programas como Two-Way Family Favourites, Housewives’ Choice, Music While You Work, The Billy Cotton Band Show) o sonaba un disco en la gramola, que solía ser de jazz, aunque a veces era de música clásica.

Yo podía pasarme horas enteras mirando aquellos discos, estudiando los distintos sellos discográficos. El azul de Decca, el rojo de Parlophone, el amarillo intenso de MGM, los de HMV y RCA, que por alguna razón que nunca averigüé tenían ese dibujo del perro que mira el fonógrafo. Parecían objetos mágicos; el hecho de que al poner una aguja sobre ellos saliera misteriosamente sonido me fascinaba. Al cabo de un tiempo, los únicos regalos que quería eran discos y libros. Recuerdo el chasco que me llevé cuando bajé por las escaleras y vi una gran caja envuelta. «Oh, no, me han comprado un Mecano.»

Además, teníamos un piano que pertenecía a mi tía Win, quien solía tocarlo. Y de vez en cuando, también lo tocaba yo. Corrían muchas leyendas en la familia sobre mi prodigioso talento con el instrumento, aunque la más repetida era que Win me sentó en su regazo cuando yo tenía tres años y al instante saqué de oído la melodía de «The Sakter’s Waltz». No tengo ni idea de si es verdad, pero no hay duda de que tocaba el piano a una edad muy temprana, alrededor de la época en que empecé a ir a la escuela, la Reddiford School. Tocaba himnos como «All Things Bright And Beautiful», que había escuchado en la sala de actos. Sencillamente nací con oído musical, como otros nacen con memoria fotográfica. Podía escuchar una pieza de música una vez y luego sentarme al piano y más o menos reproducirla nota por nota. Tenía siete años cuando empecé a tomar clases con una tal señora Jones. Poco después mis padres comenzaron a hacerme salir delante de todos en las reuniones familiares y las bodas para que tocara «My Old Man Said Follow The Van» y «Roll Out The Barrel». A juzgar por todos los discos que se oían en casa y en la radio, creo que la clase de música que más le gustaba a mi familia eran las canciones populares tradicionales.

El piano cumplía una gran función cuando mi padre estaba en casa de permiso. Era el típico hombre británico de los años cincuenta que veía en cualquier manifestación de emoción, aparte de la ira, una prueba fatal de debilidad de carácter. De modo que no era dado al contacto físico y nunca te decía que te quería. Pero le gustaba la música, y si me oía tocar el piano, recibía un «enhorabuena» y tal vez un brazo alrededor de los hombros en señal de orgullo y aprobación. Por un tiempo estuvo contento conmigo. Y tenerlo contento era muy importante para mí. Si él me daba un poco menos de miedo que mi madre era porque no paraba mucho en casa. En un momento determinado, cuando yo tenía seis años, mi madre decidió que la familia al completo nos marcháramos de Pinner y nos instaláramos con mi padre en Wiltshire; lo habían destinado a la base Lyneham de la RAF, cerca de Swindon. No recuerdo bien los detalles. Sé qué me gustaba jugar en el campo, pero el traslado me dejó desorientado y confuso, y, como consecuencia, me quedé atrás en la escuela. No estuvimos mucho tiempo allí —mamá debió de darse cuenta enseguida del error que había cometido—, y después de que regresáramos a Pinner, me pareció que papá era alguien que venía de visita en lugar de vivir con nosotros.

Pero cuando él estaba, las cosas cambiaban. De pronto había normas nuevas para todo. Me veía en un apuro si la pelota de fútbol se salía del césped y caía en un parterre de flores, pero también si comía apio de una manera que para él estaba mal. Al parecer la forma correcta, en el improbable caso de que alguien tuviera algún interés en comer apio, era sin hacer demasiado ruido al morder. Una vez me pegó porque se suponía que no me había quitado la chaqueta del uniforme de la manera adecuada; por desgracia, parece que me he olvidado de cuál era, pese a lo crucial de la información. La escena afectó tanto a mi tía Win que salió llorando de la habitación para contársela a la abuela. Seguramente agotada por las peleas sobre el uso del orinal y el estreñimiento, mi abuela le aconsejó que no se metiera.

¿Qué estaba ocurriendo? No tengo ni idea. Sé tan poco acerca del problema que tenía mi padre como del de mi madre. Quizá estaba relacionado con el hecho de pertenecer al ejército, donde también había reglas para todo. Tal vez eran celos, como si se sintiera excluido por pasar tanto tiempo fuera de casa, y todas esas normas eran su forma de imponerse como cabeza de familia. Tal vez era la educación que había recibido, aunque no recuerdo a sus padres —el abuelo Edwin y la abuela Ellen— particularmente feroces. O tal vez tanto a mi padre como a mi madre les costaba manejar a un niño porque era algo nuevo para ellos. No lo sé. Solo sé que mi padre tenía muy malas pulgas y no parecía entender cómo usar las palabras. Nunca había una respuesta serena, como: «Vamos, siéntate». Sencillamente estallaba. El Mal Genio de la familia Dwight. Fue la cruz de mi vida de niño y siguió siéndolo cuando se hizo evidente que era hereditario. O bien me hallaba genéticamente predispuesto a perder los estribos o había aprendido de un modo inconsciente del ejemplo. Fuera como fuese, ha resultado ser una pesadez insoportable para mí y para todos los que han estado a mi alrededor durante gran parte de mi vida adulta.

De no haber sido por mis padres, habría tenido la típica niñez normal e incluso aburrida de los años cincuenta: Muffin the Mule por la televisión y funciones infantiles en el Embassy de North Harrow los sábados por la mañana; los Goons por la radio, y pan untado con manteca para cenar los domingos por la noche. Lejos de casa, era totalmente feliz. A los once años me pasé al Pinner County Grammar School, donde destaqué por normal. Nunca fui objeto de intimidaciones ni intimidé a nadie. No era empollón, pero tampoco gamberro; eso se lo dejaba a mi amigo John Gates, que era uno de esos chicos que parecía haberse pasado toda su niñez castigado después de clase o fuera del despacho del director, sin que la variedad de castigos impuestos alterara un ápice su comportamiento. Yo pesaba más de la cuenta, y aunque se me daban bien los deportes, no corría peligro alguno de convertirme en atleta estrella. Jugaba al fútbol y al tenis, a todo menos al rugby. Debido a mi estatura me ponían en la melé, donde mi papel principal era recibir múltiples patadas en los huevos del pilar del equipo contrincante. Me negaba.

Mi mejor amigo era Keith Francis, pero formaba parte de un gran grupo de chicos y chicas a los que todavía veo. De vez en cuando organizo en casa reuniones de la promoción. La primera vez me puse nervioso: «Han pasado cincuenta años, soy famoso y vivo en una gran mansión; ¿qué coño van a pensar de mí?». Pero a ellos no podría haberles importado menos. Cuando llegaron, podríamos haber estado en 1959. Nadie parecía haber cambiado mucho. John Gates seguía teniendo ese brillo en los ojos que hacía pensar que podía ser de armas tomar.

Durante años llevé una existencia en la que no pasaba realmente nada. El momento álgido fue un viaje de fin de curso a Annecy, donde nos alojamos en casa de nuestros pen pals, y miramos boquiabiertos los Citroën 2CV, que nada tenían que ver con los coches que yo había visto en las carreteras británicas; los asientos parecían tumbonas. O aquel día de las vacaciones de Semana Santa que, por razones que se han perdido en la bruma del tiempo, Barry Walden, Keith y yo decidimos ir en bicicleta de Pinner a Bournemouth, una idea cuya sensatez empecé a cuestionar en cuanto me di cuenta de que sus bicicletas tenían marchas y la mía no; tuve que subir las cuestas pedaleando como un loco para no quedarme atrás. El único peligro al que nos enfrentábamos era que uno de mis amigos se muriera de asco cuando yo me ponía a hablar de discos. No me bastaba con coleccionarlos. Cada vez que compraba uno, lo apuntaba en un cuaderno. Escribía los títulos de las caras A y B y toda la información que ofrecía el sello discográfico: compositor, editor, productor. Luego la memorizaba hasta que me convertí en una enciclopedia musical ambulante. Una inocente pregunta como por qué saltaba la aguja cuando ponías «Little Darlin» de The Diamonds me llevaba a informar a todo el que estuviera lo bastante cerca para oírme que se debía a que era una grabación de Mercury Records, a quienes distribuía Pye en el Reino Unido. Pye era el único sello que lanzaba discos de 78 rpm de novedoso vinilo en lugar de la anticuada goma laca, y las agujas hechas de goma laca no respondían de la misma manera al vinilo.

Pero no me estoy quejando en absoluto de que la vida fuera aburrida; al contrario, me gustaba tal como era. En casa todo resultaba tan agotador que llevar una vida insulsa fuera de ella me parecía curiosamente una bendición, sobre todo cuando mis padres decidieron volver a intentar vivir juntos a tiempo completo. Fue después de que yo entrara en Pinner County. A mi padre lo habían destinado a la base Medmenham de la RAF, en Buckinghamshire, y todos nos mudamos a una casa de Northwood, a unos diez minutos de Pinner, en el número 111 de Potter Street. Vivimos tres años en ella, lo suficiente para probar más allá de toda duda que el matrimonio no funcionaba. Fue durísimo: peleas continuas, intercaladas de silencios gélidos. No podías relajarte ni un momento. Si te pasas la vida esperando que tu madre monte en cólera o que tu padre anuncie otra norma que has infringido, acabas sin saber cómo actuar: la incertidumbre de lo que ocurrirá a continuación te paraliza. De modo que yo era increíblemente inseguro, me asustaba de mi propia sombra. Para colmo, me consideraba de algún modo responsable de la situación conyugal de mis padres, porque muchas de sus peleas giraban en torno a mí. Mi madre me reñía, entonces mi padre intervenía y seguía una gran pelea sobre cómo me estaban educando. No hacía que me sintiera muy bien conmigo mismo, lo que se ponía de manifiesto en una falta de seguridad en mi aspecto físico que duró hasta entrada la edad adulta. Durante años y años no pude soportar mirarme al espejo. Realmente odiaba lo que veía: era demasiado gordo, demasiado bajo, tenía una cara rara y mi pelo nunca hacía lo que yo quería (que dejara de caerse antes de tiempo, entre otras cosas). El otro efecto duradero fue el miedo a la confrontación. Me duró décadas. He permanecido en relaciones profesionales y personales adversas solo por evitar el conflicto.

Cuando las cosas se ponían demasiado feas, mi reacción siempre era subir corriendo las escaleras y encerrarme, y eso era justo lo que hacía cuando mis padres se peleaban. Subía a mi habitación, donde tenía todo perfectamente limpio y ordenado. Coleccionaba cómics, libros y revistas, además de discos. Era meticuloso con todo. Cuando no estaba apuntando la información de un nuevo single en mi cuaderno, me dedicaba a copiar todas las listas de singles de Melody Maker, New Musical Express, Record Mirror y Disc, y a compilar los resultados, y, calculando el promedio, hacía una nueva lista personal. Siempre he sido un obseso de las estadísticas. Incluso ahora pido que me envíen todos los días las listas de éxitos, así como los puestos en las listas de las radios estadounidenses, los éxitos de taquilla del cine y de Broadway. La mayoría de los artistas no lo hacen porque no les interesa. Cuando hablo con alguno, sé más de cómo va su single que él mismo, lo que es una locura. La excusa oficial es que necesito saber lo que pasa porque en la actualidad tengo una compañía que hace películas y representa a artistas. La verdad es que lo haría de igual modo aunque trabajara en un banco. Sencillamente soy obsesivo.

Un psicólogo probablemente diría que, de niño, intentaba crear una sensación de orden en mi vida caótica, con mi padre siempre yendo y viniendo, y todas las reprimendas y peleas. Yo no tenía ningún control sobre eso ni sobre el carácter de mi madre, pero sí sobre lo que había en mi habitación. Los objetos no podían hacerme daño. Me reconfortaban. Yo hablaba con ellos, me comportaba como si tuvieran sentimientos. Si se me rompía algo, me llevaba un verdadero disgusto, como si hubiera matado a algún ser vivo. Durante una discusión particularmente desagradable, mi madre lanzó a mi padre un disco, que se rompió en no sé cuántos pedazos. Era The Robin’s Return de Dolores Ventura, una pianista australiana de ragtime. Recuerdo que pensé: «¿Cómo has hecho algo así? ¿Cómo puedes romper algo tan bonito?».

Mi colección de discos se disparó con la llegada del rock and roll. Había en marcha otros cambios emocionantes, indicios de que la vida continuaba, de que estábamos saliendo del mundo gris de posguerra incluso en un barrio periférico del noroeste de Londres: entraron en casa un televisor y una lavadora, y abrieron en Pinner High Street un café-bar, lo que parecía increíblemente exótico… hasta que apareció en la cercana Harrow un restaurante que servía comida china. Pero los cambios ocurrían despacio y de forma gradual, con varios años entre sí. No sucedió lo mismo con el rock and roll. Parecía haber salido de la nada, y tan rápido que costaba asimilar hasta qué punto lo había cambiado todo.

La música pop la encarnaban el bueno de Guy Mitchell con «Where Will The Dimple Be?» y Max Bygraves cantando sobre cepillos de dientes. Era cortés y sensiblera, e iba dirigida a los padres, que no querían oír nada demasiado emocionante o escandaloso; después de vivir una guerra, habían tenido suficiente de eso para toda la vida. Y de repente el pop pasó a ser Jerry Lee Lewis y Little Richard, esos tipos ininteligibles que parecían echar espuma por la boca cuando cantaban y a los que nuestros padres odiaban. Hasta mi madre, que era fan de Elvis, se echó para atrás cuando salió Little Richard. «Tutti Frutti» le parecía un ruido infernal.

El rock and roll era como una bomba que no paraba de estallar en una serie de explosiones tan seguidas que costaba entender qué ocurría. De pronto parecía haber una canción increíble detrás de otra. «Hound Dog», «Blue Suede Shoes», «Whole Lotta Shakin’ Going On», «Long Tall Sally», «That’ll Be The Day», «Roll Over Beethoven», «Reet Petite». Tuve que ponerme a trabajar los sábados para no quedarme atrás. Por suerte, el señor Megson de Victoria Wine buscaba a alguien que le echara una mano en la trastienda, colocando los envases vacíos en cajones de madera y amontonándolos. Yo tenía una vaga idea de ahorrar algo de dinero, pero debería haberme dado cuenta de que estaba condenada a fracasar: Victoria Wine estaba puerta con puerta con la tienda de discos Siever. El señor Megson podría haber dejado los diez chelines que me pagaba en la caja registradora y ahorrarse los intermediarios. Era un primer indicio de lo que resultaría ser una actitud ante la compra que me ha acompañado toda la vida: no se me da muy bien guardar el dinero en el bolsillo cuando hay algo que quiero.

Sesenta años después, cuesta explicar lo revolucionario y escandaloso que parecía el rock and roll. No solo la música sino toda la cultura que representaba, la ropa, el cine y la actitud. Parecía lo primero que era realmente nuestro, que iba dirigido en exclusiva a nosotros, y hacía que nos sintiéramos distintos de nuestros padres y capaces de conseguir algo. No es fácil tampoco explicar hasta qué punto lo despreció la anterior generación. Si tomamos todos los ejemplos de pánico moral que la música pop ha provocado desde entonces —el punk y el gangsta-rap, los mods, los rockers y el heavy metal—, los juntamos y los multiplicamos por dos, podremos hacernos una idea de la indignación que causó el rock and roll. La gente lo odió a muerte. Y el que más mi padre. Le desagradaba la música en sí, eso estaba claro —le gustaba Frank Sinatra—, pero había algo más: odiaba su impacto social, creía que todo lo relacionado con él era moralmente censurable. «Mira cómo se visten y cómo se comportan, meneando las caderas y marcando la polla. Tú no te mezclarás con ellos.» Si lo hacía me convertiría en un wide boy, un buscón. Para el que no lo sepa, es un término anticuado para referirse a una especie de delincuente de poca monta, un timador, alguien que hace trapicheos o algún que otro chanchullo. Ya concienciado de que yo podía descarriarme por culpa de mi ineptitud para comer apio como era debido, mi padre creía firmemente que el rock and roll causaría mi profunda degradación. La mera mención de Elvis o Little Richard lo impulsaba a soltar una furiosa perorata en la que mi inevitable transformación en un buscón ocupaba un lugar destacado: yo tan pronto escuchaba encantado «Good Golly Miss Molly» como comerciaba con artículos de nailon robados o era un trilero que estafaba a la gente en las sórdidas calles de Pinner.

No parecía haber mucho peligro de que eso sucediera —hay monjes benedictinos más estafadores de lo que yo lo era de adolescente—, pero mi padre no quería correr riesgos. Antes de que empezara en el Pinner County Grammar School en 1958, ya se veían cambios en la forma de vestir de la gente, pero yo tenía expresamente prohibido llevar cualquier prenda que pudiera vincularse de algún modo con el rock and roll. Keith Francis deslumbraba con unos zapatos tan puntiagudos que las puntas parecían entrar en el aula varios minutos antes que él. Mientras que yo seguía vistiendo como una versión en miniatura de mi padre, y mis zapatos eran deprimentemente igual de largos que mis pies. Lo más cerca que había estado de participar en la rebelión en el vestir eran las gafas graduadas, mejor dicho, lo a menudo que las llevaba. Se suponía que solo debía utilizarlas para mirar la pizarra. Desde la demencial convicción de que con ellas tenía un aire a lo Buddy Holly, las llevaba a todas horas, con lo que me estropeé por completo la vista. Entonces sí que tuve que ponérmelas todo el tiempo.

El deterioro de mi vista también tuvo consecuencias inesperadas en lo que se refiere a la exploración sexual. No recuerdo las circunstancias exactas en que mi padre me sorprendió masturbándome. Creo que no me pilló en el acto en sí sino intentando deshacerme de las pruebas, pero recuerdo que no me sentí tan avergonzado como debería, entre otras cosas porque no sabía muy bien lo que hacía. Estaba realmente atrasado en lo tocante al sexo. No me interesó hasta los veintitantos años, aunque después de eso haría un importante y decidido esfuerzo para recuperar el tiempo perdido. Pero cuando oía a mis amigos hablar en el instituto, me quedaba simplemente perplejo: «Sí, la llevé al cine y me dejó tocarle una teta». ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué se suponía que significaba eso?

De modo que creo que, más que experimentar una expresión frenética de mi sexualidad efervescente, lo que hacía era disfrutar de una sensación agradable. Fuera como fuese, cuando mi padre me pilló, soltó la frase tan manida de que, si seguía haciendo «eso», me quedaría ciego. En todo el país los chicos la oían, se daban cuenta de que era una tontería y pasaban olímpicamente de ella. En mi caso, en cambio, la advertencia hizo presa en mi mente. ¿Y si era cierto? Ya me había destrozado la vista con mi insensato intento de parecerme a Buddy Holly y tal vez eso acabara de estropearla. Decidí que era mejor no correr riesgos.  

Muchos músicos dirán que Buddy Holly tuvo un gran impacto en su vida, pero probablemente yo soy el único que puede decir de él que, sin saberlo, logró que nunca más me masturbara, a no ser que pillara a Big Booper haciéndolo mientras estaban de gira o algo así.

Pese a todas las reglas en el vestir y las advertencias sobre mi inevitable caída en la delincuencia, era demasiado tarde para que mi padre pudiera evitar que me involucrara en el rock and roll. Yo ya estaba metido hasta el cuello. Vi en el cine Loving You y Una rubia en la cumbre. Empecé a ir a actuaciones en vivo. Una gran multitud de estudiantes nos dirigíamos al Harrow Granada cada semana; Keith, Kaye Midlane, Barry Walden, Janet Richie y yo éramos los más devotos y regulares, junto con un chico llamado Michael Johnson, que era la única persona a la que conocía que estaba igual de obsesionada que yo con la música. A veces incluso parecía saber más cosas que yo. Fue él quien un par de años después se presentó en el instituto agitando «Love Me Do» de The Beatles y afirmó que iban a ser lo más grande después de Elvis. Pensé que exageraba hasta que me lo puso y entonces decidí que podía tener razón: otra obsesión musical se despertó.

El precio de una entrada para el Granada era de dos chelines con seis peniques o de cinco chelines, si optabas por los asientos elegantes. En ambos casos merecía la pena pagarlos, porque los espectáculos estaban abarrotados de cantantes y bandas. Veías actuar a diez artistas en una noche: dos canciones cada uno hasta el cabeza de cartel, que cantaba cuatro o cinco. Todos parecían tocar allí, tarde o temprano. Little Richard, Gene Vincent, Jerry Lee Lewis, Eddie Cochran, Johnny and The Hurricanes. Si alguien rehusaba honrar el Harrow Granada con su presencia, siempre podíamos coger el metro a Londres: fue en el Palladium donde vi a Cliff Richard y a The Drifters, antes de que la banda que los acompañaba cambiara de nombre y pasara a llamarse The Shadows. De nuevo en la periferia, otros locales más pequeños empezaron a presentar grupos: el British Legion de South Harrow, el Conservative Club de Kenton. Podías ver fácilmente dos o tres bolos a la semana, siempre que tuvieras el dinero necesario. Lo curioso es que no logro recordar haber visto una mala actuación o volver a casa decepcionado. El sonido debía de ser terrorífico. Estoy bastante seguro de que en el British Legion de South Harrow en 1960 no había un sistema de altavoces capaz de reproducir como era debido el poder brutal y salvaje del rock and roll.

Y cuando mi padre no estaba en casa, yo tocaba canciones de Little Richard y Jerry Lee Lewis al piano. Ellos eran mis verdaderos ídolos. No se trataba solo de su manera de tocar, que era increíble, tan agresiva, como si asaltaran el teclado, sino de cómo se ponían de pie mientras tocaban, apartaban de una patada el taburete y saltaban sobre el piano. Lograban que pareciera tan escandaloso, sexy y visualmente emocionante como tocar la guitarra o cantar. Yo nunca había caído en la cuenta de que tocar el piano podía ser todo eso.

Me sentí lo bastante inspirado para dar unos cuantos bolos en clubes sociales para jóvenes con una banda que se llamaba The Corvettes. No era nada serio, ya que los otros miembros seguían como yo en el instituto —ellos iban al Northwood—, y solo duró unos meses: la mayoría de las actuaciones nos las pagaron con Coca-Cola. Pero de pronto empecé a intuir lo que quería hacer con mi vida y no coincidía con los planes que había trazado mi padre para mí, que giraban en torno a ingresar en la RAF o trabajar en un banco. Jamás me habría atrevido a decirlo en voz alta, pero en silencio decidí que podía meterse esos dos planes donde le cupiesen. Tal vez, en el fondo, el rock and roll sí me hubiera infundido la rebeldía que tanto temía mi padre.

O tal vez él y yo nunca tuvimos nada en común, aparte del fútbol. Todos los recuerdos de la infancia felices que conservo de mi padre están relacionados con este deporte, pues venía de una familia de fanáticos. Dos de sus sobrinos eran jugadores profesionales, ambos del Fulham, del suroeste de Londres: Roy Dwight y John Ashen. Como premio, me llevaba a verlos desde la línea de banda del Craven Cottage, en los tiempos en que Jimmy Hill era su interior derecho y Bedford Jezzard su mayor goleador. Incluso fuera del campo, me parecían figuras increíblemente glamurosas; siempre me sentía un poco intimidado cuando me los encontraba. Cuando la carrera de John terminó, se convirtió en un astuto hombre de negocios con debilidad por los coches estadounidenses; se presentaba en nuestra casa de Pinner con su mujer, Bet, en un Cadillac o un Chevrolet de aspecto irreal que aparcaba delante de la puerta. Roy, por su parte, era un magnífico jugador, un lateral derecho que pasó al Nottingham Forest. Jugó con ellos en la Final de la FA Cup de 1959. La vi en casa por la televisión, comiendo un surtido de huevos de chocolate que guardaba desde Pascua para ese momento memorable. Más que comerlos, me los metía en la boca en un estado de histeria. No podía creer lo que estaba sucediendo en la pantalla. Al cabo de diez minutos Roy marcó el primer gol. Estaba a punto de que lo llamaran para jugar con la selección inglesa y ese gol sin duda había decidido su destino: mi primo —un primo carnal— iba a jugar representando a Inglaterra. Parecía tan increíble como la afición de John por los coches. Quince minutos después lo sacaban del campo en una camilla. Se había roto la pierna en un regateo y eso determinó su destino. Su carrera futbolística prácticamente se acabó. Lo intentó, pero nunca volvió a jugar como antes. Acabo convirtiéndose en profesor de educación física en un colegio para chicos del sur de Londres.

El equipo de mi padre era el Watford, mucho menos glamuroso e impresionante. Yo tenía seis años cuando me llevó por primera vez a ver un partido. Con penoso esfuerzo trataban de ascender desde la última posición de algo llamado tercera división del Sur, que era lo más bajo que se podía estar en la liga de fútbol sin que te echaran. De hecho, poco antes de que yo empezara a ir a los partidos del Watford, habían jugado tan mal que habían llegado a expulsarlos; se les permitió permanecer en la liga tras solicitar que los seleccionaran de nuevo. El estadio en Vicarage Road parecía decir a las claras todo lo que se necesitaba saber sobre el equipo. Solo había dos tribunas cubiertas muy pequeñas, viejas e inestables. Y también se utilizaba como canódromo. Si yo hubiera tenido algún criterio, le habría echado un vistazo antes y, tras considerar el estado en que se encontraba, habría optado por defender un equipo que jugara de verdad al fútbol. Podría haberme ahorrado veinte años de casi completa desdicha. Pero el fútbol no funciona así, o al menos no debería. Lo llevas en la sangre; el Watford era el equipo de mi padre y, por tanto, el mío.

Además, a mí no me importaban ni el estadio, ni la falta de perspectivas del equipo, ni el frío gélido. Me encantó al instante. La emoción de ver practicar un deporte en vivo por primera vez, la excitación de subir al tren con destino a Watford y cruzar andando la pequeña ciudad hasta el estadio, los vendedores de periódicos que aparecían en el descanso para informarte de los resultados de otros partidos, el ritual de ponernos siempre en el mismo lugar en las gradas, junto a la tribuna de Shrodells a la que llamaban The Bend. Era como tomar una droga a la que al instante te volvías adicto. El fútbol me obsesionaba tanto como la música; cuando no estaba confeccionado mis listas de éxitos personales en mi habitación, recortaba las clasificaciones de las ligas de fútbol de las revistas y las pegaba en la pared, y me aseguraba de tenerlas totalmente actualizadas. Es una adicción que nunca me he quitado porque no he querido, y era hereditaria, me la había pasado mi padre.

Cuando tenía once años, mi profesor de piano me inscribió en la Royal Academy of Music, situada en el centro de Londres. Aprobé el examen y allí pasé los sábados de los siguientes cinco años: estudiaba música clásica por la mañana e iba a Watford por la tarde. Yo prefería lo segundo. En la Royal Academy of Music se respiraba miedo. Todo lo relacionado con ella me intimidaba: el enorme e imponente edificio eduardiano que se alzaba sobre Marylebone Road, su augusta historia como formadora de compositores y directores de orquesta, el hecho de que todo lo que no fuera música clásica estuviera expresamente prohibido en ella. Hoy día ha cambiado mucho, y cuando voy, me encuentro un lugar realmente alegre donde se anima a los alumnos a dejarse llevar y tocar pop, jazz o lo que ellos mismos componen a la vez que reciben su formación clásica. Pero en aquella época, incluso hablar de rock and roll en la Royal Academy habría sido un sacrilegio, como aparecer en una iglesia y decirle al párroco que estás muy interesado en adorar a Satanás.

La Royal Academy a veces era divertida. Tenía una profesora muy buena llamada Helen Piena, me encantaba cantar en el coro y disfrutaba sinceramente tocando a Mozart, Bach, Beethoven y Chopin, sus temas melódicos. Otras veces se me hacía realmente pesada. Era un alumno vago. Si alguna semana me había olvidado de hacer los deberes, no me molestaba en aparecer. Llamaba desde casa y, cambiando de voz, les decía que estaba enfermo, y luego —para que mi madre no se diera cuenta de que me escaqueaba— tomaba el tren a Baker Street. Una vez allí me subía al metro. Durante tres horas y media daba vueltas y vueltas por la Circle Line, leyendo The Pan Book of Horror Stories en lugar de practicar a Bartók. Sabía que no quería ser músico clásico. Para empezar, no era lo bastante bueno. No tenía las manos apropiadas. Mis dedos eran demasiado cortos para ser pianista. Cualquiera que vea una foto de un concertista de piano se percatará de que todos tienen manos como tarántulas. Además, lo que yo buscaba de la música no era tenerlo todo reglamentado, y tocar las notas adecuadas en el momento adecuado y con el sentimiento adecuado, sino dar cabida a la improvisación.

En cierto modo, es irónico que acabara convertido en doctor y miembro honorífico de la Royal Academy años después; mientras estuve en ella nunca destaqué como alumno ejemplar. Por otra parte, no tiene nada de irónico. Jamás diría que perdí el tiempo en la Royal Academy. Me siento realmente orgulloso de haber estudiado en ella. He dado conciertos benéficos y recaudado dinero para comprarles un nuevo órgano de tubos, he hecho giras con su Orquesta Sinfónica por Gran Bretaña y Estados Unidos, y cada año financio ocho becas. La academia estaba llena de gente con la que he acabado trabajando años después, ya como Elton John: el productor Chris Thomas, el arreglista Paul Buckmaster, la arpista Skaila Kanga y el percusionista Ray Cooper. Y lo que aprendí en ella impregnaría mi música; me enseñaron a colaborar con otros, las estructuras armónicas y a componer canciones. Lograron que me interesara en componer con más de tres o cuatro acordes. Si se escucha el álbum Elton John y prácticamente todos los que he hecho a partir de él, se percibe la influencia de la música clásica y de la Royal Academy.

Todavía estudiaba en la Royal Academy cuando mis padres por fin se divorciaron. Para ser justo con ellos, diré que habían intentado que el matrimonio funcionara, aunque estaba claro que no se soportaban, sospecho que porque querían darme estabilidad. Fue un gran error por su parte, pero se esforzaron. Más tarde, en 1960, destinaron a mi padre a Harrogate, en Yorkshire, y mientras estuvo allí mi madre conoció a alguien. Y ese fue el final.

Mi madre y yo nos fuimos a vivir a la casa de su nueva pareja, Fred, que era pintor de brocha gorda. Fueron momentos muy difíciles económicamente. Fred estaba divorciado, y tenía una exmujer y cuatro hijos, de modo que el dinero escaseaba. Vivíamos en un piso horrible de Croxley Green, con tantas humedades que el empapelado se despegaba de las paredes. Fred trabajaba mucho. Limpiaba ventanas y hacía trabajos sueltos además de pintar, lo que le saliera, para asegurarse de que había comida sobre la mesa. Era duro para él, pero también para mi madre. El tío Reg había tenido razón: en aquellos tiempos divorciarse suponía realmente un estigma.

Pero yo me alegré muchísimo de que se divorciaran. Las desavenencias diarias entre mi padre y mi madre cuando estaban juntos se acabaron. Mamá había conseguido lo que quería —desembarazarse de mi padre— y, al menos durante un tiempo, pareció cambiada. Estaba feliz y me transmitía esa felicidad. Tenía menos arranques de mal humor, se mostraba menos crítica. Y a mí me gustaba realmente Fred. Era un hombre bueno y generoso, de trato fácil. Ahorró para comprarme una bicicleta de carreras. Le hizo gracia que yo empezara a llamarlo por su nombre del revés, Derf, un apodo que le quedaría. Ya no había restricciones en mi forma de vestir. Empecé a referirme a él como mi padrastro años antes de que mi madre y él se casaran.

Lo mejor era que a Derf le gustaba el rock and roll. Mamá y él me apoyaron mucho en mi carrera musical. Supongo que había un incentivo añadido para mi madre, porque ella sabía que al alentarme hacía enfurecer a mi padre, pero durante un tiempo por lo menos, ella fue mi principal admiradora. Y Derf me consiguió mi primera actuación remunerada como pianista en el Northwood Hills Hotel, que en realidad era un pub. Derf estaba tomando una pinta allí cuando se enteró por el dueño de que su pianista habitual se había ido y le sugirió que me hiciera una prueba. Yo tocaba todo lo que se me ocurría. Canciones de Jim Reeves, Johnnie Ray, Elvis Presley, «Whole Lotta Shakin’ Goin’ On». O temas de Al Jolson, que era muy popular. Pero no tanto como las viejas canciones de pub que todos cantaban: «Down At The Old Bull And Bush», «Any Old Iron», «My Old Man», las mismas que le gustaba cantar a mi familia después de un par de copas. Me sacaba un buen pico. La paga era una libra por noche, tres noches a la semana, pero Derf iba conmigo y pasaba una jarra de pinta para recoger las propinas. A veces juntaba quince libras en una semana, que era mucho dinero para un chico de quince años a principios de los años sesenta. Ahorré y me compré un piano eléctrico —un Hohner Pianette— y un micrófono, para que se me oyera mejor en medio del ruido del público.

El trabajo de pianista de pub, además de proporcionarme dinero, cumplió otra importante misión. Me hizo bastante más audaz, porque el Northwood Hills Hotel estaba lejos de ser el local más saludable de Gran Bretaña. Yo tocaba en el bar público, no en el salón más lujoso de al lado, y prácticamente todas las noches, cuando se había trasegado suficiente alcohol, había bronca. No me refiero a algún altercado verbal sino a una pelea en toda regla: vasos que salían volando, mesas arrojadas. De entrada, intentaba seguir tocando con la vana esperanza de que la música apaciguara los ánimos. Si una ráfaga de «Bye Bye Blackbird» no obraba la magia esperada, entonces me volvía hacia un grupo de vagabundos que frecuentaban el pub en busca de ayuda. Había hecho amistad con una de las hijas —ella incluso me había invitado a cenar a su caravana— y ellos velaban por mi seguridad cuando empezaba la bronca. Y si esa noche no estaban, tenía que emplear mi último recurso, que implicaba salir por la ventana más cercana al piano y regresar más tarde, cuando las cosas se hubieran calmado. Era aterrador, pero al menos me hizo mentalmente fuerte a la hora de tocar en directo. Sé de artistas a los que les ha hundido la experiencia de actuar ante un público poco apreciativo. Yo también me he enfrentado a públicos poco apreciativos, pero nunca me ha afectado demasiado. Si no tengo que dejar de actuar y salir por una ventana porque temo por mi vida, ya es un avance con respecto a mis inicios.

En Yorkshire, mi padre conoció a una mujer llamada Edna. Se casaron y se trasladaron a Essex, donde abrieron un quiosco. Él debía de ser más feliz —tuvo cuatro hijos más y todos lo adoraban—, pero no me pareció que fuera diferente conmigo. Era como si no supiera comportarse de otro modo cuando me tenía delante. Seguía mostrándose frío y severo, y todavía se quejaba de la horrible influencia del rock and roll, consumido aún por la idea de que me convirtiera en un buscón y en una vergüenza para el apellido Dwight. Tomar la Green Line hasta Essex para ir a verlo era sin duda el punto más bajo de cualquier semana. Dejé de ir a los partidos del Watford con él; ya era lo bastante mayor para estar en The Bend por mi cuenta.

Supongo que mi padre se puso furioso cuando se enteró de mis planes de dejar el instituto antes de los exámenes de graduación para aceptar un empleo en el negocio de la música. No creía que fuera una carrera adecuada para un chico formado en una escuela que preparaba para la universidad. Para empeorar las cosas, era su propio sobrino quien me había conseguido el trabajo: mi primo Roy, el del gol de la FA Cup, con quien mi madre había mantenido una buena relación después del divorcio. Los futbolistas siempre parecen tener contactos en la industria musical y él era amigo de un tipo llamado Tony Hiller, que era el director general de la editora musical Mills Music de Denmark Street, la Tin Pan Alley británica. Me enteré por Roy de que había una vacante en el departamento de empaquetado; no era gran cosa y solo pagaban cuatro libras a la semana, pero suponía tener un pie dentro. De todos modos, estaba seguro de que no tenía ninguna posibilidad de aprobar los exámenes de bachillerato. Entre la Royal Academy, las horas que practicaba el piano como Jerry Lee Lewis y las salidas por la ventana del Northwood Hills Hotel, mis estudios en algún momento habían empezado a decaer.

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