Yo

Yo


Capítulo 8

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Cuando volví a casa en otoño de 1976, y en teoría ya retirado de los conciertos, me preparé para comenzar con la rehabilitación de Woodside. Había una casa en la misma zona en la que estaba Old Windsor que databa del siglo XI —se construyó originalmente para el médico de Guillermo el Conquistador—, pero sufría continuos incendios: la última versión la levantó Michael Sobell en 1947, que hizo una fortuna produciendo radios y televisores. Se construyó en un estilo falso georgiano, pero cuando emprendí las reformas decidí evitar cualquier tipo de decoración estilo regencia o palaciega en favor de un estilo conocido entre los especialistas en diseño de interiores como Estrella del Pop de Mediados de los Setenta Drogado Se Vuelve Loco. Había máquinas del millón, gramolas, palmeras de bronce y demás objetos curiosos por todas partes. Había lámparas de Tiffany al lado de un par de botas Doc Marten de más de un metro de alto que había llevado cuando canté «Pinball Wizard» en la película de The Who, Tommy. En las paredes, aguafuertes de Rembrandt peleaban por su espacio entre discos de oro y cosas que me habían enviado. Tenía una cancha de fútbol cinco contra cinco construida en el mismo terreno y una discoteca completamente equipada justo a la salida de la sala de estar, con luces, bola de espejos y cabina de DJ, además de un par de altavoces enormes. Una habitación acogía una réplica del trono real de Tutankamón. Tenía altavoces puestos de cualquier manera en el exterior de la casa, conectados con el equipo de sonido que había en mi dormitorio. Cuando me despertaba, hacía sonar una fanfarria por los altavoces para que cualquiera que estuviera en la casa supiera que yo estaba al caer. Me pareció que era algo divertidísimo, una broma con un no sé qué teatral, pero, por lo que fuera, los invitados que no estaban preparados para semejante fanfarria tendían a reaccionar con expresión pensativa, como valorando la posibilidad de que el éxito hubiera afectado a mi juicio.

En el terreno había un invernadero de naranjos que se había transformado en un piso independiente con su propio jardín, y ahí decidí instalar a mi abuela. Su segundo marido, Horace, había muerto y no me gustaba la idea de que viviera sola a sus setenta años. Se pasó el resto de su vida allí, hasta su fallecimiento en 1995. Me pareció que aquello implicaba cierta belleza circular. Yo había nacido en su casa, ella murió en la mía, aunque su vida fue muy autosuficiente. Siempre fue una mujer independiente y no quería privarle de eso. Ella vivía tras las puertas de Woodside, así que sabía que estaría segura, pero llevaba su propia vida, tenía sus propios amigos. Me podía pasar de visita siempre que quisiera, pero también podía mantener la locura de mi vida al margen, y protegerla de todos aquellos excesos y estupideces. Y parecía ser feliz allí, deambulando por el jardín. Estaba quitando las malas hierbas de las lindes cuando llegó la Reina Madre a Woodside para almorzar; nos caímos muy bien cuando nos conocimos en la casa de Bryan Forbes, y me habían invitado a cenar en el Royal Lodge de Windsor. Te lo pasabas bomba con ella. Después de comer, insistió en que bailáramos mientras sonaba su disco preferido, que resultó ser una vieja canción irlandesa de borrachos titulada «Slattery’s Mounted Fut»: creo que Val Doonican llegó a grabar una versión.

Así que, habiendo disfrutado de la experiencia surrealista de haber bailado una canción irlandesa de borrachos con la Reina Madre, no me pareció que fuera peligroso que la invitara a almorzar. Me dijo que había sido amiga de la familia que había vivido en Woodside antes de la guerra, y me pareció que le gustaría volver a ver la casa. Cuando aceptó, decidí que sería divertidísimo evitar decirle a mi abuela quién iba a aparecer. Simplemente, le pedí que se acercara:

—Ven aquí, abuelita, hay alguien que quiere conocerte.

Por desgracia, a mi abuela no le pareció divertido en absoluto. Y cuando la Reina Madre se marchó, se puso como una furia.

—¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Tenerme ahí, hablando con la Reina Madre con esas malditas botas de agua puestas y los guantes de jardinería! ¡Nunca en mi vida me había sentido tan avergonzada! ¡No me vuelvas a hacer algo así nunca más!

Contraté personal para el mantenimiento de Woodside. Un tipo que se llamaba Bob Halley fue, en un principio, mi chófer, y su mujer Pearl era el ama de llaves: una mujer encantadora, pero, como descubrí más tarde, incompetente en la cocina. Había un par de limpiadores y un asistente personal llamado Andy Hill. Era el hijo del propietario de Northwood Hills, el pub en el que tocaba el piano cuando era un muchacho, y lo contraté sobre todo porque me parecía atractivo; cuando se me pasó el capricho, me di cuenta de que no era la persona adecuada para el trabajo. Supongo que aprendí una lección. Más tarde le di el trabajo de asistente personal a Bob Halley.

Le pedí a mi madre que viniera para que gestionara la casa, lo que resultó ser un terrible error. Era muy buena llevando las cuentas, pero manejaba el lugar con puño de hierro. Percibí un cambio en su comportamiento. Todavía era feliz con Derf, pero parecía como si estuviera regresando a su manera de ser antes de conocerlo: temperamental, de trato difícil, siempre estaba discutiendo, para ella nada estaba bien nunca. Pensaba que si me la traía a trabajar conmigo nos acercaríamos de nuevo, como habíamos estado en Frome Court cuando Bernie y yo empezamos a trabajar. Pero no. Era como si la felicidad que le había dado mi éxito se hubiera extinguido. Era como si odiara cualquier cosa que yo hiciera. Había un constante chorreo de críticas molestas por su parte: no le gustaba cómo vestía, ni mis amigos ni la música que hacía. Y había muchas discusiones por el dinero. Supongo que haber vivido la guerra y el racionamiento había hecho que arraigara en ella una manera de ser frugal y el deseo de no malgastar nada. Pero, como supongo que ya ha quedado suficientemente claro, no es así como yo me comporto a la hora de gastar. Me empecé a cansar de que se me cuestionara por cualquier nueva adquisición, de tener que discutir con ella cada vez que le compraba un regalo a alguien. Sentía como si no pudiera librarme de ella, como si no tuviera vida privada. Te levantas por la mañana después de haber dormido con alguien, y la primera persona con la que te topas acompañado por tu última conquista es con tu madre, blandiendo una factura delante de tus narices y preguntándote: «¿Por qué te has gastado tanto dinero en un vestido para Kiki Dee?». Es sencillamente raro. Le quita todo el brillo a lo que queda de la atmósfera de felicidad poscoital. O peor aún, tenía el mal hábito de ser sumamente maleducada con el resto del personal de la casa, los trataba como mierda, como si ella fuera la dama de la mansión y ellos sus sirvientes. Yo siempre tenía que estar arreglando las cosas cuando perdía los nervios y le gritaba a alguien. Con el tiempo, la situación se hizo demasiado claustrofóbica y tensa. Ella y Derf se mudaron a la costa sur, lo cual fue, si he de ser sincero, un alivio.

Estaba solo en la cama en Woodside, un domingo por la mañana, medio viendo la televisión, cuando un tipo con el pelo de un naranja brillante apareció de repente en la pantalla y dijo que Rod Stewart era un viejo cabrón inútil. No estaba prestando demasiado atención, pero aquello captó mi interés de inmediato: si alguien estaba tratando a Rod como escoria, eso no me lo podía perder. Se llamaba Johnny Rotten, llevaba una ropa alucinante, y me pareció que era la hostia (como un cruce entre un joven airado y una reinona rencorosa, en verdad ácido e ingenioso). Lo estaba entrevistando una mujer llamada Janet Street-Porter para hablar sobre la boyante escena punk en Londres. Ella también me gustaba, era irónica y atrevida. Siendo del todo justo con Rod, me pareció que a Johnny Rotten no le gustaba nada, y estaba más que seguro que yo también le parecería un viejo cabrón inútil. En cualquier caso, tomé nota mental de que tendría que llamar a Rod más tarde, solo para asegurarme de que estaba al corriente. «Hola, Phyllis, ¿has visto la televisión esta mañana? Salía esta nueva banda llamada Sex Pistols y, no te lo vas a creer, han dicho que eres un viejo cabrón inútil. Esas fueron las palabras exactas: “Rod Stewart es un viejo cabrón inútil”. ¿No te parece terrible? Si solo tienes treinta y dos años… Qué desconsideración».

En realidad, me daba igual lo que pensaran de mí. Me encantaba el punk. Me encantaba su energía, su actitud y su estilo, y me encantaba que mi viejo amigo Marc Bolan declarara inmediatamente que él ya lo había inventado veinte años atrás; esa era la respuesta más propia de Marc que pudiera imaginarme. El punk no me causó ninguna conmoción —había vivido el escándalo y la convulsión social que había provocado el rock and roll en los cincuenta, así que era virtualmente inmune a la idea de que la música pudiera causar indignación—, y no me sentí amenazado y tampoco obsoleto por su irrupción. No me imaginaba que los fans de Elton John fueran ahora a quemar sus copias de Captain Fantastic para ir al Vortex y escupir a The Lurkers. E, incluso si así fuera, aquello ya estaba fuera de mi alcance: no era una moda musical a la que tuviera intención de apuntarme. Eso sí, me parecía que The Clash, Buzzcocks y Siouxsie and The Banshees eran fantásticos. Me parecía que Janet Street-Porter también era fantástica. El día después del programa la localicé por teléfono y la invité a almorzar, y ya está: hemos sido buenos amigos desde entonces.

Aunque el punk no me afectó de manera directa, sí que lo sentí como si fuera una señal de que las cosas estaban cambiando. Otra señal más de que las cosas estaban cambiando. Empezaban a aparecer muchas. Había dejado de trabajar con Dick James y DJM. Mi contrato con ellos venció justo después de la publicación de Rock of the Westies. Aún conservaban el derecho de publicar un disco en directo, que se tituló Here and There y lo detestaba (no porque la música fuera mala, sino porque estaba hecho a partir de viejas grabaciones de 1972 y 1974, y su única razón de ser era la de hacer dinero). Y eso fue todo. Decliné firmar un nuevo contrato con ellos y me centré en mi propio sello, Rocket. John Reid murmuraba con tristeza que Dick nos había estado estafando durante años. Pensaba que los contratos que Bernie y yo habíamos firmado en los años sesenta eran abusivos, que los porcentajes de regalías que recibíamos eran muy bajos, que había algo que olía mal en cuanto al reparto de los beneficios por las ventas en el extranjero. Cuando DJM, sus administradores y sus subsidiarios en otros países se habían hecho con su parte, Bernie y yo solo recibíamos quince libras de cada cien que ganábamos. Esa era exactamente la práctica habitual en el negocio musical por entonces, pero las prácticas habituales de aquel entonces no estaban bien. Todo terminó derivando en un juicio a mediados de los años ochenta, que ganamos. Detestaba tener que llegar hasta ahí, porque quería a Dick, nunca podré decir nada malo sobre él a nivel personal. Y aun así, sentía que era lo correcto: la industria tenía que cambiar su manera de tratar a los artistas. Dick sufrió un infarto poco tiempo después, y su hijo Steve me hizo responsable de su muerte. Fue algo muy feo, muy triste. No era así como tenía que haber terminado mi relación con Dick.

Además de dejar DJM, Bernie y yo acordamos tomarnos un descanso en nuestro trabajo conjunto. No hubo ninguna discusión, ni ningún desencuentro. Nos parecía que era lo mejor que podíamos hacer. Habíamos estado vinculados el uno al otro durante diez años, y era bueno que parásemos antes de que nuestra sociedad se convirtiera en una rutina improductiva de la que no pudiéramos escapar. No quería que termináramos como Bacharach y David, que trabajaron juntos hasta que ya no se pudieron soportar más. La única vez que Bernie había hecho algo sin mí fue cuando grabó un disco en solitario, en el que leía sus poesías por encima de un fondo musical tocado por Caleb Quaye y Davey Johnstone. Lo publicó Dick James, y justo después nos convocó para una reunión ridícula en la que no dejaba de insistir en que debería contar con Bernie como telonero en mi siguiente gira por Estados Unidos: «¡Es muy bueno leyendo sus poemas! ¡A la gente le va a encantar!». Yo no comprendía cómo podía pensar Dick que esa era una buena idea, a menos que hubiera contratado en secreto una póliza para asegurar la vida de Bernie y tuviera la esperanza de recibir una cuantiosa indemnización cuando lo asesinaran en el escenario. El público de rock norteamericano en los años setenta podía ser muchas cosas, pero no estaba preparado para escuchar a un hombre recitando sus poemas acerca de su infancia en Lincolnshire durante cuarenta y cinco minutos, por muy maravillosos que fueran los poemas. Hice hincapié en lo duro que le resultaba a Bernie salir al escenario para saludar al final de los conciertos para encima tener que actuar en solitario como telonero con un proyecto de poesía experimental, y gracias a Dios abandonamos la idea.

En cualquier caso, Bernie ya había empezado a volar en solitario. Hizo un disco con Alice Cooper, un gran trabajo conceptual sobre el alcoholismo de Alice y su reciente paso por la desintoxicación. Contó con la participación de nuestro antiguo bajista, Dee Murray, y Davie Johnstone tocó la guitarra. Era un buen disco. Me dejó impresionado. Así que ¿por qué me sentía tan raro cuando miraba los créditos y veía el nombre de Alice Cooper al lado del de Bernie, en vez del mío? En realidad, no había nada raro en lo que sentía. Estaba muy claro. Detestaba tener que admitirlo, pero lo que sentía eran celos.

Me quité aquello de la cabeza. Después de todo, tenía un nuevo socio en la composición, Gary Osborne, a quien había conocido cuando escribió la letra en inglés de «Amoureuse», la canción francesa con la que Kiki Dee consiguió por fin un éxito. Era todo lo contrario que trabajar con Bernie —Gary quería que yo escribiera la música antes de que él empezara con la letra—, pero nos salieron muy buenas canciones juntos: «Blue Eyes», «Little Jeannie», una balada titulada «Chloe». Y nos hicimos muy buenos amigos. Tan cercanos éramos que fue a Gary y a su esposa, Jenny, a quienes llamé un día de Navidad, llorando, cuando mi novio de entonces perdió misteriosamente el vuelo desde Los Ángeles que le había reservado. Fue otra elección de pareja desastrosa incluso para lo que en mí era habitual: este decidió que, en el fondo, no era gay y se fugó con una azafata que trabajaba en el Starship. Y nunca me dijo nada. Simplemente, se esfumó. Su avión aterrizó en Heathrow, él no estaba dentro, y jamás volví a saber de él. Quizá debería haberlo visto venir, pero, si he de ser sincero, no me pareció que fuera demasiado hetero cuando estaba en la cama conmigo. Yo me hallaba en un estado lamentable, solo en casa, sentado con un montón de regalos sin abrir a mi alrededor y un pavo todavía por asar como única compañía: en previsión de unas navidades tranquilas y románticas, le había dado la semana libre a todo el personal de Woodside. Gary y Jenny hicieron un cambio de planes y acudieron en coche desde Londres para estar conmigo. Eran una pareja encantadora.

Y, sin duda, no trabajar con Bernie también tenía sus ventajas. Podía experimentar con la música de maneras completamente nuevas. Volé a Seattle para grabar unas cuantas canciones para un EP con el productor Thom Bell, el hombre que había hecho los discos de soul de Filadelfia que me habían inspirado para «Philadelphia Freedom». Me hizo cantar en un registro más grave del que había utilizado hasta entonces y envolvió las canciones en lujosos arreglos de cuerdas. Veintisiete años más tarde, uno de los temas que grabamos, «Are You Ready For Love», llegó a ser número uno en Gran Bretaña, lo cual dice mucho de lo atemporal que es el sonido de Thom. Después de aquello escribí unas cuantas buenas canciones con el cantante new wave Tom Robinson. Una se llamaba «Sartorial Eloquence», un título que mi compañía de discos norteamericana decidió que el público de Estados Unidos no iba a entender porque era muy tonto, así que insistieron en retitularla como «Don’t Ya Wanna Play This Game No More», que la verdad es que carecía de la misma calidad poética. Otra de las piezas de Tom, «Elton’s Song», distaba mucho de lo que Bernie habría hecho, era una representación melancólica de un colegial gay enamorado de uno de sus amigos. La escribí con Tim Rice, que había estado batiendo récords y ganando premios durante todos los setenta con Jesus Christ Superstar y Evita, los musicales que había escrito con Andrew Lloyd Webber. En aquel momento solo se publicó una de las canciones que compusimos —«Legal Boys», que apareció en 1982 en mi álbum Jump Up!—, pero décadas más tarde terminó siendo una de las colaboraciones musicales más importantes de mi carrera.

Y, en una ocasión, compuse completamente yo solo por primera vez. Un domingo en Woodside, apagado y con resaca, escribí una pieza instrumental que reflejaba mi estado de ánimo en la que no dejaba de repetir una única frase por encima: «Life Isn’t Everything» («La vida no lo es todo»). A la mañana siguiente me enteré de que un chico llamado Guy Burchett que trabajaba para Rocket había muerto en un accidente de moto prácticamente en el mismo momento en el que yo estaba escribiendo la canción, así que la titulé «Song For Guy». Era muy distinta a todo lo que había hecho antes, y mi sello norteamericano rechazó publicarla como single —aquello me enfureció—, pero fue un gran éxito en Europa. Años más tarde, cuando conocí a Gianni Versace, me dijo que era su canción favorita de entre todas las mías. No dejaba de decirme que le parecía maravillosamente valiente. Me pareció que estaba exagerando; sin duda era diferente, pero tampoco la habría descrito como valiente. Al cabo de un rato empezó a quedarme claro que Gianni pensaba que era maravillosamente valiente porque había leído mal el título y creía que se titulaba «Song For A Gay».

Algunos de mis experimentos, de todos modos, quizá debieron haberse quedado en el laboratorio. Los videoclips todavía eran muy nuevos en el pop a principios de 1978, y decidí meterme de lleno sin dudarlo. Por supuesto que sí: iba a hacer el vídeo pop más increíble, caro y lujoso de todos los tiempos para una canción titulada «Ego». Nos gastamos una fortuna contratando al director Michael Lindsay-Hogg. Lo rodamos como si fuera una película. Había decenas de actores, platós, antorchas llameantes, escenas de asesinato, regresiones rodadas en tono sepia. Estaba tan comprometido con el proyecto que incluso acepté quitarme el sombrero ante la cámara en un momento dado. Alquilamos una sala de cine en el West End para el estreno, sin darle importancia al hecho de que si la gente acude a un estreno confía, al menos, en que la película dure algo más de tres minutos y medio. Al final, hubo unos tímidos aplausos y en la sala flotaba esa sensación inconfundible en plan «¿Esto es todo?», como si hubiera invitado al público a una cena de gala y les hubiera ofrecido solo una chocolatina. Así que pedí que volvieran a poner el vídeo, con lo que conseguí cambiar la atmósfera totalmente: pasamos de «¿Esto es todo?» a una sensación también inconfundible en plan «Otra vez no». Para mejorar las cosas aún más, nadie quiso emitir el maldito vídeo —eso ocurrió años antes de que empezara la MTV, y en los programas de televisión no había todavía espacios para los videoclips—, así que el single fue un fiasco. Por lo menos, aquello le dio a John Reid la excusa para echarle al personal de la oficina una de sus famosas broncas, despidiendo a la gente por su incompetencia para, al poco tiempo, volver a contratarla. Desde entonces, detesto grabar videoclips.

Y luego estuvo el álbum disco, una idea inspirada en parte por el mucho tiempo que pasaba en Studio 54, donde iba siempre que visitaba Nueva York. Era algo alucinante, diferente de cualquier club en el que hubiera estado antes. El tipo que lo dirigía, Steve Rubell, estaba bendecido con la habilidad de crear un entorno asombroso, lleno de camareros guapos con pantalones cortos y otros personajes extraordinarios. Y no me refiero a los famosos, aunque había muchísimos. Me refiero a gente como Disco Sally, que debería tener unos setenta años y siempre parecía estar pasándoselo bomba, o Rollereena, un tipo vestido como Miss Havisham de Grandes esperanzas y que iba por la pista montado en unos patines. De manera aún más impresionante, Steve Rubell era capaz de crear ese entorno increíble mientras parecía estar siempre, a causa de los barbitúricos, con la cabeza en otra parte. Tenías la sensación de que Studio 54 era un espacio mágico en el que podía suceder cualquier cosa, y a veces sucedía. Una vez hicimos una fiesta Rocket allí y, en un momento dado, vi a Lou Reed y a su amante trans, Rachel, enzarzados en una conversación con ni más ni menos que Cliff Richard. Molaba ver a tanta gente que se identificaba con maneras tan diferentes de ver la vida, por decirlo de forma cuidadosa, todos departiendo tan tranquilos entre sí, pero me aturullaba un poco solo de pensar de qué demonios estarían hablando.

Había un sótano en el que los famosos podían ir y esnifar coca de una máquina del millón. Sin duda era toda una experiencia bajar allí —una noche me interceptó Liza Minnelli, ostensiblemente colgada, y me preguntó si quería casarme con ella—, pero lo que más me atraía del club era algo que nunca nadie dice sobre Studio 54: la música. Bueno, la música y los camareros, pero los camareros eran un caso perdido. Intenté hablar con algunos de ellos, pero no salían de trabajar hasta las siete de la mañana. Por supuesto, yo les habría esperando encantado hasta las siete, pero llegados a ese punto los excesos de la noche ya estarían pasándome factura y no habría funcionado. Es difícil mentalizarse para seducir cuando cada uno de tus ojos mira hacia una dirección y necesitas tres intentos para salir con éxito por la puerta.

Así que el verdadero encanto estaba en la música. La música disco me gustaba tanto como cuando la había escuchado en los clubes gais de Los Ángeles. Ese era el verdadero motivo por el que había construido una discoteca en Woodside, para poder pinchar cuando viniera gente a pasar unos días, para impresionar a todos con mi enorme colección de maxi-singles. Pero debo reconocer que los DJ de Studio 54 tenían colecciones mejores que la mía, y un equipo de sonido a su disposición que hacía que los altavoces que me había hecho enviar especialmente de los estudios Trident en Londres sonaran como un transistor al que se le estuvieran agotando las pilas. Hacían que bailara todo el mundo, incluso Rod Stewart, lo cual ya era una hazaña (por algún motivo, Rod se resistía siempre, como si lo de bailar estuviera prohibido por su religión). Siempre necesitaba que lo azuzaran un poco para salir a la pista, que era donde podía tener a mano las ampollitas de nitrato de amilo que yo me solía llevar. El popper era muy popular en los locales de ambiente de los setenta: lo inhalabas y te daba un subidón breve, legal y eufórico. La marca que yo compraba, y siento decirlo, se llamaba Cum (Lefa), y parecía que tuviera un efecto especialmente transformador en Rod. Le ofrecí un poco y, de repente —después de horas resistiéndose a levantar el culo de su asiento— ahí estaba, bailando durante el resto de la noche. La única vez que paró fue para inhalar un poco más: «Esto… ¿te queda algo de Lefa, Sharon?».

Uno de los productores disco más importantes era Pete Bellotte, a quien conocía de los años sesenta: Bluesology había tocado junto con su banda, The Sinners, en el Top Ten Club de Hamburgo. Me alegré de volver a verlo, y el álbum que hicimos juntos podría haber funcionado, de no haber sido porque decidí que no iba a escribir nuevas canciones, y que solo cantaría lo que aportaran Pete y sus colaboradores. Sospecho que el razonamiento tras esta idea estaba influido por el hecho de que le debía un par de álbumes a mi sello norteamericano, Uni. Todavía estaba enfadadísimo con ellos por no haber publicado «Song For Guy», y decidí que quería desvincularme del contrato tan pronto como me fuera posible y con el mínimo esfuerzo. No es que todo en Victim of Love fuera espantoso —si el tema que daba título al disco hubiera sonado en Studio 54, yo lo habría bailado—, pero hacer un álbum de mala fe, como lo era este, nunca es una buena idea. No importa lo que hagas, siempre afectará a la música: se nota que no está hecho con honestidad. Además, se publicó a finales de 1979, justo cuando en Estados Unidos comenzaba el rechazo masivo a la música disco, con una especial inquina reservada hacia los artistas rock que se habían atrevido a chapotear en el género. Victim of Love se hundió como una piedra en ambos lados del Atlántico. Una vez más, en las oficinas de Rocket resonaron los gritos de John Reid mientras despedía a todo el mundo, para luego, dócilmente, contratarlos a todos de nuevo.

 

 

Como sospeché en el mismo momento en que lo anuncié sobre el escenario del Madison Square Garden, retirarme de los conciertos no era un plan al que pudiera aferrarme. O, al menos, hubo veces en que no pude. Era incapaz de decidir si era la jugada más inteligente que había hecho nunca, o la más estúpida. Mi opinión fue variando con el tiempo, dependiendo de mi estado de ánimo, con resultados previsiblemente enloquecedores. Un día podía estar tan feliz en casa, diciéndole a quien me quisiera escuchar lo fantástico que era no tener que alterar tu vida por el eterno ciclo de las giras, deleitándome en el tiempo libre que me permitía concentrarme en ser presidente del Watford FC, y al siguiente podía estar llamando por teléfono a Stiff Records, un pequeño sello independiente en el que grababan Ian Dury y Elvis Costello, para ofrecerles mis servicios como teclista en su próxima gira conjunta, y encima aceptaban. Esa súbita necesidad de estar otra vez delante del público se veía reforzada por el hecho de que estaba encaprichado de uno de sus artistas, Wreckless Eric, quien, por desgracia, no era tan imprudente como indicaba su nombre, y no quería liarse conmigo.

Así que junté un nuevo equipo de músicos de acompañamiento que habían tocado en China, la banda que había formado Davey Johnstone cuando le dije que ya no saldría más de gira. Pasamos tres semanas ensayando de manera frenética para preparar un concierto solidario en Wembley en el que me había comprometido a tocar porque tenía relación con la organización benéfica que estaba detrás, Goaldiggers. Durante los ensayos empecé a emitir tímidas señales de que quería volver a salir de gira con ellos. Luego, aquella misma noche, decidí que la idea era un error terrible y volví a anunciar mi retirada de los escenarios, esta vez sin decírselo antes a nadie. John Reid estaba que echaba chispas. La sincera discusión que mantuvimos en el camerino después del concierto aparentemente se pudo oír al completo no solo en Wembley, sino en todo el norte de Londres.

Con el tiempo, me di cuenta de que si quería volver a tocar en directo, tenía que ser algo distinto, un reto. Decidí salir de gira con Ray Cooper, a quien había conocido antes de ser famoso. Tocaba en una banda llamada Blue Mink, que formaba parte de la escena alrededor de DJM (su cantante, Roger Cook, era también uno de los compositores que había firmado por la editorial de Dick James, y prácticamente todos los miembros de Blue Mink habían terminado ayudándome en mis primeros discos). Ray había estado entrando y saliendo de mi banda como percusionista, pero en esos conciertos estaríamos solo él y yo, y tocaríamos en teatros en vez de en estadios. Habíamos dado algunos conciertos así un tiempo atrás, un par benéficos en el Rainbow de Londres, el primero de los cuales había estado aderezado por la presencia de la prima de la Reina, la princesa Alexandra. Se mantuvo en su asiento educadamente durante todo el concierto y luego vino al camerino, e inició la conversación empezando fuerte, sonriendo y preguntándome: «¿De dónde sale toda esa energía que transmites en el escenario? ¿Consumes mucha cocaína?».

Fue uno de esos momentos en los que parece detenerse el tiempo mientras tu cerebro intenta comprender qué demonios estaba pasando. ¿Era una persona increíblemente ingenua y no comprendía de verdad lo que estaba diciendo? O, lo que es peor, ¿sabía muy bien de lo que estaba hablando? Por Dios, ¿lo sabía? ¿Habían llegado de verdad las noticias de mi colosal voracidad cocainómana (algo que, por entonces, era un asunto muy en boga en el negocio musical) hasta el palacio de Buckingham? ¿Era algo de lo que se hablaba en la cena? «Madre, me han dicho que fuiste a almorzar a casa de Elton John y que conociste a su abuelita. ¿Sabías que el tipo es una absoluta aspiradora?» Me las apañé para recomponerme lo suficiente y murmurar una negativa temblorosa.

Aun así, los conciertos del Rainbow habían sido de verdad emocionantes, más allá de las preguntas inesperadas de los miembros de la familia real acerca de mi afición por las drogas. Eran aterradores en el buen sentido de la palabra (si solo estás tú con un percusionista en el escenario, no tienes margen para desconectar un rato y dejar que la banda acapare toda la atención). Tienes que estar concentrado en todo momento, y tienes que tocar al borde de la perfección. Y cuando salimos de gira, la cosa funcionaba. Los conciertos recibieron unas críticas fabulosas y, cada noche, sentía esa combinación perfecta entre miedo y excitación, que es exactamente como se debe sentir un músico antes de salir al escenario. Era liberador, desafiante y satisfactorio, porque era algo muy distinto a cualquier cosa que hubiera hecho antes: no solo las canciones que tocábamos sino la manera como se presentaban, incluso los lugares donde actuábamos. Tenía interés en ir a países que nunca había visitado, aunque allí no me conocieran mucho: España, Suiza, Irlanda, Israel. Y así es como terminé tomando un vuelo en Heathrow, tumbado de espaldas y con las piernas levantadas, en dirección a Moscú.

Estaba tumbado de espaldas y con las piernas levantadas porque volábamos con Aeroflot, y en el momento en que despegamos nos dimos cuenta de que la aerolínea nacional rusa no se había molestado en atornillar los asientos al suelo del avión. Y ya puestos, tampoco había mascarillas de oxígeno en previsión de una emergencia… Lo que sí había en abundancia en el avión era un olor característico: antiséptico y fuerte, me recordaba un poco al jabón carbólico con el que me lavaba mi abuela cuando era niño. Nunca supe qué era exactamente, pero era a lo que olía Rusia en 1979; todos los hoteles olían igual.

Le había propuesto tocar en Rusia al promotor Harvey Goldsmith, medio en broma. Nunca creí que pudiera darse el caso. El rock occidental estaba más o menos prohibido bajo el comunismo —las casetes de los álbumes iban de mano en mano como si fueran de contrabando— y la homosexualidad era ilegal, así que las posibilidades de que aceptaran unas horas de entretenimiento a cargo de una estrella del rock abiertamente gay eran casi nulas. Pero Moscú iba a albergar los Juegos Olímpicos de 1980, y me daba que estaban buscando algo de publicidad positiva previa. No querían que la Unión Soviética se viera como un estado gris y monolítico en el que estaba prohibido divertirse. Harvey tramitó una petición a través de Asuntos Exteriores y los rusos enviaron a un oficial de la promotora musical nacional para asistir a un concierto que íbamos a dar Ray y yo en Oxford. En cuanto constataron que no éramos los Sex Pistols y habiéndonos juzgado poco peligrosos para la moral de la juventud comunista, nos dieron luz verde para la gira. Me llevé a mi madre y a Derf, a un puñado de periodistas norteamericanos y británicos y un equipo de filmación liderado por los guionistas Dick Clement e Ian La Frenais para rodar un documental. Nos parecía que iba a ser un viaje auténtico y muy excitante hacia lo desconocido, aunque también podía terminar en cualquier momento si moríamos asfixiados a causa de la pérdida de presión del avión.

Un grupo de dignatarios nos recibió en el aeropuerto de Moscú, dos chicas que iban a ser nuestras traductoras y un exmilitar llamado Sasha. Me dijeron que él sería mi guardaespaldas. Todos en la expedición dimos por hecho de inmediato que nos estaría espiando para el KGB. Decidí que podría espiarme todo lo que quisiera; era sumamente guapo, aunque, para mi decepción, se mostraba muy dispuesto a hablarme sobre su mujer y sus hijos. Nos subimos a un tren nocturno en dirección a Leningrado. Hacía calor —me había vestido como si fuera a pasar el invierno en las estepas siberianas y resultaba que Moscú estaba en plena y sofocante ola de calor—, y era todo muy incómodo, aunque eso no era culpa de los rusos. Me incomodaba más que, a través de la fina pared del coche-cama, podía oír con toda claridad a John Reid dándolo todo, supuestamente, para seducir a un periodista del Daily Mail.

El hotel en Leningrado no tenía un aspecto demasiado prometedor. La comida era indescriptible: cincuenta y siete variedades de sopa de remolacha y patatas. Si esto era lo que servían en los mejores hoteles, ¿qué demonios comía la gente normal? Cada planta estaba vigilada por una mujer anciana con cara severa, una verdadera babushka rusa, al acecho de cualquier mala conducta occidental. Pero resultó que aquel sitio era la hostia. Ya en la primera mañana, el equipo de gira se presentó a desayunar con un aspecto deslumbrante y maravillado, pues habían descubierto que si eras occidental y tenías algún tipo de conexión con el rock and roll, aunque solo fuera transportar los altavoces, aquello te hacía sexualmente irresistible a las camareras. Se ve que se metían en tu habitación, abrían el grifo de la bañera para desviar la atención de las siempre atentas babushkas, luego se desnudaban por completo y se abalanzaban sobre ti. El bar del hotel era como una fiesta sin fin, lleno de gente que había viajado desde Finlandia con la única intención de emborracharse todo lo posible a base de vodka ruso barato. Esa cosa era mortal. En cierto momento, alguien se me acercó y, para mi incredulidad, me pasó un porro. Aquí, en medio de la represiva Rusia comunista, el equipo de gira se lo había montado para conseguir algo de hierba. Parecían unos tipos con suerte. Quizá se me pegó algo, porque al cabo de un rato se presentó Sasha y me sugirió que subiéramos a mi habitación. Me pilló tan por sorpresa que sin querer saqué el tema de su mujer y sus hijos. No, me dijo, está todo bien: «En el ejército todos los hombres mantienen relaciones sexuales entre sí, porque nunca vemos a nuestras esposas». Así que terminé aquella noche borracho, colocado y follando con un soldado. No sé qué esperaba exactamente de mis primeras cuarenta y ocho horas en Rusia, pero sin duda no era eso.

En cualquier caso, me habría enamorado igualmente de Rusia aunque ninguno de sus ciudadanos se hubiera acostado conmigo. La gente no podía ser más amable y generosa. Por raro que parezca, me recordaban a los norteamericanos: tenían ese mismo sentido instantáneo del afecto y la hospitalidad. Nos enseñaron el Hermitage y el Palacio de Verano, la cabaña de madera de Pedro el Grande y el Kremlin. Vimos colecciones de arte impresionista y huevos de Fabergé tan impresionantes que te olvidabas de que tenías que comer. Allí donde fuéramos, la gente intentaba darnos regalos: barras de chocolate, juguetes, cosas para las que seguramente habían tenido que ahorrar. Te las ponían en la mano en plena calle o te las metían por la ventana del tren a medida que salía de la estación. Aquello hizo llorar a mi madre: «Esta gente no tiene nada de nada, y aun así te da cosas».

Los conciertos fueron en Leningrado y en Moscú, y acabaron siendo fantásticos. Digo acabaron siendo, porque siempre empezaron mal. Los mejores asientos estaban adjudicados a oficiales de alto rango del Partido Comunista, para asegurarse de que las reacciones no fueran más allá de un aplauso educado. La gente que de verdad quería verme estaba apretujada al fondo. Pero nadie contaba con Ray Cooper. Ray es un músico fabuloso que toca los instrumentos menos atractivos de la forma más atractiva posible. Es como el Jimi Hendrix de la pandereta, un líder nato atrapado en el cuerpo de un percusionista. Y en Rusia tocó como si cualquier otra actuación salvajemente extravagante que hubiera ofrecido en los años anteriores hubiera sido un simple calentamiento. Incitó al público a dar palmas y a acercarse hasta el borde del escenario, pidiéndole a gritos que se pusiera en pie. Funcionó. Los chicos del fondo llegaron corriendo hasta el escenario. Nos tiraban flores y nos pedían autógrafos entre las canciones. Me habían pedido que no cantara «Back In The USSR», y por supuesto la canté. Si el KGB me había estado espiando, estaba claro que no habían espiado lo bastante bien para saber que una de las maneras más eficaces de conseguir que yo haga algo es decirme que no lo puedo hacer.

Después del concierto de Moscú, había miles de personas esperando fuera del recinto, coreando mi nombre (muchas más de las que pudiera haber dentro de la sala). Desde la ventana del camerino, les lancé las flores que me habían dado antes. Mi madre echó un vistazo. «Mejor sería que les arrojaras un tomate —dijo, aún con el recuerdo fresco de nuestro último festín a base de sopa de remolacha y patatas—. Es probable que nunca hayan visto uno».

Si mi visita a la Unión Soviética había sido una acción de lavado de imagen para el país, entonces fue una pérdida de tiempo. Seis meses más tarde invadieron Afganistán, y cualquier simpatía internacional que pudieran haber despertado dejándome cantar «Bennie And The Jets» ya no contaba mucho después de aquello. Pero para mí fue el comienzo de un amor duradero por Rusia y por los rusos. Nunca he dejado de ir allí, incluso cuando la gente me ha dicho que no debería hacerlo. Si acaso, las cosas están ahora peor para los homosexuales rusos bajo el control de Vladimir Putin de lo que estaban en 1979, pero ¿qué iba a conseguir yo boicoteando el país? Mi posición en Rusia es muy privilegiada. Siempre me han aceptado y me han recibido bien, a pesar de que saben que soy gay y, por tanto, no tengo miedo de hablar claro cuando estoy allí. Puedo hacer declaraciones que saltan a los periódicos, puedo reunirme con gente gay y con gente del Ministerio de Sanidad para promocionar el trabajo que hace allí la Fundación Elton John contra el Sida. Nunca volví a ver a Sasha, pero más tarde me enteré de que fue una de las primeras personas en Rusia que murió de sida. Rusia sigue siendo a día de hoy uno de los países del mundo en los que la epidemia del VIH y el sida crecen más rápido. Esto no va a cambiar si antes no se negocia, si no nos sentamos a hablar. Y el debate tiene que empezar en algún momento. Así que he seguido volviendo, y cada vez que vuelvo, digo algo en el escenario sobre la homofobia o los derechos de los homosexuales. A veces hay gente que se marcha, pero la gran mayoría me aplaude. Le debo al pueblo de Rusia la posibilidad de seguir haciéndolo. Me lo debo a mí mismo.

 

 

Si algo me enseñaron los conciertos con Ray Cooper fue que no podía vivir sin el escenario. Mi vida privada seguía consistiendo en el mismo caos de novios y drogas. Una vez me tuvieron que llevar de urgencias al hospital desde Woodside por lo que, se dijo, había sido un infarto, pero en realidad aquello no tenía nada que ver con mi corazón, sino con mi decisión de jugar al tenis con Billie Jean King justo después de otro atracón de coca. Dejando a un lado Victim of Love, mis discos se vendían bien (el siguiente, 21 at 33, fue disco de oro en Estados Unidos en 1980), pero se notaba claramente que ya no vendían tanto como antes, aunque hubiera vuelto a trabajar con Bernie, eso sí, de manera tentativa, solo un par de canciones en cada disco. A veces, las letras que me pasaba eran muy oportunas. No hay que ser un genio para imaginar a dónde quería llegar cuando me mandó una canción titulada «White Lady White Powder», el retrato de un adicto a la cocaína sin remedio. Tuve los santos cojones de cantarla como si estuviera hablando de otra persona.

Pero en el escenario, todos los problemas desaparecían durante un par de horas. Después de la publicación de 21 at 33, me embarqué en otra gira mundial. Había reunido a la Elton John Band original —Dee, Nigel y yo— y la aumenté con un par de guitarristas de sesión estelares, Richie Zito y Tim Renwick, además de James Newton Howard a los teclados. En los conciertos con Ray me vestía de manera normal, dejando que él llevara toda la parte teatral, pero ahora había llegado el momento del gran regreso. Contacté con mi sastre de toda la vida, Bob Mackie, y con un diseñador llamado Bruce Halperin, y les dije a los dos que pensaran en las peores ideas: como la moda había ido cambiando, evidentemente abandonamos las plataformas y los brillos excesivos, pero a Bruce se le ocurrió algo que se asemejaba al uniforme de un general del ejército cubierto de relámpagos y flechas rojas y amarillas, con solapas que parecían el teclado de un piano y una gorra con visera a juego.

Los conciertos fueron más multitudinarios que nunca. En septiembre de 1980 toqué delante de medio millón de personas en Central Park, el público más numeroso ante el que he actuado jamás. Para el bis, Bob me había preparado un disfraz del Pato Donald. En teoría, era una idea fantástica, pero su función práctica dejaba bastante que desear. En primer lugar, no me podía poner bien aquella maldita cosa. Estaba en el camerino, con un brazo metido en uno de los orificios para las piernas, y una pierna metida donde debía ir un brazo, llorando de risa cada vez que alguien me exigía que me moviera. «¡Ahí fuera hay 500.000 personas y van a pensar que no hay bis! ¡Van a pensar que se ha acabado el concierto y se irán a casa!» Cuando conseguí salir al escenario me di cuenta de que tendría que haber hecho algunas pruebas de vestuario para ver si el disfraz me iba bien. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que había dos problemas poco importantes. Primero, que no podía andar bien (tenía unos enormes pies de pato, como si fueran aletas de buceador). Y segundo, que tampoco me podía sentar (porque tenía un enorme culo acolchado que implicaba que lo mejor que podía hacer era apoyarme suavemente en el taburete). Intenté tocar «Your Song», pero no lograba parar de reír. Cada vez que cruzaba una mirada con Dee —en la que veía una expresión de resignación hastiada, la mirada de un hombre que había vuelto cinco años después para descubrir que todo aquello era más ridículo que nunca—, se me escapaba una risa floja. Una vez más, la tierna balada de Bernie sobre el florecimiento de un amor joven sufrió un grave menoscabo por causa de mi elección de vestuario.

Pero dejando a un lado el disfraz de pato, fue un espectáculo fantástico: un clima de otoño en Nueva York perfecto, miembros del público subidos a los árboles para conseguir mejores vistas. Toqué «Imagine» y se la dediqué a John Lennon. No le había visto en varios años. Había sentado cabeza después del nacimiento de Sean (seguramente, lo último que quería era que le recordaran aquella locura intoxicada de 1974 y 1975). Después del concierto hubo una gran fiesta en el Peking, un barco convertido en un museo flotante en el East River, y se presentaron Yoko Ono y él, de forma totalmente inesperada. John se comportó con la misma simpatía de siempre, estaba muy emocionado por volver a hacer otro disco, pero yo estaba exhausto y no pude quedarme mucho tiempo. Les dije que volveríamos a vernos la próxima vez que regresara a Nueva York.

La gira fue avanzando, cruzando Estados Unidos y saltando a continuación hasta Australia. Nuestro avión acababa de aterrizar en Melbourne cuando oímos la voz de una azafata por megafonía diciendo que la comitiva de Elton John aún no podía desembarcar y que teníamos que permanecer a bordo. Es extraño, porque en el momento en que dijo eso, se me paró el corazón; sabía que aquello significaba que había muerto alguien. Mi primer pensamiento fue que habría sido mi abuela. Cada vez que me iba del país y me pasaba por el invernadero para decirle adiós, me preguntaba si seguiría allí cuando yo volviera. John Reid fue hasta la cabina para averiguar qué estaba pasando, y volvió llorando, completamente aturdido. Me dijo que habían asesinado a John Lennon.

No me lo podía creer. No era solo el hecho de su muerte, era la manera tan brutal en la que había sucedido. Había tenido otros amigos que murieron jóvenes, primero Marc Bolan, en 1977, y luego Keith Moon, en 1978. Pero no habían muerto de la misma manera que John. Marc se mató en un accidente de coche y Keith había muerto de un caso incurable de una enfermedad llamada «ser Keith Moon». Ninguno de los dos habían sido asesinados, a manos de un completo desconocido, en la puerta de su casa, sin razón aparente. Era inexplicable. Era inconcebible.

No sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer? En vez de flores, le mandé a Yoko un enorme pastel de chocolate. A ella siempre le había gustado el chocolate. No había ningún funeral al que asistir, y aún estábamos en Melbourne cuando el homenaje público que había solicitado Yoko tuvo lugar, el domingo justo después de su muerte. Así que alquilamos la catedral local y tuvimos nuestra propia misa a la misma hora exacta en la que la gente se reunía en Central Park. Cantamos el salmo 23, «El Señor es mi pastor», y todo el mundo lloraba: la banda, el equipo técnico, todo el mundo. Más tarde, Bernie y yo escribimos una canción dedicada a él, «Empty Garden». Era una letra buenísima. En absoluto empalagosa o sentimental —Bernie también conocía a John y sabía que habría detestado cualquier cosa así—, simplemente airada, sin prejuicios y triste. Es una de mis canciones favoritas, pero casi nunca la toco en directo. Es demasiado difícil de tocar, demasiado emotiva. Décadas después de la muerte de John Lennon, presentamos «Empty Garden» en uno de mis espectáculos en Las Vegas y la acompañamos en pantalla con unas bellas imágenes suyas que nos había facilitado Yoko. Todavía lloraba cada vez que la cantaba. Quería de verdad a John, y cuando quieres tanto a alguien, creo que nunca eres capaz de superar su muerte.

Un par de años después de la muerte de John, recibí una llamada de Yoko. Me dijo que necesitaba verme, que era urgente, que yo tenía que ir a Nueva York de inmediato. Así que me subí a un avión. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero su voz sonaba desesperada. Cuando llegué al Dakota, me dijo que había encontrado un montón de cintas con canciones sin terminar en las que John había estado trabajando justo antes de morir. Me preguntó si querría completarlas, para que así se pudieran publicar. Fue muy halagador, pero no quería hacerlo bajo ningún concepto. Me pareció que aún era demasiado pronto, no era el mejor momento. En realidad, nunca pensé que pudiera haber un buen momento. Solo con pensar en ello, entraba en pánico. Ponerme a imaginar cómo podría intentar acabar una canción que John Lennon había empezado a escribir: nunca sería tan presuntuoso. Y la idea de cantar en un mismo disco con él me pareció del todo horrible. Yoko insistía mucho, pero yo también.

De modo que fue una reunión muy incómoda. Me sentí fatal cuando me fui. Yoko creía que así estaba honrando el legado de John, al intentar completar su deseo, y yo estaba negándome a ayudarla. Sabía que tenía razón, pero no por eso la situación era menos deprimente. (Al final, publicó las canciones tal como estaban, en un álbum titulado Milk and Honey.) En busca de algo con lo que alejar mis pensamientos de todo aquello, me fui al cine y vi una película de Monty Python, El sentido de la vida. Terminé riéndome como nunca con Mr. Creosote, ese hombre asqueroso que come hasta que explota. Luego pensé en lo divertido que le habría parecido aquello a John. Ese era exactamente su sentido del humor: surrealista, mordaz y satírico. Casi podía oír su risa, esa carcajada que me resultaba tan vital. Así era como quería recordarlo. Y así es como lo recuerdo.

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