Yo

Yo


Capítulo 9

Página 13 de 30

9

 

 

 

 

 

 

 

 

Me despertaron unos golpes en la puerta de la suite donde me alojaba. No pensé en quién podía ser porque no podía pensar. Tenía una de esas resacas que crees que no es resaca pues es imposible encontrarse tan mal por muchos excesos que hayas cometido, así que debe de ser algo más grave. No solo me dolía la cabeza sino todo el cuerpo, sobre todo las manos. ¿Desde cuándo las resacas dejan las manos doloridas? ¿Y por qué no se largaba quienquiera que estuviera aporreando la puerta, a pesar de que yo no paraba de ordenarle que se marchara?

Pero continuaron los golpes mientras una voz me llamaba por mi nombre. Era Bob Halley. Me levanté. Esa resaca era increíble. Me encontraba peor que después de la fiesta de Nochevieja de Ringo Starr de 1974, y eso que había empezado a las ocho de la tarde y había acabado a las tres y media de la tarde siguiente. Peor que un par de años antes en París, cuando alquilé un piso con vistas al Sena con el pretexto de hacer unas grabaciones, y luego recibí un envío de cocaína de grado farmacéutico y me negué a ir al estudio. John Reid apareció una mañana con la intención de llevarme a rastras a una sesión, y se encontró con que yo seguía despierto desde la noche anterior y tan colocado que tenía alegres alucinaciones en las que bailaba con los muebles de la cocina. Debió de ser durante esa estancia en París cuando decidí afeitarme en mi estado alterado, totalmente fuera de mí, porque me entusiasmé tanto con la idea que me rasuré las cejas además de la barba. Todos esos sucesos tienden a fundirse en uno solo.

Abrí la puerta y me encontré a Bob escudriñándome, como si esperara que dijera algo. Al ver que yo no abría la boca, dijo:

—Creo que debes venir a ver una cosa.

Lo seguí por el pasillo hasta su habitación. Cuando la abrió, apareció ante nosotros una escena de destrucción total. No había un solo mueble intacto, aparte de la cama. Todos los demás estaban de lado, del revés o hechos pedazos. Entre las astillas había un sombrero de cowboy que a Bob le gustaba llevar. Estaba del todo plano, como el de Sam Bigotes cuando Bugs Bunny deja caer un yunque sobre su cabeza.

—Joder —dije—. ¿Qué ha pasado?

Hubo un largo silencio.

—Lo que ha pasado eres tú, Elton —respondió él por fin.

¿Qué quería decir? ¿De qué coño hablaba? No entendía qué pintaba yo en todo aquello. Lo último que recordaba era que lo estaba pasando de maravilla. ¿Por qué iba a querer destrozarlo todo?

—Yo estuve en el bar —repliqué indignado—. Con los de Duran Duran.

Bob volvió a mirarme como si intentara averiguar si hablaba en serio o no. Luego suspiró.

—Sí —dijo finalmente—. Al principio de la noche.

 

Todo había ido increíblemente bien. Era junio de 1983 y estábamos en Cannes filmando un vídeo para «I’m Still Standing», que iba a salir como primer single de mi siguiente álbum, Too Low for Zero. Desde el desastre de «Ego», había intentado involucrarme lo menos posible en la filmación de los vídeos, pero esta vez decidí no escatimar esfuerzos. Por un lado, porque el director era Russell Mulcahy, con quien había trabajado antes, y me caía muy bien. Russell era el hombre a quien acudir a principios de los años ochenta si uno quería conseguir un vídeo vistoso y exótico de aspecto caro (fue él quien hizo volar a Duran Duran hasta Antigua y los filmó cantando «Rio» en un yate). Por el otro, también porque me interesaba mucho que «I’m Still Standing» y Too Low for Zero fueran éxitos comerciales. Bernie y yo volvíamos a componer juntos a tiempo completo. Durante el período de prueba en que nos habíamos separado sacamos varias canciones buenas, pero nos dimos cuenta de que necesitábamos hacer un álbum completo juntos si queríamos que la colaboración funcionara. Yo me había divertido tocando con Dee y Nigel, así que junté de nuevo a mi vieja banda en el estudio, con Davey a la guitarra y Ray Cooper a la percusión. Mi amiga de la Royal Academy of Music, Skaila Kanga, vino para tocar el arpa, como había hecho en Elton John y Tumbleweed Connection.

Volamos al estudio de George Martin en la isla de Montserrat, en el Caribe, donde el productor Chris Thomas había reunido a un equipo realmente bueno de técnicos de sonido y operadores de cinta: Bill Price, Peggy McCreary, que llegaba directamente de trabajar con Prince, y una chica alemana llamada Renate Blauel. Yo había grabado allí parte de mi álbum anterior, Jump Up!, en 1981, pero esta vez era diferente. Bernie estaba allí y era el primer álbum que reunía a la banda inicial desde Captain Fantastic, en 1975. Era como una máquina bien engrasada que vuelve a ponerse en marcha, pero los resultados no se parecían a los álbumes que habíamos hecho en los años setenta, sino que sonaban realmente novedosos. Yo había estado experimentando con el sintetizador, además de con el piano. Las canciones tenían chispa: «I Guess That’s Why They Call It The Blues», «Kiss The Bride», «Cold As Christmas». Y «I’m Still Standing» era como la tarjeta de presentación de todo el álbum. La letra hablaba de una de las ex de Bernie, pero pensé que también podía interpretarse como un mensaje a mi nueva compañía discográfica norteamericana, que estaba resultando ser, con toda franqueza, un auténtico coñazo.

Geffen Records era un sello relativamente nuevo (se había fundado en 1980), pero se estrenó fichando a las estrellas más grandes que pudo conseguir: no solo a mí, sino a Donna Summer, Neil Young, Joni Mitchell y John Lennon. A todos nos había atraído la reputación de David Geffen —había conducido al éxito a The Eagles y a Jackson Browne en los años setenta— y la promesa de tener libertad artística absoluta. Sin embargo, el primer álbum que hice con ellos en 1981, The Fox, no se vendió mucho. Con Jump Up! mejoraron las ventas, pero el único de los grandes fichajes que había logrado un gran éxito hasta entonces era John Lennon, y su asesinato había contribuido a ello. Antes de su muerte su álbum con Yoko, Double Fantasy, había recibido malas críticas y no se había vendido mucho. Despidieron al productor de Donna Summer, Giorgio Moroder, que había concebido literalmente cada single superventas que ella había sacado. Pusieron a Joni Mitchell en el estudio con un genio del sintetizador llamado Thomas Dolby, lo que era casi tan apropiado como un coro tirolés de los Alpes. E intentaron demandar a Neil Young por ser impredecible, lo que, si uno sabe algo de su carrera, era como demandarlo por ser él mismo. A mí no me gustaba todo aquello, y pensé que «I’m Still Standing» era como un serio aviso. Era una canción que les decía, toda arrogante y segura: iros a la mierda.

Era necesario acompañarla de un vídeo igual de arrogante y seguro, y Russell nos lo proporcionó en forma de gran producción, con tomas aéreas desde helicópteros y legiones de bailarines con pintura corporal y disfraces. Llevaron mi Bentley descapotable a Niza para que me paseara en él por la Croisette. Había una coreografía en la que yo debía participar, al menos de entrada. Visiblemente atónita por la demostración de los pasos que yo había perfeccionado en las pistas de baile de Crisco Disco y Studio 54, la coreógrafa Arlene Phillips palideció y redujo terminantemente mi papel, hasta que al final lo único que tenía que hacer era chasquear los dedos y caminar por el paseo marítimo al son de la música. Tal vez temía que eclipsara a los profesionales, y lo que dijo más tarde sobre que yo era el peor bailarín con el que había trabajado no era más que un brillante engaño concebido para ahorrarles el bochorno.

El rodaje empezó a las cuatro de la madrugada y duró todo el día. Al atardecer hicieron un descanso y regresé a mi hotel, el Negresco, para refrescarme antes del rodaje nocturno. En el vestíbulo me encontré a Simon Le Bon. Se hallaba en la ciudad con Duran Duran y estaban yendo al bar. ¿Quería apuntarme? Yo no lo conocía muy bien, pero pensé que una copa rápida podría animarme. No sabía qué pedir, y Simon me preguntó si había probado el martini con vodka. «No, nunca. Tal vez debería probarlo.»

Hay varias versiones sobre lo que ocurrió a continuación. Me temo que no puedo confirmarlas ni negarlas porque no recuerdo nada aparte de pensar que Duran Duran eran una compañía fabulosa y advertir que el martini con vodka había bajado con singular facilidad. Según cuál se crea, me tomé seis u ocho más en una hora, a lo que siguió un par de rayas de coca. Luego parece ser que regresé al plató, ordené que empezaran a filmar, me desnudé íntegramente y empecé a rodar por el suelo. John Reid estaba allí de extra, vestido de payaso. Me reprendió, y su intervención me sentó muy mal. Tan mal que le pegué un puñetazo en la cara. Los que lo vieron luego dijeron que daba la sensación de que le había roto la nariz. Eso explicaba por qué me dolían las manos, pero estaba perplejo. Nunca había pegado a nadie en toda mi vida de adulto, y nunca he vuelto a hacerlo. Aborrezco la violencia física, hasta el punto de que ni siquiera puedo ver un partido de rugby. Claro que, puestos a romper un hábito de toda la vida y partirle la cara a alguien, más valía que fuera a John Reid; podía tomárselo como una revancha por los puñetazos que me pegó cuando éramos pareja.

John salió del plató en tromba con las llaves del Bentley y desapareció en la noche. Nadie supo de él hasta el día siguiente, cuando llamó a la oficina de Rocket y les gritó que llamaran a Alcohólicos Anónimos. Había conducido toda la noche hasta Calais, había embarcado en el ferry a Dover y de inmediato había tenido una avería. Cuando llegaron los de la grúa se quedaron comprensiblemente desconcertados al encontrar un Bentley descapotable conducido por un hombre vestido y maquillado de payaso, y cubierto de sangre.

Una vez que John Reid se hubo ido, alguien logró vestirme —según me contaron, en varios intentos— y Bob Halley me llevó precipitadamente arriba. Yo puse de manifiesto que no aprobaba su intervención destrozando su habitación del hotel. A modo de escena final le pisoteé el sombrero y volví a mi suite, donde perdí el conocimiento.

Bob y yo estábamos sentados en la cama, desternillándonos. No había nada que hacer aparte de reír a carcajadas ante el horror de lo ocurrido y luego hacer varias llamadas de disculpa. Ese día debería haberme parado a pensar en mi forma de actuar. Pero, como cualquiera supondrá, no lo hice. La primera consecuencia de los acontecimientos de Niza en mi vida fue (¡atención!) mi decisión de beber más martinis con vodka. En adelante así empezaría cualquier salida nocturna, con cuatro o cinco martinis con vodka, luego un restaurante —tal vez L’Orangerie si me encontraba en Los Ángeles—, donde caería una botella y media de vino durante la cena, y de vuelta a casa para empezar con las rayas y los porros. Se convirtieron en mi bebida preferida, en parte porque tenían una ventaja añadida: perdía el conocimiento y luego no podía recordar lo horrible que había sido la noche anterior. De vez en cuando alguien se sentía obligado a llamarme por teléfono para recordármelo y yo me disculpaba. Recuerdo una llamada furiosa de Bernie después de una noche en Le Dome, un restaurante de Los Ángeles del que yo era inversor, donde me emborraché y pronuncié lo que me pareció que era un discurso tronchante, durante el cual logré insultar a la madre de John Reid. Pero había algo reconfortante en no saberlo de primera mano. Eso significaba que podía engañarme diciéndome que tal vez no había sido tan horrible como la gente decía, o que se trataba de un incidente aislado. Después de todo, la mayoría de las veces nadie se atrevía a decirme nada por ser quien era. Es lo que tiene el éxito. Le da licencia a uno para obrar mal, una licencia que no se revoca hasta que el éxito se ha extinguido por completo, o uno se arma de coraje y decide entregarla él mismo. Y, por el momento, no había peligro de que nada de todo eso me sucediera a mí.

 

 

Me pasé el resto de 1983 viajando. Me fui de vacaciones con Rod Stewart, lo que se estaba convirtiendo en algo habitual. Antes habíamos ido a Río de Janeiro para el carnaval, que fue divertidísimo. Para asegurarnos de que nos reconocíamos en medio de la multitud, nos habíamos comprado trajes de marinero en una tienda de disfraces. Salimos con ellos puestos y nos enteramos de que acababa de atracar en el puerto un enorme buque naval, y que las calles estaban abarrotadas de marineros uniformados; era como si en la ciudad hubiera una reunión de la marina real británica. En esta ocasión nos fuimos de safari a África. Convencidos de que allí todo el mundo nos tomaría por estrellas del rock desaliñadas y rudas, nos empeñamos en bajar a cenar todas las noches vestidos de etiqueta rigurosa, pese al calor achicharrante. Nuestros compañeros de safari —que llevaban ropa apropiada para el clima—, lejos de tranquilizarse, no pararon de lanzarnos miradas de preocupación, como si se hubiera unido un par de locos al grupo del safari.

Luego fui a China con el Watford, que volaba allí en una gira postemporada; era el primer equipo de fútbol británico al que invitaban. Fue una experiencia extraña y no carente de atractivo, estar en un país donde literalmente nadie sabía quién era yo, aparte de la gente con la que iba. Y China me fascinó. Eso fue antes de que el país se abriera a Occidente. Volví con el Watford un par de años después y ya se veía cómo poco a poco iba introduciéndose la influencia occidental. Había personas en bicicleta con un microondas sujeto a la espalda y en los bares sonaban los discos de Madonna. Pero, en ese momento, todavía era como visitar un mundo aparte. Por razones que solo conocía el Partido Comunista chino, no estaba permitido animar durante los partidos de fútbol, de modo que estos se desarrollaban en medio de un silencio inquietante. Visitamos la tumba de Mao y lo miré en su ataúd de cristal, lo que fue una experiencia extraña. Yo había visto el cuerpo de Lenin en Rusia y tenía buen aspecto, pero sin duda algo no estaba bien en el de Mao, o mejor dicho, en lo que le habían hecho para conservarlo. Era del mismo color rosa brillante que esas gominolas en forma de gamba que comían los niños. No quiero poner en entredicho a sus embalsamadores, pero Mao daba la impresión de estar pudriéndose.

Y en octubre volé a Sudáfrica y toqué en Sun City, una ocurrencia de lo más estúpida. La campaña en contra todavía no había cobrado impulso —solo empezó después de la actuación de Queen, en 1984—, pero aun así había suficiente polémica en torno a tocar en Sudáfrica para que se avivaran mis dudas. John Reid me aseguró que todo iría bien. En Sun City habían actuado artistas negros: Ray Charles, Tina Turner, Dionne Warwick, incluso Curtis Mayfield. ¿Cómo podía ser tan malo si el gran poeta del movimiento en pro de los derechos civiles había accedido a tocar allí? No era propiamente Sudáfrica, sino Bofutatsuana. Allí no se segregaba al público por cuestión de raza.

Pero es evidente que no fue una buena idea. Lo mismo hubiera dado que segregaran al público por el color de su piel; al precio que estaban las entradas, los sudafricanos negros no habrían podido permitirse acudir, aunque hubiesen querido. Si me hubiera molestado en indagar un poco, habría averiguado que cuando Ray Charles tocó allí, los sudafricanos negros se pusieron tan furiosos que apedrearon el autobús en el que viajaba y tuvo que cancelar el concierto en Soweto. Pero no lo hice. Sencillamente metí la pata. Eso no era como ir a Rusia y hacer frente a la oposición. En Sudáfrica, la gente que sufría como consecuencia del apartheid no quería que los artistas boicotearan el país. No se sacaba nada bueno yendo allí. De modo que no tiene sentido justificarlo. Hay veces que uno la pifia, y tiene que levantar la mano y admitirlo. Todos esos artistas negros que he mencionado lamentaron su decisión con amargura más tarde, al igual que yo. Al regresar firmé una petición pública elaborada por los que hacían campaña contra el apartheid en la que me comprometía a no volver a ir.

Cuando regresé a Inglaterra, mi padre estaba gravemente enfermo. Uno de mis hermanastros me había buscado entre bastidores en un concierto de Manchester y me había dicho que tenía un problema cardíaco, y que iban a operarlo para un bypass cuádruple. Yo había guardado las distancias con los años, pero lo telefoneé a su casa y me ofrecí a pagar para que lo operaran en un hospital privado. Se negó en redondo. Fue una lástima, tanto por sus otros hijos y mi madrastra como por todo lo demás; él los quería y ellos le correspondían, y habría sido preferible intentar resolver sus problemas de salud de la forma más rápida posible. Pero él no quiso que yo lo ayudara. Le propuse que nos viéramos en Liverpool cuando el Watford jugara allí. No quedaba muy lejos para él. Accedió. El fútbol era lo único que teníamos en común. No recuerdo que fuera a verme tocar en directo o que habláramos de música alguna vez. Era evidente que lo que yo hacía no era de su agrado.

Antes del partido, lo llevé a comer al Adelphi Hotel. Estuvo bien. Nos limitamos a hablar cordialmente de cosas sin importancia. De vez en cuando se nos acababa la conversación y se hacía un silencio incómodo, lo que ponía de relieve que no nos conocíamos muy bien. Yo seguía enfadado con él por el modo como me había tratado, pero no lo saqué a relucir. No quería un gran enfrentamiento porque nos habría arruinado el día; además, él todavía me daba miedo: mi vida había cambiado mucho con los años, pero nuestra relación seguía paralizada en 1958. Vimos el partido desde el palco de honor. El Watford perdió por 3 a 1 —llevaban poco tiempo en primera división y parecía que los intimidaba jugar en un estadio tan enorme como Anfield—, pero sigo pensando que lo pasó bien, aunque con él nunca se sabía. Supongo que, en el fondo, esperaba que le impresionase el hecho de que yo fuera el presidente del club al que él me había llevado de niño, y que los seguidores del Watford cantaran «Viva el ejército Taylor de Elton John» cuando metíamos un gol o avanzábamos por el campo. Si con mi música nunca me había caído un «Enhorabuena, hijo, me siento orgulloso de ti», tal vez lo consiguiera con mis logros con el Watford. Pero nunca llegó. He pensado mucho en ello desde entonces, y no logro averiguar si tenía un problema para expresar lo que sentía hacia mí o se sentía avergonzado de haberse equivocado sobre las decisiones que yo había tomado contra su voluntad. Aun así, nos despedimos de forma cordial. Nunca volví a verlo. No tenía sentido. No había una relación real que reconstruir. Nuestras vidas habían discurrido por separado durante décadas. No había bonitos recuerdos de la niñez que rescatar y evocar.

 

 

En diciembre de 1983 regresamos a la isla de Montserrat. Too Low for Zero había sido un gran éxito, el álbum más importante que había hecho en casi una década —platino en Gran Bretaña y en Estados Unidos, y cinco veces platino en Australia—, así que para el siguiente decidimos repetir la fórmula: Bernie escribiría todas las letras, la vieja banda de Elton John compondría la música y Chris Thomas la produciría. De hecho, el único cambio real en el equipo fue que Renate Blauel ascendió de operadora de cinta a ingeniera de sonido. Era concienzuda y caía bien a todos: a los demás músicos, al equipo técnico y a Chris. Era callada pero fuerte y dueña de sí misma. En aquella época los estudios de grabación eran un mundo de hombres, no se veía a casi ninguna mujer trabajando en ellos, pero ella estaba forjándose una carrera solo a base de ser increíblemente buena en lo que hacía; había dado un paso al frente y trabajaba como ingeniera para The Human League y The Jam.

Al día siguiente de Navidad tomé un avión y llegué de un humor de perros. Mi madre y Deft habían acudido a Woodside para pasar las fiestas, y ella había adoptado al instante su viejo papel de señora de la casa y se mostró desagradable con el personal. Había tenido una discusión fuerte con una de las asistentas, que dio paso a una discusión fuerte conmigo a distancia, y Derf y ella se habían marchado como una exhalación en plena Nochebuena.

Pero me animé en cuanto llegué a la isla de Montserrat. Tony King había volado allí un día antes que yo y tenía previsto quedarse a pasar la Nochevieja. Ahora vivía en Nueva York, donde trabajaba para RCA con Diana Ross y Kenny Rogers. Había dejado de beber y se había unido a Alcohólicos Anónimos, y tenía muy buen aspecto, aunque contaba historias aterradoras sobre lo que estaba pasando en la comunidad gay de Greenwich Village y en Fire Island como consecuencia de una nueva enfermedad llamada sida. Nos divertimos un rato en el estudio, yo inventando personajes —una aristócrata entrada en años llamada Lady Choc Ice, una cantante lúgubre al estilo de Nico llamada Gloria Doom— y él fingiendo que las entrevistaba. Los dos aprobamos sin reservas al chico que había reemplazado a Renate como operador de cinta, Steve Jackson; era rubio y guapo.

A los pocos días Tony regresó a Nueva York. Un par de semanas después lo llamé y le dije que tenía que darle una noticia.

—Me caso —dije.

Tony se echó a reír.

—¿Ah, sí? ¿Y con quién, si se puede saber? ¿Con ese glamuroso grabador? ¿Vas a pasar a ser la señora Jackson?

—No. Me voy a casar con Renate.

Tony siguió riéndose.

—Tony, hablo en serio. Le he pedido que se case conmigo y ella me ha dicho que sí. La boda será dentro de cuatro días. ¿Puedes tomar un avión a Sidney?

La risa al otro lado del teléfono se interrumpió bruscamente.

 

 

Yo había llegado a Montserrat con mi último novio a la zaga, un australiano llamado Gary que había conocido en Melbourne un par de años atrás. Era una más en una interminable sucesión de situaciones de rehén, en este caso uno joven, guapo y rubio. Me había enamorado de él y a continuación había seguido mi plan infalible para amargar la vida de ambos. Lo convencía para que dejara Australia y se fuera a vivir conmigo a Woodside, una vez allí lo agasajaba con regalos, luego me aburría y le pedía a Bob Halley que lo mandara de vuelta a casa. Después volvíamos a ponernos en contacto, yo cambiaba de opinión y le pedía que volviera a Woodside, luego me aburría y le pedía a Bob que le comprara un billete de vuelta a Brisbane. Eso no iba a ninguna parte, solo daba vueltas alrededor del mismo punto. ¿Por qué siempre era así? Yo sabía que era culpa mía, pero era demasiado estúpido para saber en qué me equivocaba. La cocaína es así. Uno se vuelve egoísta y narcisista, y a su alrededor todo tiene que ser como él quiere. También lo vuelve veleidoso, de modo que en realidad no tiene ni idea de lo que busca. Si esta combinación es horrible para la vida en general, cuando se trata de una relación personal resulta letal. Si alguien quiere vivir en un mundo deprimente de infinitas mentiras delirantes, no puedo recomendarle lo bastante la cocaína.

Sin embargo, al volver a Montserrat, las canciones se sucedieron con rapidez, y las sesiones de grabación tuvieron otro efecto positivo. Empecé a pasar cada vez más tiempo con Renate. Disfrutaba mucho de su compañía. Era inteligente, amable y graciosísima; tenía un sentido del humor muy británico. Era muy guapa, pero no daba la impresión de ser consciente de ello, siempre iba con tejanos y camiseta. Parecía un poco aislada y solitaria, una mujer en un mundo de hombres, y así era exactamente como yo me sentía por dentro. Congeniábamos a la perfección, hasta el punto de que cada vez me apetecía más hablar con ella que estar con Gary.

Me inventaba pretextos para pasar tiempo con Renate, le pedía que volviera conmigo al estudio después de cenar para que escucháramos lo que habíamos hecho durante ese día, solo para hablar con ella. En más de una ocasión me sorprendí pensando distraídamente que ella era todo lo que habría buscado en una mujer de haber sido heterosexual.

Era, sin duda, un condicionante importante. Tan importante, de hecho, que hacía falta un caudal enorme de pensamiento irracional y enrevesado para no verlo como una barrera del todo infranqueable. Afortunadamente, esa clase de pensamiento era mi punto fuerte en aquella época, y enseguida empezaron las preguntas: ¿y si el problema de mis relaciones no era yo? ¿Y si era el hecho de que fueran relaciones homosexuales? ¿Y si una mujer podía hacerme feliz de un modo como no lograban hacerlo mis relaciones con hombres? ¿Y si el hecho de que disfrutara tanto en compañía de Renate no se debía a un simple vínculo emocional entre dos personas solas que se encuentran muy lejos de su casa, sino a un despertar repentino e inesperado del deseo heterosexual? ¿Y si había pasado los últimos catorce años acostándome con hombres solo porque aún no había encontrado a la mujer ideal? ¿Y si por fin la había encontrado?

Cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que era cierto. Era un argumento peliagudo que no resistía un examen minucioso o de cualquier tipo. Pero por peliagudo que fuera, era más fácil que enfrentarse al problema real.

Estábamos los dos borrachos en un restaurante llamado The Chicken Shack cuando mencioné por primera vez la idea de que nos casáramos. Renate, como es comprensible, se rio, creyendo que hablaba en broma. Hasta ese momento no había habido entre nosotros ningún indicio de romance, ni un beso siquiera. Si yo hubiera tenido sentido común, lo habría dejado así. Pero a esas alturas estaba totalmente convencido de que era lo correcto. Era lo que yo quería, y resolvería todos mis problemas de golpe. A mi manera, estaba enamorado: de la idea de casarme, de la compañía de Renate. La echaba de menos cuando no estaba. Tenía todos los visos de un enamoramiento.

De modo que cuando toda la comitiva se trasladó de Montserrat a Sidney —la banda y yo para empezar una gira por Australia, y Renate y Chris Thomas para mezclar el álbum—, la invité a cenar en un indio y volví a pedirle que se casara conmigo. La amaba y quería pasar el resto de mi vida a su lado. Teníamos que casarnos. Lo haríamos allí mismo, en Australia. Era el 10 de febrero de 1984: ¿y si nos casábamos el día de San Valentín? Yo podía conseguirlo. Era una locura, pero sonaba romántico. Renate dijo que sí.

 

 

Regresamos a toda prisa al hotel donde estábamos alojándonos, el Sebel Townhouse, y reunimos a todos en el bar para darles la noticia. «¡A que no lo adivináis!» Nos encontramos con un montón de caras horrorizadas, entre ellas la de Gary, que había viajado a Australia con nosotros y de pronto volvía a verse convertido en exnovio. Les pedí a John Reid y a Bernie que fueran mis padrinos de boda. En la fiesta improvisada que siguió se batió el récord de dinero gastado en una noche en el bar. Todos necesitábamos un trago fuerte para asimilar lo que acababa de ocurrir.

Los días siguientes transcurrieron en un estado de confusión. Hubo que organizar un banquete, buscar una iglesia y conseguir un permiso de matrimonio con muy poca antelación. Hablé con el padre de Renate por teléfono para pedirle la mano de su hija. Era un hombre de negocios de Munich y se mostró muy cordial, teniendo en cuenta que acababan de comunicarle, sin preámbulos, que al cabo de menos de cuatro días su hija iba a casarse con una estrella del rock famoso por su homosexualidad. Llamé a mi madre y a Derf para decírselo. Parecieron igual de desconcertados que todos, aunque, como todos, desistieron de intentar detenerme. Era inútil. En esa fase de mi vida, siempre se hacía lo que yo decía, y si alguien intentaba llevarme la contraria, había gritos y volaban objetos inanimados por el aire. No es algo de lo que estar orgulloso, pero así eran las cosas. Algunos amigos intentaron entender mi modo de actuar y en general llegaron a la conclusión de que me casaba porque quería tener hijos. Dejé que lo pensaran —con franqueza, era una explicación más verosímil que la verdadera—, pero nada podría haber estado más lejos de mi mente. Con casi cuarenta años, y más que capaz de portarme como un crío, lo último que necesitaba era meter a un niño de verdad en la ecuación.

Tal vez si Renate hubiera tenido más tiempo para reflexionar, habría cambiado de opinión. Pero no creo que lo hubiera hecho.

La boda en sí fue todo lo sencilla que puede ser una boda en la que uno de los padrinos del novio es el examante con quien perdió su virginidad. Renate lució un vestido de encaje blanco con un colgante de diamante y oro que yo le había comprado de regalo de boda. Llevaba flores en el pelo. Estaba guapísima. Ni mis padres ni los de Renate asistieron a la ceremonia, pero muchos amigos volaron hasta allí: Tony King, Janet Street-Porter. La nueva mujer de Bernie, Toni, fue una de las damas de honor. Rod Stewart no pudo venir, pero su representante, Billy Gaff, envió un telegrama: «Puede que tú estés de pie, querida, pero los demás estamos en el puto suelo».

En la escalinata de la iglesia nos vimos rodeados de admiradores y paparazzi. La gente vitoreaba y aplaudía. Desde una ventana cercana llegaba a todo volumen la canción «Kiss The Bride» de Too Low for Zero, que, a pesar del título, es lo menos apropiado para una boda después de «D.I.V.O.R.C.E.» de Tammy Wynette. Por encima de los compases de «Don’t say “I do” — say “bye-bye”», resonó una voz felicitándonos con un estilo muy australiano. «¡Por fin lo has conseguido! —bramaba—. ¡Enhorabuena, viejo maricón!»

El banquete se celebró en el Sebel, y fue todo lo discreto y comedido que cabía esperar. Llegaron rosas blancas de Nueva Zelanda, a donde teníamos previsto ir de luna de miel. El menú consistió en langosta, codornices y chuletas de ternera, Château Margaux y Puligny-Montrachet de reserva, y una tarta nupcial de cinco pisos que sacaron mientras sonaba un cuarteto de cuerda. Como era tradición, hubo discursos y se leyeron telegramas. Y, como también era tradición, John Reid más tarde pegó un puñetazo a un tipo de The Sun porque su crónica de la boda le había parecido ofensiva.

Más tarde todos nos trasladamos a la suite de mi hotel, donde siguió corriendo el alcohol y la coca.

Me gustaría aclarar que Renate y yo acordamos que, cuando nos divorciáramos, nunca hablaríamos en público de los detalles íntimos de nuestro matrimonio. Y respeto ese acuerdo. Lo cierto es que no tengo nada malo que decir acerca de ella. Ni yo, ni ninguna otra persona que la conociera. La única que se mostró fría con Renate fue mi madre, y no tuvo nada que ver con ella o su personalidad. Creo que mi madre no soportaba la idea de dejar de tenerme bajo su influencia, que otra persona ocupara el papel principal en mi vida.

El problema era yo. Todavía era capaz de encerrarme, a solas, con un cargamento de coca cada vez que me apetecía. En Woodside todos estaban muy acostumbrados a mi adicción y la trataban como una triste realidad de la vida. Recuerdo que Gladys, una de las asistentas, me llevó discretamente a un lado una mañana para decirme: «He encontrado su medicina blanca especial en el suelo mientras limpiaba su habitación, y la he puesto en el cajón de la mesilla de noche», y allí seguía, todavía en el espejo donde había estado cortando rayas. Supongo que yo pensaba que mantener una relación estable pondría fin de algún modo a esa clase de comportamiento. Pero no fue así. Todo lo contrario.

Ir a la siguiente página

Report Page