Yo

Yo


Capítulo 6

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Conocí a John Lennon a través de Tony King, que se había mudado a Los Ángeles para trabajar como gerente principal de Apple Records en Estados Unidos. De hecho, la primera vez que coincidí con John Lennon, él estaba bailando con Tony King. No había nada raro en aquello, excepto el hecho de que no estaban en ninguna discoteca, no estaba sonando música y Tony estaba completamente travestido, caracterizado como la reina Isabel II. Se encontraban en la nueva oficina de Tony en Capitol Records, situada en Hollywood, rodando un anuncio de televisión para el siguiente disco de John, Mind Games, y, por algún motivo que solo John conocía, ese era el concepto que se le había ocurrido.

Me acerqué a él inmediatamente. No era solo que hubiera sido uno de los miembros de The Beatles y, por tanto, uno de mis ídolos. Era un Beatle que creía que era una buena idea el promocionar su disco bailando con un hombre disfrazado de la Reina, por el amor de Dios. Pensé: «Nos vamos a llevar de puta madre». Y estaba en lo cierto. Tan pronto como empezamos a hablar, sentí como si lo conociera de toda la vida.

Empezamos a pasar mucho tiempo juntos siempre que yo estaba en Estados Unidos. Se había separado de Yoko y estaba viviendo en Los Ángeles con May Pang. Soy consciente de que ese momento de su vida se supone que fue realmente tormentoso, incómodo y oscuro, pero tengo que decir la verdad: yo nunca lo vi así. De vez en cuando me llegaba alguna historia; sobre sesiones de grabación que había hecho con Phil Spector y que se habían salido de madre, o sobre una noche en la que se volvió loco y destrozó la casa del productor discográfico Lou Adler. Detectaba cierta oscuridad en algunas de las personas que estaban a su alrededor: Harry Nilsson era un tipo amable, un cantante y compositor con un talento increíble, pero si bebía de más se transformaba en otra persona, alguien a quien más valía tener vigilado. Y sin duda John Lennon y yo nos drogamos mucho juntos y tuvimos algunas noches descontroladas, como podría confirmar el pobre Dr. John. Fuimos a verlo al Troubadour e invitó a Lennon a tocar con él en el escenario. John estaba tan furioso que terminó tocando el órgano con los codos. En ese momento decidí que había que sacarlo de allí.

De hecho, no era necesario salir para pasar una noche descontrolada en compañía de John. Una noche en Nueva York nos habíamos refugiado en nuestra suite del hotel Sherry-Netherland, dispuestos a dar buena cuenta de una montaña de coca, y en ese momento alguien llamó a la puerta. Mi primer pensamiento fue que sería la policía: si llevas encima un montón de cocaína y alguien llama a la puerta de manera inesperada, siempre piensas que va a ser la poli. John me hizo un gesto para que fuera a ver quién era. Observé a través de la mirilla. Sentí una mezcla peculiar de alivio e incredulidad.

—John —le susurré—. Es Andy Warhol.

John empezó a negar con la cabeza de manera frenética e hizo el gesto de cortar el cuello.

—Ni de coña. Ni se te ocurra abrir —me dijo en voz baja.

—¿Cómo? —le susurré—. ¿Qué quieres decir con que no abra? Es Andy Warhol.

Volvieron a llamar a la puerta. John puso los ojos en blanco.

—¿Has visto si lleva encima su puta cámara? —me preguntó.

Volví a espiar por la mirilla y asentí. Andy siempre iba a todas partes con su cámara Polaroid.

—Vale —dijo John—. ¿Y quieres que entre aquí a tomar fotos cuando tienes estalactitas de coca colgando de la nariz?

Tuve que admitir que no me apetecía.

—Ni se te ocurra responder —susurró John, y retrocedimos lentamente para volver a lo que teníamos entre manos, intentando ignorar que el artista pop más famoso del planeta estaba aporreando la puerta sin parar.

En cualquier caso, nunca me topé con ese aspecto destructivo, desagradable e intimidante de John Lennon del que habla la gente, esa inteligencia cáustica y cortante. No es que esté intentando dibujar un retrato póstumo santificador, en absoluto, y por supuesto que sabía que existía esa parte de él, lo que pasa es que nunca la vi en persona. Todo lo que vi fue amabilidad, educación y simpatía, tanta que hasta me llevé a mi madre y a Derf para que lo conocieran. Fuimos a cenar, y cuando John se fue al baño, Derf pensó que sería la hostia sacarse los dientes postizos y meterlos en la copa del Beatle: había algo contagioso en el sentido del humor de John que incitaba a la gente a hacer ese tipo de cosas. Por Dios, qué divertido era. Siempre que estaba con él —o todavía mejor, con él y Ringo—, reía, reía y no podía parar de reír.

Nos hicimos tan amigos que cuando su exmujer Cynthia apareció con su hijo Julian en Nueva York para verlo, nos pidió a Tony y a mí que los acompañáramos en su viaje. Viajamos a Estados Unidos en el SS France, un estupendo barco antiguo, en la que sería su última singladura desde Southampton hasta Nueva York. La mayor parte de mi banda y sus parejas también vinieron con nosotros. El resto de pasajeros nos observaba con cierta displicencia —aquellas mujeres norteamericanas enormes y ricachonas que decían cosas del tipo: «Se supone que es famoso, pero nunca he oído hablar de él» siempre que pasábamos a su lado—, pero debo decir que me había teñido el pelo de un verde brillante y había llevado conmigo varias maletas repletas de trajes diseñados por Tommy Nutter que eran tan llamativos que podrían dañarte la vista de manera permanente. No podía quejarme por llamar la atención, fuera de manera adversa o no. Les caí incluso peor cuando gané una tarde en el bingo, y lo peor de todo no fue mi sobreexcitación ni que gritara «¡Bingo!» con todas mis fuerzas. Más tarde descubrí que la manera correcta de indicar que habías ganado en el SS France era murmurar, de manera gentil y recatada, la palabra «casa». Pero bueno, así no es como te enseñan a jugar al bingo en Pinner, querida.

Todo me daba igual. Me lo estaba pasando bomba: jugando a squash, acudiendo a espectáculos de cabaret terribles que, por la razón que fuera, terminaban siempre con una conmovedora versión karaoke de «Hava Nagila». A mitad del viaje recibí una llamada desde tierra para comunicarme que mi último disco, Caribou, que se había publicado en junio de 1974, había sido de platino. Y estaba componiendo ya la continuación. Bernie llegó con un conjunto de canciones sobre nuestros primeros años juntos: estaban escritas a modo de secuencia y de alguna manera explicaban nuestra historia. Eran letras hermosas. Canciones que trataban sobre intentar escribir canciones. Sobre rechazos a nuestras canciones. Una canción sobre mi intento fallido de suicidio en Furlong Road y otra sobre la extraña relación que habíamos desarrollado. La última se llamaba «We All Fall In Love Sometimes». Me sentaba bien porque era verdad. No estaba físicamente enamorado de Bernie, pero lo quería como a un hermano, era el mejor amigo que había tenido.

Las letras eran más fáciles de lo habitual en cuanto a componer a partir de ellas, lo cual estaba bien, porque solo me dejaban utilizar la sala de música un par de horas al día durante el almuerzo. El tiempo restante lo ocupaba la pianista de repertorio clásico del barco. Cuando yo llegaba, ella se iba con un gran despliegue de altruismo fastidioso, se dirigía a una habitación que estaba justo encima e inmediatamente volvía al ataque. A veces con ella había una cantante de ópera, que era la estrella del horrible cabaret al que me he referido antes. De modo que me pasaba dos horas intentando acallarlas. Así fue como compuse Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy. Escribía una canción —o a veces dos— a diario durante la pausa para comer, con el acompañamiento de una pianista agraviada cuyo martilleo atravesaba el techo. Y tenía que acordarme de las canciones. No llevaba una grabadora conmigo.

En Nueva York, nos alojamos en el hotel Pierre de la Quinta Avenida. John Lennon estaba en la suite justo encima de la mía, y un día me llamó. Quería ponernos la versión sin mezclar de su nuevo disco. Es más, quería que yo tocara en dos canciones, «Surprise Surprise» y «Whatever Gets You Thru The Night». La segunda pieza sonaba a éxito, y aún más cuando un par de noches después fuimos al estudio Record Plant East, justo al lado de Times Square. El ingeniero de mezclas era Jimmy Iovine, quien terminó siendo uno de los magnates de la industria musical más grandes del mundo, pero fue John quien se produjo el disco y trabajó a gran velocidad. Todo el mundo cree que John era un tipo que se tiraba años experimentando en el estudio, por lo que hizo en Sgt. Pepper’s y «Strawberry Fields», pero era rápido y se aburría con facilidad, que era lo que me pasaba también a mí. Cuando terminamos, yo estaba convencido de que sería número uno. Pero John no lo creía: Paul había grabado singles que habían llegado al número uno, George había grabado singles que habían llegado al número uno, Ringo había grabado singles que habían llegado al número uno, pero él nunca lo había conseguido. Así que le dije que apostáramos: si alcanzaba el número uno, él tendría que tocar conmigo en un escenario. Yo quería verlo tocar en directo, algo que apenas había hecho desde que The Beatles se separaron; un par de apariciones en galas benéficas y nada más.

Dice mucho en su favor que nunca intentara escurrir el bulto con la apuesta cuando «Whatever Gets You Thru The Night» llegó al número uno, ni siquiera cuando acudió a un concierto en Boston con Tony para ver en lo que se había metido. Yo salí al escenario para el bis llevando algo que, básicamente, se parecía a una cajita de bombones con forma de corazón con una túnica adherida, y John se dirigió a Tony, con cara de espanto, y le dijo: «Hostia puta, ¿en esto se ha convertido el rock and roll?».

Pero aun así, tocó con nosotros en el Madison Square Garden el Día de Acción de Gracias de 1974, con la condición de que nos aseguráramos de que Yoko no asistiera: todavía estaban muy distanciados. Por supuesto, Yoko acabó presentándose —lo que, debo decir, era algo muy propio de ella—, aunque Tony se aseguró de que sus asientos estuvieran lejos de donde alcanzaba la vista desde el escenario. Antes del concierto, le envió una gardenia a John, que él llevó en el ojal de su chaqueta cuando subió al escenario. No estoy seguro de si fue eso lo que hizo que se pusiera nervioso antes de empezar, o el hecho de que no supiera qué se iba a encontrar ahí fuera. Fuera lo que fuese, de repente se asustó. Vomitó antes del concierto. Incluso intentó que Bernie subiera al escenario con él, pero no lo consiguió: Bernie siempre había detestado los focos y ni siquiera un Beatle desesperado iba a conseguir que cambiara de opinión.

En toda mi carrera, y lo digo de verdad, nunca he tenido un público que hiciera tanto ruido como cuando lo presenté. El ruido aumentaba, y aumentaba y aumentaba. Sabía cómo se sentían. Yo estaba tan emocionado como ellos, y también lo estaba el resto de la banda. Seguramente, el hecho de tener a alguien como él en el escenario contigo era el instante cumbre de nuestras carreras hasta ese momento. Las tres canciones pasaron volando, y se marchó. Volvió para tocar un bis, esta vez arrastrando a Bernie consigo, los dos tocando la pandereta en «The Bitch Is Back». Fue fabuloso.

Después del concierto, Yoko se pasó por el camerino. Terminamos en el hotel Pierre; John, Yoko, John Reid y yo. Estábamos en un reservado tomando unas copas y —como si la situación en sí no fuera lo bastante peculiar— de repente apareció Uri Geller de no se sabía dónde, se acercó a nuestra mesa y empezó a doblar todas las cucharas y los tenedores que había allí. Entonces se puso a hacer su número de mentalista. Fue un día muy extraño. Pero, al final, ayudó a que John volviera con Yoko llevándose a Sean —mi ahijado— con ellos, para iniciar una vida de felicidad doméstica en el edificio Dakota. Yo estaba contento por ellos, a pesar de que se me ocurrían sitios mejores para retirarse a llevar una vida de felicidad doméstica que el Dakota. En ese edificio había algo que me resultaba siniestro, no me gustaba su arquitectura. Con solo mirarlo, ya me daba escalofríos. Si Roman Polanski decidió rodar allí La semilla del diablo, por algo sería.

 

 

La grabación de Captain Fantastic resultó ser tan sencilla como su composición. Las sesiones fueron pan comido: habíamos regresado a Caribou en el verano de 1974 y grabamos las canciones en el orden en el que aparecen en el álbum, como si estuviéramos explicando la historia a medida que iba sucediendo. Habíamos dado también con un par de singles, una versión de «Lucy In The Sky With Diamonds», en la que John tocaba la guitarra y cantaba las segundas voces, y «Philadelphia Freedom», que es una de las pocas canciones que encargué a Bernie que me escribiera. Lo habitual era que yo le dejaba escribir letras sobre lo que él quisiera —nos habíamos dado cuenta de que no podíamos escribir a las órdenes de nadie en aquellos días en que intentamos componer singles para Tom Jones o Cilla Black, y que fueron un absoluto fracaso—, pero Billie Jean King me había pedido que le escribiera una canción para su equipo de tenis, los Philadelphia Freedoms. No pude decir que no: adoro a Billie Jean. Nos habíamos conocido en una fiesta en Los Ángeles un año antes, y se convirtió en una de mis mejores amigas. Puede parecer una comparación extraña, pero ella me recordaba a John Lennon, y John Lennon a ella. Eran dos personas con mucha iniciativa, las dos amables, a las que les gustaba reír y tenían la fuerte convicción de que podían utilizar su fama para cambiar algunas cosas. John estaba comprometido políticamente, Billie fue una de las grandes pioneras del feminismo y de la lucha por los derechos de los homosexuales y por los derechos de las mujeres en el deporte, y no solo en el tenis. Todas las grandes jugadoras de tenis de hoy deberían ponerse de rodillas y darle las gracias, porque ella fue la que tuvo las agallas de darse la vuelta cuando ganó el Open de Estados Unidos y decir: «Hay que concederles a las mujeres el mismo premio en metálico que a los hombres, o no volveré a jugar el año que viene». La quiero a más no poder.

De manera seguramente comprensible, Bernie no estaba demasiado entusiasmado con la idea de escribir sobre tenis —no es lo que se dice el tema ideal para una canción pop—, así que, en su lugar, escribió sobre la ciudad de Filadelfia. Aquello funcionaba perfectamente, porque el sonido de la canción estaba influido por la música que se hacía en la ciudad en aquel momento: The O’Jays, MFSB, Harold Melvin and The Blue Notes. Esa era la música que yo escuchaba cuando iba a los clubes de ambiente en Nueva York: Crisco Disco, Le Jardin y 12 West. Me encantaban, incluso a pesar de que una vez no me dejaron entrar en Crisco Disco. Estaba con Divine, por cierto, la legendaria drag queen. Lo sé, lo sé: Elton John y Divine, ¿rechazados en la puerta de un club gay? Pero él llevaba un caftán, yo iba con una chaqueta de colores brillantes y nos dijeron que nuestro atuendo era demasiado exagerado: «Pero ¿qué os creéis que es esto? ¿Una puta fiesta de Halloween?».

A esos sitios no ibas a ligar con gais, o al menos no era lo que yo hacía. Iba simplemente a bailar, y si encontraba a alguien al final de la noche, pues entonces bien. No tomaba drogas, quizá con la única excepción del popper. No eran necesarias. La música era suficiente: «Honey Bee», de Gloria Gaynor, «I’ll Always Love My Mama», de The Intruders. Discos fantásticos, inspiradores de verdad, música valiente. Contratamos a Gene Page, que había sido el arreglista de todos los discos de Barry White, para que se encargara de las cuerdas en «Philadelphia Freedom», y así conseguimos que el sonido y el estilo fueran los correctos. Seguro que sí: unos pocos meses después de que saliera la canción, MFSB hicieron una versión y titularon así el álbum que apareció después.

«Philadelphia Freedom» fue disco de platino en Estados Unidos, pocos meses más tarde Captain Fantastic se convirtió en el primer disco de la historia que entraba directamente en el número uno en las listas norteamericanas. En 1975, yo estaba por todas partes. No solo en la radio: en todas partes. Estaba en las salas de máquinas recreativas: Bally diseñó una máquina del millón inspirada en Captain Fantastic. Estaba en la televisión negra: fui uno de los primeros artistas blancos que salieron en Soul Train. Me entrevistó el excepcionalmente relajado Don Cornelius, que se quedó deslumbrado con otra de las creaciones de Tommy Nutter que yo llevaba, esta vez con solapas enormes y rayas marrones y doradas. «Oye, tío, ¿de dónde has sacado ese traje?»

Tenía ganas de seguir cambiando. Decidí cambiar a toda la banda y dejar que Dee y Nigel se fueran. Yo mismo llamé. Se tomaron la noticia bastante bien. (Dee estaba algo más molesto que Nigel, pero no hubo ninguna discusión ni acritud por parte de nadie). Era yo el que tendría que estar destrozado en su lugar: habían sido un elemento importante durante años y estábamos en la cima de nuestras carreras. Por entonces siempre miraba hacia delante, y sentía en lo más hondo que necesitaba darle un nuevo impulso a nuestro sonido: que se condujera con más dureza y espíritu funk. Llamé a Caleb Quaye para que tocara la guitarra y a Roger Pope para la batería, con quienes había tocado en Empty Sky y Tumbleweed Connection, y a dos músicos de sesión norteamericanos, James Newton Howard y Kenny Passarelli, para que se encargaran de los teclados y el bajo.

Hice también una prueba con otro guitarrista de Estados Unidos, pero no salió bien. Primero, porque musicalmente no cuajábamos, y en segundo lugar, porque empezó a rayar al resto de la banda contándonos que le gustaba que le follaran metiéndole una cabeza de pollo por el culo y que luego le cortaran el cuello al pollo. Por lo que parece, cuando haces eso, el esfínter se contrae y hace que te corras. Yo no tenía claro si el tipo tenía un sentido del humor completamente horrendo o la que era horrenda era su vida sexual. Hay pocas reglas en el rock and roll, pero sí algunas: sigue tu más profundo instinto musical, asegúrate de leer la letra pequeña antes de firmar nada y, en la medida de lo posible, no montes una banda con alguien que se mete pollos por el culo y luego los decapita. O que incluso hable de ello. Sea lo que sea, en cualquier momento te pondrá de los nervios si tienes que compartir con él una habitación de hotel.

Había otra complicación. El matrimonio de Bernie y Maxine se había roto, y ella empezó a tener una aventura con Kenny Passarelli. Así que mi nuevo bajista se estaba acostando con la mujer de mi socio compositor. Era evidente que a Bernie le dolía en lo más profundo, pero ya tenía bastantes complicaciones en mi vida para que las relaciones de los demás me la hicieran más difícil.

Me llevé a la nueva banda a Amsterdam para ensayar. Los ensayos eran fantásticos —éramos una banda buenísima de cojones—, pero los días libres eran demenciales: resultó que también éramos buenísimos de cojones consumiendo drogas. Tony King apareció con Ringo Starr y nos fuimos a dar una vuelta en barca por los canales, lo que poco a poco acabó degenerando en una mastodóntica orgía de drogas. Era una completa perversión. Me temo que nadie se fijó aquel día en el encanto estético del Grachtengordel. Todos estábamos demasiado ocupados en meternos rayas y soplar el humo de los porros de una boca a otra. Ringo estaba tan colocado que llegó un momento en el que nos preguntó si podía unirse a la banda. Al menos, eso me dijo la gente luego, yo no se lo oí decir. Si lo hizo, seguramente se olvidó a los noventa segundos de que esas palabras salieran de su boca.

Uno de los motivos por los que tomaba tantas drogas era que tenía el corazón partido. Me había enamorado de una persona que era hetero y que no me quería. Me pasé mucho tiempo en mi habitación gimoteando y escuchando la canción «I’m Not In Love» de 10CC, de la que Tony tenía un disco hecho de oro y que me había regalado: «Para Elton, y que reproduzcas “I’m Not In Love” un millón de veces».

De hecho, desde que había roto con John, mi vida personal había sido más o menos un desastre. Me enamoraba de hombres hetero todo el rato, perseguía algo que no podía tener. A veces eso duraba meses y meses, esa locura de creer que aquel sería el día en que recibiría una llamada telefónica en la que me dirían: «Ah, por cierto, te quiero», a pesar de que ya me habían dicho que eso no iba a suceder nunca.

O puede que viera a alguien que me gustara en un bar gay y antes de empezar a hablar ya me había enamorado de manera apasionada, convencido de que ese era el hombre con el que estaba destinado a compartir el resto de mi vida, y a empezar a diseñar mentalmente un futuro maravilloso. Era siempre el mismo tipo de hombre: rubio, de ojos azules, apuesto y más joven que yo, de modo que pudiera asfixiarlos en una especie de amor paternal (el tipo de amor que supongo que echaba de menos cuando era un crío). No era tanto que los eligiera, sino que los tomaba como rehenes. «Vale, deja lo que estés haciendo, vente de gira, da la vuelta al mundo en avión conmigo.» Les compraba el reloj, la camisa y los coches, pero llegado el momento esos chicos no tenían ninguna razón de ser, excepto la de estar conmigo, y yo estaba atareado, de modo que los dejaba al margen. No me daba cuenta en el momento, pero les estaba robando la existencia. Y después de tres o cuatro meses empezaban a tomárselo mal, yo me aburría de ellos y acabábamos todos llorando. Y entonces me buscaba a alguien para que me los quitara de encima y volvía a empezar de nuevo. Era un comportamiento absolutamente terrible: podía ocurrir que estuviera dejando a uno en el aeropuerto mientras otro ya venía de camino.

Fue una época decadente y muchas otras estrellas del pop se comportaban de una manera parecida. Por ejemplo, a veces, Rod Stewart les hacía saber a las chicas que había terminado con ellas simplemente dejándoles un billete de avión en la cama, así que él tampoco va a ganar ningún premio a la caballerosidad. Pero algo en mi fuero interno me decía que eso no estaba bien.

Yo necesitaba un acompañante guapo, pero a la vez, alguien con quien pudiera hablar. No podía estar solo. No había ni soledad ni reflexión. Tenía que estar rodeado de gente. Era increíblemente inmaduro. En el fondo, seguía siendo un crío de Pinner Hill Road. Los eventos, los conciertos, los discos, el éxito, todo eso estaba muy bien, pero cuando estaba lejos de ello no era un adulto, sino un adolescente. Me equivoqué cuando pensaba que cambiarme el nombre significaba que cambiaría como persona. Yo no era Elton, sino Reg. Y Reg era el mismo de hacía quince años, escondido en su habitación mientras sus padres se peleaban: inseguro, acomplejado por mi aspecto y alimentado por mi propio odio. No quería volver con él a casa por las noches. Si lo hacía, el sufrimiento me consumiría.

Una noche, mientras estaba grabando con la nueva banda en los estudios Caribou, me tomé una sobredosis de Valium antes de irme a la cama. Doce pastillas. No recuerdo con exactitud qué me impulsó a hacerlo, aunque lo más probable es que fuera algún asunto de amores que había acabado mal. Cuando me desperté al día siguiente, sufrí un ataque de pánico, bajé a toda prisa y llamé a Connie Pappas, que trabajaba con John Reid, para decirle lo que había hecho. Mientras hablaba con ella, me desmayé. James Newton Howard oyó cómo me derrumbaba y cargándome por las escaleras me llevó hasta mi habitación. Llamaron a un médico, que me recetó unos tranquilizantes. Con la perspectiva que da el tiempo, aquello me parece bastante raro, teniendo en cuenta que intenté matarme con un puñado de tranquilizantes, pero igual me ayudaron, al menos a corto plazo, pues por lo menos pude completar las sesiones de grabación.

 

El primer concierto con la nueva banda fue en el estadio de Wembley de Londres, el 21 de junio de 1975. Era algo más parecido a un festival de un solo día que a un concierto, se llamaba Midsummer Music. Yo elegí el cartel: una banda que había firmado por nuestro sello, Rocket, llamada Stackridge, Rufus con Chaka Khan, Joe Walsh, The Eagles y The Beach Boys. Todos eran fantásticos. El público los adoraba. En mi actuación principal toqué Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy de principio a fin, las diez canciones. Fue el concierto más grande en el que toqué. Todo estaba perfecto: el sonido, los teloneros, incluso el clima. Y fue un absoluto desastre.

Y aprendí una cosa. Si decides salir al escenario justo después de The Beach Boys —cuyo concierto consistía en prácticamente todos y cada uno de los éxitos del más increíble y admirado de los catálogos de éxitos de la historia de la música pop—, es una mala, malísima idea salir a tocar diez canciones nuevas de un tirón que nadie del público conoce todavía, porque el álbum del que provienen se ha publicado apenas hace un par de semanas. Por desgracia, aprendí esta lección tan vital cuando llevaba tres o cuatro canciones de la actuación de Wembley y noté cierta inquietud entre el público, esa inquietud que sienten los estudiantes durante una clase especialmente larga. Seguimos adelante. El sonido era fantástico (como he dicho antes, tocábamos bien de cojones). La gente empezó a irse. Estaba aterrorizado. Hacía años que el público no me abandonaba. Aquella sensación que tenía en los escenarios de los clubes cuando Long John Baldry insistía en tocar «The Threshing Machine», o hacía su imitación de Della Reese, regresó toda de golpe.

Lo más obvio habría sido cambiar de rumbo y empezar a tocar los éxitos. Pero no podía. Primero, era una cuestión de integridad artística. Y segundo, cuando salí al escenario había dado un discurso altisonante explicando que íbamos a tocar todo el disco. No podía ponerme a tocar de repente «Crocodile Rock» a mitad del concierto. Mierda. Tenía que mantener mi palabra. Ya estaba imaginándome cómo iban a ser las críticas y solo llevaba media hora actuando. Seguimos adelante. Las canciones seguían sonando maravillosamente. Se fue aún más gente. Empecé a pensar en la gran fiesta de celebración después del concierto que había planeado. Iba a estar rebosante de estrellas que se suponía que estarían deslumbradas con mi actuación: Billie Jean, Paul McCartney, Ringo Starr. Genial. Esto es maravilloso de cojones. Estaba metiendo la pata hasta el fondo delante de 82.000 personas y la mitad de los Beatles.

Pasado un tiempo fuimos a por los éxitos, pero fueron demasiado pocos y demasiado tarde, como las críticas indicaron con acierto. Volvimos a Estados Unidos habiendo recibido una lección sobre los peligros de la integridad artística y acerca de que, por mucho éxito que hayas tenido, siempre puedes cagarla.

Cada vez pasaba más tiempo en Estados Unidos, tanto que parecía oportuno alquilar una casa en Los Ángeles, que al final terminé comprando. Encontré una en la parte alta de Tower Grove Drive. Era una casa de estilo colonial español que habían construido para la estrella del cine mudo John Gilbert, donde vivió mientras mantuvo su relación con Greta Garbo. Había una cabaña en el jardín al lado de una cascada, y supuestamente allí dormía Greta Garbo cuando quería estar sola.

Era un barrio agradable, aunque una casa cercana se quemó al poco de mudarme. El fuego comenzó, se supone, porque el propietario estaba cocinando crack, algo que me parecía lo peor. Cuando elaboras drogas en casa significa que eres un yonqui, algo que —con la ayuda de cierta lógica interna extraordinariamente retorcida— yo había decidido que no era, a pesar de algunas pruebas bastante evidentes de todo lo contrario. Solía pasarme toda una noche despierto consumiendo coca, y luego no la tocaba durante seis meses. Así que no era un adicto. Yo estaba bien.

Era una casa bonita, y contraté a un ama de llaves llamada Alice para que estuviera al cuidado de ella y también de mí, cuando estaba de resaca. La llené con todos los objetos que estaba coleccionando —art nouveau, art déco, mobiliario Bugatti, lámparas Gallé, Lalique, pósteres increíbles—, pero yo solo vivía en tres habitaciones: mi dormitorio, el salón de la televisión y la sala del billar. De hecho, para lo que más usaba la sala del billar era para seducir a los tíos. ¡Billar al desnudo! El truco parecía funcionar, sobre todo después de un par de rayas de coca.

Ese fue otro motivo por el que consumía tanta coca: descubrí que era un afrodisíaco, algo extraño, porque a la mayoría de la gente le anula cualquier posibilidad de mantener una erección. Diría que para mí nunca fue un problema. Todo lo contrario. Si tomaba la coca suficiente, podía tenerla dura durante días. Y era una fantasía que me gustaba: encocado, hacía cosas que nunca habría tenido valor de hacer en caso contrario. La coca desinhibe a la gente. A veces, incluso a los tíos hetero. Les ofreces un par de rayas y hacen cosas que no harían ni en un millón de años. Luego se arrepienten por la mañana, me imagino… o a veces incluso vuelven a por más.

Pero nunca me gustó demasiado lo de follar. Yo era un observador, un voyeur. Ajustaba mis perversiones de algún modo, tenía a dos o tres tíos haciendo cosas para que yo mirara. Era de ahí de donde extraía el placer sexual, consiguiendo que un grupo de personas que nunca habrían follado unas con otras hicieran eso, follar unas con otras. Pero yo no participaba, en realidad. Me limitaba a mirar, sacaba Polaroids, organizaba todo. El único problema era que estaba increíblemente orgulloso de mi casa, así que terminaban follando en la mesa de billar mientras yo gritaba cosas como: «¡Cuidado! ¡No te corras encima del tapiz!», lo que cortaba un poco el rollo. Ese poco interés que tenía por el sexo es lo que explica que nunca contrajera el VIH. Si lo hubiera pillado, ahora estaría muerto.

Tower Grove Drive se convirtió en una gran casa para fiestas, el lugar al que todo el mundo iba después de salir de noche. Los Ángeles era el epicentro de la industria musical a mediados de los setenta. Además, en Los Ángeles había unos clubes de ambiente alucinantes: el After Dark y el Studio One. En el primero ponían disco, era bastante underground, y el segundo era un cabaret. Fue ahí donde vi a Eartha Kitt, que me gustaba desde que era un niño, aunque siendo fiel a la verdad, en realidad no vi a Eartha Kitt actuando. Fui hasta el camerino para conocerla antes del concierto, y las palabras con que me recibió fueron: «Elton John. Nunca me ha gustado nada que tenga que ver contigo». Ah, ¿en serio? Bueno, gracias por tu franqueza y tu evaluación honesta. Creo que me vuelvo a casa.

Si Dusty Springfield estaba por ahí, íbamos a la pista de roller derby para ver a los LA Thunderbirds. Era una cosa hortera y fabulosa, todo guionizado, como en la lucha libre, pero a las lesbianas les encantaba; básicamente, eran un montón de bolleras que daban vueltas por la pista sobre patines y se peleaban entre sí. Y dábamos unas comidas y unas cenas estupendas. Franco Zeffirelli vino una vez a almorzar y me confesó que sus amigos más íntimos lo llamaban Irene. Simon and Garfunkel venían a cenar algunas noches y luego jugábamos a las adivinanzas. Eran malísimos. Lo mejor que puedo decir de ellos es que eran mejores que Bob Dylan. Él ni siquiera pillaba el rollo de «¿Cuántas sílabas tiene?». Si lo pienso, tampoco sabía hacer lo de «Suena como». Uno de los mejores letristas del mundo, el mayor poeta en la historia del rock, ¡y parecía que no sabía decirte si una palabra constaba de una o dos sílabas, o con qué rimaba! No tenía remedio, así que empecé a tirarle naranjas. O eso me dijo Tony King al día siguiente, partiéndose de la risa. No es el tipo de llamada telefónica que te gusta recibir cuando estás en plena resaca. «Buenos días, querido; ¿te acuerdas de cuando le tiraste naranjas a Bob Dylan la noche pasada?» Dios mío.

Por Los Ángeles también corría una oscura y rara corriente subterránea. La resaca por los asesinatos de Manson aún se notaba pasados seis años. Habían dejado una sensación extraña de que allí nunca se estaba del todo seguro, incluso en una casa grande en Beverly Hills. En la actualidad, todo el mundo tiene personal de seguridad y cámaras de vigilancia, pero antes no las tenía nadie, ni siquiera los antiguos Beatles, razón por la cual me levanté una mañana y me encontré a una chica sentada en el extremo de mi cama, mirándome fijamente. No podía levantarme, porque siempre duermo desnudo. Todo lo que podía hacer era quedarme sentado gritándole que se fuera de una puta vez. No me dirigió la palabra, simplemente me miraba, lo cual era aún peor que si hubiera hablado. Llegó un momento en que apareció el ama de llaves y la sacó de allí. Me acojonó muchísimo, no había manera de averiguar cómo diantres se había metido en la casa.

En cualquier caso, uno no necesitaba que hubiera ningún merodeador por ahí para estar en guardia ante el lado oscuro de Los Ángeles. Una noche fui a ver tocar a la Average White Band al Troubadour. Eran tan maravillosos que acabé subiendo al escenario para tocar con ellos, arrastrando conmigo a Cher y a Martha Reeves. Después del concierto, me llevé a la banda a un lugar llamado Le Restaurant, en el que servían una comida estupenda y no se extrañaban ante comportamientos extravagantes: la gerencia ni siquiera había palidecido durante la fiesta de cumpleaños de John Reid, lo que dice mucho de su tolerancia, ya que un amigo de John acudió montado en un caballo que le traía como regalo, y que nada más entrar se cagó en el suelo. Estuvimos allí hasta las seis de la mañana. Pasar tiempo con ellos era encantador, eran una joven banda británica a punto de dar el gran salto, que estaban de residentes en el Troubadour y a los que se les nublaba el pensamiento cuando imaginaban lo que sería triunfar en Estados Unidos: me recordaban a mí cinco años antes. Pero dos días más tarde John Reid me llamó por teléfono para decirme que el batería de la Average White Band, Robbie, estaba muerto. Habían ido a otra fiesta a la noche siguiente, en Hollywood Hills, y se habían metido la heroína que les había pasado un indeseable, creyendo que era cocaína. Murió en su habitación de hotel, unas horas después.

Supongo que aquello podría haber pasado donde fuera, pero su muerte parecía engrosar la cuenta de Los Ángeles. A veces parecía un sitio en el que la expresión manida sobre los sueños que se convierten en realidad no era solo eso, sino la expresión de una certeza. Era la ciudad en la que, más o menos, me había convertido en una estrella, en la que había estado de fiesta con mis ídolos, en la que no sé cómo un día terminé tomando el té con Mae West (que, para mi satisfacción, deambulaba por ahí con una sonrisa lasciva diciendo: «Oh, mis vistas preferidas: una habitación llena de hombres», y puesto que los hombres allí presentes éramos John Reid, Tony King y yo, daba la impresión de que sería una velada decepcionante para ella). Pero si no procedías con inteligencia —si dabas un paso equivocado o te rodeabas de malas compañías—, Los Ángeles podía devorarte.

 

 

El alcalde de Los Ángeles, Tom Watson, declaró que del 20 al 26 de octubre de 1975 sería la Semana de Elton John. Entre otras cosas, se iba a añadir mi estrella al Paseo de la Fama de Hollywood, justo a la salida del Grauman’s Chinese Theater. Se habían cerrado dos conciertos en el estadio de los Dodgers con 55.000 entradas vendidas para cada uno. Había tocado para públicos más numerosos —en el estadio de Wembley llegó a haber 82.000, por lo menos hasta que muchos decidieron que ya era suficiente y empezaron a salir por la puerta—, pero los conciertos en el estadio de los Dodgers parecían una especie de cumbre. Era el primer artista al que se le permitía tocar ahí desde el concierto de The Beatles de 1966, aquel en el que el promotor no contrató suficiente personal de seguridad. Hubo una especie de pequeña revuelta al final del concierto de The Beatles, y desde entonces los dueños habían decidido que allí no se harían más conciertos de rock. Para mí, era como una especie de regreso a casa, puesto que mi carrera había arrancado de verdad en el Troubadour cinco años antes.

Así que contraté un vuelo directo en un Boeing 707 a través de Pan Am y me llevé a mi madre y a Derf, a mi abuela y a un montón de amigos desde Inglaterra, junto con todo el personal de Rocket, periodistas, medios de comunicación y el equipo de rodaje para un documental de televisión pensado para su emisión en el programa de Russell Harty. Coincidimos en la pista de despegue junto con Tony King y una flota de Rolls-Royce y Cadillacs: ese tipo de bienvenida que había esperado la primera vez que fui a Estados Unidos, en vez de ese puto autobús de dos plantas. Supongo que fue una acción algo ostentosa, pero quería que mi familia lo viera, quería que todos se divirtieran como nunca, quería que estuvieran orgullosos de mí.

La Semana de Elton John pasó volando. Mi familia hizo excursiones a Disneyland y a los estudios Universal. Hubo una fiesta en el yate de John Reid, Madman, para celebrar el lanzamiento de Rock of the Westies. El gran descubrimiento de mi estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood resultó ser un poco hortera. Yo llevaba un vestido de Bob Mackie de un verde lima estampado con los nombres de otras estrellas del Paseo de la Fama, con un sombrero hongo a juego. Tenía que llegar hasta allí en un carrito de golf dorado con un par de gafas con bombillas y una pajarita colocada en la parte delantera. Soy consciente de que cuando estoy en el escenario no me caracterizo por mi timidez, pero hay un límite para todo. Puede verse el vídeo en YouTube, y si uno se fija en su expresión, verá con claridad lo maravillosa que me parecía la idea. No sé si alguna vez te han conducido lentamente atravesando una multitud de fans histéricos, a plena vista de los medios de comunicación de todo el mundo, en un carrito de golf dorado con un par de gafas iluminadas y una pajarita en la parte delantera, pero si nunca te ha pasado, puedo deciros que es una experiencia martirizante.

Sentí una incomodidad increíble e intenté aligerar la situación poniendo caras raras durante los parlamentos y haciendo bromas cuando me tocó el turno de palabra —«¡Doy por inaugurado este supermercado!»—, pero estaba deseando que se acabara para marcharme. Un poco más tarde me dijeron que en la historia del Paseo de la Fama había sido la primera vez en la que se habían presentado tantos fans al descubrimiento de la estrella que tuvieron que cerrar por completo el acceso a Hollywood Boulevard.

Al día siguiente, invité a mi familia a almorzar en Tower Grove Drive. Como ya había hecho Captain Fantastic, Rock of the Westries alcanzó directamente el número uno en las listas de discos más vendidos de Estados Unidos. Nadie lo había logrado antes —ni Elvis ni The Beatles—, y yo ya lo había conseguido dos veces en el lapso de seis meses. Tenía veintiocho años y era, en aquel momento, la estrella pop más grande del mundo. Estaba a punto de dar los dos conciertos más prestigiosos de mi carrera. Mi familia y mis amigos estaban allí, felices de compartir mi éxito. Y entonces fue cuando decidí que iba a intentar suicidarme otra vez.

Como la vez anterior, no recuerdo exactamente qué me llevó a hacerlo, pero mi familia estaba comiendo, yo me levanté de la mesa que estaba en el borde de la piscina, me fui al piso de arriba y me tragué un puñado de Valiums. Entonces bajé, vestido solo con un albornoz, y les dije que me había tomado un montón de pastillas y que me iba a morir. Y entonces me tiré a la piscina.

No recuerdo cuántas pastillas me tragué exactamente, pero eran muchas menos de las que me tomé aquella noche en los estudios Caribou (señal de que, en el fondo, no tenía ninguna intención real de morirme). Este hecho se me hizo evidente cuando sentí que el albornoz empezó a tirar de mí con su peso. Aunque se supone que estaba en pleno proceso de acabar con todo —y que en teoría estaba convencido de que la vida ya no podía ofrecerme nada más y deseaba una liberación misericordiosa a través de la muerte—, de repente vi que no me apetecía ahogarme. Empecé a nadar de manera frenética hasta el otro extremo de la piscina. Alguien me ayudó a salir. Lo que recuerdo más claramente es la voz de mi abuela: «Ah», dijo. Y entonces, en un tono bastante resentido —sin duda era la voz de una anciana dama de clase media de Pinner que se estaba dando cuenta de que sus maravillosas vacaciones en California estaban peligrosamente a punto de terminarse—, añadió: «Deberíamos volvernos de una vez a casa».

No pude evitar reírme. Quizá esa fuera la respuesta que necesitaba. Yo esperaba un «oh, pobrecito», pero en su lugar lo que recibí fue un: «Te estás comportando como un auténtico gilipollas».

Era una buena pregunta: ¿por qué me estaba comportando como un auténtico gilipollas? Imagino que estaba haciendo algo muy teatral para atraer la atención. Me di cuenta de que, en cierto modo, suena a estupidez, pues estaba viviendo en una ciudad que había declarado aquella semana la Semana de Elton John, estaba a punto de tocar ante 110.000 personas y había un equipo del canal de televisión ITV que estaba realizando un documental sobre mí. ¿Cuánta más atención necesita uno? Pero yo buscaba un tipo de atención distinta. Estaba intentando que mi familia entendiera que algo iba mal, con independencia de lo bien que fuera mi carrera: podría parecer que todo iba genial, podría parecer que mi vida era perfecta, pero no lo era. No podía decirles que creía que estaba tomando demasiadas drogas, porque nunca lo entenderían del todo, no sabían ni lo que era la cocaína. Yo no tenía valor para decirlo: «Mirad, es que no me siento bien del todo, necesito un poco de amor», porque no quería en absoluto que vieran las grietas en la fachada. Yo era demasiado testarudo —y temía demasiado su reacción— para hacer con mi madre un aparte y decirle: «Mira, mamá, necesito hablar contigo, de verdad; no estoy bien, necesito ayuda, ¿qué te parece?». En vez de hacer eso, me lo fui guardando, y me lo seguí guardando todo, hasta que finalmente cuanto llevaba dentro entró en erupción como si fuera el Vesubio y representé ese ridículo intento de suicidio. Así soy yo: todo o nada. No era culpa de mi familia en absoluto y tampoco era culpa mía. Yo era demasiado orgulloso para admitir que mi vida no era perfecta. Era algo patético.

Llamaron a un médico. Rechacé ir al hospital para que me hicieran un lavado de estómago, así que me dio un líquido horrendo, que me hizo vomitar. Tan pronto como eché la papa, me sentí bien: «Vale, ahora estoy mejor. Además, tengo que dar dos conciertos». Sonaba ridículo —era ridículo, de hecho—, pero me levanté muy rápido de mi lecho de muerte: «Vale, he intentado suicidarme, ya está, ¿y ahora qué?». Si alguien allí pensó que todo era muy extraño, se cuidó mucho de decirlo. Y veinticuatro horas más tarde, ya estaba en el escenario del estadio de los Dodgers.

Los conciertos fueron un éxito absoluto. Ahí está la gracia de tocar en directo, al menos para mí. Incluso ahora, con independencia de la situación personal tormentosa que esté pasando, todo queda a un lado. Por entonces, cuando estaba en el escenario me sentía distinto a cuando me bajaba. Era el único momento en el que notaba que tenía el control de lo que hacía.

Fueron acontecimientos importantísimos. Cary Grant estaba entre bambalinas, y era increíblemente guapo. Invité a cantar conmigo a un coro de góspel, el James Cleveland’s Southern California Community Choir. Le pedí a Billi Jean King que saliera a cantar coros en «Philadelphia Freedom». Los guardias de seguridad vestían unos chándales ridículos de una sola pieza, de color lila y con volantes. Hice que el responsable del concesionario de coches de segunda mano más famoso de California, un tipo llamado Cal Worthington, se subiera al escenario con un león (a saber por qué, pero supongo que aquello contribuía al regocijo general). Incluso Bernie salió a saludar al público, algo que nunca sucedía.

Yo llevaba el uniforme y la gorra de los Dodgers pero con lentejuelas, un diseño de Bob Mackie. Me subí encima del piano y daba golpes al aire con un bate de béisbol. Martilleé las teclas del piano hasta que mis dedos se abrieron y sangré. Tocamos durante tres horas y me encantó. Sabía cómo llevar el espectáculo gracias a todos aquellos años que pasé en los clubes, en la banda de Major Lance o tocando con Bluesology para veinte personas; tenía experiencia, así que mis conciertos nunca bajaban de cierto nivel. Pero a veces sucede algo en el escenario: desde el primer minuto empiezas a tocar sintiendo que nada puede salir mal. Como si tus manos se movieran de manera independiente de tu cerebro, no tienes que concentrarte, te sientes libre como un pájaro, puedes hacer lo que quieras. Esos son los conciertos que más deseas, y los del estadio de los Dodgers fueron así, los dos días. El sonido era perfecto, y el clima también. Recuerdo que estaba allí, sintiendo la adrenalina por todo mi cuerpo.

Fue mi momento cumbre, y era lo suficientemente listo para saber que aquello no podía durar, al menos no en ese terreno. El éxito a cierto nivel nunca dura: no importa quién seas o lo grande que seas, tus discos no van a estar entrando directos en el número uno durante toda la vida. Sabía que aparecería alguien más, o que algo pasaría. Esperaba a que llegara ese momento, y pensarlo no me daba miedo. Fue casi una liberación cuando el segundo single de Rock of the Westies, «Grow Some Funk Of Your Own», no llegó a convertirse en un gran éxito. Primero, porque estaba cansado: cansado de giras, cansado de conceder entrevistas, cansado de la catástrofe permanente en que se había convertido mi vida. Segundo, porque nunca me interesó tener singles de éxito. Yo era un artista de álbumes, que hacía discos como Tumbleweed Connection y Madman Across the Water, y de manera inesperada me convertí en una máquina de fabricar singles, consiguiendo éxito tras éxito, ninguno de los cuales se había compuesto con esa intención.

De hecho, una de las pocas veces en que me senté con la intención de escribir un éxito fue a finales de 1975. Estaba de vacaciones en Barbados con un gran grupo de amigos: Bernie estaba allí, Tony King, Kiki Dee, un montón de gente. Se me ocurrió que podía componer un dueto para que lo cantáramos Kiki y yo. Bernie y yo creamos dos canciones. Una se llamaba «I’m Always On The Bonk»: «I don’t know who I’m fucking, I don’t know who I’m sucking, but I’m always on the bonk» («No sé a quién me estoy tirando, no sé a quién se la estoy chupando, pero siempre estoy follando»). La otra era «Don’t Go Breaking My Heart». Compuse la melodía en el piano, se me ocurrió el título y entonces Bernie terminó la letra. No le gustaba nada el resultado, y no es que pueda echarle la culpa: a Bernie no le gustaba, ni le gusta, nada que se parezca al pop superficial. Pero incluso él debe admitir que tenía muchísimo más potencial comercial que «I’m Always On The Bonk».

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