Yo

Yo


Capítulo 2

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Llegué a mi primer trabajo en Denmark Street justo en el momento en que la importancia de la calle entraba en fase terminal. Diez años antes había sido el centro de la industria musical británica, donde los compositores acudían a vender sus canciones a los editores, que a su vez las vendían a los artistas. Luego llegaron The Beatles y Bob Dylan, y lo cambiaron todo. Ellos no necesitaban la ayuda de compositores profesionales, pues resultaron serlo ellos mismos. Empezaron a aparecer más grupos con un compositor en sus filas: The Kinks, The Who, The Rolling Stones. Se hizo evidente que en adelante sería así. Todavía había suficiente trabajo para mantener Denmark Street a flote, ya que no todos los grupos musicales nuevos componían su propio material, y todavía había un ejército de vocalistas y cantantes melódicos que buscaban las canciones de su repertorio a la antigua usanza, pero la editora tenía los días contados.

Incluso mi nuevo empleo en Mills Music parecía un retroceso a una época pasada. No tenía nada que ver con el pop. Mi cometido consistía en empaquetar las partituras para grupos de instrumentos de viento y llevar los paquetes a la oficina de Correos que había delante del Shaftesbury Theater. Yo ni siquiera trabajaba en el edificio principal: el departamento de empaquetado estaba detrás. La falta de glamour quedó en evidencia cuando una tarde apareció inesperadamente el centrocampista estrella del Chelsea, Terry Venables, con otros cuantos jugadores. Los perseguía la prensa porque se había desatado un escándalo a raíz de la noticia de que salían a beber después de un partido, desobedeciendo las órdenes del entrenador, así que decidieron esconderse en mi nuevo lugar de trabajo. Conocían bien Mills Music (eran amigos futbolistas, como mi primo Roy) y se habían dado cuenta de que el departamento de empaquetado era literalmente el último lugar de Londres donde alguien buscaría a un famoso.

Pero yo me lo pasaba bien. Era tener un pie dentro de la industria de la música. Y aunque Denmark Street estuviera en las últimas, todavía tenía magia para mí. Se respiraba una especie de glamour, aunque fuera desgastado. Había tiendas de guitarras y estudios de grabación. Íbamos a comer al bar-café Gioconda o al Lancaster Grill de Charing Cross Road. En esos restaurantes no se veían famosos —allí acudían los que no podían permitirse nada mejor—, pero se hablaba mucho de ellos: estaban llenos de eternos aspirantes, de eternos fracasados que esperaban que alguien los descubriera. Personas como yo, supongo.

De vuelta en Pinner, mi madre, Derf y yo habíamos dejado el piso alquilado de Croxley Green, con el papel de las paredes despegado y lleno de humedades, y nos habíamos ido a vivir a una casa nueva situada a varios kilómetros de Northwood Hills, no muy lejos del pub por cuya ventana yo me escapaba cada dos por tres. Por fuera, Frome Court parecía la típica vivienda unifamiliar de un barrio periférico, pero por dentro estaba dividida en pisos de dos dormitorios. El nuestro era el 3A. Nos parecía un hogar, a diferencia de nuestra anterior casa, que había sido más bien un castigo para mamá y para Derf por haberse divorciado; «por haber obrado mal ahora tenéis que vivir aquí», parecía decir la primera. Además, yo empezaba a tocar el piano eléctrico, comprado con las ganancias de mis actuaciones en el pub, en un nuevo grupo fundado por otro exmiembro de The Corvettes, Stuart Brown. Nos llamábamos Bluesology e íbamos mucho más en serio. Teníamos ambición. Stuart era un tipo muy atractivo y estaba convencido de que sería una estrella. Entre nosotros había un saxofonista. Y contábamos con todo un repertorio de blues poco conocidos de Jimmy Witherspoon y J.B. Lenoir que ensayábamos en un pub de Northwood llamado Gate. Hasta teníamos un representante, un joyero del Soho llamado Arnold Tendler; nuestro batería, Mick Inkpen, trabajaba para él. Arnold era un hombrecillo encantador que quería introducirse en la industria de la música, y tuvo la enorme desgracia de escoger Bluesology como su gran oportunidad para invertir, después de que Mick lo convenciera para que fuera a vernos tocar. Nos compró equipo musical y vestuario para salir al escenario —polos, pantalones y zapatos idénticos—, y no recibió absolutamente nada a cambio, aparte de nuestros constantes gimoteos cuando algo se torcía.

Empezamos a dar bolos por Londres, y Arnold nos costeó la grabación de una maqueta en un estudio montado en una cabaña prefabricada en Rickamansworth. Por obra de un milagro Arnold consiguió llevar la maqueta a Fontana Records. De un modo aún más milagroso, el sello discográfico sacó un single, una canción escrita por mí —mejor dicho, la única canción que yo había escrito— titulada «Come Back Baby». Pasó inadvertido. Sonó un par de veces por la radio, sospecho que en las emisoras piratas menos recomendables que emitían cualquier cosa si el sello les soltaba pasta. Corrió el rumor de que iban a pasarlo en el programa Juke Box Jury una semana y nos apiñamos debidamente alrededor del televisor. No salió. Luego sacaron otro single con otra canción escrita por mí, «Mr. Frantic». Esta vez ni siquiera se rumoreó que fuera a salir en Juke Box Jury. Sencillamente se desvaneció.

Hacia el final de 1965 nos pusimos en manos de Roy Tempest, un agente especializado en traer artistas estadounidenses negros a Gran Bretaña. En su oficina tenía una pecera llena de pirañas, y sus prácticas comerciales eran tan incisivas como los dientes de estas. Si no conseguía que The Temptations o The Drifters cruzaran el Atlántico, buscaba un puñado de cantantes negros desconocidos en Londres, los vestía con trajes y los contrataba para hacer una gira por los clubes nocturnos que anunciaba como The Tempin’ Temptations o The Fabulous Drifters. Cuando alguien se quejaba, él fingía ignorancia: «¡Pues claro que no son The Temptations! ¡Son The Temptin’ Temptations! ¡No tienen nada que ver!». Puede decirse que Roy Tempest inventó los actos de homenaje a un artista.

En cierto modo, Bluesology salió bien librado de sus tratos con él. Al menos los artistas a los que acompañábamos eran auténticos: Major Lance, Patti LaBelle and The Blue Belles, Fontella Bass, Lee Dorsey. Y el trabajo me permitió dejar de empaquetar música de bandas de viento para ganarme la vida como músico profesional. En realidad no tenía elección. No había forma de compaginar un empleo diurno con el horario de las actuaciones que Tempest imponía. Por desgracia, pagaban fatal. Sacábamos quince libras a la semana, con las que teníamos que costear la gasolina de la furgoneta, la comida y el alojamiento; si tocábamos demasiado lejos de Londres para regresar a casa después de un bolo, nos quedábamos en un bed and breakfast a cinco chelines la noche. Estoy seguro de que las estrellas a las que acompañábamos no ganaban mucho más. El ritmo de trabajo era matador. Autopista arriba y abajo noche tras noche. Tocábamos en los grandes clubes regionales: el Oasis de Manchester, el Mojo de Sheffield, el Place de Hanley, el Club A Go Go de Newcastle, el Clouds de Derby. Tocábamos en los clubes modernos de Londres: el Sybilla’s, The Scotch of St James, donde los Beatles y los Stones bebían whisky con Coca-Cola, y el Cromwellian, con su asombroso camarero, Harry Heart, un hombre casi tan famoso como las estrellas del pop a las que servía. Harry era muy amanerado, hablaba en polari y tenía en el mostrador un misterioso jarro lleno de un líquido transparente. El misterio se resolvía cuando alguien se ofrecía a pagarle una copa: «Un gin-tonic, por favor, y sírvete uno tú también, Harry». Él respondía: «Oh, gracias, cielo, bona, bona, uno para el bote entonces». Y echaba una medida de ginebra al jarro e iba bebiendo de él mientras servía. El verdadero misterio radicaba en cómo un hombre en apariencia capaz de beberse una jarra grande de ginebra a palo seco todas las noches se mantenía en posición vertical a lo largo de la velada.

Y tocábamos en los clubes más extraños. Había un local en Harlesden que era como un salón particular, y otro en Spitalfields donde, por razones que nunca llegué a averiguar, había un cuadrilátero de boxeo en lugar de un escenario. Tocábamos también en muchos clubes de negros, lo que debería haber sido intimidante —un grupo de chicos blancos de los barrios residenciales intentando tocar música negra para un público negro—, pero por alguna razón nunca nos sentimos intimidados. Para empezar, al público parecía gustarle sencillamente la música. Y, por otra parte, cuando uno se ha pasado la adolescencia intentado tocar «Roll Out The Barrel» en un pub de Northwood Hills mientras la clientela se mata a palos, no se asusta con tanta facilidad.

De hecho, la única vez que me alarmé fue en Ballock, en las afueras de Glasgow. Cuando llegamos al local, descubrimos que el escenario estaba a casi tres metros de altura. Enseguida dedujimos que era una medida preventiva; impedía que el público intentara subir al escenario para matar a los músicos. Obstruida esa particular fuente de placer, se contentaban con intentar matarse unos a otros. Conforme llegaban se iban colocando en una hilera a cada lado del club. La primera nota de nuestra banda era la señal acordada para que empezara la fiesta nocturna. De pronto volaban las pintas y los puñetazos. Más que un concierto era una pequeña revuelta con el acompañamiento de una banda de rhythm and blues. Lograban que un sábado por la noche en el Northwood Hills pareciera a su lado el discurso de la ceremonia de apertura del Parlamento.

Dábamos dos bolos por noche casi todas las noches, más si intentábamos complementar nuestros ingresos tocando nuestra propia música. Un sábado Roy apalabró un concierto en un club militar estadounidense de Lancaster Gate a las dos de la tarde. Luego nos subimos a la furgoneta y nos dirigimos a Birmingham, donde ofrecimos las dos actuaciones que teníamos contratadas allí, primero en el Ritz y luego en el Plaza. Volvimos a montarnos en la furgoneta para regresar a Londres y actuamos en el Cue Club de Count Suckle, en Paddington. El Cue era un club de negros realmente de vanguardia que mezclaba soul y ska, uno de los primeros locales en Londres que contrataba no solo a artistas estadounidenses, sino también a afroantillanos. Si tengo que ser sincero, lo que más recuerdo de él no es el rompedor cóctel de música jamaicana y estadounidense. Hasta el amante más fanático de la música tiene un orden de prioridades un poco distinto a las seis de la mañana y con un hambre canina.

A veces Roy Tempest provocaba confusiones catastróficas. Trajo a The Ink Spots aquí porque pensó que, al tratarse de un grupo vocal estadounidense negro, forzosamente tenía que cantar soul. En realidad, lo suyo era el canto a capela de una época anterior al rock and roll. En cuanto se ponían a cantar «Whispering Grass» o «Back In Your Own Back Yard», el público sencillamente se largaba; eran canciones maravillosas, pero no las que los chicos de un club de soul querían oír. Fue descorazonador hasta que llegamos al Twisted Wheel de Manchester. El público de allí era tan entregado, y conocía tan bien la historia de la música negra, que enseguida lo pilló y acudió con el disco de The Ink Spots de sus padres para que se lo dedicaran. Al final de la actuación los levantaron literalmente del escenario y los llevaron a hombros por el club. La gente habla del Swinging London de mediados de los años sesenta, pero los chicos del Twisted Wheel estaban mucho más enterados y en la onda que cualquier otra persona del país.

La verdad es que no me importaba el dinero, ni la cantidad de trabajo, ni si de vez en cuando una actuación salía mal. Todo era un sueño hecho realidad. Tocaba con artistas cuyos discos coleccionaba. Mi preferido era Billy Stewart, un tipo enorme de Washington DC fichado por Chess Records. Era un cantante asombroso que había convertido su problema de sobrepeso en un recurso. Sus canciones no hablaban de nada más: «She said I was her pride and joy, that she was in love with a fat boy» («Dijo que yo era su orgullo y su alegría, que estaba enamorada de un gordo»). Su furia era legendaria —se rumoreaba que cuando un secretario de Chess tardó demasiado en abrirle por el interfono para dejarlo entrar en el edificio, había expresado su irritación sacando una pistola y haciendo volar el pomo—, al igual que su vejiga, como no tardamos en descubrir. Si Billy pedía que la furgoneta se detuviera a un lado de la autopista para mear, teníamos que suspender los planes que hubiera para el resto de la tarde. Nos pasábamos horas ahí, y el ruido que llegaba de los matorrales era increíble: como si alguien llenara una piscina con una manguera de incendios.

Tocar con esos tipos era aterrador, no solo porque algunos pegaban tiros cuando perdían los estribos, sino que su talento absoluto daba miedo. Con ellos se aprendía muchísimo. Su manera de moverse, lo que decían entre canción y canción, su capacidad para manipular al público, su forma de vestir. Tenían tanto estilo, tanto garbo… A veces hacían gala de alguna peculiaridad —por alguna razón Patti LaBelle insistía en complacer al público con una versión de «Danny Boy» en todos sus conciertos—, pero se aprendía horrores de su maestría viéndolos una hora sobre el escenario. No podía creer que aquí solo fueran figuras de culto. Habían tenido grandes éxitos en Estados Unidos, pero en Gran Bretaña muchas estrellas pop blancas se habían apoderado de sus canciones y las habían versionado, y siempre habían tenido más éxito que ellos. Wayne Fontana and The Mindbenders parecían los principales culpables; habían grabado de nuevo «Um Um Um Um Um Um», de Major Lance, y «A Groovy Kind Of Love», de Patti LaBelle, y ambas se habían vendido mucho más que las originales. «Sitting In The Park», de Billy Stewart, había fracasado estrepitosamente mientras que la versión de Georgie Fame fue un hit. Eso los volvía resentidos, lo cual es comprensible. De hecho, pude hacerme una idea clara de su resentimiento cuando un mod que se hallaba entre el público del club Ricky-Tick de Windsor cometió el error de gritar, con voz sarcástica: «¡Queremos a Georgie Fame!», mientras Billy Stewart cantaba «Sitting In The Park». Nunca he visto a un hombre de su tamaño moverse tan deprisa. Bajó del escenario, se metió entre el público y salió tras él. El chico huyó literalmente del club temiendo por su vida, como haría cualquiera si un impulsivo cantante de soul de ciento cincuenta kilos la tomara de pronto con él.

En marzo de 1966 nos dirigimos a Hamburgo —transportando nuestros instrumentos en el ferry y luego en tren— para tocar en el Top Ten Club de la calle Reeperbahn. Era un local mítico porque The Beatles habían tocado en él antes de hacerse famosos. Habían estado viviendo en el ático del club mientras preparaban su primer single con Tony Sheridan. En los cinco años transcurridos desde entonces no había cambiado nada. Las bandas seguían alojándose en el ático. Todavía había burdeles en la misma calle, con prostitutas sentadas junto a las ventanas, y el club seguía contando con que cada grupo tocáramos cinco horas por noche, turnándonos cada hora, mientras la clientela entraba y salía. Era fácil imaginar a los Beatles llevando la misma vida, entre otras cosas porque no parecía que hubieran cambiado las sábanas desde que John y Paul habían dormido en ellas.

Tocábamos como Bluesology, pero también acompañábamos a una cantante escocesa llamada Isabel Bond que se había trasladado a Alemania desde Glasgow. Esa chica de pelo moreno y cara dulce, que resultó ser la mujer más mal hablada que había conocido en toda en mi vida, era graciosísima. Cantaba temas antiguos, pero les cambiaba la letra para que sonaran obscenos. Es la única cantante que conozco capaz de embutir la frase «give us a wank» («haznos una paja») en un tema como «Let Me Call You Sweetheart».

Pero yo era muy inocente. Casi no bebía y el sexo seguía sin interesarme, sobre todo porque había logrado llegar a los diecinueve años sin tener un conocimiento o comprensión real de qué era. Además de la cuestionable afirmación de mi padre de que masturbarse dejaba ciego, nadie me había facilitado información de ninguna clase sobre lo que se suponía que se tenía que hacer. No sabía nada de penetraciones ni tenía ni idea de qué era una mamada. Como consecuencia, era probablemente el único músico británico que en plenos años sesenta iba a trabajar a la calle Reeperbahn y regresaba todavía en posesión de su virginidad. Allí estaba yo, en uno de los antros de perdición de peor reputación de Europa, donde se daba satisfacción a todos los vicios e incitaciones concebibles, y lo más atrevido que había hecho era comprarme unos pantalones acampanados en unos grandes almacenes. Lo único que me importaba era tocar el piano e ir a las tiendas de discos alemanas. Estaba por completo absorto en la música. Era increíblemente ambicioso.

Y, en el fondo, sabía que Bluesology no iba a triunfar. No éramos lo bastante buenos. Habíamos pasado de un repertorio de blues poco conocidos a los mismos temas de soul que cualquier grupo de rhythm and blues británico tocaba a mediados de los sesenta: «In The Midnight Hour», «Hold On I’m Coming». Notabas que The Alan Bown Set o The Mike Cotton Sound tocaban mejor que nosotros. Ahí fuera había mejores vocalistas que Stuart, y seguro que había gente que tocaba el órgano mucho mejor que yo. Yo era pianista, quería aporrear las teclas como lo hacía Little Richard, pero si uno intenta hacer eso con un órgano, el ruido que produce puede arruinarle todo el día. No tenía los conocimientos técnicos necesarios para tocar el órgano como es debido. El peor instrumento era el Hammond B-12 que estaba permanentemente instalado en el escenario del club Flamingo de Wardour Street. Era un armatoste de madera, como tocar una cómoda cubierta de interruptores, palancas, tiradores y pedales. Stevie Winwood o Manfred Mann hacían uso de todo ello para que el Hammond gritara, cantara y se elevara. Yo en cambio no me atrevía a tocarlos porque no tenía ni idea de para qué servía cada uno. Hasta el pequeño Vox Continental que solía tocar era un campo de minas técnico. Una tecla tenía la costumbre de quedarse atascada. Sucedió a mitad de canción en The Scotch of St James. Estaba tocando «Land Of A Thousand Dances» y cuando quise darme cuenta mi órgano sonaba como si la Luftwaffe hubiera aparecido de nuevo sobre Londres para lanzar el Blitz. El resto del grupo continuó bailando animosamente en el callejón con la alta y larga de Sally y retorciéndose con Lucy haciendo el watusi[2] mientras yo intentaba resolver la situación presa del pánico. Estaba considerando llamar a urgencias cuando se subió al escenario Eric Burdon, el vocalista de The Animals. Dotado, sin duda, de los complejos conocimientos técnicos de los que yo carecía —el teclista de The Animals, Alan Price, era un genio con el Vox Continental—, Burdon golpeó el órgano con el puño y la tecla se soltó.

«A Alan también le pasa», me dijo, y se marchó.

De modo que nosotros no éramos tan buenos como los grupos que tocaban los mismos temas que nosotros, y esos grupos no eran tan buenos como los que componían su propio repertorio. Cuando nos contrataron para tocar en el Cedar Club de Birmingham, llegamos temprano y nos encontramos con que había un grupo ensayando. Eran The Move, un quinteto de la zona que se veía que estaba a punto de hacer algo grande. Sus actuaciones escénicas eran desenfrenadas, y tenían un representante con mucha labia y un guitarrista llamado Roy Wood que también componía canciones. Nos colamos dentro y observamos. No solo eran increíbles sino que las canciones de Roy Wood sonaban mejor que las versiones que tocaban. Solo alguien clínicamente loco habría dicho lo mismo del puñado de canciones que yo había compuesto para Bluesology. A decir verdad, solo las había escrito por obligación, porque se avecinaba una de nuestras poco frecuentes sesiones de grabación y necesitábamos tener material propio. Yo no estaba poniendo el alma en ellas y se notaba. Pero recuerdo que, al ver a The Move, tuve una especie de revelación. «Ahí está. El camino que hay que seguir. Esto es lo que debería estar haciendo yo.»

De hecho, habría dejado Bluesology antes si no hubiera sido por Long John Baldry. Empezamos a trabajar con él por hallarnos en el lugar adecuado en el momento adecuado. Estábamos actuando en el sur de Francia cuando Long John Baldry se encontró sin banda de apoyo para tocar en el club Papagayo de St-Tropez. Su idea inicial era formar otra banda como Steampacket con Stuard Brown, un chico llamado Alan Walker —que creo que consiguió el trabajo porque gustó a Baldry—, que cantaba, y una tal Marsha Hunt, que acababa de llegar de Estados Unidos y que adoptó el papel de vocalista. Bluesology pasó a ser la banda que lo acompañaría, al menos después de que él renovara un poco su composición; despidió a un par de músicos que no le gustaban y los sustituyó por otros que le pareció que encajaban mejor. Eso no era lo que yo quería. Creía que era dar un paso atrás por él. Sabía lo buenos que eran Julie Driscoll y Rod. Había visto a Rod tocar con John en el Conservative Club de Kenton cuando el grupo todavía se llamaba The Hoochie Coochie Men y yo aún iba al instituto, y me había quedado anonadado. Y Brian Auger era un músico de verdad; no parecía la clase de organista que necesita que el vocalista de The Animals suba al escenario y lo ayude con un eficaz puñetazo en plena actuación.

De modo que tenía mis reservas. Sin embargo, Alan Walker y Marsha Hunt no duraron mucho en la banda; Marsha era una negra alta y guapa, con un aspecto despampanante, pero no era una gran cantante. Aun así, yo tenía que reconocer que, con Long John Baldry cerca, las cosas de pronto se tornaron mucho más interesantes. De hecho, si alguna vez alguien cree que su vida se está volviendo un poco rutinaria o monótona, le recomiendo encarecidamente que se vaya de gira con un cantante de blues gay de dos metros de estatura, increíblemente excéntrico y con un problema con la bebida. Descubrirá que las cosas se animan bastante.

Sencillamente disfrutaba de la compañía de John. Cuando pasaba a recogerme por Frome Court en su furgoneta, que estaba equipada con su propio magnetófono, me avisaba de que llegaba sacando la cabeza por la ventanilla y gritando a pleno pulmón: «¡Reggie!». Su vida parecía repleta de incidentes, a menudo relacionados con su afición a la bebida, que enseguida descubrí que era autodestructiva: el indicio más claro lo tuve cuando tocamos en el Links Pavilion de Cromer y él estaba tan borracho después de la actuación que se cayó con su traje blanco por un barranco cercano. Pero no me había dado cuenta de que era gay. Pensándolo en retrospectiva, sé que parece increíble. Era un hombre que se llamaba a sí mismo Ada, se refería a los demás hombres en femenino y que informaba continuamente con todo detalle del estado de su vida sexual: «Tengo un nuevo novio que se llama Ozzie…, querida, lo hago girar alrededor de mi polla». Claro que yo era tan ingenuo entonces que, con franqueza, no entendía muy bien qué significaba ser gay y, desde luego, no sabía que el término podía aplicarse a mí. Me quedaba allí sentado pensando: «¿Gira alrededor de tu polla? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿De qué demonios estás hablando?».

Era muy divertido, pero nada de eso cambiaba el hecho de que yo no quería tocar más el órgano, no quería acompañar a otros cantantes y no quería estar en Bluesology. Esa es la razón por la que acabé en las nuevas oficinas de Liberty Records, junto a Piccadilly, donde precedí la audición con un desahogo de mis penas: el estancamiento de la carrera de Bluesology, el horror del circuito de los cabarets, el magnetófono y su papel en nuestra legendaria no interpretación de «Let The Heartaches Begin».

Sentado al otro lado del escritorio, Ray Williams asintió comprensivo. Era un hombre muy rubio, muy guapo, muy bien vestido y muy joven. Tan joven, de hecho, que resultó que ni siquiera tenía autoridad para contratar a nadie. La decisión recaía en sus jefes. Ellos tal vez me habrían contratado si yo no hubiera escogido «He’ll Have To Go», de Jim Reeves, para la audición. Mi razonamiento era que todos los demás cantarían canciones como «My Girl» o algún tema a lo Motown, de modo que quise hacer algo distinto para destacar. Y la verdad es que me encantaba «He’ll Have To Go». Cuando la cantaba en el pub del Northwood Hills, me sentía seguro y los dejaba a todos boquiabiertos. De haberlo pensado dos veces, tal vez me habría dado cuenta de que no iba a suscitar mucho entusiasmo entre personas que intentaban crear una discográfica de rock progresivo.

Liberty contrató a The Bonzo Dog Doo-Dah Band, a The Groundhogs y a The Idle Race, un grupo psicodélico encabezado por Jeff Lynne, que pasó a formar la Electric Light Orchestra. Lo último que querían era a un Jim Reeves en versión Pinner.

Aunque, a decir verdad, tal vez lo mejor que pude hacer fue cantar «He’ll Have To Go». Si hubiera pasado la audición, Ray tal vez no me habría dado el sobre con las letras de Bernie. Y si él no me hubiera dado las letras de Bernie, no sé realmente qué habría sucedido, aunque me lo he preguntado muchas veces, porque parece una de esas vueltas increíbles que da la vida. Debo señalar que la oficina de Ray era el caos. Había montones de cintas de casete sueltas y cientos de sobres por todas partes; no solo se habían puesto en contacto con él todos los aspirantes a músicos y compositores de Gran Bretaña, sino también todos los lunáticos que habían visto el anuncio de que en Liberty buscaban talentos. Dio la impresión de que sacaba el sobre al azar, solo para que no me fuera con las manos vacías y pareciera que había perdido el tiempo; no recuerdo si él lo había abierto o no antes de dármelo. Y, sin embargo, ese sobre contenía mi futuro: todo lo que me ha sucedido desde entonces ha sido a raíz de lo que había dentro de él. Uno intenta darle sentido a eso sin causarse quebraderos de cabeza.

¿Quién sabe? Tal vez me habría asociado con otro compositor, me habría unido a otro grupo, o me habría abierto camino como músico por mi cuenta. Solo sé que mi vida y mi carrera habrían sido muy diferentes, y probablemente bastante peores —cuesta imaginar que salieran mejor—, y sospecho que nadie estaría leyendo ahora esto.

 

 

Liberty Records demostró tener tan poco interés en las primeras canciones que Bernie y yo compusimos juntos que Ray sugirió que nos contratara la editora de música que él acababa de fundar. No cobraríamos a no ser que vendiéramos alguna canción, pero de entrada eso no parecía tener importancia. Ray creía de verdad en mí. Hasta intentó ponerme en contacto con otros dos letristas, pero con ninguno de ellos funcionó como con Bernie. Los demás querían que trabajáramos juntos, componiendo la música y la letra al mismo tiempo, y yo era incapaz. Necesitaba tener la letra delante de mí antes de empezar a componer una canción. Necesitaba el empujón inicial, la inspiración. Y era una magia que solo se producía cuando leía las letras de Bernie. Me ocurrió en cuanto abrí el sobre al regresar a casa en metro desde Baker Street, y ha seguido ocurriendo desde entonces.

Las canciones nos salían solas. Eran mejores que todo lo que yo había escrito hasta entonces, lo que no es mucho decir. De hecho, solo algunas lo eran. Componíamos dos estilos de canciones. Las primeras estaban pensadas para venderlas a Cilla Baclak, por ejemplo, o a Engelbert Humperdinck: grandes baladas lacrimógenas o pop pegadizo y desenfadado. Eran horribles —a veces me estremecía al pensar que las lacrimógenas no eran tan distintas del temido «Let The Heartaches Begin»—, pero así era como ganaba dinero un equipo compositor que ofrecía sus servicios. Esas estrellas mediocres eran el mercado al que apuntábamos. Un blanco que cada vez fallábamos. La figura más famosa a la que logramos vender una canción fue el actor Edward Woodward, que en ocasiones se sacaba un sobresueldo como cantante de melodías facilonas y pegadizas. Su álbum se titulaba This Man Alone, un título que inquietantemente presagiaba el público que lo escucharía.

Y luego estaban las canciones que queríamos componer, influidas por The Beatles, The Moody Blues, Cat Stevens, Leonard Cohen, la clase de material que comprábamos en Musicland, una tienda de discos del Soho a la que iba tanto con Bernie que los dependientes me pedían que les echara una mano detrás del mostrador cuando uno de ellos quería salir a comer algo. Asistíamos a los últimos coletazos de la era psicodélica, de modo que compusimos un montón de material enigmático con letras sobre dientes de león y osos de peluche. Lo que hacíamos en realidad era probar el estilo de otros cantantes y comprobar que no encajaba con nosotros, pero así era como funcionaba el proceso de descubrir la propia voz, y era un proceso divertido. Todo era divertido. Bernie se había venido a vivir a Londres y nuestra amistad realmente había florecido. Nos llevábamos a la perfección, él era como el hermano que yo nunca había tenido, y el hecho de que, al menos de forma temporal, compartiéramos litera en mi dormitorio de Frome Court contribuyó a ello. Nos pasábamos el día componiendo: Bernie escribía a máquina la letra de una canción en nuestra habitación, y cuando acababa me la llevaba al piano vertical de la sala de estar y volvía a escabullirse mientras yo empezaba a ponerle música. No podíamos estar en la misma habitación cuando componíamos, pero, por lo demás, pasábamos el resto del tiempo juntos, en las tiendas de discos, en el cine. De noche íbamos a ver actuaciones en vivo o frecuentábamos los clubes de músicos, veíamos a Harry Heart beber de su jarro de ginebra o charlábamos con un par de jóvenes aspirantes. Conocíamos a un hombrecillo divertido que, en consonancia con el flower-power de la época, había adoptado el nombre de Hans Christian Anderson. El aura irreal como de cuento de hadas que envolvía su seudónimo se veía ligeramente mermada cuando abría la boca y salía un fuerte acento de Lancashire. Al final recuperó su nombre de pila, Jon, y se convirtió en el vocalista de Yes.

Grabábamos los dos estilos de canción en un pequeño estudio con mesa de cuatro pistas situado en las oficinas de New Oxford Street de Dick James Music, que administraba la editora musical de Ray; más tarde se hizo famoso porque fue en él donde quedaron registrados los once minutos de gritos y palabrotas que The Troggs intercambiaron mientras intentaban componer una canción —«estás hablando con el culo», «el puto batería…, ¡me cago en él!»—, una grabación que más tarde se divulgó como las infames The Troggs Tapes. Caleb Quaye era el ingeniero interno, un multinstrumentista que siempre tenía un porro consumiéndose entre los dedos. Estaba muy enterado y se encargaba de recordárnoslo. Se pasaba la vida riéndose a carcajadas de cosas que Bernie o yo habíamos dicho, hecho o llevado y que ponían en evidencia lo desesperadamente poco cool que éramos. Pero él, como Ray, parecía creer en lo que hacíamos. Cuando no rodaba por el suelo a carcajadas o se secaba lágrimas de alegría irremediable de los ojos, prodigaba más atención y tiempo de la cuenta a nuestras canciones. Yendo totalmente en contra de las reglas de la compañía, nos quedábamos trabajando en ellas hasta entrada la noche, pidiendo favores a músicos de estudio que Caleb conocía, y probando arreglos e ideas de producción en secreto cuando todos los demás se habían ido a casa.

Fue emocionante hasta que el conserje nos pilló. No recuerdo cómo se enteró de que estábamos allí; alguien debió de pasar y, al ver una luz, creyó que estábamos robando. Convencido de que iba a perder su empleo y, seguramente desesperado, Caleb informó a Dick James de lo que habíamos estado haciendo. Y este, en lugar de despedirlo a él y sacarnos a patadas a nosotros, se ofreció a publicar nuestras canciones. Nos daría un adelanto de veinticinco libras a la semana, diez para Bernie y otras quince para mí (las cinco de más eran porque yo tenía que tocar el piano y cantar para la maqueta). Eso significaba que podía dejar Bluesology y concentrarme en componer canciones, que era exactamente lo que quería hacer. Salí de la oficina aturdido, demasiado atónito para emocionarme.

El único inconveniente de esta nueva situación era que Dick creía que nuestro futuro estaba en las baladas y el pop facilón. Él trabajaba con The Beatles, administrando la editora musical Northern Songs que había fundado con ellos, pero en el fondo era un editor anticuado de Tin Pan Alley. DJM era un arreglo extraño. La mitad de la compañía era como él: personas de mediana edad, más vinculadas al mundo del espectáculo judío que al rock and roll. La otra mitad era más joven y moderna, como Caleb y el hijo de Dick, Stephen, o Tony King.

Tony King trabajaba para una nueva compañía llamada AIR desde un escritorio que alquilaba en la segunda planta. AIR era una asociación de productores discográficos independientes que había fundado George Martin a raíz de lo mal que EMI le había pagado su trabajo de producción en los discos de The Beatles, y Tony se encargaba de la edición y promoción. Decir que Tony no pasaba inadvertido en las oficinas de DJM era quedarse corto. Habría llamado la atención en plena invasión marciana. Vestía con trajes de los sastres más cotizados de Londres: pantalones de terciopelo naranja y prendas de raso. Llevaba al cuello sartas de cuentas y uno o más de los pañuelos antiguos de seda que coleccionaba ondeaban detrás de él, y tenía el pelo teñido con mechas rubias. Era un fanático de la música, había trabajado con los Rolling Stones y Roy Orbison, y tenía amistad con los Beatles. Como Long John Baldry, era abiertamente gay y no podía importarle menos quién lo supiera. Más que caminar, flotaba por la oficina. «Siento llegar tarde, querida, se me ha enredado el teléfono con los collares.» Era tronchante. Me tenía totalmente fascinado. Más aún: yo quería ser como él. Quería tener su estilo, ser igual de escandaloso y exótico.

Su forma de vestir empezó a influir en la mía, con resultados que causaban perplejidad. Me dejé bigote. También me compré un chaquetón de piel de cordero afgano, pero opté por el más barato. La piel no estaba lo bastante curada y el hedor consiguiente era tan intenso que mi madre no me dejaba entrar en casa cuando lo llevaba. Incapaz de acceder a la clase de boutiques donde Tony se vestía, compré un corte de tela de cortina con diseño de Noddy y fui a ver a una amiga de mi madre que era costurera para pedirle que me hiciera una camisa. Para la publicidad de mi primer single, «I’ve Been Loving You», me puse un abrigo de piel sintética y un sombrero de ala corta de piel de leopardo de imitación.

Por alguna razón, ese llamativo atuendo no impulsó a los compradores de discos a entrar en las tiendas cuando salió el single, en marzo de 1968. Fue un fracaso absoluto. No me sorprendió. Ni siquiera me llevé un chasco. Yo no tenía especial interés en ser solista —solo quería componer canciones— y el contrato de grabación había surgido poco menos que por casualidad. Stephen, el hijo de Dick, se había pasado por varios sellos con maquetas de nuestras canciones con la esperanza de que uno de sus artistas las grabara, y a alguien de Philips le había gustado mucho mi voz, y lo siguiente que supe era que tenía un contrato para sacar unos pocos singles. No estaba muy seguro, pero seguí adelante con ello porque me pareció que podía ser una forma de dar a conocer las canciones que Bernie y yo estábamos componiendo. Empezábamos a hacer grandes progresos como compositores. Nos habíamos estado inspirando en el tradicional género americana de The Band, así como en una nueva ola de cantautores norteamericanos como Leonard Cohen que habíamos descubierto en la sección de importaciones de Musicland. Algo en ellos sintonizaba con nuestras composiciones. Habíamos empezado a sacar material que ya no parecía un pastiche de la obra de otros. Yo había escuchado una y otra vez una canción que habíamos escrito titulada «Skyline Pigeon» y, emocionado, seguía sin detectar las influencias; por fin habíamos dado con algo que era nuestro.

Sin embargo, Dick James había escogido como single de presentación «I’ve Been Loving You», la canción más aburrida de mi repertorio. Después de una búsqueda larga, pero a su juicio productiva, logró desenterrar un tema totalmente anodino cuya letra ni siquiera había escrito Bernie, era algo que habíamos previsto vender a un cantante del montón. Supongo que dejaba entrever las anticuadas raíces de Tin Pan Alley. Yo sabía que era una mala elección, pero no me atreví a llevarle la contraria. Él era la leyenda de Denmark Street que había trabajado con los Beatles, nos había fichado y me había conseguido un contrato de grabación cuando debería habernos echado a Bernie y a mí. La publicidad proclamaba que era «la mejor interpretación en un “primer” disco», que yo era el «nuevo gran talento de 1968» y concluía: «Quedas advertido». El público británico reaccionó como si le hubieran advertido que cada disco estaba contaminado de aguas residuales; el nuevo gran talento de 1968 volvió al punto de partida.

 

 

En ese momento surgió una nueva e inesperada complicación en mi vida. Me prometí con una mujer llamada Linda Woodrow. Nos habíamos conocido a finales de 1967 durante una actuación de Bluesology en el club Mojo de Sheffield. Linda era amiga del DJ habitual del club, que medía un metro cincuenta y se llamaba a sí mismo el Mighty Atom, el poderoso átomo. Ella era alta y rubia, y tenía tres años menos que yo. No trabajaba. No sé de dónde sacaba el dinero (di por hecho que su familia era rica), pero era independiente en lo económico. Era muy dulce y se interesaba por lo que yo hacía. Una conversación después de la actuación dio paso a una salida que se pareció sospechosamente a una cita amorosa, que a su vez se convirtió en otra cita que concluyó en una visita a Frome Court. Era una relación extraña. No había mucho en el plano físico, y desde luego nunca nos habíamos acostado, lo que Linda tomó como prueba de un romanticismo y una caballerosidad a la antigua por mi parte, antes que de falta de interés o ganas; en 1968 todavía no era tan raro que una pareja no tuviera relaciones sexuales antes de casarse.

Sexual o no, la relación empezó a cobrar impulso por sí sola. Linda decidió trasladarse a Londres y buscar piso. Podía permitírselo, y eso haría posible que viviéramos juntos. Bernie sería nuestro inquilino.

Mentiría si dijera que me sentía cómodo con todo ese plan, más que nada porque Linda había empezado a expresar dudas acerca de la música que yo hacía. Era una gran admiradora de un cantante melódico estadounidense llamado Buddy Greco, y dejó bastante claro que, en su opinión, me iría mejor si lo tomaba como modelo. Pero mi incomodidad fue sorprendentemente fácil de contener. Me atraía la idea de irme de Frome Court. Y supongo que estaba haciendo lo que creía que tocaba hacer a los veinte años: sentar la cabeza con alguien.

De modo que acabamos en un piso de Furlong Road, Islington: Bernie, Linda, su chihuahua Caspar y yo. Ella se puso a trabajar como secretaria, y la conversación recaía cada vez más sobre prometernos. A esas alturas era difícil pasar por alto las alarmas, porque las personas más allegadas a mí no paraban de hacerlas sonar. Mi madre se opuso tajantemente, y es fácil imaginar lo que pensaba Bernie si se lee la letra de una canción que escribió en ese período, «Someone Saved My Life Tonight». No es lo que se dice una valoración elogiosa de la multitud de buenas cualidades que tenía Linda: «a dominating queen» («una reina dominante»), «sitting like a princess perched in your electric chair» («sentada como una princesa encima de su silla eléctrica»). A Bernie le caía fatal. Creía que iba a echar a perder nuestra música con todo ese rollo sobre Buddy Greco. Le parecía mandona, y se enfureció cuando le hizo quitar un póster de Simon and Garfunkel que había colgado en su habitación.

Mi testarudez sumada a mi rechazo a la confrontación me permitió ignorar las alarmas que sonaban. Nos prometimos el día que cumplí veintiún años, aunque no recuerdo quién pidió la mano a quién. Se fijó una fecha para la boda y comenzaron los preparativos. Empecé a asustarme. Lo más natural habría sido limitarme a ser sincero, pero eso no me atraía. De hecho, confesarle a Linda cómo me sentía me parecía superior a mis fuerzas. De modo que decidí escenificar un suicidio.

Bernie, que acudió en mi auxilio, nunca me ha dejado olvidar los detalles de mi supuesto intento de poner fin a ese asunto metiendo la cabeza en el horno. Si alguien quiere de verdad matarse cometerá el acto solo, para que nadie lo detenga; y lo hará en mitad de la noche o en un lugar donde no haya nadie más. Yo, en cambio, lo hice en plena tarde en un piso lleno de gente: Bernie se encontraba en su habitación y Linda estaba echando una cabezada en la suya. Yo no solo había puesto una almohada en la base del horno para apoyar la cabeza, sino que también tomé la precaución de poner el gas bajo y abrir todas las ventanas de la cocina. Por un momento pareció muy dramático que Bernie me apartara a rastras del horno, pero en la habitación no había suficiente monóxido de carbono para matar a una avispa. Yo había esperado provocar un gran shock, y que acto seguido Linda se percatara de que mi desesperación suicida tenía sus causas en mi infelicidad ante la boda inminente. En lugar de ello la reacción fue de ligero desconcierto. Peor aún, Linda pareció achacar mi depresión a que «I’ve Been Loving You» no había arrasado en las listas de éxitos. Evidentemente, ese habría sido el momento idóneo para decirle la verdad. Pero me callé. El intento de suicidio quedó olvidado y los planes de boda siguieron adelante. Empezamos a buscar un piso juntos en Mill Hill.

Fue necesario que Long John Baldry me dijera a las claras lo que yo ya sabía. Habíamos continuado siendo buenos amigos desde que me había ido de Bluesology y le pedí que fuera mi padrino de boda. Pareció valorar en silencio la idea de que me casara, pero accedió. Quedamos en el club Bag O’Nails del Soho para hablar de los detalles. Bernie me acompañó.

Advertí algo extraño en John en cuanto llegó. Parecía absorto. Yo no tenía ni idea de en qué podía estar pensando, pero di por hecho que se trataba de algún tema personal. Tal vez Ozzie se había negado a girar alrededor de su polla o lo que fuera que hicieran en privado. Se tomó varias copas antes de decirme cuál era el problema, en términos inequívocos.

«Joder —estalló—, ¿qué coño haces viviendo con una mujer? Pon los pies en la tierra. Eres gay. Quieres más a Bernie que a ella.»

Se hizo un silencio incómodo. Supe que tenía razón, al menos hasta cierto punto. Yo no quería a Linda, o al menos no lo suficiente para casarme con ella. Quería a Bernie. No sexualmente, pero era el mejor amigo que tenía en el mundo. Desde luego, me importaba mucho más nuestra colaboración musical que mi prometida. Pero ¿gay? No estaba nada seguro de ello, sobre todo porque aún no sabía a ciencia cierta qué entrañaba ser gay, aunque gracias a unas pocas conversaciones francas con Tony King empezaba a hacerme una idea. Quizá era gay. Quizá por eso admiraba tanto a Tony, y no solo quería imitar su vestuario y su sofisticación urbana, sino que veía algo de mí mismo en él.

Tenía mucho en que pensar. En vez de hacerlo, repliqué. Lo que John decía era ridículo. Había bebido más de la cuenta —una vez más— y estaba armando alboroto por nada. Yo no podía de ninguna manera anular la boda. Todo estaba preparado. Habíamos encargado una tarta.

Pero John no atendía a mis razones. Continuó rezongando. Arruinaría mi vida y la de Linda si seguía adelante con la boda. Yo era un puto imbécil, además de un cobarde. La conversación era cada vez más acalorada y exaltada, y empezamos a llamar la atención. Los comensales de las mesas contiguas se vieron involucrados. Como estábamos en el Bag O’Nails, todos resultaron ser estrellas del pop, con lo que la situación era cada vez más surrealista. Cindy Birdsong de The Supremes intervino; la conocía de la época de Bluesology, cuando era una de las Blue Belles de Patti LaBelle. No sé cómo, pero luego P.J. Proby también se vio envuelto en la conversación. Me gustaría ser capaz de reproducir lo que el enfant terrible de la coleta y los pantalones reventados tenía que decir sobre mi boda inminente, su posible cancelación y, si yo era o no homosexual, pero a esas alturas yo estaba muy borracho y los detalles exactos son un poco borrosos, aunque en cierto momento debí de ceder y admitir que John tenía razón, al menos sobre el matrimonio.

En mi memoria, el resto de la velada se funde en imágenes fraccionadas. Caminamos por la calle hasta el piso al amanecer —cogido del brazo de Bernie, por apoyo moral—, los dos tambaleándonos contra los coches y volcando papeleras. Una discusión horrible, en la que Linda amenazó con matarse. Una conversación balbuceante mantenida a través de la puerta cerrada con cerrojo de Bernie —se había esfumado poco después de que llegáramos— sobre si creíamos que Linda iba a suicidarse o no. Otra conversación a través de la puerta de Bernie, pidiéndole que abriera y me dejara dormir en el suelo.

A la mañana siguiente hubo otra discusión, seguida de una llamada desesperada a Frome Court. «They’re coming in the morning with a truck to take me home» («Llegarán por la mañana en un camión para llevarme a casa»), escribió Bernie en «Someone Saved My Live Tonight». Era una pequeña licencia poética. No llegaron varias personas en un camión, solo Derf en su pequeña furgoneta. Pero nos llevó a Bernie y a mí a casa. Volvimos a la litera de Frame Court. Bernie pegó su póster de Simon and Garfunkel en la pared. Ninguno de los dos vimos nunca más a Linda.

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