Yo

Yo


Capítulo 3

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En teoría, Bernie y yo habíamos vuelto a Frome Court temporalmente hasta que encontráramos algún lugar para los dos. Pero poco a poco se hizo evidente que iba para largo. Si no nos instalábamos por nuestra cuenta era porque no podíamos permitírnoslo, y no podíamos permitírnoslo porque los cantantes británicos seguían oponiéndose férreamente a grabar nuestras canciones. De vez en cuando corría la voz de que el representante de un artista o un productor estaba interesado en algo que habíamos escrito. Nos hacíamos ilusiones y… nada. Las cartas de rechazo se amontonaban. «Cliff ha dicho que no, me temo.» «Lo siento, pero Cilla no cree que sea apropiado para ella.» «No, Octopus no quiere “When I Was Tealby Abbey?”» ¿Octopus? ¿Quién demonios era Octopus? Lo único que sabíamos de ellos era que no les gustaban nuestras canciones. Nos rechazaba gente de la que nunca habíamos oído hablar.

No se movía nada. No pasaba nada. Costaba no desanimarse, aunque una ventaja de vivir en Frome Court era que siempre tenía cerca a mi madre, armada con su método patentado para sacarme de la desesperación. Este consistía en sugerir con cara seria que dejara la carrera de compositor y me pusiera a trabajar en alguna tienda del barrio:

—Bueno, puedes escoger, ya lo sabes. Están buscando a alguien en la lavandería, si quieres.

—¿La lavandería, dices? Mmm… Por agradable que pueda parecer una carrera manejando los sonidos de las secadoras, creo que seguiré un poco más componiendo canciones.

Y ya que no nos mudábamos, nos propusimos convertir una habitación con una litera en un lugar aceptable para que dos hombres adultos vivieran en él. Me hice socio del club de lectura del Reader’s Digest y poco a poco las estanterías se llenaron de ediciones forradas en cuero de libros como Moby Dick y David Copperfield. Adquirimos un equipo de música y dos auriculares del catálogo de Littlewoods (los pagamos a plazos). Compramos un póster de Man Ray en Athena, en Oxford Street, y luego entramos en la tienda de al lado, que se llamaba India Craft, y compramos barritas de incienso. Tendidos en el suelo con los auriculares puestos, nuestra última compra de Musicland en el tocadiscos y el aire lleno del embriagante humo del incienso, Bernie y yo podíamos convencernos momentáneamente de que éramos artistas con una existencia bohemia al filo de la contracultura. Al menos hasta que mi madre rompía el hechizo llamando a la puerta, para preguntarnos qué era ese maldito olor y, por cierto, qué queríamos para cenar.

Yo manejaba algo más de dinero que Bernie porque Tony King había utilizado sus contactos en AIR Studios y Abbey Road para conseguirme trabajo como músico de estudio. Se cobraba tres libras la hora por una sesión de tres horas, que pagaban al contado en el caso de Abbey Road. Mejor aún: si la sesión duraba aunque solo fuera un minuto más del tiempo convenido, las normas del Sindicato de Músicos establecían que se pagara sesión y media, es decir, casi quince libras, lo mismo que yo ganaba en una semana en DJM. La guinda era encontrarme con Shirley Burns y Carol Weston, las secretarias de AIR Studios. Eran fantásticas, siempre dispuestas a cotillear, y sugerían alegremente mi nombre en cuanto se enteraban de algún trabajo. Algo en mí parecía despertar su instinto maternal, y me pasaban con discreción sus vales de comida. De modo que comía gratis, aparte de todo lo demás. Era como tocar el cielo.

Pero aparte del dinero, trabajar en un estudio era una experiencia increíble. Un músico de sesión no puede permitirse ser selectivo. Cuando hay trabajo lo acepta, sea cual sea. Tiene que trabajar deprisa y estar concentrado, porque sus compañeros son los mejores músicos del país. «Aterrador» no es el adjetivo que uno utilizaría para describir a los Mike Sammes Singers, que hacían coros para todo el mundo; parecían parientes de mediana edad llegados directamente de una cena con baile en un club de golf. Pero si uno tenía que cantar con ellos, le metían de golpe el temor de Dios en el cuerpo de lo buenos que eran.

Además, el músico de sesión tenía que ser versátil, porque se esperaba que tocara música sumamente variada. Tan pronto cantaba coros para Tom Jones como grababa un tema cómico con The Scaffold, hacía arreglos, tocaba el piano con The Hollies o intentaba sacar una versión rockera del tema musical de Zorba el Griego para The Bread y Beer Band, un proyecto de Tony King que nunca llegó a ponerse en marcha. No cesaba de conocer a gente y hacía nuevos contactos: músicos, productores, arreglistas, el personal de una compañía discográfica. Un día que grababa con The Barron Knights, Paul McCartney entró bruscamente en el estudio. Se sentó en la sala de control y estuvo un rato escuchando. Luego se acercó al piano y, tras anunciar que eso era lo que estaba grabando en un estudio cercano, tocó «Hey Jude» durante ocho minutos, algo que sin duda puso en evidencia lo que estaban haciendo The Barron Knights: grabar un novelty record sobre la historia de Des O’Connor en los Juegos Olímpicos.

A veces una sesión era extraordinaria porque la música que tocaba era increíble, y otras justo por lo contrario, porque era terrible. Yo hacía muchos álbumes de versiones para un sello llamado Marble Arch: versiones de los éxitos de ventas del momento que se producían como rosquillas y se lanzaban en recopilaciones con títulos como Top of the Pops, Hit Parade y Chartbusters, que se vendían a un precio reventado en los supermercados. La gente, al enterarse de mi colaboración en ellos, lo interpreta como un momento bajo en mi carrera: el artista desesperado al que aún no han descubierto y se ve reducido a cantar de forma anónima canciones de otras personas para ganarse el pan. Supongo que podría considerarse de ese modo en retrospectiva, pero yo no lo viví en absoluto así en aquel momento y la razón es que las sesiones para grabar los álbumes de versiones eran de lo más divertidas.

Las instrucciones que daba el productor Alan Caddy eran increíbles. Cada petición era más demencial que la anterior. «¿Puedes cantar “Young, Gifted And Black”?». «Bueno, no es que se entienda mucho que un tipo blanco de Pinner cante esa canción, pero lo intentaré.» «¡La semana que viene grabaremos “Back Home”! Necesitaremos que suenes como la selección inglesa para el Mundial.» «De acuerdo, aquí solo hay tres cantantes y uno es mujer, de modo que es poco probable que suene “idéntico” al original, pero tú mandas.» En una ocasión se me pidió que sonara como Robin Gibb de los Bee Gees, un gran cantante, pero con un estilo vocal único, un extraño vibrato nasal trémulo. Yo no podía hacerlo a no ser que me agarrara la garganta con las manos y la hiciera vibrar mientras cantaba. Me pareció una idea genial, pero provocó mucho alboroto entre mis colegas músicos. Me quedé allí de pie, gimiendo con los dedos alrededor del cuello, intentando desesperadamente no mirar al otro lado del estudio, donde los otros cantantes de sesión, David Byron y Dana Gillespie, lloraban de la risa aferrándose unos a otros.

Disfrutaba tanto grabando los álbumes de versiones, ese lamentable punto bajo en mi vida profesional, que volví a grabar uno cuando mi carrera de solista ya había despegado. Os aseguro que no me lo estoy inventando: «Your Song» ya estaba escrita, el álbum Elton John había salido a la venta, y yo ya había actuado en Top of the Pops y me disponía a ir a Estados Unidos en mi primera gira. Aun así, regresé encantado al estudio y canté a grito pelado versiones cutres de «In The Summertime» y «Let’s Work Together» para un álbum malísimo que se vendería en un supermercado por catorce chelines con seis peniques. Y como siempre, fue divertidísimo.

Pero el trabajo como músico de estudio no era ni mucho menos lo más importante de mi amistad con Tony King. Él tenía un gran círculo de amigos, como una pandilla formada sobre todo por hombres gais que trabajaban en el mundo de la música. Había productores discográficos, profesionales de la BBC, promotores y anunciantes, y un tipo escocés llamado John Reid que era joven, ambicioso, seguro de sí mismo y muy gracioso. Estaba progresando en la industria de la música a un ritmo increíble. Al final lo nombraron director del sello Tamla Motown, y trataba con The Supremes, The Temptations y Smokey Robinson; Tony conmemoró el prestigioso cargo con la debida solemnidad refiriéndose a partir de entonces a John Reid como Pamela Motown.

El grupo de Tony no era particularmente desmadrado ni escandaloso —organizaban cenas o salían a restaurantes y pubs juntos, más que frecuentar los clubes gais de Londres—, pero yo disfrutaba de su compañía. Eran sofisticados, inteligentes y muy pero que muy divertidos. Me encantaba el humor amanerado. Cuanto más pensaba en ello, más me sorprendía lo a gusto que me sentía cuando estaba con ellos. Yo nunca había sido una persona solitaria; al contrario, siempre había tenido muchos amigos, en el instituto, en Bluesology, en Denmark Street… Pero esto era diferente, era como si sintiera que formaba parte de algo. De pronto era uno de los niños de Mary Poppins al que se le abre un nuevo mundo mágico. Doce meses después de que Long John Baldry anunciara borracho en el Bag O’Nails que yo era gay a todo el que estuviera lo bastante cerca para oírlo, decidí que tenía razón.

Como si quisiera subrayar el hecho, mi libido inesperadamente decidió asomar por primera vez, como el invitado rezagado que llega acalorado a una fiesta que se supone que empezó diez años atrás. Tenía veintiún años y de pronto parecía estar pasando una adolescencia tardía. De repente, me enamoraba de manera platónica de muchos hombres. Y está claro que lo que me fascinaba tanto de John Reid no era solo su sentido del humor y su profundo conocimiento del alma estadounidense. Nunca tomé la iniciativa, por supuesto. No habría sabido qué hacer. Jamás había intentado ligar con nadie. Nunca había estado en un club gay. No sabía cómo tirar los tejos. ¿Qué debía decir?: «¿Quieres que vayamos al cine y luego me enseñas la polla?». Esto es lo que más recuerdo de aquel momento en que empezaba a tomar conciencia de mi sexualidad. No me recuerdo ansioso ni atormentado. Simplemente quería acostarme con alguien, aunque no tenía la más remota idea de cómo se hacía y me aterraba hacerlo mal. Ni siquiera le dije a Tony que era gay.

Además, tenía otras cosas en la cabeza. Una mañana nos llamaron a Bernie y a mí a una reunión en DJM con Steve Brown, que hacía poco había sucedido a Caleb como director. Nos dijo que había escuchado nuestras grabaciones y que creía que estábamos perdiendo el tiempo.

—Tenéis que dejar esta mierda. No se os da muy bien, que digamos. De hecho —y asintió con la cabeza antes de acabar la frase—, sois ineptos. Nunca lograréis nada como compositores. No sabéis hacerlo.

Me quedé allí sentado, aturdido. Estupendo. Se acabó. La lavandería de Northwood Hills me llama. O quizá no. Siempre habrá trabajo como músico de estudio. Pero ¿qué será de Bernie? El pobre acabará en Owmby-by-Spital, empujando una vez más su carretilla llena de pollos muertos, y la única prueba de que tuvo una carrera musical será un single cuya letra no llegó a escribir él y una carta de rechazo de un tal Octopus. Ni siquiera habíamos terminado de pagar los plazos del equipo de música.

Mientras se me agolpaban los pensamientos, me di cuenta de que en otra parte de la habitación Steve Brown seguía hablando. Decía algo sobre «Lady What’s Tomorrow», una de las canciones que habíamos escrito y que ni siquiera nos habíamos molestado en intentar vender. Estaba influida por Leonard Cohen, y era evidente que Cilla Black no iba a interesarse por ella. Pero Steve Brown al parecer sí.

—Tenéis que escribir canciones como esa —continuó—. Tenéis que hacer lo que os gusta y no lo que creéis que se venderá. Hablaré con Dick para ver si podemos hacer un álbum.

Después, Bernie y yo nos sentamos en el pub e intentamos procesar lo que acababa de ocurrir. Por un lado, yo no tenía grandes ambiciones de ser solista. Por el otro, la oportunidad de dejar de escribir melodías lacrimógenas y pop facilón era demasiado buena para rechazarla. Y todavía pensábamos que publicar discos de Elton John era una buena forma de dar a conocer la clase de canciones que nos gustaban. Cuanta más publicidad les diéramos, más probabilidades habría de que otro artista más famoso las oyera y decidiera grabarlas.

Había un problema. El trato con Philips solo se refería a singles: querían una continuación de «I’ve Been Loving You», no un álbum. De modo que Steve Brown grabó una nueva canción que habíamos escrito Bernie y yo siguiendo sus instrucciones de dejar de ser comerciales y hacer lo que nos gustaba. La titulamos «Lady Samantha» y parecía un gran avance. Debo reconocer que, a esas alturas de mi carrera, grabar un single que pudiera escuchar sin soltar un involuntario grito de horror habría constituido un avance de por sí, pero «Lady Samantha» era una canción bastante buena. Sonaba completamente distinta que «I’ve Been Loving You»: era más consistente, más actual, más desenvuelta. Salió a la venta en enero de 1969 y enseguida se convirtió en lo que se conocía como un turntable hit, una manera educada de decir que era un single que sonaba mucho por la radio, pero nadie llegaba a comprar.

Después de ese fracaso nos enteramos de que Philips no tenía interés en renovar el contrato: por alguna razón inexplicable, parecían muy reacios a financiar un álbum de un artista que hasta ahora solo les había hecho perder dinero. Dick James mencionó de manera imprecisa que lo publicaría él, creando un sello propiamente dicho en lugar de autorizar grabaciones externas en otras discográficas, pero parecía más inclinado a hablar del Festival de la Canción de Eurovisión. Para su satisfacción, una de las canciones vulgares que habíamos intentado componer y que se suponía que habíamos olvidado había sido seleccionada como candidata para representar al Reino Unido. Lulu iba a cantar seis canciones en su programa de televisión y el público británico votaría para escoger un ganador. Decir que Bernie recibió la noticia con frialdad es quedarse corto. Estaba consternado. Entonces Eurovisión no era la orgía de vergüenza que es hoy día, pero no puede decirse que Pink Floyd y Soft Machine hicieran cola para participar en él. Peor aún: él no había tenido nada que ver con la canción aunque en los créditos apareciera su nombre. La letra era mía. Se repetía lo ocurrido con «I’ve Been Loving You». De pronto volvíamos a estar donde habíamos empezado.

Los peores temores de Bernie se confirmaron cuando nos sentamos en la sala de Frome Court para ver la actuación de Lulu. Nuestra canción (mejor dicho, mi canción) era totalmente mediocre y olvidable, que era más de lo que podía decirse de las otras. Todos los demás compositores parecían haber salido con ideas tan horribles que era imposible olvidarlas, aunque quisieras. Una era la típica canción con la que unos alemanes borrachos se darían palmadas en las rodillas en una cervecería bávara. Otra era un horrible híbrido de una big band y un buzuki. Otra se llamaba «March», pero el título no se refería al mes de marzo. La canción trataba literalmente de la marcha militar y, por si no había quedado claro, tenía un arreglo de una banda de metales del ejército. Steve Brown tenía razón. Nosotros no sabíamos hacer esa clase de cosas, algo que quedó patente cuando nuestra canción salió la última en la votación. La briosa canción alemana fue la ganadora. Se llamaba «Boom Bang-A-Bang».

Al día siguiente llegamos a DJM y nos enteramos de que un artículo del Daily Express de manera solícita explicaba la razón por la que nuestra canción había perdido: porque era a todas luces la peor de todas. Dick reconoció cansinamente que tal vez era mejor que no hiciéramos perder más tiempo a nadie y sacáramos nuestro propio álbum. Si Philips no lo lanzaba, contrataría a un experto en prensa y publicidad, y crearía su propio sello.

De modo que nos recluimos en el pequeño estudio de DJM con Steve Brown como productor y Clive Franks en la grabadora. Clive era el tipo que había grabado The Troggs Tapes; años después acabó coproduciendo algunos de mis álbumes y hoy día continúa trabajando conmigo como técnico de sonido en mis actuaciones en vivo. Todos pusimos cuanto teníamos en las nuevas canciones. Efectos de sonido psicodélicos, clavicémbalo, solos de guitarra grabados hacia atrás por cortesía de Caleb, flautas, bongos, efectos de panning, interludios de jazz improvisados, finales trampa en los que las canciones dejaban de oírse y de pronto volvían a sonar, Clive silbando. Si se escuchaba con atención, se oía el ruido del fregadero de la cocina al ser arrastrado hasta el estudio. Tal vez habría salido mejor si hubiéramos comprendido que a veces menos es más, pero nadie piensa de ese modo cuando hace su primer álbum. Oyes una vocecita en tu cabeza que te dice que podría ser tu última oportunidad, que tienes que intentarlo todo mientras puedas. En cualquier caso, fue divertidísimo, una aventura. El álbum se llamó Empty Sky, y lo sacó el nuevo sello de DJM que Dick creó el 6 de junio de 1969. Recuerdo que cuando volví a escuchar el tema que da nombre al disco pensé que era lo mejor que había oído en mi vida.

Empty Sky no fue un éxito —solo se vendieron unos pocos miles de discos—, pero aun así noté que las cosas empezaban a moverse, muy despacio. Las críticas fueron más prometedoras que buenas, pero suponían una clara mejora frente a la opinión del Daily Express de que no era capaz de componer una canción tan buena como «Boom Bang-A-Bang». Por esas mismas fechas, nos comunicaron por teléfono que Three Dog Night había versionado «Lady Samantha» para su nuevo álbum. ¡Three Dog Night! ¡Eran estadounidenses! Un auténtico grupo de rock estadounidense había grabado una de nuestras canciones. No un artista ligero con un programa de variedades nocturno en la BBC1 ni una candidata para el festival de Eurovisión: un grupo de rock estadounidense en boga. Bernie y yo teníamos una canción en un álbum que estaba entre los veinte primeros puestos en Estados Unidos.

Además, Empty Sky me proporcionó material, lo que significaba que ahora podía actuar en directo. Los primeros bolos fueron bastante titubeantes. Eran pequeños pop-up shows en los que tocaba con los músicos que más a mano tenía —normalmente Caleb y su nuevo grupo, Hookfoot— y todavía me ponía nervioso: la última vez que había subido a un escenario, Long John Baldry puso en marcha su magnetófono, y yo llevaba un caftán y sufrí una profunda crisis existencial. Pero las actuaciones fueron mejorando a medida que yo cobraba seguridad, y realmente despegaron en cuanto formé mi propio grupo. Había conocido a Nigel Olsson y a Dee Murray merodeando por DJM. Nigel tocaba con un grupo llamado Plastic Penny, que en 1968 sacó un single superventas y que, aunque parezca increíble, compró una de las canciones que Bernie y yo habíamos intentado vender el año anterior. Lo grabaron en un álbum que salió a la venta justo cuando ya había pasado su momento de fama y su trayectoria caía en picado, lo que de algún modo es simbólico de nuestra suerte. Dee, por su parte, había pertenecido a The Mirage, un grupo psicodélico que sacó singles durante años sin llegar nunca a nada. Eran grandes músicos y congeniamos en el acto. Dee era un bajista asombroso. Nigel era un batería de la escuela de Keith Moon y Ginger Baker, un showman que ocupaba casi todo el espacio para ensayar, y en sus dos bombos idénticos estaba grabado su nombre. Los dos sabían cantar. No necesitábamos un guitarrista. El sonido que creábamos entre los tres ya era lo bastante intenso y crudo. Además, hay algo en un trío que da mucha libertad para improvisar. No importaba que no pudiéramos reproducir los intrincados arreglos del álbum; podíamos alargar e improvisar, tocar solos, hacer popurrís y entregarnos de pronto en un viejo tema de Elvis o una versión de «Give Peace A Chance».

Empecé a darle vueltas a mi imagen sobre el escenario. Quería aparecer como el líder de la banda, pero estaba atrapado detrás de un piano. No podía pavonearme como Mick Jagger, ni destrozar mi instrumento como Jimi Hendrix o Pete Townshend: la amarga experiencia que siguió me enseñó que, si te dejas llevar e intentas destrozar un piano arrastrándolo por el escenario, más que un dios del rock rebelde lo que pareces es un operario de mudanzas en un mal día. De modo que pensé en los pianistas que me encantaban de niño, cómo habían logrado transmitir emoción mientras estaban atascados detrás del viejo tablón de 275 cm, como yo lo llamaba cariñosamente. Pensé en Jerry Lee Lewis apartando el taburete de una patada y aporreando el teclado, o en cómo Little Richard se levantaba y se echaba hacia atrás cuando tocaba, o incluso en cómo Winifred Atwell se volvía hacia el público y sonreía. Todos ellos fueron una influencia para mis actuaciones. Resultó que tocar el piano de pie como Little Richard costaba muchísimo cuando tienes los brazos tan cortos como los míos, pero perseveré. Sonábamos diferente a todo y nuestro look también era único. Sucediera lo que sucediese en el pop de finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, estaba bastante seguro de que no había ningún otro power trio liderado por un pianista que intentara mezclar la extravagancia y la agresividad del primer rock and roll con la jovialidad de Winifred Atwell.

A medida que tocábamos por los colleges y los recintos modernos como el Roundhouse, las actuaciones se volvieron más desenfrenadas y la música mejoró, sobre todo cuando ampliamos el repertorio con las últimas canciones que Bernie y yo habíamos compuesto juntos. Confieso que no soy la persona más indicada para juzgar mi propio trabajo: a fin de cuentas, soy el hombre que declaró en voz alta que «Don’t Let The Sun Go Down On Me» era tan mala que nunca permitiría que la publicaran (se hablará de ello más adelante), pero hasta yo me daba cuenta de que nuestro nuevo material estaba a otro nivel de todo lo que habíamos producido hasta entonces. Eran canciones fáciles de componer —Bernie sacó la letra de «Your Song» mientras desayunaba una mañana en Frome Court y me la dio, y yo le puse música en quince minutos exactos—, porque, en cierto modo, ya habíamos hecho todo el trabajo duro. Su sonido era la culminación de las horas que habíamos intentado componer juntos, de los bolos que había dado con Nigel y Dee y que me habían infundido confianza en mí mismo, de los años que había pasado en la Royal Academy of Music contra mi voluntad, y de las noches que había tocado con Bluesology en el circuito de los clubes nocturnos. «Border Song» o «Take Me To The Pilot» tenían un toque funk y soul que yo había tomado de cuando éramos la banda de apoyo de Patti LaBelle y Major Lance, pero también se notaba una influencia clásica, absorbida a lo largo de todas esas mañanas de sábado en que me habían obligado a estudiar a Chopin y Bartók.

También eran fruto de lo que había sucedido en la habitación de Frome Court. En la época en que componíamos, en el equipo de música de Littlewoods sonaban a todas horas dos grupos. Uno era el dúo rock-soul Delaney & Bonnie. Yo estaba muy obsesionado con la forma de tocar de su teclista, Leon Russell. Era como si se me hubiera metido en la mente y hubiera descubierto antes que yo cómo quería tocar exactamente el piano. Él había logrado sintetizar toda la música que me gustaba (rock and roll, blues, góspel, country) en un único estilo totalmente natural.

Y el otro era The Band. Escuchábamos sus dos primeros álbumes una y otra vez. Como el piano de Leon Russell, sus canciones eran iguales que una linterna que alguien enciende para mostrarnos un nuevo camino que seguir, una forma de alcanzar lo que queremos. «Chest Fever», «Tears Of Rage», «The Weight»: esas eran las canciones que anhelábamos escribir. A Bernie le volvían loco las letras. Desde que era niño le habían encantado las historias crudas sobre los Estados Unidos de antaño, y eso era lo que contaba The Band: «Virgil Caine is the name and I served on the Danville train, ’till Stoneman’s cavalry came and tore the tracks up again» («Virgil Caine es mi nombre y serví en el tren de Danville, hasta que llegó la caballería de Stoneman y destrozó de nuevo las vías»). Eran músicos blancos tocando soul pero sin versionar «In The Midnight Hour» o hacer una imitación mediocre de lo que hacían los artistas negros.

Fue una revelación.

Cuando le hicimos escuchar a Dick las maquetas de las nuevas canciones, se quedó anonadado. Pese a las ventas de Empty Sky, dijo que quería grabar otro álbum. Aún más, iba a darnos seis mil dólares para ello. Fue un gran voto de confianza. Era muchísimo dinero para gastarlo en un álbum, sobre todo tratándose de un artista que apenas vendía discos en ese momento. Es indudable que Dick creía en nosotros, pero su apoyo también podría haberse visto forzado por las circunstancias. Bernie y yo nos habíamos hecho amigos de Muff Winwood, el hermano de Stevie, que trabajaba para Island Records y vivía bastante cerca de Frome Court; creo que literalmente chocamos con él un día al regresar a Pinner en tren. Íbamos a su casa un par de noches a la semana con una botella de Mateus Rosé y una caja de bombones para su mujer, Zena —todo muy sofisticado—, y mientras jugábamos al futbolín o al Monopoly, le sonsacábamos información sobre el negocio de la música. Cuando escuchó las nuevas canciones, se mostró realmente entusiasmado y quiso contratarnos para Island, un sello mucho más grande y moderno que DJM. La noticia de que tenía un rival podría haber impulsado a Dick a sacar el talonario.

Fuera cual fuese la razón, el dinero hizo posible que nos trasladáramos de DJM a un estudio de verdad, Trident, en el Soho. Steve Brown nos sugirió que buscáramos un productor externo: Gus Dudgeon, que había producido «Space Oddity» de David Bowie, un single que era número uno y que nos gustaba a todos. Pudimos permitirnos tener instrumentos de cuerda y un arreglista, Paul Buckmaster, que también había colaborado en «Space Oddity». Paul tenía el aspecto de D’Artagnan: pelo largo con raya en medio, perilla y un gran sombrero. Parecía un poco excéntrico, pero la primera impresión resultó ser falsa. Paul no era un poco excéntrico. ¡Qué va! Lo era tanto que uno pensaba que quizá estuviera loco. Se plantaba delante de la orquesta y hacía ruidos con la boca para indicar lo que quería que hicieran: «No sé cómo describirlo, pero quiero que hagáis un sonido así». Y ellos lo sacaban con exactitud. Era un genio.

Aunque en esas sesiones todo era extrañamente mágico. Gus, Steve, Paul y yo habíamos planeado todo de antemano —las canciones, el sonido, los arreglos— y todo encajaba a la perfección. Yo apenas había tocado un clavicémbalo antes de que alquiláramos uno para «I Need You To Turn To»; no era nada fácil, pero lo logré. Me daba terror tocar en directo con una orquesta, pero me preparé mentalmente, diciéndome que ya lo teníamos, que por fin algo se concretaba. Todos aquellos sórdidos clubes en los que Long John Baldry sacaba su magnetófono, todo el trabajo como músico de estudio, Derf pasando una jarra de pinta en el Northwood Hills Hotel para recoger propinas, Bernie y yo escapando de Furlong Road y de los sueños de Linda de convertirme en Buddy Greco: todo había conducido a ello. Y funcionó. El álbum se acabó en cuatro días.

Sabíamos que habíamos hecho algo bueno, algo que nos impulsaría hasta el siguiente peldaño. No nos equivocamos. Cuando Elton John salió a la venta, en abril de 1970, las críticas fueron muy buenas. John Peel lo puso y poco a poco empezó a aparecer en las listas de éxitos. Empezamos a recibir ofertas en Europa, aunque cada vez ocurría algo extraño. En París, algún genio nos contrató como teloneros de Sérgio Mendes y Brasil ’66. El público, que esperaba una velada de bossa nova, mostró su entusiasmo al ver ensancharse inesperadamente sus horizontes musicales abucheándonos. Al llegar a Knokke, Bélgica, nos enteramos de que no íbamos a dar ningún concierto allí; nos esperaba un festival de canciones televisado. Fuimos a Holanda para salir en un programa de la televisión, pero en lugar de llevarnos al plató insistieron en filmarme a mí en un parque fingiendo que cantaba «Your Song» con un micrófono, rodeado de actores que, por alguna razón, se hacían pasar por paparazzi y me sacaban fotos. A veces todavía la pasan por la televisión. Se me ve bastante furioso, como si estuviera a punto de pegar un puñetazo a alguien, en una interpretación bastante fiel de lo que sentía en esos momentos, pero que no era lo más adecuado para una tierna balada sobre un amor floreciente.

Cuando volvimos a Inglaterra, vimos que empezaba a hablarse mucho de nosotros. En agosto tocamos en el Krumlin Festival de Yorkshire, que parecía abocado al desastre. Se celebraba en mitad de un páramo. Hacía un frío que pelaba, llovía a cántaros y la organización era pésima. Empezaba el festival y aún no habían terminado de montar el escenario, con lo que los grupos tuvieron tiempo de pelearse por el orden en que actuarían. Yo no quise meterme; nosotros salimos, repartimos brandy entre el público y lo pasamos en grande, mientras Atomic Rooster y The Pretty Things discutían entre bastidores quién era la gran estrella. Empecé a ver caras famosas entre el público en nuestras actuaciones por Londres, lo que significaba que estaba corriendo la voz por la industria musical de que valía la pena ir a vernos. Un par de semanas antes de que tocáramos en el Krumlin Festival, Pete Townshed de The Who y Jeff Beck habían acudido a un bolo nuestro en el club Speakeasy, que había sucedido al Cromwellian y al Bag O’Nails como el gran lugar de encuentro de la industria musical en Londres. Nos invitaron a ir al programa Top of the Pops y tocar «Border Song», lo que no contribuyó a mejorar las ventas del single, pero me quedé boquiabierto cuando vi que Dusty Springfield se presentaba a sí misma y se ofrecía a hacernos el coro. Yo había ido hasta Harrow para verla actuar en directo con The Springfields cuando todavía estudiaba en el instituto, y cuando se acabó el concierto merodeé entre bastidores solo para verla de nuevo; ella pasó por nuestro lado con una blusa de color lila y una falda de color malva, increíblemente chic. Me había apuntado a su club de fans a comienzos de los sesenta y en la pared de mi habitación tenía pósteres de ella.

El único obstáculo en nuestro avance era Dick, pues se le había metido entre ceja y ceja que fuéramos a Estados Unidos y tocáramos allí. Había logrado vender el álbum a un sello estadounidense llamado Uni Records —que pertenecía a MCA— y no paraba de hablar de lo entusiasmados que se habían quedado con él y lo deseosos que estaban de que actuáramos allí. Yo lo veía absurdo y así se lo dije. Por fin empezaba a moverse algo en Gran Bretaña. Los bolos funcionaban, el álbum se estaba vendiendo bien y yo le había gustado a Dusty Springfield. Bernie y yo estábamos componiendo canción tras canción; ya habíamos empezado a trabajar en las maquetas del siguiente álbum. ¿Por qué perder el impulso yéndonos a Estados Unidos, donde nadie sabía quién era yo?

Cuantas más razones le daba, más se obcecaba él en que debíamos ir. Y entonces se me presentó una salida. Después de la actuación en Speakeasy, Jeff Beck me había invitado a ir a la sala de ensayo que tenía en Chalk Farm para que improvisáramos algo juntos. Luego su agente concertó una reunión en DJM. Jeff quería que Dee, Nigel y yo lo acompañáramos en una gira por Estados Unidos. Durante el concierto me darían un espacio en el que podría tocar mis propias canciones. Me pareció un ofrecimiento increíble. Jeff Beck era uno de los mejores guitarristas que había oído. Su último disco, Beck-Ola, había sido un gran éxito. Es cierto que solo recibiríamos el 10 por ciento de las ganancias obtenidas por noche, pero tratándose de Jeff Beck seguía siendo mucho más dinero del que ganábamos nosotros entonces. Y lo importante era darnos a conocer. Actuaríamos ante grandes públicos y yo tocaría mis canciones para ellos, pero no como un artista totalmente desconocido, sino como parte de la banda de Jeff Beck, no como una actuación de telonero de la que todos pasan, sino en mitad del espectáculo principal.

Estaba a punto de preguntarles dónde debíamos firmar cuando Dick le soltó al agente de Beck que se metiera el 10 por ciento donde le cupiera. ¿Qué hacía? Intenté atraer su mirada para instarlo a considerar la prudencia de cerrar el trato de inmediato. Él no me miró. El agente alegó que no era negociable. Dick se encogió de hombros.

—Te doy mi palabra de que dentro de seis meses Elton John estará ganando el doble que Jeff Beck —dijo.

—¿Cómo? Maldito idiota, ¿por qué has tenido que decir eso?

Sonó como una sentencia que me perseguiría durante el resto de mi carrera. Me vi cinco años después yendo aún por los clubes, El Tipo Que Iba A Ganar El Doble Que Jeff Beck. El agente se esfumó —probablemente tenía prisa por informar al resto de la industria de la música que Dick James había perdido la chaveta—, pero Dick no se arrepentía en absoluto. Yo no necesitaba a Jeff Beck para nada. Tenía que ir a Estados Unidos por mi cuenta. Las canciones de Elton John eran buenísimas y el grupo era increíble en directo. El sello estadounidense nos apoyaría en todo momento e iban a emplear todos los recursos posibles para promocionarnos. Algún día le daría las gracias por eso.

Cuando regresé a Frome Court, lo hablé con Bernie. Él sugirió que nos lo planteáramos como unas vacaciones. Visitaríamos lugares que solo habíamos visto en la televisión o en el cine, como el número 77 de Sunset Strip o la mansión de los Beverly Hillbillies. Iríamos a Disneylandia. Exploraríamos las tiendas de discos. Además, el sello estadounidense iba a emplear todos sus recursos. Probablemente nos estaría esperando una limusina en el aeropuerto. Tal vez un Cadillac. ¡Un Cadillac!

 

 

Nos quedamos allí plantados, parpadeando bajo el brillante sol de Los Ángeles, el pequeño grupo formado por Bernie y yo, Dee y Nigel, Steve Brown, Ray Williams, a quien DJM había nombrado mi representante, nuestro técnico de gira Bob y David Larkham, que había diseñado las cubiertas de Empty Sky y Elton John. Estábamos embotados por el jetlag y tratábamos de averiguar qué hacía un autobús londinense rojo aparcado delante del Aeropuerto LAX. Era un autobús londinense rojo con mi nombre en un lateral («Ha llegado Elton John»), y al que nuestro emocionado publicista estadounidense, Norman Winter, nos instaba en esos momentos a subir. Bernie y yo nos miramos horrorizados. Conque una limusina, ¿eh?

Nadie se imagina lo lento que puede ser un autobús de dos pisos hasta que hace el trayecto de LAX a Sunset Boulevard en uno. Nos llevó dos horas y media, en parte porque tenía un tope de velocidad de sesenta kilómetros por hora, pero también porque tomamos la ruta panorámica; está prohibido que circulen autobuses de dos pisos por la autopista. Con el rabillo del ojo vi cómo Bernie se hundía poco a poco en su asiento para que no se le viera desde fuera, seguramente por si Bob Dylan o algún miembro de The Band pasaba en coche y se reía de él.

No era así como me había imaginado nuestra llegada a California. De no ser por las palmeras que veía por la ventanilla y la cantidad de estadounidenses —el personal de Uni Records— que había en el autobús, podría haber estado en el número 38 de Clapton Pond. Por primera vez iba a poder apreciar las diferencias entre una discográfica británica y otra estadounidense. En Gran Bretaña, por mucho interés que tengan por ti o por mucho entusiasmo que muestren por trabajar en tu álbum, siempre se dejan regir por cierta reserva, una tendencia nacional a los eufemismos y un sentido del humor sarcástico. Era evidente que no era así en Estados Unidos, donde se desbordaba pasión y se respiraba una clase de energía diferente. Nadie me había hablado nunca como Norman Winter: «Esto va a ser importante, hemos hecho esto y aquello, y vendrán a veros Odetta y Bread y The Beach Boys, será increíble». Tampoco me había hablado nunca nadie tanto como él: por lo que yo sabía, su boca no había dejado de moverse desde que se nos había presentado en la sala de llegadas. Era alarmante y al mismo tiempo extrañamente estimulante.

Y todo lo que dijo resultó ser rigurosamente cierto. Norman Winter y su departamento de promociones habían hecho de verdad todo lo que me había dicho: se había encargado de que las tiendas de discos de Los Ángeles tuvieran un stock de álbumes y colgaran pósteres, había concertado entrevistas y había invitado a tropecientas estrellas a ver el concierto. Alguien había convencido a Neil Diamond, que también estaba con Uni Records, para que subiera al escenario y me presentara. Mi nombre aparecía antes que el de David Ackles, lo que parecía del todo absurdo.

«Pero David Ackles está con Elektra», protestó Bernie débilmente, recordando las horas que habíamos pasado en Frome Court escuchando su álbum de debut y hablando de la incomparable modernidad del sello de la Costa Oeste que lo había lanzado, Elektra, que dirigía el gran Jac Holzman, y que tenía contratados a The Doors y a Love, a Tim Buckley y a Delaney & Bonnie.

Era el trabajo extraordinario de un equipo apasionado y comprometido que había volcado toda su experiencia en hacer un gran despliegue publicitario. Había convertido, milagrosamente, un espectáculo de un artista desconocido en un club con aforo de trescientas personas en un gran acontecimiento. Y eso tuvo sin duda un profundo impacto en mí. Si ya tenía reservas acerca de tocar en Estados Unidos, ahora estaba totalmente aterrado. Cuando todos se fueron a Palm Springs en una excursión de un día organizada por Ray, tuve la prudencia de quedarme en el hotel para concentrarme en el apremiante asunto de entrar en pánico ante el concierto. Y cuanto mayor era mi pánico, más furioso estaba. ¿Cómo se atrevían a ir todos a Palm Springs a pasarlo bien cuando deberían haberse quedado conmigo en el hotel, muriéndose inútilmente de la preocupación? Sin nadie a quien gritar en persona, llamé a Dick James a Londres y le grité a él. Regresaba a Inglaterra. Que se metieran el concierto, su lista de invitados estelares y la presentación de Neil Diamond por donde les cupiera. Dick necesitó todas sus dotes de persuasión paternalistas para impedir que yo hiciera las maletas. Decidí quedarme y dividir el tiempo de que disponía antes del concierto entre comprar discos y ponerme de morros cada vez que alguien mencionaba Palm Springs.

Hay dos cosas que recuerdo con mucha nitidez de nuestra primera actuación en el Troubadour. La primera fue que el aplauso que recibí al salir a escena tenía una cualidad extraña: iba acompañado de una especie de murmullo sorprendido, como si el público esperara ver aparecer a otra persona. En cierto modo supongo que lo hacía. La portada de Elton John es oscura y sombría. Los músicos del fondo van con ropa informal y hippy, y yo llevo una camiseta negra y un chaleco de ganchillo. Y ese era el tipo al que esperaban ver aparecer, un cantautor introspectivo y meditabundo. Pero cuando fui a comprarme ropa un par de semanas antes de marcharme a Estados Unidos, me detuve en una boutique de Chelsea llamada Mr Freedom que estaba muy en boga; el diseñador, Tommy Roberts, estaba dando rienda suelta a su imaginación al confeccionar ropa que parecía diseñada por un caricaturista. Lo que tenía en el escaparate era tan chocante que permanecí mucho rato parado en la acera, armándome de valor para entrar. Una vez dentro, Tommy Roberts se mostró afable y entusiasta, y terminó convenciéndome para que me comprara una colección de prendas que ni Tony King habría llevado en público. Con ellas me sentía distinto, como si expresara un lado de mi personalidad que había mantenido oculto, un anhelo de ser escandaloso y desmesurado. Supongo que todo se remontaba a la foto de Elvis que me encontré por casualidad en la barbería de Pinner cuando era niño; me gustó el shock que producía ver a una estrella que rompía todos los esquemas. La ropa de Mr Freedom no era escandalosa por sexy o amenazadora, sino porque desbordaba la realidad y era más divertida que el mundo que la rodeaba. Me encantó. Antes de salir al escenario del Troubadour me la puse toda a la vez, por lo que, en vez de un cantautor hippy e introspectivo, el público se encontró con un hombre con un peto amarillo, una camiseta verde cubierta de estrellas y unas botas pesadas, también amarillas, con unas alas azules que salían de ellas. Ese no era el aspecto que tenían los cantautores sensatos —ni cualquier persona en su sano juicio— en Estados Unidos en 1970.

Lo segundo que recuerdo con gran nitidez es que, al mirar hacia el público mientras tocábamos, me fijé con un desagradable sobresalto en que en la segunda fila estaba Leon Russell. No había localizado la galaxia de artistas que se suponía que estaba allí, pero a él no pude dejar de verlo. Tenía un aspecto increíble, con una gran mata de pelo plateado y una barba larga que enmarcaba su rostro rudo e impasible. No podía apartar los ojos de él a pesar del vacío en el estómago que me provocaba mirarlo. El concierto había ido bien hasta ese momento, Dee y Nigel sonaban genial, y habíamos empezado a relajarnos y a alargar un poco los temas. De pronto estaba tan nervioso como me había sentido en el hotel el día de la excursión a Palm Springs. Era igual que una de esas horribles pesadillas en las que nos vemos en la escuela haciendo un examen y nos damos cuenta de que no llevamos pantalones ni calzoncillos: estamos dando el concierto más importante de nuestra carrera y de pronto vemos entre el público a nuestro ídolo, que nos mira con cara de palo.

Tenía que calmarme. Tenía que hacer algo para olvidar que Leon Russell me miraba. Me levanté, aparté el taburete de una patada y, de pie, con las rodillas dobladas, me puse a aporrear las teclas como hacía Little Richard. Luego me tiré al suelo y, apoyado en una mano, seguí tocando con la otra, con la cabeza debajo del piano. Por último me levanté y, lanzándome hacia delante, hice el pino sobre el teclado. A juzgar por el rumor que se propagó, el público tampoco se lo esperaba.

Cuando todo acabó me vi en medio de la atmósfera viciada de un camerino abarrotado, aturdido. Había salido increíblemente bien. Todos los británicos estaban eufóricos. Norman Winter hablaba a una velocidad y con una vehemencia que daban a entender que el trayecto en autobús había sido su momento más relajado y lacónico. No paraba de acercarse gente de Uni Records con otras personas que querían estrecharme la mano. Periodistas. Celebridades. Quincy Jones. La mujer de Quincy Jones. Los hijos de Quincy Jones. Parecía haber venido la familia al completo. Yo no podía asimilarlo todo.

De pronto me quedé paralizado. Por encima del hombro de uno de los tropecientos parientes de Quincy Jones vi a Leon Russell en la puerta. Empezó a abrirse paso a través de la gente en dirección a mí. Su rostro era tan rudo e impasible como me había parecido desde el escenario: no daba la impresión de haber pasado la mejor noche de su vida. «Mierda, me ha localizado. Ahora me dirá que soy un farsante. Me dirá que no sé tocar el piano.»

Me estrechó la mano y me preguntó qué tal estaba. Su voz tenía un ligero acento de Oklahoma. Luego me dijo que acababa de dar un gran concierto y me preguntó si quería hacer una gira con él.

 

 

Los siguientes días transcurrieron como en un extraño sueño febril. Tocamos más veces en el Troubadour, y en todas se agotaron las entradas y todas salieron genial. Acudieron más celebridades. Cada noche hurgaba más en mi maleta y sacaba prendas de Mr Freedom más y más chocantes, hasta que me encontré frente a un público de estrellas del rock y creadores de tendencias de Los Ángeles vestido con un ceñido pantalón corto plateado, con las piernas al descubierto, y una camiseta con las palabras «rock and roll» estampadas con lentejuelas. Leon Russell volvió a aparecer en el camerino y me dio su remedio casero para el dolor de garganta, como si fuéramos viejos amigos. Uni Records nos llevó a todos a Disneylandia, y me compré montones de álbumes en el Tower Records de Sunset Strip. Los Angeles Times publicó una crítica de su redactor musical, Robert Hilburn. «Alégrate —empezaba—. La música rock, que últimamente ha pasado por un período bastante tranquilo, tiene una nueva estrella. Es Elton John, un inglés de veintitrés años cuyo debut el martes por la noche en el Troubadour fue, en casi todos los aspectos, magnífico.» Caray, Bob Hilburn era un tipo importante: yo había sabido que asistiría al concierto, pero no tenía ni idea de lo que escribiría al respecto. En cuanto se publicó, Ray Williams recibió una avalancha de ofertas de promotores estadounidenses. Decidimos prolongar nuestra estancia para dar más conciertos, en San Francisco y Nueva York. Concedí entrevista tras entrevista. El álbum Elton John sonaba en todas las emisoras de FM. Una emisora de Pasadena, la KPPC, sacó un anuncio a toda página en Los Angeles Free Press para darme las gracias por haber ido a Estados Unidos.

Como todo el mundo sabe, la fama, sobre todo cuando llega de forma repentina, es algo peligroso, superficial y hueco, y sus oscuros y seductores poderes no pueden sustituir el amor verdadero ni la amistad auténtica. Por otra parte, si eres muy tímido y necesitas desesperadamente una inyección de confianza en ti mismo —como alguien que ha pasado gran parte de su niñez intentando hacerse lo más invisible posible para no provocar el malhumor de su madre o la ira de su padre—, puedo asegurar que ver cómo te proclaman como el futuro del rock and roll en Los Angeles Times y te elogian tus héroes musicales hace prodigios. A modo de prueba, aquí tenemos a Elton John, un joven de veintitrés años virgen, un hombre que nunca ha ligado con nadie, la noche del 31 de agosto de 1970. Me encuentro en San Francisco, donde está previsto que dé un bolo dentro de unos días. Estoy pasando la velada en el Fillmore, viendo al grupo británico de folk y rock Fairport Convention —colegas supervivientes del infierno etílico que fue el Krumlin Festival— mientras hablo con el dueño del local, el legendario promotor Bill Graham, que está interesado en que actúe en su sala de conciertos de Nueva York, el Fillmore East. Pero no estoy prestando atención ni a Fairport Convention ni a Bill Graham. Porque he decidido que esta noche seduciré a alguien. O me dejaré seducir. Ambas opciones me valen.

Me había enterado de que John Reid estaría en San Francisco por las mismas fechas que yo para asistir a las celebraciones del décimo aniversario de Motown Records. Desde que lo conocí a través de Tony King, me había pasado por EMI un par de veces para saludarlo. Cualquier señal débil que pudiera haberle enviado —si es que en verdad se la había enviado— pasó totalmente inadvertida. Él pareció pensar que yo solo quería revolver en el montón de singles de soul que había en su oficina o regalarle mis propios discos. Pero no me di por vencido. Envalentonado por los acontecimientos de la semana anterior, logré averiguar dónde se alojaba y lo telefoneé. Le conté entrecortadamente lo que había pasado en Los Ángeles, y con toda la naturalidad que pude le propuse que quedáramos. Yo estaba alojado en el Miyako, un bonito hotel decorado con tema japonés que quedaba cerca del Fillmore. ¿Tal vez querría pasarse una noche a tomar una copa?

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