Yo

Yo


Capítulo 4

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A partir de esa noche en San Francisco, todo sucedió muy deprisa. Una semana después me encontraba en Filadelfia, concediendo entrevistas, cuando recibí una llamada de John, que ya había regresado a Inglaterra. Me dijo que se había encontrado a Tony King en la BBC y le había contado lo que había pasado y cuáles eran nuestros planes. Tony pasó del asombro —«¿Reg? ¿Reg es gay? ¿Os vais a vivir juntos… literalmente?»— a la carcajada divertida cuando se enteró de que yo quería llevar la relación con discreción. «¿Qué quieres decir con que Reg quiere mantenerlo en secreto? ¡Está contigo! ¡Todo el que ha puesto un pie en un club gay de Londres te conoce! Es lo mismo que colgar en la ventana un puto letrero de neón en el que ponga: “Soy gay”.»

Yo quería mantenerlo en secreto porque no estaba seguro de cómo reaccionaría la gente cuando se enterara. Pero no tendría que haberme preocupado. A ninguno de los amigos con que trabajaba le importó mucho: Bernie, la banda, Dick James y Steve Brown. Tuve la sensación de que se sentían aliviados de que yo por fin hubiera tenido relaciones sexuales. Y, fuera de esos círculos, nadie parecía contemplar ni remotamente la posibilidad de que no fuera heterosexual. Ahora parece una locura que nadie arqueara una ceja siquiera, si se piensa en mi forma de vestir y de actuar sobre el escenario, pero entonces el mundo era diferente. Solo hacía tres años que se había despenalizado la homosexualidad en Gran Bretaña: el conocimiento o la comprensión que tenía el gran público acerca del tema era bastante vago. Cuando estuvimos de gira por Estados Unidos, todas las legendarias groupies de esa época —las Plaster Casters y las Sweet Connie de Little Rock— irrumpían en los camerinos, para deleite de los integrantes de la banda y el personal de apoyo. Yo pensaba: «Un momento, ¿qué estáis haciendo aquí? ¡No podéis haber venido aquí por mí! Seguro que alguien os lo ha dicho. Y si no os lo han dicho, acabáis de ver cómo me llevaba por el escenario un culturista vestido con la mitad del suministro mundial de estrás, lentejuelas y plumas de marabú… ¿No os dice algo eso?». Por lo visto, no. Me volví experto en escabullirme y encerrarme en el aseo para escapar de sus atenciones.

Si a alguien le extrañó que me fuera a vivir con John tan pronto, no lo dijo. Y, tal como fueron las cosas, la velocidad a la que avanzó mi relación con John fue solo el primer indicio de cómo era yo. Era la clase de persona que conocía a alguien, se enamoraba perdidamente y enseguida empezaba a hacer planes de futuro. Incapaz de distinguir un enamoramiento del amor verdadero, veía la casita con valla blanca y la eterna felicidad conyugal antes incluso de haber hablado con la persona en cuestión. Más tarde, cuando fui famoso de verdad, eso se convirtió en un problema serio tanto para mí como para el objeto de mis afectos. Yo insistía en que renunciaran a su vida para seguirme durante una gira, siempre con resultados desastrosos.

Pero eso forma parte del futuro. Yo estaba locamente enamorado de John, con el sentimiento intenso, cándido e ingenuo propio del primer amor. Y acababa de descubrir el sexo. Tenía sentido que nos fuéramos a vivir juntos, dadas las circunstancias. Mi modo de vida estaba lejos de ser el ideal en ese momento. Heterosexual o gay, era complicado mantener una relación sexual importante con alguien viviendo en la habitación de huéspedes de tu madre mientras tu compañero compositor intenta dormir en la litera de debajo.

Cuando regresé de Estados Unidos empezamos a buscar un piso para alquilarlo juntos. Encontramos uno en un complejo llamado Water Gardens, cerca de Edgware Road: un dormitorio, un cuarto de baño, una sala de estar y una cocina. Bernie se fue a vivir temporalmente con Steve Brown. Él también se había enamorado en California: de una chica llamada Maxine que asimismo había ido a la famosa excursión de Palm Springs. No me extraña que Bernie tuviera tantas ganas de ir.

A los últimos que se lo dije fue a mi madre y a Derf. Esperé a llevar unas semanas en el nuevo piso para hacerlo. Supongo que necesitaba prepararme mentalmente. Decidí que había llegado el momento una noche que John y yo teníamos entradas para ver a Liberace en el Palladium de Londres. Le pedí a John que fuera solo, porque tenía que llamar a mi madre esa noche. Estaba nervioso, pero la conversación telefónica fue bien. Le dije que era gay y ella no pareció sorprenderse. «Bah, ya lo sabemos. Hace mucho que lo sabemos.» En ese momento atribuí el hecho de que lo supiera al místico poder intangible de la intuición de una madre, aunque, visto en retrospectiva, Derf y ella probablemente se hicieron una vaga idea cuando me ayudaron a trasladar mis cosas a Water Gardens y vieron que iba a vivir en un piso de una sola habitación con otro hombre.

Mi madre no parecía lo que se dice encantada con la idea de que yo fuera gay —dijo algo sobre que me estaba condenando a una vida de soledad, lo cual no es que tuviera mucho sentido, puesto que yo tenía pareja—, pero al menos no me desheredó ni se negó a aceptarlo. Y, por extraño que parezca, cuando John volvió a casa, noté que había pasado una noche mucho más estresante que la mía. En mitad de concierto, a Liberace le había dado por anunciar que había entre el público un invitado muy especial, un cantante nuevo que iba a ser una gran estrella… «y sé qué está aquí esta noche, así que voy a pedirle que se levante y salude, porque es fabuloso… ¡Elton John!». Creyendo que no me levantaba por modestia, Liberace se mostró cada vez más solícito —«Vamos, Elton, no seas tímido, el público quiere conocerte. ¿No desean conocer a Elton John, damas y caballeros? Les aseguro que este hombre será grande… Démosle un gran aplauso, a ver si conseguimos que salude»— mientras un foco enorme recorría en vano las gradas. Tal como me lo contó John, Liberace lo había dicho tres veces, y el público se había ido impacientando hasta enfadarse audiblemente ante mi falta de educación al negarme a saludar. Mientras tanto, la única persona entre los espectadores que sabía de hecho dónde estaba Elton John temió ser la primera persona de la historia en morir literalmente de vergüenza. Al final Liberace se rindió. Según John, no dejó de sonreír, pero algo en el modo como se entregó a la Rapsodia húngara de Liszt dejó entrever una ira asesina.

A pesar de que arruiné el concierto de Liberace al quedarme en casa para confesar mi homosexualidad a mis padres, la vida era sensacional. Por fin podía ser quien era, y no tener miedo de mí mismo ni del sexo. Es un cumplido cuando digo que John me enseñó a ser libertino. Como Tony señaló, John conocía bien el ambiente gay de Londres, los clubes y los pubs. Íbamos al Vauxhall Tavern para ver a Lee Sutton, la gran drag queen —«Su nombre es Lee Sutton, DSM, OBE [Dirty Sex Maniac, On the Bed with Everybody: Maníaca sexual pervertida que se acuesta con todos]»—, y al club Sombrero de Kensington High Street. Organizábamos cenas en casa y venían a vernos otros músicos. Una noche fuimos a ver actuar en directo a Neil Young y él se vino después a casa con nosotros, y tras unas copas, decidió tocarnos su siguiente álbum entero a las dos de la madrugada. Los que vivían en los pisos contiguos, ya advertidos de que había una fiesta improvisada por el ruido tan desapacible que había hecho mi amiga Kiki Dee al chocar borracha contra una puerta de cristal llevando una bandeja con todas las copas de champán que teníamos, expresaron su deleite ante la interpretación de Neil Young de forma audible. Y así fue como oímos por primera vez el clásico «Heart Of Gold», presentado con un arreglo único de solo de piano, su voz y los golpes intermitentes que daban los vecinos en el techo con el palo de una escoba mientras imploraban a Neil Young que se callara.

Mi carrera de pronto cobró verdadero impulso. No éramos tan grandes en Gran Bretaña como en Estados Unidos, pero habíamos regresado con una meta. En Estados Unidos nos habían validado; nos había dado su aprobación tanta gente que sabíamos que teníamos algo. Lo ocurrido en Los Ángeles llegó hasta Gran Bretaña y la prensa de pronto se mostró interesada. Una revista hippy llamada Friends mandó a un periodista para que me entrevistara. Le toqué dos temas que ya habíamos grabado para el siguiente álbum, Tumbleweed Connection, y el artículo que publicó a continuación se mostró tan entusiasta como Robert Hilburn: «Creo que, junto con su letrista, podría convertirse en el cantante mejor y más popular de Inglaterra y, con el tiempo, del mundo». Tocamos en el Royal Albert Hall como teloneros de Fotheringay, un grupo formado por la excantante de Fairport Convention, Sandy Denny. Como el público del Troubadour, los del grupo creían que habían contratado a un cantante sensible, el complemento perfecto de su música, que era un folk rock nostálgico, y se encontraron con rock and roll, el vestuario de Mr Freedom y pinos sobre el teclado del piano. No podían seguirnos de tanta adrenalina y aplomo como rezumábamos. Como es natural, en cuanto la adrenalina se agotó, comprendí lo que habíamos hecho y me sentí fatal. Sandy Denny estaba entre mis héroes, era una cantante asombrosa. Se suponía que ese concierto era su gran oportunidad para lucirse y yo se la había arruinado. Me fui a toda prisa, muy arrepentido, antes de que ellos salieran al escenario.

Pero parecía que había llegado el momento. Los años sesenta habían terminado. The Beatles se habían separado y una nueva ola de artistas estábamos empezando al mismo tiempo: Rod Stewart, Marc Bolan, David Bowie, yo. Musicalmente todos éramos muy distintos, pero teníamos algo en común. Todos éramos londinenses de clase trabajadora, todos habíamos pasado la década de los sesenta con la cara pegada al cristal, trabajando en el mismo circuito de clubes, sin llegar nunca a donde queríamos ir. Y todos nos conocíamos. Nuestros caminos se habían cruzado entre los bastidores de los clubes de rhythm and blues y en los conciertos del Roundhouse. Yo nunca tuve una gran amistad con Bowie. Me encantaba su música y habíamos coincidido un par de veces, en el Sombrero con Tony King y en una cena en Covent Garden cuando él ensayaba para la gira de Ziggy Stardust, pero él siempre tenía un aire distante e indiferente, al menos respecto a mí. Con franqueza, no sé cuál era el problema. Años después siempre comentaba cosas desagradables de mí: lo más famoso fue cuando dijo que yo era «el maricón del rock and roll», aunque hay que reconocer que cuando lo dijo estaba hasta arriba de coca.

Pero yo adoraba a Marc y a Rod. No podrían haber sido más diferentes. Marc parecía venido de otro planeta, algo en él no era de este mundo, como si solo estuviera aquí en la Tierra de paso en ruta hacia otro lugar. Se notaba en su música. «Ride A White Swan» no paraba de sonar en la radio cuando nos mudamos a Water Gardens, y no se parecía a nada, era imposible saber de dónde salía. Y así era él en persona. Exuberante —era heterosexual pero muy amanerado—, amable y educado en grado sumo. Era evidente que tenía un gran ego, pero nunca parecía tomarse a sí mismo en serio. De algún modo lograba ser totalmente encantador y desvergonzadamente fanfarrón a la vez. Decía las cosas más escandalosas con cara seria. «Querida, he vendido un millón de discos esta mañana.» Yo pensaba: «Marc, nadie en la historia de la música ha vendido un millón de discos en una mañana, y menos tú». Pero había algo tan cautivador y entrañable en él que nunca lo decías en voz alta. Más bien te sorprendías dándole la razón: «¿Un millón, Marc? ¡Felicidades! ¡Eso es fabuloso!».

A Rod lo conocía desde hacía años a raíz de mi relación con Long John Baldry, pero solo llegué a tratarlo después de que versionara «Country Comfort», una de las nuevas canciones que toqué para el periodista de Friends. Él cambió la letra, algo de lo que me quejé por extenso en la prensa: «¡Parece que se la invente sobre la marcha! ¡No se habría apartado más del original si hubiera cantado “Camptown Races”!». Eso marcó bastante la tónica de nuestra amistad. Teníamos mucho en común. A los dos nos encantaba el fútbol y coleccionar arte. Los dos habíamos crecido después de la guerra, en familias de pocos medios, por lo que no nos cortábamos un pelo a la hora de disfrutar de los frutos de nuestro éxito, como quien dice. Pero lo que de verdad teníamos en común era el sentido del humor. Para un hombre con una obsesión bien documentada por las rubias de piernas bonitas, Rod tenía un humor sorprendentemente amanerado. Cuando empezamos a ponernos apodos drag en los años setenta, él se apuntó encantado. Yo era Sharon, John era Beryl, Tony era Joy y Rod, Phyllis. Hemos pasado casi cincuenta años tomándonos el pelo e intentando competir. Si la prensa hacía conjeturas sobre mi alopecia y si había empezado a llevar postizo o no, yo suponía que Rod me enviaría como regalo uno de esos secadores en forma de casco que utilizaban las ancianas en la peluquería. Deseoso de devolverle la atención, yo le mandaba un andador cubierto de bombillas de colorines. Todavía hoy, si me entero de que un álbum de Rod se está vendiendo mejor que el mío, sé que antes o después recibiré un correo electrónico: «Hola, Sharon, solo quería decirte que siento que tu disco no esté ni siquiera entre los top cien. Una lástima, querida, cuando el mío está funcionando tan bien. Con afecto, Phyllis».

Esto llegó a una especie de punto crítico a comienzos de los ochenta, cuando Rod actuaba en Earls Court. Lo habían anunciado con un zepelín con su cara que flotaba sobre el edificio. Yo estaba en Londres esa semana y lo veía desde la ventana de mi habitación de hotel. Era una ocasión demasiado buena para desaprovecharla. De modo que hice la llamada pertinente y alguien se encargó de derribarlo de un tiro; al parecer cayó sobre un autobús de dos pisos y la última vez que lo vieron se dirigía a Putney. Al cabo de una hora más o menos sonó el teléfono. Era Rod, balbuceando sobre la desaparición.

«¿Dónde ha ido a parar el puto globo? Has sido tú, ¿verdad? ¡Arpía! ¡Zorra!»

Un año después, yo estaba actuando en el Olympia y los promotores habían colgado al otro lado de la calle un enorme cartel, que de un modo misterioso, alguien cortó poco después de que lo colocaran. La llamada que me informó del sabotaje fue de Rod, que parecía curiosamente bien informado de lo ocurrido.

«Lástima lo del cartel, querida. Tengo entendido que no ha estado colgado ni cinco minutos. Seguro que no has llegado ni a verlo.»

 

 

Poco después de que nos instaláramos en Water Gardens volví a Estados Unidos para hacer otra gira. Es un país enorme y en gran parte de él les importe un bledo si en Los Angeles Times te han llamado el futuro del rock and roll. Tienes que ir allí y demostrar lo que sabes hacer. Además, teníamos un nuevo disco que promocionar: Tumbleweed Connection ya estaba listo. Lo grabamos en marzo de 1970 y salió en el Reino Unido en octubre. Así era como funcionaba todo antes. No se tardaban tres años en hacer un álbum. Se grababa rápidamente y se sacaba enseguida, para mantener el impulso y la novedad. A mí me iba esa forma de funcionar. No soporto perder tiempo en el estudio. Supongo que me viene de la época en que trabajaba como músico de sesión o grababa maquetas en mitad de la noche en DJM: todo era a contrarreloj.

Así pues, atravesamos Estados Unidos, por lo general actuando como teloneros, para Leon Russell, The Byrds, Poco, The Kinks y la nueva banda de Eric Clapton, Derek and The Dominos. Esa era la idea que defendía mi representante, Howard Rose, y una táctica realmente hábil: no ser cabeza de cartel sino pasar a segundo plano, que la gente quiera volver para verte a ti solo. Todos los artistas a los que acompañábamos eran muy amables y generosos con nosotros, pero era duro. Todas las noches salíamos al escenario con la intención de arrasar. Éramos bien recibidos y nos íbamos creyendo que habíamos desbancado a los artistas principales, y todas las noches ellos salían a continuación y tocaban mejor que nosotros. La gente decía que Derek and The Dominos eran un desastre, siempre hasta arriba de heroína y alcohol, pero nadie lo habría dicho jamás si los hubiera visto actuar en directo aquel otoño. Eran magníficos. Yo me quedaba a un lado del escenario, tomando mentalmente nota de toda la actuación. Eric Clapton era la estrella, pero a quien yo no quitaba los ojos de encima era a su teclista, Bobby Whitlock. Era de Memphis, había aprendido el oficio en los estudios Stax y tocaba con ese sentimiento profundo del góspel sureño. Ir de gira con ellos o con Leon era como volver a estar en la carretera con Patti LaBelle o Major Lance en la época de Bluesology: observaba y aprendía de personas con más experiencia que yo.

Aún quedaba mucho camino que recorrer, pero en esa gira ya se vio que estaba corriendo la voz. En Los Ángeles cenamos con Danny Hutton de Three Dog Night y mencionó como de pasada que Brian Wilson quería conocernos. «¿En serio?» Yo había idolatrado a The Beach Boys en los años sesenta, pero su carrera había decaído, y Brian Wilson se había convertido en una figura mítica y misteriosa; según algún cotilleo escabroso, se había vuelto ermitaño o loco, o ambas cosas. «Oh, no —aseguró Danny—, es un gran fan tuyo, le encantaría que fueras a verlo.»

De modo que fuimos en coche a su casa de Bel Air, una mansión estilo español con interfono en la entrada. Danny pulsó el botón y anunció que había llegado Elton John, y hubo un silencio sepulcral al otro lado. Luego llegó una voz inconfundible, la del genio de The Beach Boys cantando el estribillo de «Your Song»: «I hope you don’t mind, I hope you don’t mind». Al acercarnos a la puerta principal, esta se abrió y apareció Brian Wilson en persona. Tenía buen aspecto; tal vez estuviera un poco más rechoncho que en la cubierta de Pet Sounds, pero no había en él nada del huraño excéntrico de los rumores. Nos saludamos. Él se quedó mirándonos y asintió. Luego cantó de nuevo el estribillo de «Your Song». Nos dijo que subiéramos a conocer a sus hijas. Resultó que ya estaban durmiendo. Él las despertó, gritándoles: «¡Este es Elton John!». Sus hijas parecían comprensiblemente perplejas. Entonces les cantó el estribillo de «Your Song»: «I hope you don’t mind, I hope you don’t mind», y volvió a cantárnoslo a nosotros. Pero a esas alturas la novedad de oír ese estribillo cantado por uno de los grandes genios de la historia del pop empezaba a agotarse. Tuve la descorazonadora sensación de que nos esperaba una velada larga y dura. Me volví hacia Bernie y nos cruzamos una mirada en la que se combinaba miedo, confusión y un intento desesperado de contener la risa ante la situación disparatada en la que nos encontrábamos; una mirada que decía: «¿Qué coño está pasando?».

Era una mirada que se volvió cada vez más frecuente entre nosotros en los últimos meses de 1970. Me invitaron a una fiesta en la casa de «Mama» Cass Elliot en Woodrow Wilson Drive de Los Ángeles, famosa por ser el principal centro de reunión de los músicos de Laurel Canyon, el lugar donde Crosby, Stills & Nash se habían formado, y donde David Crosby había alardeado ante sus amigos de su último descubrimiento, una cantautora llamada Joni Mitchell. Cuando llegamos, estaban todos allí. Era una locura, como si las portadas de los discos que teníamos en la habitación de Frome Court hubieran cobrado vida: «¿Qué coño está pasando?».

Nos cruzamos con Bob Dylan en las escaleras del Fillmore East, y él se detuvo, se presentó y le dijo a Bernie que le encantaba la letra de una canción de Tumbleweed Connection que se titulaba «My Father’s Gun»: «¿Qué coño está pasando?».

Estábamos sentados en el camerino después de un concierto en Filadelfia cuando la puerta se abrió y entraron cinco hombres sin anunciarse. Era imposible no reconocer a los miembros de The Band: parecían recién salidos de la portada del álbum que habíamos escuchado hasta la saciedad en Inglaterra. Robbie Robertson y Richard Manuel empezaron a decirnos que habían venido en un avión privado desde Massachusetts solo para vernos mientras yo intentaba comportarme como si fuera lo más normal del mundo oír algo así, y de vez en cuando miraba a Bernie, que, como yo, estaba haciendo un intento desesperado de actuar con naturalidad. Hacía un año soñábamos con tratar de componer canciones como las de ellos y ahora los teníamos delante, pidiéndonos que les tocáramos nuestro nuevo álbum: «¿Qué coño está pasando?».

Los miembros de The Band no eran los únicos que querían conocernos. También estaban interesados sus agentes musicales, Albert Grossman y Bennett Glotzer. Eran figuras legendarias en la industria musical estadounidense, sobre todo Grossman, un tipo con fama de duro que había representado a Bob Dylan desde principios de los años sesenta. Ante la adicción a la heroína de otra cliente suya, Janis Joplin, había reaccionado sin intervenir, limitándose a sacarse un seguro de vida a su nombre. Debía de haberse enterado de que en esos momentos yo estaba sin agente. Ray Williams era un hombre encantador y sumamente leal con quien me sentía en deuda —incluso había llamado a su hija Amoreena, como otra de las canciones de Tumbleweed Connection—, pero después del primer viaje a Estados Unidos, yo había hablado con el resto de la banda y todos coincidimos en que no era la persona adecuada para llevarnos. Pero tampoco lo eran Grossman y Glotzer, como comprendí en cuanto los conocí. Parecían dos personajes sacados de una película, una película que habría recibido duras críticas por el retrato completamente caricaturizado de dos representantes artísticos estadounidenses agresivos y locuaces del mundo del espectáculo. Sin embargo, ellos eran personas de carne y hueso, y sus esfuerzos aunados para camelarme lograron asustarme de verdad. Mientras el puesto estuviera vacante, no me dejarían en paz.

«Voy a seguirte a todas partes hasta que me contrates», me dijo Glotzer.

Hablaba en serio. No parecía haber forma de deshacerse de él como no fuera poniendo una orden judicial de alejamiento. Una vez más no pude resistir la tentación de encerrarme en el aseo.

Debió de ser mientras me escondía de Bennett Glotzer cuando empecé a pensar en que John me representara. Cuanto más lo consideraba, más sentido le veía. Era joven y ambicioso, y rezumaba adrenalina. Había crecido en la pequeña ciudad obrera de Paisley entre los años cincuenta y sesenta, y eso lo había hecho lo bastante fuerte para enfrentarse con todo lo que la industria de la música le deparara. Ya éramos pareja, lo que significaba que defendería mis intereses. Era una persona trabajadora por naturaleza, tenía mucha labia y era muy bueno en su trabajo. No solo era un entendido en música, también tenía intuición. Poco antes ese año había convencido personalmente a Motown para que lanzara como single un tema de un álbum de hacía tres años de Smokey Robinson and The Miracles, y fue testigo de cómo «Tears Of A Clown» se convertía en número uno a ambos lados del Atlántico. Se vendió tanto que Smokey Robinson tuvo que aplazar sus planes de retirarse de la música.

Todos aprobaron la idea, incluido John. Él dejó EMI y Motown a finales de año, y ocupó un escritorio en la oficina de Dick James —inicialmente, al menos, sería un empleado de DJM, y cobraría un sueldo por hacer de enlace entre la compañía y yo—, y eso fue todo. Para celebrarlo, cambiamos mi Ford Escort por un Aston Martin. Era el primer lujo que me permitía, el primer indicio de que estaba ganando mucho dinero con la música. Lo conseguimos a través de Maurice Gibb de The Bee Gees y era el coche de un artista pop de verdad: un DB6 morado, llamativo y precioso. Y nada práctico, como descubrimos cuando John tuvo que ir a recoger a Martha and The Vandellas a Heathrow. Era uno de los últimos encargos que hacía para Motown y fuimos orgullosos en el Aston Martin.

Martha and The Vandellas parecieron impresionadas hasta que tuvieron que sentarse en el asiento trasero. Los diseñadores habían dedicado bastante más tiempo a sus líneas elegantes y contornos evocadores que a preocuparse de si en el asiento trasero podría acomodarse un legendario trío de soul. De algún modo lo lograron. Tal vez en la famosa Charm School o escuela de encanto de Motown daban clases de contorsionismo. Mientras conducía de vuelta a la ciudad por la A40, miré por el retrovisor. Era como un metro de Tokio en hora punta. Un momento, Martha and The Vandellas estaban apretujadas en el asiento trasero de mi coche, que era un Aston Martin. Eso habría parecido muy extraño doce meses atrás, cuando conducía un Ford Escort en el que no había indicios de superestrellas de Motown. Pero al cabo de un año lo extraño se estaba convirtiendo en un concepto relativo.

No tuve mucho tiempo para cavilar sobre los cambios que se habían producido en mi vida. Trabajaba demasiado. El año 1971 transcurrió de gira en gira entre Estados Unidos y Gran Bretaña, a las que siguieron las giras de Japón, Nueva Zelanda y Australia. Ahora éramos cabeza de cartel, pero todavía seguíamos los consejos de Howard Rose y tocábamos en locales con menos aforo del que éramos capaces de llenar, o dábamos un solo bolo en una ciudad cuando podríamos haber llenado el local dos noches seguidas. Hicimos lo mismo en Gran Bretaña; seguíamos tocando en las universidades y clubes de rock aunque podríamos haber llenado teatros. Es una estrategia hábil, no ser avaricioso y consolidar poco a poco una carrera, y eso era típico de Howard, que era brillante y siempre daba buenos consejos; por algo sigue siendo mi agente. Tuve mucha suerte con las personas con que trabajé cuando empecé a abrirme camino en Estados Unidos. Allí los jóvenes británicos caen fácilmente en manos de explotadores, pero yo me rodeé de gente que se desvivía para que me sintiera parte de una familia: no solo Howard, también mi editor, David Rosner, y su mujer, Margo.

Cuando no actuaba estaba en el estudio. Grabé cuatro álbumes en Estados Unidos en 1971: Tumbleweed Connection, que no salió hasta enero allí; la banda sonora de una película llamada Friends en marzo, que no tuvo mucho éxito pero funcionó mejor que la propia película, que fracasó estrepitosamente; un álbum de una actuación en directo que habíamos grabado en mayo del año anterior, 11-17-70, y Madman Across the Water en noviembre. Este último lo grabamos en cuatro días; se suponía que iban a ser cinco, pero perdimos uno entero por culpa de Paul Buckmaster. Se había quedado levantado la noche anterior para retocar los arreglos —sospecho que con ayuda de sustancias químicas— y luego se le cayó un tintero sobre la única partitura. Me puse furioso. Fue un error caro y tardamos décadas en volver a trabajar juntos. Aunque también me quedé silenciosamente impresionado cuando volvió a escribir toda la partitura en veinticuatro horas. Incluso cuando la cagaba, lo hacía de un modo que te recordaba que era un genio.

Y me encanta Madman Across the Water. En aquel entonces tuvo mucho más éxito en Estados Unidos que en Gran Bretaña: allí estuvo en el top diez, mientras que aquí solo alcanzó el puesto 41. No era particularmente comercial, no salieron singles superventas de él, y las canciones eran mucho más largas y complejas que las que había compuesto antes. Algunas de las letras de Bernie eran como un diario del año anterior. «All The Nasties» trataba de mí, y en ella me preguntaba en voz alta qué pasaría si confesaba abiertamente mi homosexualidad. «If it came to pass that they should ask —what would I tell them? Would they criticize behind my back? Maybe I should let them» («Si por casualidad me lo preguntaran, ¿qué debería decirles? ¿Me criticarían a mis espaldas? Tal vez debería dejar que lo hicieran»). Ni una sola persona pareció fijarse en la letra.

Durante las sesiones en las que grabamos Madman pasó algo más. Gus Dudgeon contrató a un guitarrista llamado Davey Johnstone para que tocara la guitarra acústica y la mandolina en un par de temas. Me gustó mucho; era un escocés desgarbado y franco, con un gran gusto musical. Hice un aparte con Gus y le pregunté qué le parecía si lo uníamos a la banda. Yo había estado considerando ampliar el trío e incorporar durante un tiempo un guitarrista. A Gus no le gustó la idea. Davey era un guitarrista extraordinario, pero solo con la guitarra acústica: por lo que él sabía, ni siquiera había tocado una guitarra eléctrica. Había militado en una banda llamada Magna Carta que se inclinaba por el folk bucólico y en el repertorio de Elton John no había mucho de eso.

Era un argumento muy convincente. Pero lo pasé por alto y ofrecí a Davey el puesto de todos modos. Si había aprendido algo en los últimos años era la importancia de seguir el instinto. Uno puede trabajar duro y planificarlo todo con sumo cuidado, pero hay momentos en los que se trata de una intuición, de fiarse del instinto, del destino. ¿Y si nunca hubiera respondido el anuncio de Liberty? ¿Y si hubiera pasado la audición y nunca hubieran llegado a mis manos las letras de Bernie? ¿Y si Steve Brown no hubiera aparecido por DJM? ¿Y si Dick no hubiera estado seguro de que debía ir a Estados Unidos cuando parecía una idea tan mala?

De modo que cuando fuimos a Francia para grabar el siguiente álbum en el Château d’Hérouville, Davey se vino con nosotros. Yo había hecho muchos cambios; era la primera vez que intentaba grabar un álbum con la banda con que hacía las giras en lugar de con músicos de estudio expertos; la primera vez que Davey cogía una guitarra eléctrica; la primera vez que yo tenía dinero para grabar en el extranjero, en un estudio-hotel nada menos, pero me sentía seguro. Poco antes de salir hacia Francia había adoptado legalmente el nombre de Elton John. Elton Hercules John. Siempre había pensado que los segundos nombres eran un poco ridículos, de modo que hice lo más ridículo que se me ocurrió y tomé el mío del caballo del trapero de la serie Steptoe and Son. En pocas palabras, me había hartado del revuelo que se armaba en las tiendas cada vez que el cajero me reconocía, pero no me asociaba con el nombre que aparecía en mi talonario. En realidad, parecía un gesto más simbólico que práctico, como si por fin y de una vez por todas dejara atrás a Reg Dwight y me convirtiera de pleno en la persona que se suponía que era. No sería tan simple, pero en ese momento fue una sensación agradable.

Me encantó la idea de trabajar en el Château, aunque se le asociara cierta reputación. Se suponía que estaba embrujado, y parecía ser que los lugareños habían empezado a desconfiar de la clientela del estudio a raíz de que los miembros de The Grateful Dead se alojaran en él, se ofrecieran a dar un concierto gratis y luego se encargaran de abrir la mente de la población francesa rural echando LSD en las bebidas de los espectadores. Pero era un edificio bonito, una mansión del siglo XVIII —acabamos dándole su nombre al álbum: Honky Château—, y me emocionaba la idea de tener que componer canciones en el lugar mismo.

No soy de esos músicos que se pasean con melodías en la cabeza todo el tiempo. No corro al piano en plena noche cuando me llega la inspiración. Ni siquiera pienso en componer cuando no estoy haciéndolo. Bernie escribe las letras y me las pasa, yo las leo, toco un acorde y algo toma el control y sale de mí a través de mis dedos. La musa, Dios, la suerte: se le puede poner el nombre que se quiera, pero no tengo ni idea de qué es. Simplemente sé al instante hacia dónde irá la melodía. A veces tardo en escribir la canción lo mismo que cuando la escucho. Así es como salió «Sad Songs (Say So Much)»: me senté, leí la letra y la toqué, casi como si escuchara el disco. A veces tardo un poco más. Si al cabo de unos cuarenta minutos no me gusta lo que he hecho, me rindo y paso a otra cosa. Hay letras de Bernie a las que nunca he conseguido poner música. Escribió una letra preciosa titulada «The Day That Bobby Went Electric», sobre la experiencia de oír por primera vez cantar a Dylan «Subterranean Homesick Blues», pero no he logrado dar con una melodía que me convenciera; lo he intentado cuatro o cinco veces. Sin embargo, nunca he sufrido el bloqueo del escritor, nunca me he sentado con una letra de Bernie y no me ha salido nada. No sé por qué. No puedo explicarlo, y tampoco quiero. De hecho, me encanta no poder explicarlo. Lo bonito es la espontaneidad de todo ello.

De modo que Bernie se llevó su máquina de escribir al Château e instalamos varios instrumentos en el comedor, así como en el estudio. Bernie sacaba letras y me las dejaba encima del piano. Yo me despertaba temprano e iba al comedor, veía lo que había hecho Bernie y le ponía música mientras desayunaba. La primera mañana que pasamos allí yo ya había compuesto tres canciones cuando los demás bajaron a desayunar: «Mona Lisas and Mad Hatters», «Amy» y «Rocket Man».

En cuanto Davey se convenció de que no era una broma rebuscada a costa del novato y que yo había compuesto realmente tres canciones mientras él seguía en la cama, cogió la guitarra y me pidió que volviera a tocar «Rocket Man». No añadió ningún solo ni hizo nada que un guitarrista corriente no pudiera hacer. Tocó con un slide unas extrañas notas solitarias que flotaron alrededor de la melodía hasta desvanecerse. Fue asombroso. Como he dicho, a veces lo más importante es el instinto, a veces hay que confiar en el destino.

Los demás miembros de la banda estábamos tan acostumbrados a tocar juntos que había algo casi telepático entre nosotros: sabíamos de forma intuitiva qué hacer con una canción sin que nadie nos lo dijera. Era una sensación increíble, todos sentados en el comedor del Château, oyendo cómo una canción tomaba forma alrededor de nosotros, probando ideas y sabiendo al instante que eran las acertadas. Ha habido períodos en mi vida en los que la música era una evasión, lo único que funcionaba cuando todo lo demás parecía roto, pero en aquel momento no había nada de lo que evadirme. Tenía veinticuatro años, era famoso, estaba establecido y enamorado. Más aún, íbamos a tomarnos el día siguiente libre y pensaba irme a París, donde tenía el firme propósito de saquear la tienda de Yves Saint-Laurent.

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