Yo

Yo


Capítulo 7

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Acepté conceder una entrevista a Rolling Stone solo porque estaba mortalmente aburrido. Se suponía que la gira mundial de Elton John de 1976 iba a ser un espacio exento de periodistas. No necesitaba aparecer en los medios para promocionarla, porque todas las fechas se habían agotado al instante. Pero iba a estar atrapado durante dos semanas en una suite del Sherry-Netherland en Nueva York —íbamos a dar una serie de conciertos en el Madison Square Garden— y, salvo estar en el escenario, ya no me quedaba nada más que hacer.

Salir del hotel era difícil. Era agosto, y en Manhattan hacía un calor insoportable, pero aun así había una multitud de fans permanentemente instalada en la puerta. Si conseguía abrirme camino a través de ellos, fuera a donde fuera, también sería un caos. Había llegado a ver señoras ancianas arrojadas al suelo y pisoteadas por la gente que intentaba tan solo verme de refilón, y ver esas cosas no te reconcilia particularmente con la fama. Aun así, intentaba entretenerme de alguna manera. Iba al encuentro, o recibía visitas, de quienquiera que estuviera en la ciudad. Fui a un club de la calle Doce Oeste y visité una emisora de radio llamada WNEW. Me ofrecieron champán, un gesto de cortesía del que rápidamente me arrepentí cuando salimos en antena justo en ese momento y me puse a obsequiar a los oyentes con mi consideración franca, total y completa sobre un crítico de rock llamado John Rockwell, que había escrito una mala crítica de uno de mis conciertos: «Me apostaría lo que fuera a que le huelen los pies. Me apostaría lo que fuera a que sus fosas nasales son como los agujeros de un campo de golf». Me fui de tiendas, aunque ya me había dado cuenta de que había agotado cualquier posibilidad terapéutica de las compras cuando me descubrí comprando un reloj de cuco que, en vez de un cuco, tenía un enorme pene de madera que entraba y salía del agujero cada hora. Se lo di a John Lennon cuando fui a visitarlo. Me pareció que sería un buen regalo para un hombre que ya lo tenía todo. John y Yoko eran incluso peores que yo cuando iban de tiendas. Los diversos apartamentos que poseían en el Dakota estaban tan atiborrados de obras de arte de valor incalculable, antigüedades y ropa que una vez les envié una tarjeta en la que había reescrito la letra de «Imagine»: «Imagine six apartments, it isn’t hard to do, one is full of fur coats, another’s full of shoes». («Imagina seis apartamentos, no es tan difícil, uno está lleno de abrigos de pieles, otro está lleno de zapatos»). Por el amor de Dios, si hasta eran propietarios de rebaños de vacas. Años más tarde pregunté qué había pasado con ellas. Yoko se encogió de hombros y dijo: «Ah, me las quité de encima. No paraban de mugir».

El caso es que, habiéndole entregado a John Lennon un reloj de cuco con un pene, ya no me quedaba nada más que hacer, o al menos nada que quisiera hacer sin que hubiera necesidad de que hospitalizaran a una anciana durante el proceso. Empecé a dar vueltas por el hotel. La banda no tenía ningunas ganas de pasar el rato conmigo, porque los había despedido a todos la noche anterior, justo después de bajar del escenario.

Había sido una gira rara. A nivel comercial, había resultado un gran éxito y, en ciertos aspectos, había sido divertida. Kiki Dee había venido con nosotros para cantar «Don’t Go Breaking My Heart», la cual, a pesar de las profundas dudas que le provocaba a Bernie, había alcanzado aquel verano el número uno a ambos lados del Atlántico. En Gran Bretaña viajamos en coche, visitamos lugares turísticos entre concierto y concierto, nos parábamos para comprar helados y nos metíamos discretamente en los pubs para comer. En Estados Unidos, los conciertos habían sido acontecimientos de gran magnitud: con estrellas de Hollywood entre bambalinas, una gran actuación en Massachusetts para celebrar el Bicentenario de Estados Unidos, el Cuatro de Julio, donde me vestí a modo de la Estatua de la Libertad, y una aparición de Divine como invitada, que estuvo dando vueltas entre los músicos a pesar de que uno de sus altos tacones se había roto justo al entrar en el escenario.

Y conocí a Elvis Presley, en el camerino del Capital Centre en Landover, estado de Maryland, un par de noches antes de que yo tocara allí. Me llevé a Bernie conmigo, y también a mi madre. Creo que tenía su lógica: mamá me descubrió la música de Elvis, así que iba a presentarle ahora a Elvis en persona. Nos acompañaron hasta un camerino lleno de gente: era el que usaban esas estrellas del rock que iban por los sitios tan acompañadas como un jefe de la mafia, pero nunca había visto nada parecido al séquito de Elvis. Estaba rodeado por sus primos, por viejos amigos de Memphis, por gente que parecía haber sido contratada específicamente para acercarle bebidas y toallas. Cuando me abrí camino entre todos para darle la mano, se me rompió el corazón. Algo en él estaba mal, era algo perceptible y desolador. Tenía sobrepeso, estaba canoso y sudaba mucho. Ahí donde deberían estar sus ojos lo que había era dos agujeros negros inexpresivos. Se movía como un hombre que se hubiera despertado de una anestesia general, de manera rara y letárgica. Un churrete de tinte negro le recorría la frente. Estaba completamente ido, no parecía articular con coherencia.

Nuestro encuentro fue tan breve y poco natural que me causó dolor. Estaba deslumbrado y horrorizado a la vez, lo cual no es una buena combinación para tener una charla chispeante. Y Elvis… bueno, nunca llegué a saber si es que Elvis no tenía ni idea de quién era yo —tenía pinta de que no sabía quién era nadie allí—, o si lo sabía perfectamente y no le apetecía verme. Todo el mundo sabía que a Elvis le disgustaba la competencia; corría por ahí un rumor muy loco según el cual, cuando visitó a Richard Nixon en la Casa Blanca, se quejó de The Beatles delante del presidente de Estados Unidos, y, un par de años antes, me contactó su exmujer Priscilla para decirme que su hija Lisa Marie era una gran admiradora mía, y me preguntó si querría conocerla a modo de regalo de cumpleaños. Tomamos juntos el té en mi casa de Los Ángeles. Quizá estuviera enfadado por eso.

Le pregunté si iba a tocar «Heartbreak Hotel» y masculló de una manera que significaba que, con toda certeza, eso no iba a pasar. Le pedí un autógrafo y me fijé en cómo le temblaban las manos mientras sujetaba el bolígrafo. La firma era apenas legible. Entonces nos fuimos a ver el concierto. A veces se percibían cosas brillantes, destellos del artista increíble que fue en su día. Era algo que se daba durante un par de versos de una canción y que se desvanecía al momento. Lo que más recuerdo es cuando le dio pañuelos a las mujeres del público. En el pasado había sido famoso por arrojar pañuelos de seda desde el escenario, un gesto magnificente digno del Rey del Rock and Roll. Pero los tiempos habían cambiado claramente, y aquellos pañuelos eran baratos, como de nailon, no tenían pinta de que fueran a durar mucho. Ni tampoco Elvis, como me indicó mi madre.

«El año que viene estará muerto», me dijo, cuando nos íbamos. Tenía razón.

Durante las siguientes semanas, no pude evitar que el recuerdo de nuestro encuentro me viniera una y otra vez a la cabeza. No era solo que él estuviera mal, aunque eso por sí mismo ya era increíble: lo último que habría esperado cuando conocí por fin a Elvis era sentir pena por él. Era que podía entender muy fácilmente por qué había terminado así, aislado del mundo exterior. Quizá hubiera pasado demasiado tiempo atrapado en hoteles caros sin nada que hacer. Quizá hubiera visto a una señora anciana pisoteada y decidiera que el mundo exterior ya no merecía la pena.

Gracias al éxito de la gira, esta me había resultado demasiado familiar: los estadios, el Starship, los famosos, incluso el repertorio que tocamos. Habíamos grabado un nuevo disco, un álbum doble titulado Blue Moves, pero no se iba a publicar hasta el otoño, y en el concierto de Wembley del año anterior ya había aprendido la lección de lo que sucede cuando tocas material nuevo ante un público que no lo espera. Estaba muy orgulloso del disco, pero la música era compleja y difícil de tocar, algo experimental e influida por el jazz. Y su tono era muy sombrío e introspectivo: Bernie se estaba abriendo en canal a cuenta de su divorcio de Maxine, y yo tenía que acompañar eso con música. Incluso escribí algunas letras yo mismo, los primeros versos de «Sorry Seems To Be The Hardest Word», sobre las secuelas de otro encaprichamiento desastroso por un hombre hetero: «What can I do to make you love me? What can I do to make you care?» («¿Qué puedo hacer para que me quieras? ¿Qué puedo hacer para que te importe?»). Es un gran disco, pero no es exactamente el trabajo de dos personas que gesticulasen de manera ostensible por la calle, desbordados por los placeres de la vida.

Y ese era el auténtico problema de la gira. Las vacaciones en Barbados habían sido geniales, pero ya eran como un recuerdo lejano. Estaba de vuelta en el mismo punto emocional en el que me hallaba cuando me lancé a la piscina en Los Ángeles. Mi madre y Derf me habían buscado una nueva casa, llamada Woodside. Sonaba bien, sin duda —era una casa enorme de falso estilo georgiano en Old Windsor, con quince hectáreas de terreno—, pero no puedo decir con seguridad cómo era de bonita porque apenas pasé tiempo ahí desde que me mudé. Casi al momento le pedí a Derf que me construyera unas estanterías para mi colección de discos y para instalar una pequeña residencia para mis mascotas: un conejo llamado Clarence, una cacatúa llamada Ollie y Roger, un pájaro miná al que alguien había enseñado a decir «¡Vete a la mierda!», una frase que arruinaría su reputación cuando la utilizó delante de la princesa Margarita una vez que la invité a almorzar. Pero tan pronto como llegó Roger y le dijo a todos los presentes que se fueran a la mierda, acepté su consejo: siempre había sesiones de grabación y giras por hacer.

Seguía disfrutando de la música en directo, pero estaba físicamente agotado. Empecé a sufrir ataques, muy parecidos a las convulsiones epilépticas: no a menudo, pero sí lo bastante a menudo para asustarme. Me hicieron una resonancia magnética cerebral, pero el neurólogo dijo que no detectó en mí nada raro, aunque estoy seguro de que si le hubiera dicho qué era lo que me metía por la nariz con regularidad, habría podido dar con un diagnóstico mucho más acertado al momento. Bernie tampoco tenía mucho mejor aspecto. Desde que se divorció, el único momento en que lo veía sin una cerveza en la mano era cuando se echaba una raya de coca. Empecé a sugerirle que se pusiera a escribir canciones para otra gente aparte de para mí. No es que hubiera nada extraño en nuestra relación, ni a nivel personal ni profesional, pero quizá un cambio de aires nos vendría bien a los dos.

Todo esto alcanzó un punto crítico la penúltima noche de la residencia en el Madison Square Garden. En el camerino le dije a la banda que ya no podía seguir. Les pagaría los honorarios de un año a modo de indemnización, pero ya no habría más giras en un futuro inmediato. Hacia el final del concierto murmuré algo sin intención sobre irme durante un tiempo. Justo en el momento de decirlo, ya no sabía si iba en serio o no. Por una parte, estaba claro que no podía seguir así, arrastrándome por el mundo. Me había convencido de que esa era la raíz de todos los problemas. Lo que explicaba por qué estaba reventado, por qué no funcionaban mis relaciones y por qué era infeliz. Por otra parte, me seguía gustando mucho tocar en directo. Y había estado de gira desde los dieciocho años. Era mi trabajo. No conocía ningún otro tipo de vida adulta sin él. ¿Qué haría durante todo el día? ¿Ver a Derf montar estanterías y escuchar a un pájaro miná que me mandaba a la mierda cada diez minutos?

Así que tenía el ánimo por los suelos cuando el periodista de Rolling Stone llegó a mi hotel. Se llamaba Cliff Jahr y llevaba varias semanas dando el coñazo para conseguir una entrevista. Yo no tenía ni idea de que Cliff era un gay orgulloso de su sexualidad que había salido del armario, y que además estaba decidido a descubrir la verdad sobre mi tendencia sexual. No creo que se lo tomara como una cuestión política (sacar a la gente del armario, por entonces, aún no se veía como una forma de golpear a una sociedad represiva). Me parecía que era un autónomo hambriento que buscaba una exclusiva.

Supe más tarde que Cliff había diseñado un plan muy elaborado para sonsacarme la información. Consistía en decir una palabra secreta a modo de código durante la conversación que serviría como señal para que el fotógrafo abandonara la habitación, y en ese momento desplegaría todo su oficio periodístico para conseguir que le confesara mi más oscuro secreto. Pobrecillo, ni siquiera tuvo la oportunidad de poner en marcha su plan meticuloso. Yo saqué el tema antes que él. Me preguntó si estaba enamorado de alguien, que era la peor pregunta que alguien podía hacer en aquel tiempo, a menos que tuviera varias horas libres y el ardiente deseo de llenarlas mientras me escuchaba lamentándome por el estado terrible en el que se hallaba mi vida personal. Empecé contándole lo desesperado que estaba por encontrar a alguien a quien querer. Me preguntaba en voz alta, con cierta desesperación, si las relaciones con las mujeres acaso me durarían más que las que había tenido con hombres. Parecía desconcertado por ello, y en un gesto que le honra, me preguntó si quería que apagara la grabadora y habláramos de manera confidencial. Le dije que no. A la mierda. En verdad, no me parecía gran cosa. Todo el mundo a mi alrededor ya hacía años que había aceptado que yo era gay. Todo el mundo en la industria musical sabía de mi relación con John Reid. Y seguramente no fue una gran sorpresa tampoco para Cliff Jahr, puesto que antes ya le había explicado aquella historia en la que nos expulsaron a Divine y a mí de Crisco Disco. Fijémonos en las pruebas circunstanciales: había intentado entrar en un club gay, que tenía el nombre de un lubricante anal muy popular, con el travesti más famoso del mundo. Que yo no fuera heterosexual no podría decirse que fuera un acontecimiento imprevisto.

Me preguntó si era bisexual y le dije que sí. Habrá quien piense que con aquello estaba esquivando el problema, pero la verdad es que había tenido una relación con una mujer con anterioridad, y tuve una relación con una mujer un tiempo después. Me preguntó si Bernie y yo habíamos sido pareja alguna vez y le dije que no. Surgió el nombre de John Reid y entonces mentí un poco y le dije que nunca había tenido una relación seria con nadie. Tampoco es que fuera de mi interés empezar a sacar a cualquiera del armario en Rolling Stone. Le dije que pensaba que todo el mundo debería ser libre para irse a la cama con quien le diera la gana. «Aunque habría que marcar una línea roja con las cabras», añadí.

En ese instante, John Reid asomó la cabeza por la puerta de repente y preguntó si todo iba bien. No sé si es que lo hizo en el momento más oportuno, o si es que había estado escuchando a través de la puerta en un estado de pánico creciente y, por fin, cuando yo había empezado a hacer chistes sobre bestialismo, ya no pudo aguantar más. Quizá él también había establecido su línea roja con las cabras. Le dije a John que todo iba bien. Y lo decía en serio. No me sentía ni aliviado, ni nervioso, ni orgulloso, o cualquiera de esas cosas que pudieras esperar cuando sales del armario públicamente. En realidad, no sentía nada. Ya me había preocupado todo lo que me tenía que preocupar por mi sexualidad y por lo que la gente pudiera pensar de ella hacía muchos años. Me daba igual.

La gente a mi alrededor no compartía mi actitud. No es que nadie me dijera nada a la cara. Por respeto a la cantidad de dinero que ganaban gracias a mí, y con cuidado de no despertar a nuestro viejo amigo El Mal Genio de la familia Dwight para que hiciera una de sus apariciones estelares, ni siquiera se hubieran atrevido. Pero en el momento en el que salió el tema, tuve la sensación de que tanto John Reid como mi compañía de discos norteamericana estaban en un estado de ansiedad, esperando a ver qué impacto desastroso iban a tener estas revelaciones en mi carrera.

Con el tiempo, las aguas volvieron a su cauce y quedó claro cuál había sido el asombroso alcance del daño que había causado. No pasó nada. Un par de tarados irrumpieron en Rolling Stone y dijeron que iban a rezar para que mi alma pervertida sufriera la ira de Dios y una condenación eterna. Unas pocas emisoras de radio en Estados Unidos anunciaron que nunca más volverían a pinchar mis discos, pero aquello no me molestó lo más mínimo: aun a riesgo de sonar arrogante, tenía la sólida sospecha de que mi carrera saldría adelante de alguna manera sin su ayuda. La gente decía que el artículo en Rolling Stone había conseguido que bajaran mis ventas de discos en Estados Unidos, pero es que mis ventas de discos ya habían empezado a bajar antes. Rock of the Westies puede que llegara al número uno, pero había vendido bastante menos que Captain Fantastic.

En Gran Bretaña, mientras tanto, The Sun canceló un concurso en el que se podían ganar copias de Blue Moves con la excusa de que en la portada —un bonito cuadro que yo tenía de Patrick Procktor en el que salía gente sentada en un parque— no aparecía ninguna mujer y que, por tanto, eso era algún tipo de aterradora propaganda homosexual de la que había que proteger al público. Según su lógica, si un lector de The Sun veía un cuadro en el que aparecían hombres sentados en un parque, entonces se arrancaría su anillo de boda, abandonaría a su mujer y a sus hijos, y se iría corriendo al bar gay más próximo cantando «I Am What I Am» por el camino. Eso es lo más lejos que llegaron las reacciones negativas.

 

 

De hecho, la prensa británica parecía menos interesada en lo que estaba pasando con mi vida sexual que en lo que me estaba sucediendo en la cabeza. En cierto sentido, no puedo echarles la culpa: en el último año eso también estaba llamando mucho mi propia atención. Mi pelo había empezado a clarear a principios de los setenta, pero un tinte indebido que me hice en Nueva York propició, de repente, que la cosa empezara a desaparecer en masa. Impresionado por la manera como la diseñadora de moda Zandra Rhodes variaba su color de cabello para que fuera a juego con sus vestidos, me había estado tiñendo el mío de todos los tonos posibles en una peluquería de Londres durante años sin que aparecieran efectos indeseados. No tengo ni idea de qué me puso la peluquera de Nueva York, pero al poco tiempo el pelo se me caía a puñados. Cuando llegó la gira de 1976, prácticamente no me quedaba nada ahí encima.

Me desagradaba mi aspecto. Hay gente que nace bendecida por un tipo de cara que tiene buen aspecto cuando se queda calva. Pero yo no soy ese tipo de persona. Sin pelo, tengo un aspecto perturbador muy parecido al del personaje de dibujos animados Shrek. Pero parecía que había una solución a mi alcance. Me recomendaron visitar a un hombre llamado Pierre Putot en París, que por lo visto era un gran pionero en el arte de los trasplantes capilares. En aquel momento, los trasplantes de pelo eran tan nuevos que cualquier médico que se preocupara por hacerlos ya contaba como un gran pionero, pero me aseguraron que él era el mejor. Si me sometía a una simple operación, me dijeron, abandonaría su clínica de París convertido en un hombre nuevo, jaleado por las exclamaciones de Incroyable! y Sacre Bleu! por parte de los transeúntes asombrados con mi nueva melena leonina.

No fue exactamente así. Primero, no era un procedimiento sencillo en absoluto. La cosa nos llevó cinco horas. Ya lo había hecho un par de veces, y en las dos me dolió muchísimo. La técnica que utilizaban llevaba el nombre nada atractivo de «cosecha en tiras»: te sacaban tiras de pelo de la parte trasera de la cabeza con un bisturí y las pegaban a la coronilla. El sonido del pelo cuando lo extraían era desconcertante, como el de un conejo al roer lentamente una zanahoria. Abandoné la clínica tras el primer tratamiento tambaleándome por la agonía, di un mal paso cuando intentaba entrar en un coche que me estaba esperando y me golpeé la cabeza contra el marco de la puerta. Fue en ese momento cuando descubrí que por mucho que doliera un trasplante de pelo, no era más que un alfilerazo comparado con la sensación de golpearte la cabeza contra un coche justo después de haberte hecho un trasplante de pelo. Apretándome con fuerza un pañuelo contra el cuero cabelludo sangrante, hice lo único que creía que podía ayudarme a aliviar el dolor que sentía. Le ordené al conductor que me llevara de tiendas.

Para agravar aún más la cosa, el trasplante capilar no funcionó. No tengo claro por qué, pero el pelo no arraigó. No era culpa del médico. Quizá tuviera algo que ver con la cantidad de drogas que yo estaba consumiendo. Quizá tuviera algo que ver con el hecho de que me dijeran que lo único que no debía hacer durante las semanas posteriores a la operación era llevar sombrero, consejo que decidí ignorar por completo basándome en que, sin sombrero, me parecía a ese tipo de cosas que aparecen hacia el final de las películas de terror y que empiezan a cosechar a tiras con un hacha a unos excursionistas adolescentes. Mi cabeza estaba cubierta por costras y cráteres raros. Supongo que podría haber encontrado una solución intermedia, y llevar algo más ligero que un sombrero, como un pañuelo, pero aparecer en público vestido como un adivino gitano me parecía ir demasiado lejos, incluso en mi caso.

Cuando las noticias de aquellos sucesos recientes en la clínica de monsieur Putot llegaron a la prensa, se desató la locura. Nada de lo que había hecho en mi carrera hasta esa fecha parecía resultarles tan fascinante como el hecho de que me hubiera sometido a un trasplante de pelo. Los paparazzi se obsesionaron con conseguir una foto mía sin el sombrero puesto. Podría pensarse que estaba custodiando el secreto de la vida y la felicidad eterna ahí abajo, más que una ligera caída del cabello. Los paparazzi no tuvieron suerte, pues seguí llevando sombrero en público de manera más o menos permanente durante la siguiente década o así. A finales de los ochenta, justo antes de dejar el alcohol, decidí que ya era suficiente, me teñí el poco pelo que me quedaba de rubio platino, y aparecí de ese modo en la portada de mi disco Sleeping with the Past. Después de dejar el alcohol, me hice unas extensiones, una técnica en la que te añaden más pelo al pelo que te queda. Estrené mi nuevo aspecto en el concierto de homenaje a Freddie Mercury. Un cronista indicó que parecía que llevara una ardilla muerta en la cabeza. Fue un comentario miserable, pero tuve que aceptar de mala gana que también tenía parte de razón.

Con el tiempo me rendí y me puse un bisoñé, creado por la misma gente que elaboraba las pelucas para las películas de Hollywood. Es una cosa extrañísima. La gente estuvo completamente obsesionada con mi pelo, o la falta del mismo, durante años. Luego empecé a llevar peluquín y desde entonces nadie ha vuelto a sacar el tema. Dicho esto, tampoco es que un peluquín carezca de inconvenientes. Hace unos años, estaba durmiendo en mi casa de Atlanta y me despertaron unas voces dentro del apartamento. Estaba seguro de que alguien había entrado a robar. Me puse mi bata y salí sigilosamente para ver qué pensaba. Estaba ya a mitad del pasillo cuando me di cuenta de que no llevaba puesto mi pelo postizo. Volví corriendo al dormitorio, diciéndome a mí mismo que si tenía que morir apaleado por unos allanadores de moradas, al menos que no fuera mostrando mi calvicie. Puesto el peluquín, fui hasta la cocina y me encontré ahí con dos obreros que habían venido a reparar una filtración de agua. Se deshicieron en disculpas por haberme despertado, pero a pesar de mi alivio, no pude evitar darme cuenta de que me estaban mirando fijamente. Quizá estaban deslumbrados por mi estrella, pensé, mientras me volvía a la cama. Me detuve en el baño y me di cuenta de que los obreros no se habían quedado impresionados ante la visión del legendario Elton John.

Estaban impresionados ante la visión del legendario Elton John con su peluquín puesto del revés. Tenía un aspecto ridículo, como Frankie Howerd después de una noche muy ventosa. Me quité la cosa aquella y volví a la cama.

 

 

El mundo entero parecía tomarse las noticias sobre mi sexualidad bastante bien, pero yo empecé a preguntarme si quizá hubiera podido encontrar un momento mejor para hacerla pública. Un consejo que le daría a cualquiera que esté planeando salir del armario sería este: que intente asegurarse de que no lo hace justo después de que lo nombren vicepresidente de un club de fútbol británico, a menos que quiera pasar las tardes de sábado escuchado a miles de aficionados del equipo contrario cantando —con la melodía de «My Old Man Said Follow The Van»— la frase: «No te sientes cuando Elton esté cerca, o te meterá la polla por el culo». Supongo que aquí debería incluir un sermoneo deplorando la homofobia de los fans del fútbol a mediados de los setenta, pero tengo que ser honesto. A mí me hacía gracia. Era mortificante, pero divertido. No me sentí ni amenazado ni asustado por ello; sin duda lo hacían con intención jocosa, hay que saber encajar los golpes. Ellos cantaban, y yo simplemente sonreía y les saludaba con la mano.

De hecho, en lo que respecta al Watford FC, tenía problemas mucho más importantes de los que preocuparme que de lo que pudieran cantar los aficionados del equipo rival. Fue un periodista seguidor del Watford quien vino a entrevistarme en 1974 y me dijo por primera vez que el club tenía problemas, y no únicamente en el terreno de juego. Yo aún seguía al equipo con pasión, seguía yendo al campo a verlos jugar siempre que podía, seguía haciéndolo desde The Bend, el mismo lugar en la grada de Vicarage Road donde veía los partidos con mi padre cuando era un niño. Ver los partidos ahí de pie no era lo único que me traía recuerdos de infancia. El Watford continúa siendo un equipo sin remedio, como lo había sido en los años cincuenta, siempre hundido en el último puesto de la clasificación de su liga. Apoyar al equipo me recordaba a cuando era miembro de Bluesology: los quería mucho, pero sabía que nunca llegarían a ninguna parte.

Gracias a ese periodista, ahora sabía que el club también tenía problemas financieros. No tenía dinero porque nadie estaba interesado en ir a verlos perder cada semana. Estaban buscando de manera desesperada alguna manera de conseguir ingresos. Los llamé y les sugerí que quizá podría dar un concierto benéfico en el campo. Estuvieron de acuerdo, y a cambio me ofrecieron la posibilidad de adquirir una participación en el club y convertirme en vicepresidente. Para el concierto, me vestí con un disfraz de abeja —era lo más cercano que pude encontrar a la mascota del club, un avispón de dibujos animados llamado Harry— y me traje a Rod Stewart para que cantara conmigo. Cuanto menos, todo esto le proporcionó a Rod una tarde de risas constantes a costa del césped terrible del campo del Watford —debo admitir que era un vertedero agujereado, todavía con un canódromo que rodeaba la cancha—, de la diferencia abismal entre sus resultados deportivos y los de sus amados Celtic y, sobre todo, de mi nuevo papel como vicepresidente.

«¿Y tú qué cojones sabes de fútbol, Sharon? —me preguntó—. Si tuvieras la menor idea, no apoyarías a estos matados.»

Le dije que se fuera a la mierda. El resto de la directiva tampoco pudo darme una bienvenida mejor. Si les molestaba que estuviera con ellos el único vicepresidente de la liga de fútbol que se presentaba en las reuniones con el pelo teñido de verde y naranja, alzado por encima de todos gracias a sus suelas de plataforma, nunca llegaron a decírmelo. Pero mi presencia tampoco es que significara nada especial en el Watford en sí: el equipo seguía sin tener solución, y el club estaba arruinado. Había un pensamiento que no me podía quitar de la cabeza. Si dar mi apoyo al Watford me resultaba tan frustrante como estar en Bluesology, entonces quizá, como en Bluesology, era yo quien tenía que hacer algo al respecto.

Así que cuando el presidente, un empresario local llamado Jim Bonser, se ofreció a venderme directamente el club en la primavera de 1976, le dije que sí. John Reid estaba furioso, no dejaba de insistir en la sangría que la propiedad de un club de fútbol iba a provocar en mis finanzas. Le dije también que se fuera a la mierda. Era algo que quería hacer. Siempre he tenido un lado competitivo, ya fuera jugando al squash, al tenis de mesa o al Monopoly. Incluso hoy, si juego al tenis, no me basta con golpear unas bolas y hacer algo de ejercicio. Quiero jugar un partido y quiero ganarlo. Así que aceptar el trabajo de presidente se adecuaba a ese aspecto de mi carácter. Me gustaba el reto. Y es más, estaba harto de que se me estropearan los fines de semana porque había perdido el Watford.

Y amaba el club. Ser hincha del Watford era algo que atravesaba toda mi vida, mientras que todo lo demás había cambiado hasta resultar casi irreconocible. Vicarage Road estaba a unos ocho o diez kilómetros de donde yo había nacido. Conectaba con mis raíces, me recordaba que daba igual lo exitoso que fuera, o cuánta fama tuviera, o cuánto dinero hubiera ganado, yo era un chico de clase trabajadora nacido en una casa de alquiler subvencionado en Pinner.

Pero había algo más. Me gustaba estar en el club, porque todo allí era muy distinto del mundillo musical en el que me movía. No había ninguna clase de glamour, ni lujo, ni limusinas, ni el Starship. Ibas en el tren de Grimsby junto con los jugadores, veías el partido, escuchabas a la afición rival cantar sobre tu supuesto deseo insaciable de meterle el pene a quien hubiera por ahí cerca por el culo, y entonces volvías a casa en tren portando una caja de pescado local que los directivos del Grimsby te habían regalado al final del partido.

Allí no había falsedad. Cuando alcanzabas cierto nivel de éxito en el negocio de la música, te dabas cuenta de que mucha gente a tu alrededor empezaba a decirte lo que creía que querías escuchar, más que lo que ellos realmente pensaban. Nadie quería molestarte, nadie quería que se hundiera el barco. Pero en Watford la cosa no era así. El personal y los jugadores eran amables y respetuosos, pero no tenían ningún interés en masajearme el ego. Me decían sin problemas si mi último disco les había dado igual —«¿Por qué no haces otra canción como “Daniel”? A mí me gustaba esa»— o si les parecía que el abrigo que llevaba me daba un aspecto ridículo. Me quedó claro que no se me trataba con ningún miramiento especial solo porque fuera Elton John el día que decidí apuntarme a un partidillo de cinco contra cinco con el equipo. Cada vez que pillaba la pelota, venía un jugador del Waftord del equipo contrario y me hacía una entrada, y al momento volvían a tener la posesión de la pelota mientras yo volaba por los aires a gran velocidad, de espaldas, a modo de preludio de un duro aterrizaje de culo.

No había ningún mal comportamiento, ni ningún agasajo de diva hacia mí. Tenía que aprender a perder, a dar la mano a los capitanes del equipo contrario cuando nos ganaban. No podía perder los nervios, ni bajar la cabeza, ni podía beber ni drogarme, porque no estaba ahí en mi condición de gran estrella a la que había que conceder todos sus deseos, sino como representante del Watford Football Club. Solo infringí las reglas una vez. Me presenté durante el partido del 26 de diciembre con resaca tras una noche entera esnifando coca y empecé a servirme whisky del que había en la sala de juntas. Al día siguiente, me regañaron como nunca, ese tipo de reprimenda que nadie se habría atrevido a darme: «¿Pero tú qué coño te crees que haces? Te estás abandonando y estás dejando tirado al club».

El hombre que había hablado era Graham Taylor, el nuevo entrenador, a quien había convencido personalmente para que se uniera al Watford en abril de 1977. Tenía treinta y dos años cuando lo conocí —era joven para ser un entrenador de fútbol— y me recordaba a Bernie. Como Bernie, era de Lincolnshire. Como Bernie, quiso asumir un riesgo conmigo. Para ser entrenador de un equipo tan menor como el Watford, Graham estaba bastante bien pagado, pero a nivel profesional, aceptar el trabajo era para él como bajar un escalón. Había conseguido que su equipo anterior, el Lincoln City, subiera a tercera división, y se suponía que su siguiente paso sería hacia un equipo más grande, y no de regreso al fondo. Pero, como pasó con Bernie, conecté con él al momento y, como con Bernie, no interferí en lo que él hacía, simplemente le dejaba que hiciera su trabajo.

Y, como con Bernie, cuando las cosas empezaron a ir bien, fueron mejor de lo que jamás hubiéramos imaginado. Graham era un entrenador increíble. Unió un vestuario fantástico a su alrededor. Bertie Mee vino del Arsenal para ser su ayudante, un veterano que había sido jugador en los años treinta y que se sabía todos los secretos del juego. Eddie Plumley llegó desde el Coventry como director ejecutivo. Graham contrató a nuevos jugadores y dio oportunidades a varias jóvenes promesas alucinantes. Fichó a John Barnes, de dieciséis años: uno de los grandes jugadores de Inglaterra, y Graham lo consiguió por el precio de un nuevo uniforme de fútbol. Convirtió a juveniles como Luther Blissett y Nigel Callaghan en jugadores estrella. Les hacía entrenar más duro que nunca para que jugaran un fútbol emocionante: dos delanteros centro grandes, dos extremos veloces, un gran ataque, muchos goles; lo que significaba que la gente quería venir al campo a vernos. Hizo quitar la pista del canódromo y construyó nuevas gradas y un espacio familiar, un lugar específicamente diseñado para que los padres pudieran llevar a sus hijos a ver el partido con toda seguridad. Todos los equipos tienen uno ahora, pero el Watford lo hizo primero.

Todo esto costaba dinero, lo que significaba que John Reid seguía quejándose. Me daba igual. Yo no era un empresario que estuviera poniendo dinero en el club a modo de inversión financiera. Yo llevaba al Watford en la sangre. Estaba obsesionado hasta tal punto que incluso me volví supersticioso —si teníamos una racha ganadora, ni me cambiaba de ropa ni vaciaba los bolsillos— y era tan locamente entusiasta que incluso convencía a la gente para que se hiciera seguidora del Watford. Logré que mi viejo amigo Muff Winwood dejara de ser aficionado del West Brom para que entrara en la directiva del Watford. Fui a diferentes plenos del ayuntamiento e intenté sin resultado que nos permitieran construir un nuevo estadio en las afueras de la ciudad. Después de los partidos, iba hasta el Club de Aficionados, un pequeño edificio al lado de la construcción principal, me reunía con hinchas del Watford y escuchaba lo que me tuvieran que decir. Quería que supieran que me preocupaba de verdad por el club, que contábamos con ellos, que sin los aficionados el Watford no era nada. Organicé grandes fiestas para los jugadores, el equipo técnico y sus familias en Woodside, con partidillos de cinco contra cinco y carreras de esas en las que llevas una cuchara en la boca y haces equilibrios con un huevo. Compré un Aston Martin, hice que lo pintaran con los colores del Watford —amarillo con una raya roja y otra negra justo en la mitad— y acudía en él a los partidos fuera de casa: lo llamé el Coche del Presidente. No me di cuenta de cuánto había llamado la atención hasta que me presentaron al príncipe Felipe. Estábamos manteniendo una conversación educada, cuando de repente él cambió de tema.

—Tú vives cerca del castillo de Windsor, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Has visto alguna vez a ese maldito idiota que va por la zona con ese coche horrible? Es de color amarillo brillante, con una raya ridícula. ¿Lo conoces?

—Sí, alteza. De hecho, soy yo mismo.

—¿En serio?

No me dio la impresión de que la noticia le hubiera pillado por sorpresa. De hecho, parecía satisfecho de haber encontrado al fin al idiota en cuestión, pues así podría darle un consejo: «¿Cómo demonios se te ocurre? Es ridículo. Te hace quedar como un puto loco. Quítatelo de encima ya».

Si el Coche del Presidente no podía hacerme llegar a los partidos a tiempo, entonces alquilaba un helicóptero. Si no podía ir a los partidos porque estaba en el extranjero, llamaba al club y conectaban mi llamada a la emisora del radio del hospital local, que retransmitía el partido: en algún lugar de Estados Unidos, antes de un concierto, la banda podía oír mis gritos en el camerino, yo solo, histérico porque habíamos ganado al Southampton en una eliminatoria de la Copa. Si estábamos en Nueva Zelanda, me levantaba en plena noche a escuchar la radio. Si el partido coincidía con el comienzo de un concierto, retrasaba la hora de salida. Me encantaba: la emoción de los partidos, el sentimiento de compañerismo, de ser parte de un equipo en el que teníamos la sensación de que todos remábamos en la misma dirección, tanto los jugadores como las señoras que preparaban el té. Nunca podría haberme comprado la felicidad que me proporcionó el Watford, aquello no tenía precio.

Además, tampoco estaba arrojando el dinero a un pozo sin fondo. Podía ver los resultados de mis gastos. El Watford empezó a ganar y seguía ganando. Una temporada después, ya estábamos en tercera división. Después de dos temporadas, subimos a segunda. En 1981, el Watford subió a primera división por primera vez en su historia. Al año siguiente fuimos subcampeones, el segundo mejor equipo de Gran Bretaña. Eso significaba que íbamos a jugar la Copa de la UEFA contra los mejores equipos de Europa: el Real Madrid, el Bayern de Munich, el Inter de Milán. Aquello era lo que le había dicho a Graham que quería para el club durante nuestra primera reunión. Él me miró como si estuviera loco y empezó a decirme que bastante suerte tendríamos si aguantábamos en cuarta división con el equipo que teníamos —«Tienes una puta jirafa de delantero centro»—, antes de darse cuenta de que yo lo decía muy en serio y que estaba preparado para poner mi plan en práctica. Sacamos la conclusión de que seguramente nos llevaría unos diez años. El Watford lo hizo en cinco.

Y entonces, en 1984, llegamos hasta la final de la FA Cup. Se trata de la competición más antigua y prestigiosa en Gran Bretaña: juegas en el estadio de Wembley, ante 100.000 aficionados. Estaba acostumbrado a que al Watford le fueran bien las cosas —es curioso cómo te acostumbras al éxito tras varias décadas de fracasos—, pero antes del inicio del partido vi con claridad lo lejos que habíamos llegado, pasando de ser un pequeño club sin remedio al que nadie iba a ver jugar, y del que se reía la gente, a terminar siendo lo que éramos. La banda de música se arrancó con «Abide With Me», el himno tradicional de la FA Cup, y ahí sucedió: me puse a llorar ante las cámaras de la BBC. Al final, aquel fue el momento cumbre del día. El Everton nos ganó 2 a 0. Tendría que haber sido un partido con un resultado más ajustado, deberían haberles anulado un gol, pero también es cierto que jugaron mejor que nosotros. Yo estaba cabreado, pero aun así dimos una fiesta para el equipo: había sido una gesta fantástica.

Mientras observaba al público de Wembley antes de que empezara el partido, me sentí igual que cuando me subí al escenario del estadio de los Dodgers. Y, como en los conciertos del estadio de los Dodgers, creía saber que aquello iba a ser algún tipo de momento culminante, que ya nunca sería mejor que aquello. Estaba en lo cierto. Un par de años más tarde, Graham se fue para convertirse en entrenador del Aston Villa. Fiché a un entrenador llamado Dave Bassett para sustituirlo, pero no funcionó: no había química, no encajó en el equipo. Empecé a pensar que yo también debería haber dejado el Watford cuando lo dejó Graham. Seguía queriendo al club, pero haber estado juntos había sido un acto mágico, un momentáneo golpe de buena suerte, y ya no podía volver a conjurar la misma magia sin él.

Llegado cierto momento, vendí el Watford a Jack Petchey, un multimillonario que había hecho su fortuna con los coches. Siente años más tarde, volví a recuperar un montón de acciones del club y me erigí en presidente de nuevo. Jack era más un empresario que alguien que sintiera de verdad los colores, y me parecía que estaba haciendo un destrozo en el club; el Watford había bajado a segunda división. Lo hice solo porque Graham aceptó volver también como entrenador. El equipo fue bien, pero no fue igual que la primera vez, ya no teníamos por delante aquel reto increíble de levantarnos desde lo más hondo. Al final, Graham volvió a marcharse y, esta vez, yo también me fui. Dimití como presidente para siempre en 2002. De una forma extraña, nuestra colaboración continuó de manera silenciosa. Justo hasta su muerte, en 2017, seguía llamando todo el rato a Graham para hablar sobre el equipo: cómo estaban jugando, qué pensaba del último entrenador. Por muchos éxitos que consiguiera Graham Taylor en el fútbol, nada le hizo dejar de querer al Watford.

Estoy enormemente orgulloso de lo que logramos juntos, pero le debo al Watford mucho más de lo que el equipo me debe a mí. Fui presidente durante el peor período de mi vida: años de adicciones e infelicidad, relaciones fracasadas, negocios ruinosos, juicios, una zozobra continua. Mientras pasaba todo eso, el Watford era para mí una fuente constante de felicidad. Cuando sentía que no había amor en mi vida personal, sabía que tendría el amor del club y de los aficionados. Me dio algo más en lo que concentrarme, una pasión que podía apartar mi atención de todo lo que iba mal. Por razones obvias, hay momentos de los ochenta de los que no guardo ningún recuerdo —si ya me cuesta recordar lo que pasó el día anterior, imaginaos lo que pasó hace treinta años—, pero todos los partidos del Watford que vi están permanentemente fijados en mi memoria. La noche en que eliminamos al Manchester United de la Copa de la Liga en Old Trafford, cuando aún estábamos en tercera: dos goles de Blissett, los dos de cabeza, y los periódicos que nunca se molestaban en escribir acerca del Watford llamándonos al día siguiente «los Rocket Men de Elton John». La noche de noviembre de 1982 cuando jugábamos como visitantes ante el Nottingham Forest en la Milk Cup. Nos ganaron 7 a 3, pero me pareció que había sido uno de los mejores partidos de fútbol que había visto en mi vida, y el legendario entrenador del Forest, Brian Clough, estaba de acuerdo conmigo, antes de dirigirse a Graham para decirle que él nunca permitiría que el presidente de su club se sentara en la puta línea de banda como yo lo había hecho. Si no hubiera tenido el club de fútbol, Dios sabe qué hubiera sido de mí. No exagero cuando digo que estoy convencido de que el Watford quizá me salvó la vida.

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