Yo

Yo


Capítulo 5

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En 1972, John y yo nos mudamos de Londres a Virginia Water, en Surrey, cambiando así el piso de un solo dormitorio por algo un poco más espléndido: compramos un bungaló de tres habitaciones, con piscina propia y una sala de juegos construida en lo que había sido el desván. Le puse por nombre Hercules, a juego con mi segundo nombre. Bernie y Maxine, que se habían casado en 1971, tenían otra casa cerca; mi madre y Derf, que finalmente también se casaron, se mudaron a la misma calle y nos vigilaban el bungaló cuando estábamos de viaje. Esa zona de Inglaterra es conocida como The Stockbroker Belt, el área residencial de los corredores de Bolsa, lo que hace que suene a algo aburrido y como de extrarradio, pero no era eso en absoluto. Por ejemplo, Keith Moon vivía a diez minutos de casa, lo que hacía que el día a día fuera en cierto modo impredecible. Keith era maravilloso, pero su dieta a base de fármacos parecía que había anulado en él toda noción del tiempo. Se presentaba sin avisar a las dos y media de la madrugada, completamente ido —casi siempre con Ringo Starr, otro vecino del barrio, que iba a remolque—, y parecía de verdad sorprendido por haberte sacado de la cama. O se materializaba sin previo aviso en la puerta del garaje a las siete de la mañana el día de Navidad, en un Rolls-Royce descapotable con el Greatest Hits de The Shadows sonando a un volumen ensordecedor. «¡Amigo mío! ¡Mira mi nuevo coche! ¡Vente a dar una vuelta! ¡No hace falta que te quites la bata!»

Aun así, la persona más interesante que conocí en Virginia Water no tenía nada que ver con el negocio musical. Coincidí por primera vez con Bryan Forbes al entrar en la librería que tenía en el pueblo, en busca de algo para leer. Se acercó y se me presentó, y me dijo que creía haberme reconocido. No es que aquello fuera improbable, pues por entonces mi presencia extravagante en el escenario se había infiltrado en mi vestuario habitual, de modo que mi idea de vestirme para salir de compras una tarde en una zona residencial de Surrey pasaba por llevar un abrigo de pieles de color naranja brillante y un par de botas de plataforma de veinte centímetros. Pero resultó que no me había reconocido en absoluto: a medida que avanzaba la conversación, se hizo bastante evidente que pensaba que yo era uno de los Bee Gees.

Una vez que dejamos claro que yo no era ninguno de los hermanos Gibb, nos empezamos a llevar muy bien. Bryan era un tipo fascinante. Había sido actor y ahora era novelista, guionista, director y terminaría siendo jefe de un estudio de cine. Estaba casado con la actriz Nanette Newman, y entre los dos parecía que habían conocido a todo el mundo: mitos de Hollywood, guionistas, estrellas de la televisión. Si estabas en Estados Unidos y expresabas un deseo largamente anhelado por conocer a David Niven o a Groucho Marx, Bryan podía mover los hilos, y así es como conseguí un póster de una película de los Hermanos Marx firmado «Para John Elton, de parte de Groucho Marx»; no le cabía en la cabeza que mi nombre estuviera, tal como me dijo, «al revés». Es divertido, y me acordé de Groucho años más tarde en Buckingham Palace cuando me nombraron caballero, porque así es como el lord chambelán me anunció ante la Reina: «Sir John Elton».

Un domingo de verano, al mediodía, John y yo estábamos sentados en el exterior del bungaló, tomando un refrigerio, cuando vimos a una señora de unos sesenta y pico años que se parecía a Katharine Hepburn que subía por nuestra calle en bicicleta. Resultó que era Katharine Hepburn:

—Me alojo en casa de Bryan Forbes, me ha dicho que no habría problema en usar vuestra piscina.

John y yo asentimos estupefactos. Cinco minutos más tarde reapareció en traje de baño, quejándose de que había una rana muerta en la piscina. Cuando empecé a vacilar, sin saber qué hacer (soy un poco aprensivo para ese tipo de cosas), ella simplemente se lanzó al agua y la cogió con la mano. Le pregunté cómo podía soportar el simple tacto del bicho.

—Hay que tener carácter, jovencito —dijo, asintiendo con severidad.

Si te invitaban a comer a casa de los Forbes, era posible que te tocara sentarte entre Peter Sellers y la dama Edith Evans, y te atiborrabas de sus anécdotas, o descubrías que entre los invitados también estaba la Reina Madre. Bryan conocía a la familia real: era presidente del National Youth Theater, del que la princesa Margarita era patrona. Resultó que a la princesa Margarita le gustaba mucho la música y estar en compañía de músicos. Una vez, terminó invitándome a mí y al resto de la banda a Kensington Palace para cenar después de un concierto en el Royal Festival Hall, lo que acabó siendo algo increíblemente incómodo. No por la princesa Margarita —que era verdaderamente encantadora y amable con todo el mundo—, sino por su marido, lord Snowdon. Todo el mundo sabía que el matrimonio estaba atravesando un mal momento (siempre había rumores en la prensa sobre las infidelidades de uno u otro), pero aun así, nada podía habernos preparado para su llegada. Irrumpió en medio de la comida y le gruñó, literalmente, así: «¿Dónde está mi puta cena?». Tuvieron una bronca de las gordas, y ella salió de la habitación llorando. La banda y yo estábamos allí sentados, atónitos, sin saber muy bien qué hacer. Ya sabéis, ¿cuán rara puede ser la vida si estás en la banda de Elton John? Hay otros músicos que, después de un concierto, se relajan fumando un porro, seduciendo a las groupies o destrozando habitaciones de hotel, pero nosotros terminábamos viendo cómo la princesa Margarita y lord Snowdon se daban gritos.

Pero no se trataba de a quién conocía Bryan, sino de lo que sabía, y el hecho de que era un divulgador nato: paciente y generoso con su tiempo, sofisticado en sus gustos y en absoluto pedante, anhelaba que los demás pudieran amar todo aquello que a él le gustaba. Me enseñó mucho sobre arte, e influido por él empecé a coleccionar. Al principio fueron pósteres de art nouveau y art déco, que a principios de los setenta estaban muy de moda —Rod Stewart también los coleccionaba—, y luego pintores surrealistas como Paul Wunderlicht. Comencé a comprar lámparas de Tiffany y muebles de Bugatti. Bryan me inició en el teatro y me recomendaba libros. Nos hicimos íntimos, y empezamos a ir juntos de vacaciones: John y yo, Bryan, Nanette y sus hijas, Emma y Sarah. Alquilábamos una casa en California durante un mes y los amigos venían a visitarnos.

Nanette resultó ser una gran cómplice cuando se trataba de ir de compras, algo que me apasionaba desde que empecé a ganar algo de dinero. En realidad, no es exactamente cierto. Siempre me ha gustado ir de tiendas, desde que era un niño. Cuando recuerdo mis primeros años en Pinner, en lo que pienso es en las tiendas: las bobinas de algodón de diferentes colores en la mercería en la que mi abuela compraba el material para tricotar, el olor de los cacahuetes tan pronto como entrabas en Woolworths, el serrín en el suelo del Sainsbury, donde trabajaba mi tía Win, en el mostrador de la mantequilla. No sé por qué, pero había algo en esos sitios que me resultaba fascinante. Siempre me ha gustado coleccionar cosas, y siempre me ha gustado comprar regalos para la gente, mucho más que recibirlos. Cuando era niño, lo que más me gustaba de la Navidad era pensar en lo que le iba a comprar a mi familia: loción para después del afeitado para mi padre, un gorro para la lluvia para mi abuela, quizá un pequeño florero para mi madre, comprado en el puesto de flores de al lado de la estación de Baker Street, por la que solía pasar cuando iba a la Royal Academy of Music.

Por supuesto, el éxito me permitió proseguir con mi pasión a una escala ligeramente diferente. A veces volvíamos de Los Ángeles con tantas cosas que el suplemento que pagaba por exceso de equipaje podía subir tanto como el billete del avión. Si me enteraba de que mi tía Win tenía el ánimo por los suelos, llamaba a un concesionario y pedía que le enviaran un coche nuevo, para que se animara. Con el paso de los años he tratado con psicólogos que me dicen que mi comportamiento es obsesivo, propio de un adicto, o que estoy intentando comprar el afecto de la gente a base de regalos. Con el mayor de los respetos hacia todos los profesionales de la psiquiatría que me han dicho esta clase de cosas, creo que son una sarta de gilipolleces. No me interesa comprar el afecto de nadie, simplemente me proporciona placer que una persona se sienta querida, o hacerle saber que pienso en ella. Me gusta ver la cara de la gente cuando le haces un regalo.

No necesito que un psicólogo me diga que las posesiones materiales no son un sustituto del amor o de la felicidad personal. He pasado tantas noches solo en una casa repleta de cosas bellas, sintiéndome absolutamente desgraciado, que debería haberme dado cuenta de eso hace ya mucho tiempo. Y, de verdad, no le recomiendo a nadie ir de tiendas al día siguiente de pasar tres días de juerga a base de cocaína, completamente deprimido, a menos que quiera despertarse después rodeado de bolsas y más bolsas llenas de auténtica basura que ni siquiera recuerda haber comprado. O, en mi caso, despertarse a la mañana siguiente después de que suene el teléfono y alguien le informe de que se ha comprado un tranvía. Y no un tranvía en miniatura. Un tranvía de verdad. Un tranvía modelo W2 de la línea principal de Melbourne que, según informa la voz al otro lado del teléfono, va de camino a Gran Bretaña desde Australia, y que solo podrán entregarle en casa con la ayuda de dos helicópteros Chinook.

Así que debo de ser la primera persona que admite haber tomado ese tipo de decisiones tan impulsivas con una tarjeta de crédito en la mano. Seguramente, me las habría apañado bien en la vida sin tener un tranvía en el jardín, o incluso una reproducción en fibra de vidrio a tamaño natural de un tiranosaurio que me ofrecí a quitarle de las manos a Ringo Starr al final de una noche especialmente larga. Ringo estaba intentando vender su casa por entonces, y la presencia de un tiranosaurio de fibra de vidrio a tamaño natural en el jardín empezaba a hacer que las cosas no fueran del todo rodadas con los compradores potenciales. Pero, por lo que recuerdo, coleccionar objetos siempre me ha resultado algo extrañamente reconfortante, y siempre me lo he pasado bien aprendiendo cosas acerca de lo que coleccionaba, ya fueran discos, fotografías, ropa o arte. Y eso nunca ha cambiado, no importa lo que estuviera ocurriendo en mi vida. Me ha resultado reconfortante y lo he disfrutado cuando me he sentido solo y a la deriva, y me ha reconfortado y lo he disfrutado cuando me he sentido querido, satisfecho y con todo en orden. Hay mucha gente que siente lo mismo: el mundo está lleno de apasionados de los trenes en miniatura, de coleccionistas de sellos y aficionados a los discos de vinilo. Yo tengo mucha suerte de disponer del dinero para proseguir con mis pasiones mucho más allá que la mayoría de la gente. Me he ganado el dinero trabajando mucho, y si hay quien piensa que la manera como me lo gasto es excesiva o ridícula, me temo que ese es su problema. No me siento culpable en absoluto. Si esto es una adicción, vale, entonces he sido adicto a otras cosas mucho más dañinas a lo largo de los años que comprar vajillas y fotografías. Esto me hace feliz. Por ejemplo, tengo mil velas en un armario en mi casa de Atlanta, y supongo que eso es demasiado. Pero os diré una cosa: nunca veréis un armario que huela mejor.

Mi adicción a las compras no fue lo único que se incrementó a lo bestia. Todo parecía hacerse más grande, más llamativo, más excesivo. Bernie y yo no habíamos escrito «Rocket Man» con la intención de crear un gran éxito —nos veíamos más como artistas de álbumes—, pero eso fue lo que sucedió: fue número dos en Gran Bretaña, llegando mucho más arriba que cualquiera de nuestros singles anteriores, y alcanzó el triple platino en Estados Unidos. Nos habíamos tropezado con una forma diferente de comercialidad, y su éxito hizo que cambiara nuestro público. Empezaron a aparecer chicas gritonas en las primeras filas de los conciertos y al otro lado de la puerta del escenario, que se aferraban entre lágrimas al coche cuando intentábamos huir de ahí. Me pareció algo peculiar, como si hubieran ido a ver a The Osmonds o a David Cassidy y se hubieran equivocado de camino y hubieran aparecido en nuestro concierto.

Trabajé muy duro, quizá con demasiada intensidad, pero sentía como si me arrastrara una inercia imparable que me impulsaba hacia delante, y daba igual lo cansado que estuviera, con ella superaba cualquier tipo de adversidad. Contraje una mononucleosis infecciosa justo antes de entrar en el estudio para grabar Don’t Shoot Me, I’m Only the Piano Player en el verano de 1972. Debería haber cancelado las sesiones para recuperarme, pero lo que hice fue irme al Château d’Hérouville y salí del paso a base de adrenalina. Escuchando el disco, nadie diría que lo hice estando enfermo: el tipo que canta «Daniel» y «Crocodile Rock» no suena como si estuviera indispuesto. Unas pocas semanas después de terminarlo, volvía a salir de gira. Seguí llevando el directo al límite, intentando que fuera aún más estrambótico y escandaloso. Empecé a contratar a diseñadores de vestuario profesionales —primero a Annie Reavey, luego a Bill Whitten y Bob Mackie—, los incitaba a hacer lo que les diera la gana, no importaba qué clase de locura fuera: más plumas, más lentejuelas, colores más brillantes, plataformas más altas. «¿Has diseñado un vestido recubierto de bolas multicolores pegadas a unas tiras elásticas que destellan en la oscuridad? ¿Cuántas bolas? ¿Por qué no añades unas cuantas más? ¿Que no podré tocar el piano con eso puesto? Ya me preocuparé yo de eso.»

Entonces fue cuando tuve la idea de contar con «Legs» Larry Smith, que había estado en The Bonzo Dog Doo-Dah Band de gira con nosotros. Legs era batería, pero su otro gran talento era bailar claqué. Cuando estábamos haciendo Honky Château, le pedimos que acudiera al estudio para que zapateara por encima de una canción titulada «I Think I’m Going To Kill Myself», y ahora lo tenía ahí, bailando claqué también en el escenario. Sus pasos se volvieron más y más complejos a medida que avanzaba la gira. Legs aparecía en el escenario con un casco protector y una larga cola de un vestido de novia. Luego empezó a salir al escenario acompañado de dos enanos vestidos de marines del ejército de Estados Unidos, mientras llovía confeti desde el techo. Después se le ocurrió un número en el que él y yo hacíamos mímica encima de una escena de Cantando bajo la lluvia, con los diálogos y todo. Larry se apoyaba en mi piano y me susurraba: «Ay, Elton, ojalá supiera tocar como tú. Te juro que me llevaría a todos los chicos». Como solía pasar, nadie se inmutó siquiera.

Incluso seguí invitando a Larry cuando me pidieron que actuara en el Royal Variety Performance, lo que generó una gran polémica. Bernard Delfont, que era el organizador del espectáculo, por muy desconcertante que pareciera no quería que hubiera un hombre vestido con una cola de vestido de novia y un casco bailando claqué delante de la Reina Madre. Le dije que se fuera a la mierda, que no tocaría a menos que Larry saliera conmigo, y al final tuvo que ceder. Pienso que fue lo mejor de toda la velada, sin contar con el hecho de que tuve que compartir mi camerino con Liberace. Parecía que se había olvidado totalmente de que un par de años atrás no me había presentado a su actuación en el London Palladium, o ya me había perdonado por ello, y estaba absolutamente divino, era la personificación de la farándula. Empezó a llegar con baúles y más baúles con ropa. Yo creía que mi aspecto era escandaloso —llevaba un vestido de lúrex a rayas con zapatos de plataforma a juego y un sombrero de copa—, pero comparado con lo que él tenía en su vestuario, lo mío parecía como sacado del rincón más cutre de Marks and Spencer. Él llevaba un traje recubierto de pequeñas bombillas que se iluminaban cuando se sentaba al piano. Me firmó un autógrafo —su firma trazaba la silueta de un piano— y luego se pasó toda la tarde ensartando una historia fantástica detrás de otra con un acento camp imposible. Un mes antes, me dijo, la plataforma hidráulica que lo elevaba hasta el escenario se había averiado cuando hacía su entrada espectacular; tirando de oficio, tocó durante cuarenta minutos mientras lo único que podía ver el público era su cabeza.

Yo estaba cada vez más obsesionado con realizar también una gran entrada, porque era el único momento en todo el concierto en el que tenía movilidad, si es que no estaba ya pegado al piano. Logramos un pequeño hito cuando tocamos en el Hollywood Bowl en 1973. El escenario estaba ocupado por un montón de bailarinas y decorado con una pintura enorme en la que aparecía yo con un sombrero de copa y chaqué. Tony King apareció en el escenario al empezar y presentó a Linda Lovelace, que por entonces era la estrella del porno más grande del mundo. Luego aparecieron una serie de personajes disfrazados que bajaban por una escalera iluminada flanqueada por palmeras al fondo del escenario: la Reina, Batman y Robin, el Monstruo de Frankenstein, el Papa. Al final aparecí yo, mientras sonaba la sintonía de Twentieth-Century Fox, ataviado con lo que llamo El Increíble Vestido con Forma de Tira de Queso: estaba cubierto por completo con plumas de marabú —tanto los pantalones como la chaqueta— y el sombrero iba a juego. A medida que descendía, se abrían de repente las tapas de cinco pianos de cola en las que estaba escrito el nombre ELTON.

Con tal de complacer a quienquiera que tuviera la sensación de que eso era demasiado sutil y discreto, se suponía, además, que de los pianos de cola tenían que salir cuatrocientas palomas blancas. No sé si se quedaron dormidas o estaban demasiado asustadas para salir, pero no apareció ninguna. Cuando salté encima de mi piano me encontré acompañado en el escenario, cosa que fue por completo inesperada, por John Reid —que, a juzgar por su expresión furiosa, parecía que se había tomado la espantada de las palomas como un insulto personal, como si lo hubieran hecho de manera deliberada para poner a prueba su autoridad gestora— y un Bernie bastante más tímido que iba frenético de un piano a otro cogiendo las palomas y soltándolas para que se echaran a volar.

Números de baile, plumas de marabú, palomas al viento —o no, como terminó ocurriendo— saliendo de pianos de cola con mi nombre escrito en la tapa: a la banda no le gustó demasiado este rollo, y a Bernie tampoco. Opinaba que desviaba la atención de la música. Lo que yo pensaba era que estaba forjándome una personalidad como no había otra en el rock. Y además, me estaba divirtiendo. Tuvimos un montón de desacuerdos ridículos al respecto. Los dos miembros en la colaboración de canciones más importante de su época enzarzados en una pelea en los camerinos del Santa Monica Civic, no por el dinero o la orientación musical, sino por decidir si era buena idea o no que apareciera en el escenario con un muñequito iluminado de Papá Noel colgando de mi polla.

Bernie tenía la razón a veces. El vestuario perjudicaba completamente a la música. Tenía unas gafas con la forma de la palabra ELTON y con luces alrededor. El peso combinado de las gafas y el de las pilas que mantenían las luces encendidas me aplastaba las aletas de la nariz, así que sonaba como si me estuviera tapando la napia. Para ser justos, seguramente aquello minimizaba el impacto de sus letras, compuestas con tanto amor.

El concierto del Hollywood Bowl fue un acontecimiento enorme, una especie de fiesta de lanzamiento de mi siguiente disco, Goodbye Yellow Brick Road. Su grabación había sido algo tortuosa, al menos para lo que era habitual en mí. Nos largamos de improviso a los estudios Dynamic Sounds de Kingston, en Jamaica: en aquel tiempo se consideraba que molaba mucho ir a hacer un disco en cualquier lugar que fuera más exótico que Europa. Dynamic Sounds nos pareció un destino evidente. Era donde había grabado Bob Marley. También lo había hecho Cat Stevens. Fue donde The Rolling Stones habían grabado Goats Head Soup. Pero al llegar nos encontramos con que había una fábrica de prensado de vinilos anexa al estudio, y que los trabajadores de la fábrica estaban en huelga. Cuando llegabas, abrían de golpe las ventanas del minibús que nos había llevado allí desde el hotel y nos escupían fibra de vidrio machacada con una cerbatana a todos los que estábamos dentro, y eso nos provocaba irritaciones en la piel. Una vez conseguías meterte en el estudio, no funcionaba nada. Si pedías un micrófono diferente, llegaba alguien que asentía lentamente y decía: «Quizá podamos conseguir uno… ¿dentro de tres días?». Era desesperante. No tengo ni idea de cómo consiguieron The Rolling Stones hacer un álbum allí. Igual es que Keith estaba tan colocado que una espera de tres días para lograr un micrófono en buen estado le parecía como si fueran veinte minutos.

Al final nos rendimos, nos fuimos al hotel y llamamos al Château d’Hérouville para reservar unas sesiones de grabación. Mientras esperábamos el avión para marcharnos de allí, la banda se sentó al borde de la piscina, entreteniéndose en lo que parecía una especie de intento concienzudo de batir un récord mundial relacionado con el consumo de marihuana. Cuando llegamos al Château teníamos tantas canciones que Goodbye Yellow Brick Road terminó siendo un álbum doble. Cuando se publicó, despegó de una manera que ninguno de nosotros había podido imaginar. Es un disco bastante oscuro en muchos sentidos. Hay canciones sobre la tristeza y la desilusión, canciones sobre borrachos, prostitutas y asesinos, una canción sobre una lesbiana de dieciséis años que muere en el metro. Pero empezó a vender y a vender, y no dejaba de vender, hasta que ya no pude imaginarme quién estaría comprándolo. Y no lo digo a la ligera: de verdad que no tenía ni idea de qué tipo de gente lo estaría comprando. La compañía de discos en Estados Unidos quería forzarme a publicar «Bennie And The Jets» como single y me defendí con uñas y dientes: «Es una canción verdaderamente extraña, no se parece a nada que haya hecho, dura cinco minutos, ¿por qué no sacáis “Candle In The Wind” como hemos hecho en Gran Bretaña?». Entonces me dijeron que todas las emisoras de música negra de Detroit estaban pinchándola. Cuando publicaron el single, se disparó en la lista soul de Billboard: una cosa increíble, mi nombre ahí en medio entre singles de Eddie Kendricks, Gladys Knight y Barry White. Seguramente no fui el primer artista blanco en conseguirlo, pero puedo decir con cierta convicción que sí fui el primero nacido en Pinner.

Tenía tanto éxito por entonces que hice una gira por Estados Unidos volando en el Starship, un viejo avión Boeing 720 de aviación civil que había sido transformado en un opulento autobús volante de gira para el uso exclusivo de la élite del rock and roll de los años setenta. Se contaban historias espeluznantes sobre las fiestas que Led Zeppelin se habían pegado allí. Aunque no me preocupaba tanto lo que habían hecho dentro del avión como lo que habían hecho por fuera. El cacharro estaba pintado de color púrpura y oro. Parecía una caja gigante de chocolatinas Milk Tray, pero con alas. No pasaba nada: podíamos pedir que lo pintaran a nuestro gusto. Lo remozamos en rojo y azul con rayas blancas. Con mucho más gusto.

En el interior del Starship había un bar decorado en tono naranja y con papel dorado, con un gran espejo detrás, un órgano, mesas para cenar, sofás y una televisión con un grabador de vídeo, en el que mi madre insistió en ver Garganta profunda —«Todo el mundo hablaba de ella, ¿no? Vamos a ver de qué va»— mientras almorzaba. Seguro que Led Zeppelin hicieron cosas espantosas a bordo, pero no me cabe duda de que nunca llegaron a entretenerse durante una hora viendo cómo una señora de mediana edad chillaba horrorizada cuando Linda Lovelace hacía sus cosas: «¡Oh, Dios, no! ¿Qué está pasando? ¡Oh! ¡No puedo mirar! ¿Cómo puede estar haciendo eso?».

Al fondo había un dormitorio con una ducha, una chimenea decorativa y mesitas de noche hechas de plexiglás. Ahí dentro podías apartarte de los demás y follar. O cabrearte con el mundo, que es lo que hacía yo una noche cuando mi publicista norteamericana, Sharon Lawrence, empezó a golpear la puerta y a suplicarme que saliera: «Ven al bar, tenemos una sorpresa para ti».

Le dije que se fuera a la mierda. Y ella volvía de nuevo. Y yo seguía diciéndole que se fuera a la mierda. Finalmente rompió a llorar —«¡Tienes que venir al bar! ¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo!»—, así que abrí la puerta con rabia e hice lo que me pedía, resoplando mucho, poniendo los ojos en blanco y exclamando: «Por el amor de Dios, ¿puedes dejarme en paz de una vez?», mientras avanzaba en mi camino. Cuando llegué al bar, Stevie Wonder estaba sentado frente al órgano, listo para tocar para mí. Se lanzó a cantar «Cumpleaños feliz». Si no hubiera sido porque estábamos volando a cuarenta mil pies de altura, habría rezado para que se abriera la tierra y me tragara.

Desde fuera, todo parecía perfecto: las giras eran cada vez más grandes y espectaculares, los discos se vendían tanto que los periodistas empezaron a decir que yo era el artista pop más grande del planeta. John se estaba ocupando de mi representación por completo: el contrato que yo había firmado con DJM en 1971 había vencido, así que se cambió de oficina y fundó su propia compañía de representación. También habíamos puesto en marcha nuestra propia discográfica, con Bernie y Gus Dudgeon, llamada Rocket: no era para publicar mis discos, sino para encontrar nuevos talentos y darles una oportunidad. A veces éramos mejores detectando talento que desarrollándolo —no supimos cómo hacer que una banda llamada Longdancer alcanzara el éxito, a pesar del hecho evidente de que su guitarrista, un adolescente llamado Dave Stewart, tenía algo, como demostró años más tarde cuando fundó Eurythmics. Pero también logramos algunos éxitos. Fichamos a Kiki Dee, a quien John y yo conocíamos desde hacía años: había sido la única artista británica blanca que había fichado por Motown cuando John trabajaba para el sello. Había estado publicando singles desde principios de los sesenta, pero nunca había tenido un éxito hasta que publicamos su versión de «Amoureuse», un tema de una cantante francesa llamada Véronique Sanson que había fracasado en Gran Bretaña, pero que había llamado la atención de Tony King, que se la sugirió a Kiki.

Pero bajo la superficie, las cosas empezaban a torcerse. Pasamos las primeras semanas de 1974 grabando en el Caribou Ranch, un estudio en plenas Montañas Rocosas, que terminó dándole título a nuestro nuevo disco, Caribou. Resultaba difícil cantar a tanta altitud, y por eso agarré un berrinche tremendo mientras grabábamos «Don’t Let The Sun Go Down On Me». Después de proclamar que no soportaba la canción y que íbamos a interrumpir la grabación inmediatamente para enviársela a Engelbert Humperdinck —«Y si no la quiere, dile que se la envíe a Lulu, ¡seguro que la puede meter en una cara B!»—, me persuadieron para regresar a la cabina de grabación a fin de completar la toma. Entonces le grité a Gus Dudgeon que ahora que estaba terminada la odiaba aún más y que pensaba matarlo con mis propias manos si la incluía en el disco. Aparte de todo eso, lo del Caribou estuvo muy bien. El estudio era más lujoso que el Château. Dormías en unas hermosas cabañas hechas con troncos, rebosantes de antigüedades. La cama en la que yo dormía se suponía que había pertenecido a Grover Cleveland, un presidente de Estados Unidos del siglo XIX. Había una sala de proyección para películas, y los músicos que pasaban por Denver o Boulder solían venir de visita. Habiéndome perdonado por el incidente en el Starship, Stevie Wonder se presentó un día y se subió a una motonieve, insistiendo en manejarla él mismo. Adelantándome a las preguntas de los lectores, diré que no, que no tengo ni idea de cómo pudo Stevie Wonder pilotar una motonieve a través de las Montañas Rocosas de Colorado sin matarse, o matar en el trance a cualquier otra persona, pero el caso es que lo hizo.

Una noche estábamos ya terminando cuando me metí en una habitación que había al fondo del estudio y vi a John jugueteando con algo encima de la mesa. Tenía una pajita y un polvillo blanco. Le pregunté qué era, y me dijo que cocaína. Le pregunté qué te hacía eso, y me dijo «Ah, te hace sentir muy bien». Así que le pedí que me diera un poco, y me dijo que sí. La primera raya que esnifé me provocó arcadas. No me gustó nada la sensación en el paladar, esa extraña combinación de entumecimiento a causa de la droga en sí y esa especie de sequedad polvorienta provocada por cualquiera que sea la mierda con la que han cortado la coca. No podía quitarme esa sensación de encima, daba igual lo mucho que tragara. Salí del baño y vomité. E inmediatamente regresé a la habitación donde estaba John y le pedí otra raya.

¿Qué demonios estaba haciendo? La probé, me dio asco, me hizo potar. ¿Hola? Era como si Dios me estuviera diciendo que lo dejara correr. A menos que hubiera empezado a llover azufre y yo hubiera sufrido una horrible erupción de forúnculos, me cuesta imaginar un aviso más claro de que aquello no era una buena idea. Así que, ¿por qué no lo dejé correr? En parte porque vomitar no hizo que la coca dejara de afectarme, y me gustaba la sensación. Ese subidón de autoestima y euforia, la sensación de que, de repente, podía abrirme, que no me sentía ni apocado ni intimidado, que podía hablar con cualquiera. Aquello era una estupidez, por supuesto. Estaba rebosante de energía, tenía curiosidad, sentido del humor y sed de conocimiento: no necesitaba una droga para poder hablar con la gente. A lo sumo, lo que me dio la cocaína fue un exceso de confianza que redundó en mi beneficio. Si no hubiera estado encocado hasta las trancas cuando The Rolling Stones vinieron a Colorado y me preguntaron si querría actuar con ellos, seguramente habría tocado «Honky Tonk Women», habría saludado al público y me habría ido del escenario. En vez de eso, decidí que todo estaba tan bien que me iba a quedar con ellos e improvisar durante el resto del concierto sin preguntar a los Stones si necesitaban un teclista auxiliar. Durante un tiempo, pensaba que Keith Richards se me quedaba mirando fijamente porque estaba asombradísimo por la brillantez de mis contribuciones improvisadas a su obra. Después de unas cuantas canciones, por fin comprendí que la expresión que había en su cara no sugería ningún tipo de profundo respeto musical. De hecho, tenía pinta de estar a punto de ponerse violento con un músico que se había tomado demasiadas libertades. Me escabullí rápidamente, y mientras me iba me di cuenta de que Keith seguía mirándome con fijeza de una manera que parecía indicar que tendríamos que hablar más tarde, así que decidí que era mejor que no me quedara a la fiesta de después del espectáculo.

Pero la cocaína tenía algo más que la forma en que me hacía sentir. La cocaína tenía cierto caché. Estaba de moda y era exclusiva. Si la esnifabas era como convertirte en un miembro de una pequeña camarilla dentro de la élite, que se daba gusto con algo súper nuevo, peligroso e ilícito. Era muy patético, pero me atraía. Me había convertido en alguien exitoso y popular, pero nunca me sentí alguien guay. Incluso cuando estaba en Bluesology, yo era el que tenía pinta de empollón, el que no tenía aspecto de estrella pop, el que no sabía vestir bien y pasaba el tiempo en tiendas de discos mientras el resto de la banda estaba por ahí follando y drogándose. Y la cocaína me parecía guay: aquellas sutiles conversaciones codificadas para averiguar quién tenía, o quién quería —quién formaba parte del grupo selecto y quién no—, las visitas furtivas a los baños de los clubes y los bares… Por supuesto, todo aquello también era una tontería. Yo ya formaba parte de un club. Desde que comenzó mi carrera en solitario, solo había recibido amabilidad y amor por parte de otros artistas. Desde el primer momento en que llegué a Los Ángeles, los músicos a los que adoraba y reverenciaba —personas que en un tiempo habían sido nombres míticos en las portadas de discos y en los sellos discográficos— se habían rebajado para ofrecerme su amistad y su apoyo. Pero cuando por fin llegó mi éxito, lo hizo tan rápido que, a pesar de la cálida bienvenida, no pude más que sentirme ligeramente fuera de lugar, como si no fuera uno de ellos.

Tal como era de esperar, esnifar una raya de coca y ponerme otra inmediatamente después era algo muy propio de mí. Nunca fui ese tipo de drogadicto que jamás podía irse a la cama sin meterse un tiro, o que necesitaba consumir a diario. Pero una vez que empezaba, no podía parar hasta que no estuviera seguro de que ya no quedaba más cocaína en los alrededores. Me di cuenta al poco tiempo de que necesitaba tener a alguien a mi lado —un técnico de sonido, o un operario— para que me vigilara la coca: no porque me sintiera demasiado importante o demasiado asustado para ser el que guardara la merca, sino porque si yo estaba al cargo de las reservas de coca para una noche determinada, cuando llegara la hora del té ya no quedaría nada. Mi apetito por ese rollo era increíble, lo suficiente para que se comentara en los círculos en los que me movía. Dado que era una estrella del rock que pasaba mucho tiempo en Los Ángeles en los setenta, era una hazaña nada despreciable. Insisto, es lógico creer que eso debería haberme dado material para reflexionar, pero me temo que los siguientes dieciséis años estuvieron plagados de esos incidentes que habrían hecho que cualquier persona racional se hubiera replanteado su drogadicción, como descubriremos en un rato. Ese era el problema. Como tomaba coca, ya no era un ser humano racional. Te dices que todo va bien, argumentando como prueba el hecho de que el consumo de droga no está afectando a tu carrera. Pero no puede ser que te metas esa enorme cantidad de coca de una manera saludable y correcta. Te conviertes en alguien irresponsable, con quien no se puede razonar, obsesivo contigo mismo, eres quien dicta las normas. Si no lo haces por las buenas, lo harás por las malas. Es una droga de mierda.

En mi vida he tomado las peores decisiones, pero entonces no me daba cuenta. En contraste con esto, los problemas en mi relación con John empezaban a mirarme cara a cara. Antes dije que era alguien increíblemente ingenuo acerca de las relaciones homosexuales. Una cosa que yo no sabía era que John pensaba que era más que aceptable tener relaciones sexuales con otra gente, sin que yo lo supiera. Las relaciones abiertas son mucho más habituales entre los hombres gais que entre las parejas heterosexuales, pero no era eso lo que yo quería. Estaba enamorado. Cuando me di cuenta de eso, no le impedí que fuera promiscuo, sino que le hice sentir que estaba siendo desleal. Aquello llevó a toda una serie de escenas humillantes. John desapareció durante una fiesta en Los Ángeles en la casa del director John Schlesinger. Fui a buscarlo y me lo encontré en el piso de arriba, en la cama con un tipo. Mi madre me llamó durante una gira para decirme que había ido a ver cómo estaban las cosas en la casa de Virginia Water y descubrió que John había montado una orgía en mi ausencia. Me enfrentaba a él, nos peleábamos a lo bestia, luego las cosas se calmaban y él se iba para volver a hacer exactamente lo mismo otra vez. O, peor aún, se le ocurría alguna variante de su infidelidad que parecía estar diseñada para volverme aún más histérico. Me enteré de que había ido a un estreno de una película, se ligó a una famosa actriz de televisión y comenzó a tener una aventura con ella. ¡Con ella! Así que también había empezado a follar con mujeres. ¿Qué se suponía que tenía que hacer con respecto a este giro tan especial en nuestra relación?

La cosa seguía y seguía, y era de lo más deprimente. Era como si me pasara la mitad de mi vida llorando por su comportamiento, pero eso no hizo que cambiara nada. ¿Por qué no lo dejaba? En parte, por amor. Estaba completamente colgado por John, y cuando estás así con quien sea, alguien que encima te es infiel, te inventas cualquier excusa, una y otra vez te engañas creyendo que esta vez dice la verdad y que de ahora en adelante todo irá bien. Y, a su manera, John me quería de verdad. Pero era completamente incapaz de mantener la polla dentro de sus calzoncillos si lo dejaba a su aire.

También me quedé porque estaba asustado de él. John tenía un mal carácter que podía derivar fácilmente en un comportamiento violento, sobre todo si había estado bebiendo o esnifando coca. A veces sus arrebatos eran involuntariamente divertidos. Llamaba a las oficinas de Rocket y preguntaba por él: «Ay, no está aquí. Ha tenido un arranque de ira y ha intentado arrojar una máquina de escribir eléctrica por las escaleras. Pero estaba conectada, así que no le ha salido bien. Y eso ha hecho que se enfadara aún más, así que ha despedido a todo el personal y ha salido dando un portazo. Nos estábamos preguntando si deberíamos irnos todos a casa o no». Pero la mayor parte de las veces, no era nada gracioso. Vi cómo John amenazaba a alguien con un cristal roto en una fiesta de Bill Gaff, el representante de Rod Stewart. Golpeó a un portero en el acceso de un hotel de San Francisco después de discutir sobre el aparcamiento de un coche. Le pegó un puñetazo a un ingeniero de sonido en una sala repleta de periodistas norteamericanos durante el lanzamiento de Goodbye Yellow Brick Road. Cuando estábamos de gira por Nueva Zelanda en 1974, lanzó un vaso de vino a la cara al tipo de promoción del sello local cuando se acabó el whisky en una fiesta que había organizado. Y cuando una periodista de una gaceta local quiso intervenir, le dio un puñetazo en la cara. Aquella misma noche, un poco más tarde, en otra fiesta, me enzarcé en una discusión con otro periodista local sobre el incidente anterior, del que yo no había llegado a ser testigo directo. John saltó desde la otra punta de la sala, lo tiró al suelo y empezó a patearlo.

A la mañana siguiente, nos arrestaron a los dos y nos acusaron de agresiones. A mí me absolvieron, me impusieron un pago de cincuenta dólares en concepto de tasas judiciales, los pagué y me largué de Nueva Zelanda tan pronto como pude. Me fui sin John, a quien le habían denegado el pago de una fianza y fue sentenciado al cabo de unos días a cumplir veintiocho días en la prisión Mount Eden. Me volví a casa en avión sin él. No había manera de defender su comportamiento, pero aquello ocurrió durante un tiempo en el que la línea que separaba al tipo duro que hacía de representante de estrellas del rock y el matón muchas veces era borrosa —pensemos en Peter Grant y Led Zeppelin—, y mientras esperaba un sábado por la noche a que me llamara desde la cárcel, como hacía cada semana, de alguna manera me monté una versión de los acontecimientos en mi cabeza en la que él era la parte perjudicada, habiendo actuado en mi defensa con nobleza, apoyado en su declaración de que la periodista le había llamado «maricón» antes de que él la golpeara, como si eso lo justificara.

No vi con claridad lo que ocurría hasta que John me pegó a mí. Sucedió en la noche en que habíamos organizado una fiesta en Hercules en la que la gente tenía que acudir vestida de manera elegante. Ya ni recuerdo por qué discutimos, seguramente fue por el último episodio en el amplio catálogo de infidelidades de John, pero empezamos antes de que llegaran los invitados y la cosa se fue acalorando más y más. Hubo gritos, portazos y la quiebra en pedazos de un hermoso espejo art déco que nos había regalado Charlie Watts, de The Rolling Stones. Entonces John me arrastró al baño y me golpeó en la cara, muy fuerte. Retrocedí. Estaba tan estupefacto que ni me defendí. Él se fue y me miré en el espejo del baño. Tenía la nariz ensangrentada y cortes en la cara. Me lavé y la fiesta siguió adelante como si no hubiera pasado nada. Todo el mundo se lo pasó bien: Derf vino vestido con prendas de mujer, Tony King llegó completamente cubierto con pintura dorada, como Shirley Eaton en Goldfinger. Pero había sucedido algo y, para mí, fue como si se hubiera activado un interruptor. Ya no podía justificar más el comportamiento de John. No podía seguir con alguien que me pegara.

No creo que John se esperara que le dijera que se había acabado. Incluso cuando se fue, para instalarse en una casa en Montpelier Square, en Knightsbridge, y le pedí a mi madre y a Derf que me ayudaran a encontrar un lugar en el que vivir solo —pues no tenía tiempo para ir a ver pisos—, estaba convencido de que él seguía enamorado de mí. Tenía la sensación de que si le pedía que volviera, habría regresado al segundo. Pero no quería que volviera. Quería que siguiera siendo mi representante, pero todo lo demás en nuestra relación había cambiado. Hubo una variación en el equilibrio de poderes: hasta entonces, él era la personalidad dominante, pero después de romper como pareja me volví más seguro de mí mismo y positivo. Empezó a representar a otros artistas —y no solo a músicos, sino también a cómicos como Billy Connolly y Barry Humphries—, y aun así nuestra relación laboral seguía funcionando, porque sabía que él era astuto y que tenía buen oído para la música. Una mañana, en las oficinas de South Audley Street, dijo que quería ponerme una cosa de uno de sus nuevos clientes que iba a ser un gran éxito mundial. Lo escuché y negué con la cabeza, incrédulo.

—No vas a publicar esto en serio, ¿verdad?

—¿Qué tiene de malo? —dijo, frunciendo el ceño.

—Bueno, para empezar, dura tres horas. Luego, es la cosa más sobreactuada que he escuchado en mi vida. Y el título también es completamente ridículo.

John se mantuvo imperturbable.

—Te lo aseguro —dijo, sacando el acetato de «Bohemian Rhapsody» del tocadiscos—, este va a ser uno de los discos más grandes de todos los tiempos.

Pero si la canción más famosa de Queen al principio no me entró en la cabeza, a Freddie Mercury le pillé el rollo enseguida. Desde el instante en que lo conocí, me gustó. Como era habitual, se había dado a sí mismo un nombre de mujer: Melina, por Melina Mercouri, la actriz griega. Era un tipo magnífico. Increíblemente inteligente y atrevido. Amable, generoso y considerado, pero sumamente divertido. Por Dios, si salías de noche con él y Tony King —eran grandes amigos—, te pasabas la noche entera muriéndote de risa. No se libraba nadie, ni siquiera los otros miembros de Queen: «¿Has visto al guitarrista, querida? ¿La señorita May? ¿Has visto cómo va por el escenario? ¡En chanclas! ¡Unas putas chanclas! ¿Cómo he podido terminar tocando con un guitarrista que va en chanclas?».

Tampoco se libraba Michael Jackson, a quien Freddie llamaba Mahalia, un nombre que dudo de que a Michael le pareciera tan gracioso como se lo parecía a Freddie. Había despertado la ira de Freddie intentando que se interesara, como él, en coleccionar animales, y Freddie había perfeccionado la explicación de la anécdota en un tour de force narrativo que era casi mejor que cualquier otra cosa que hiciera en un escenario. «¡Oh, querida! ¡Esa horrible llama! Voy hasta California para ver a la señorita Jackson y la tía me lleva a su parque zoológico y ahí está la llama. ¡Y va y me pide que le ayude a meter al bicho de vuelta en la jaula! Yo llevaba un traje blanco y acabé cubierto de barro, y tuve que gritarle: “¡Me cago en Dios, Mahalia, aparta tu puta llama de mi vista!”». Y añadía, con un estremecimiento cómico: «Aquello fue una pesadilla, querida».

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