Yo

Yo


Capítulo 10

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Cabe puntualizar que Renate no solo se casó con un drogadicto gay, lo que ya habría sido bastante malo, sino con un drogadicto gay cuya vida estaba a punto de desmoronarse a unos niveles que él jamás habría creído posible. Los primeros años fueron bastante normales, al menos para mis parámetros. Fuimos testigos de la derrota del Watford en la final de la FA Cup. Saqué otro álbum que se llamó Ice on Fire. Lo produjo Gus Dudgeon, con quien no había vuelto a trabajar desde mediados de los años setenta. En Gran Bretaña el gran éxito fue «Nikita», una canción sobre un amor ruso a quien Bernie, sin querer o con malicia, le había puesto nombre de hombre. En el Live Aid monté una zona con césped artificial y barbacoa para que pasaran a saludar otros artistas. Llegó Freddie Mercury, todavía con el subidón de la actuación de Queen, que había acaparado todos los aplausos, y elogió muy en su estilo el sombrero que yo había escogido para actuar: «¿Qué coño te has puesto sobre la cabeza, querida? ¡Pareces la Reina Madre!». Fui al concierto de despedida de Wham! en el estadio de Wembley del verano de 1986, en el que, para conmemorar la decisión trascendental de George Michael de dejar atrás la frivolidad de la música pop y proclamarse como cantautor maduro, aparecí al volante de un Reliant Robin vestido de Ronald McDonald. George quería cantar «Candle In The Wind» como prueba de su nueva faceta seria, pero una vez en el escenario empecé a tocar una versión al piano al estilo pub de «When I’m Sixty-Four».

Más tarde ese año las cosas empezaron a descarrilar para mí. La primera vez que me noté algo raro en la voz fue durante una gira por Estados Unidos. Fue muy extraño. Estaba tocando en el Madison Square Garden y canté bien, pero descubrí que no podía hablar más que en susurros. Decidí que la mejor medida era descansar la voz entre actuación y actuación, y tomarlo a broma. Me hice con una peluca y una gabardina de Harpo Marx, que me ponía entre bastidores a la vez que tocaba una bocina en lugar de hablar.

Pero mi voz empeoró cuando llegué a Australia. Mi visita coincidió con el lanzamiento de mi nuevo álbum. Se llamaba Leather Jackets, y estaba más cerca de ser un desastre absoluto que todo lo que había sacado hasta entonces. Siempre había intentado ser estricto con la norma de no consumir drogas en el estudio, pero esta vez la tiré por la borda. La cocaína tuvo el impacto que cabía esperar en mi criterio creativo. Reuní en Leather Jackets viejos bodrios desechados. Se suponía que el gran single sería «Heartache All Over The World», una canción floja donde las haya. La acompañaban temas antiguos que en su día no habíamos considerado lo bastante buenos para incluirlos en los álbumes anteriores, pero que, después de unas cuantas rayas, de pronto me parecían obras maestras perdidas que al público le urgía escuchar. Entre ellos había una canción horrible que escribí con Cher, «Don’t Trust That Woman», con una letra infumable: «You can rear-end her, ooooh, it’ll send her» («Puedes darle por detrás, ooooh, se pondrá cachonda»). Los lectores se imaginarán lo que pensaba sobre la canción si les digo que me negué a firmarla con mi nombre y la atribuí a Cher y al viejo personaje que me había inventado en el estudio, Lady Choc Ice. Y si uno odia tanto una canción para no querer admitir que la ha compuesto, suele ser buena idea no grabarla ni sacarla al mercado. Pero yo estaba tan colocado que cualquier clase de lógica me sobrepasaba.

No todo lo que había en el álbum era malo. «Hoop Of Fire» tenía bastante estilo, sobre todo al lado de lo que acompañaba a esa canción, y había una balada titulada «I Fall Apart» que era otro ejemplo de la asombrosa habilidad de Bernie para poner en mi boca palabras que podría haber escrito yo mismo sobre mi situación personal. Pero hay que reconocer que, en conjunto, no había por dónde cogerlo.

De modo que quería que esa gira fuera algo especial, un acontecimiento tan ambicioso y espectacular que borrara el recuerdo del álbum que lo precedía. Le di a Bob Mackie carta blanca en lo tocante al vestuario, lo que explica que acabara en Australia con una gigantesca peluca color rosa a lo mohicano con los lados de piel de leopardo, basada en el estilo explosivo que Tina Turner había hecho famoso en los años ochenta, y una indumentaria con la que parecía Mozart en una glamurosa banda de rock y que consistía en un traje de lentejuelas blancas a juego con una peluca espolvoreada de talco del siglo XVIII y un lunar pintado. El look de Mozart pretendía ser un comentario irónico sobre la segunda parte del espectáculo, en la que iba a actuar con la Melbourne Symphony Orchestra. Si a alguien le pareció pretencioso que una estrella del rock se las diera de gran compositor clásico, no fue el primero que lo pensó, pues a mí también me lo parecía.

Antes que nosotros, nadie había salido de gira con una orquesta que tocara rock and roll. Eso significaba que por primera vez podía interpretar en directo las canciones de mis primeros álbumes tal como las había grabado, con todos los bonitos arreglos de Paul Buckmaster. Gus Dudgeon llegó en avión para supervisar el sonido. Pusimos un micrófono en cada uno de los instrumentos de la orquesta, cosa que tampoco se había hecho antes, y el efecto fue asombroso: cuando entraban los instrumentos de cuerda en «Madman Across The Water», a uno le estallaba la cabeza. Hacían un ruido infernal —con los violonchelos y los contrabajos tocando a toda potencia, notaba cómo el escenario vibraba bajo mis pies—, lo que no estaba de más, ya que la atracción principal estaba teniendo dificultades para emitir algún sonido.

Para un cantante, era una situación de lo más extraña y desconcertante: cuando abría la boca en el escenario, no tenía ni idea de qué iba a ocurrir. A veces mi voz sonaba normal. Otras veces, me salía áspera y ronca, y resollaba sin alcanzar las notas. Por alguna razón, parecía afectarme más al hablar que al cantar. Intentaba presentar una canción y literalmente no me salía nada. Era como si alguien hubiera atendido las plegarias de ciertos críticos al descubrir una forma de silenciarme.

Estaba claro que tenía un problema. Durante un tiempo mantuve la fe en el viejo remedio para la garganta que me había dado Leon Russell en el camerino del Troubadour en 1970, e hice gárgaras con miel, vinagre de sidra y agua caliente. En vano. Al final, después de un concierto en Sidney en el que los sonidos más fuertes que emití se produjeron entre canción y canción —cuando me daban ataques de tos y escupía un pringue de una variedad de colores tan chillones que los trajes de Bob Mackie eran sobrios en comparación—, se impuso la cordura y accedí a acudir a un otorrinolaringólogo llamado John Tonkin.

Me examinó la laringe y me dijo que tenía quistes en las cuerdas vocales. No sabía aún si aquello era cancerígeno o benigno. Si era cancerígeno, yo estaba acabado; me extirparían la laringe y no podría hablar bien nunca más, y mucho menos cantar. El doctor no lo sabría con seguridad hasta que me practicara una biopsia. Luego me miró y frunció el entrecejo.

—Fuma hierba, ¿verdad? —me preguntó.

Me quedé de una pieza. Había empezado a fumar porros para contrarrestar el efecto de toda la cocaína que me estaba metiendo, pero enseguida descubrí que me gustaban por sí mismos. Era una droga diferente a la cocaína y el alcohol, que creía que me hacían más sociable pese a que cada vez eran más abundantes las pruebas de que me volvían lo más antisocial posible.

Pero la marihuana no me infundía ganas de salir de copas o de quedarme levantado durante días seguidos, solo me soltaba la risa y hacía que la música sonara increíble. Me gustaba especialmente colocarme y escuchar a Kraftwerk: su música era tan simple, repetitiva e hipnótica… Claro que, siendo como soy, no podía limitarme a fumar de vez en cuando un porro escuchando Trans-Europe Express o The Man Machine. Enseguida me convertí en un fanático de la marihuana, como lo era de todo lo demás. Antes de que empezáramos la gira por Australia, había alguien en el equipo contratado poco menos que para liarme porros. Nos acompañaba a todas partes cargado con una caja de zapatos con toda la parafernalia.

Cuando el doctor Tonkin me preguntó si fumaba hierba, decidí no entrar en detalles y callarme lo del liador de porros del equipo.

—Algún porro —grazné.

El doctor hizo un gesto de exasperación y replicó con firmeza:

—Creo que eso quiere decir muchos. —Y me instó a dejarlo.

Podría haber sido la causa directa de los quistes, y aunque no lo fuera, no ayudaba. No volví a fumar un porro. A esas alturas yo no era lo que se dice un maestro de la determinación personal en lo que se refería al alcohol y las drogas. Había perdido la cuenta de las veces que me había dicho «nunca más» en plena resaca horrible, y en cuanto pasaban los efectos lo olvidaba. A veces me atenía a la decisión durante meses, pero tarde o temprano siempre acababa cayendo. Sin embargo, no hay nada como estar totalmente aterrorizado para dejar un hábito, y no hay nada como la palabra «cáncer» para aterrorizar a alguien. El doctor Tonkin también me dijo que suspendiera el resto de la gira por Australia, pero me negué. Todavía teníamos por delante una semana de conciertos en Sidney y, para empezar, el coste de suspenderlos habría sido astronómico; habíamos contratado a más de cien músicos, y se suponía que estábamos filmando los conciertos y grabándolos en directo para sacar un álbum. Y lo que aún era más importante: si existía una posibilidad de que algún día no volviera a cantar, quería posponerlo todo lo posible.

Decidí que adoptaría esa misma actitud estoica y resuelta cuando se lo comunicara a la banda. Pero cuando entré en el bar del Sebel Townhouse —sí, otra vez— y anuncié con un graznido «Creen que tengo cáncer de garganta», rompí a llorar. No pude evitarlo. Estaba muy asustado. Aunque la operación fuera un éxito y la biopsia descartara el cáncer, todavía era posible que estuviera acabado, al menos como cantante (Julie Andrews se había quedado sin voz a raíz de una operación para extirparle un quiste en una cuerda vocal).

Terminamos la gira. Enfermo y aterrado, me marché del último concierto en el Sydney Entertainment Centre, que iba a ser retransmitido por televisión, unos minutos antes de que comenzara. Al dejar el edificio oí a la orquesta tocando la obertura justo cuando abandonaba a toda prisa el recinto. Me crucé con Phil Collins, que entraba a última hora para evitar a los fans. Se quedó bastante sorprendido al ver a la atracción estelar del concierto yendo en dirección contraria.

—Ah, hola, Elton… Espera, ¿a dónde vas?

—A casa —contesté sin detenerme.

No era la primera vez que me iba de un local como una exhalación cuando se suponía que debía estar en el escenario. Unos años antes había huido de un concierto de Navidad en el Hammersmith Odeon, entre el final de la actuación y los bises. Hasta que el coche llegó a la rotonda de Hogarth no me calmé y decidí regresar; estábamos a unos diez minutos del local, pero al dar la vuelta nos percatamos de que la ruta de regreso iba a ser aún más larga porque teníamos que dar un rodeo. Aunque parezca mentira, cuando regresé el público seguía allí.

En el caso del Sydney Entertainment, antes de llegar al coche siquiera ya había cambiado de opinión. Y resultó ser el mejor concierto de todos. La idea de no volver a cantar nunca más me sostuvo. El momento más destacado fue «Don’t Let The Sun Go Down On Me». La voz me salió áspera y ronca, pero creo que nunca he interpretado mejor esa canción; siempre era bastante impactante, con la orquesta tronando a todo volumen, pero esa noche cada palabra de la letra parecía tener un significado nuevo, otro matiz.

Después de la gira ingresé en un hospital de Australia para que me operaran. No pudo ir mejor. No era cáncer, y se limitaron a extirparme los quistes. Una vez recuperado, me di cuenta de que me había cambiado la voz para siempre. Era más profunda y ya no podía cantar en falsete, pero me gustó cómo sonaba. Parecía más poderosa, más madura, tenía otra clase de fuerza. No podía creer lo afortunado que había sido. Pensé que 1987 había empezado con mal pie y que en adelante solo podía mejorar. No podía estar más equivocado.

 

 

El primer titular apareció en febrero de 1987 en The Sun: «Elton, envuelto en un escándalo con chaperos». Pero, en retrospectiva, que The Sun fuera a por mí solo era cuestión de tiempo. Yo era gay, tenía éxito y era obstinado, lo que a los ojos de The Sun me convertía en el blanco fácil de una campaña de desprestigio. El editor de entonces se llamaba Kelvin MacKenzie y era un tipo tan tóxico que la Agencia de Medio Ambiente debería haberlo acordonado. Bajo su control, The Sun, más que un periódico, era un concurso diario de a ver cuánto racismo, misoginia, xenofobia y, sobre todo, homofobia podía embutirse en sus sesenta y cuatro páginas. Es difícil encontrar a alguien que no recuerde lo horrible que era aquella publicación en los años ochenta. Trataba fatal a toda la gente, famosa o no. Descubrió una laguna en la ley que permitía identificar a las víctimas de una violación si no habían detenido a nadie por el delito. Ofrecía dinero a los homosexuales para que se marcharan de Gran Bretaña: «Levantad el vuelo, gais, y pagaremos». Cuando un actor de televisión llamado Jeremy Brett se moría de una cardiopatía, The Sun mandó a periodistas para que se enfrentaran a él en el hospital y le preguntaran si tenía sida, una enfermedad que, según contaba el periódico a sus lectores, no se podía contraer en relaciones heterosexuales.

Leí boquiabierto el artículo que habían publicado sobre mí. Lo irónico era que había montones de hombres en el mundo que podrían haberme puesto en evidencia por sexo y drogas: exnovios o ligues de una noche insatisfechos. Pero a juzgar por su primer exposé, The Sun había logrado dar con alguien a quien yo nunca había conocido, y que les había contado una orgía en un lugar donde yo nunca había estado: en la casa del representante de Rod Stewart, Billy Gaff.

Aunque, para ser justos, si hubieran encontrado a alguien que realmente se hubiese acostado conmigo, no habrían podido publicar una historia así. Y no porque fuera pura invención, que lo era, sino porque quien lo había inventado parecía estar loco de atar. Se suponía que yo me preparaba para la orgía poniéndome unos «shorts de cuero muy cortos». ¿Shorts de cuero? He llevado alguna prenda ridícula en mis tiempos, pero jamás me he preparado para una noche de pasión embutiéndome en unos shorts de cuero; lo que quiero es acostarme con alguien, no que eche un vistazo y salga pitando en sentido contrario. Además, al parecer «daba vueltas a un juguete sexual» entre los dedos «con cara de Cleopatra». Ah, cómo no, Cleopatra: la última gobernante de la dinastía ptolemaica, amante de Julio César y Marco Antonio, que ha pasado a la historia con un vibrador en la mano y unos shorts de cuero.

Por un lado era tronchante, pero por el otro, no tenía ni pizca de gracia. El artículo daba a entender que los chaperos involucrados eran menores de edad. Si se repite una mentira lo suficiente, la gente acaba creyéndosela, sobre todo si está en letra impresa. ¿Y si la gente se la creía realmente? ¿Qué demonios se suponía que tenía que hacer yo? Lo leerían mi madre y Derf. Tal vez mi abuela. Oh, no, y la tía Win, que tenía un quiosco. Me la imaginé recibiendo el ejemplar de The Sun de esa mañana, horrorizada, o vendiéndolo a personas que sabían quién era su sobrino y que se reirían de ella.

Mi primera reacción fue encerrarme en Woodside y pegarle al martini con vodka. Luego recibí una llamada de Mick Jagger. Había visto el artículo y quería darme un consejo: que no intentara demandarlos bajo ningún concepto. Cuando él puso un pleito al News of the World por afirmar falsamente que se había jactado de haber consumido drogas en los años sesenta delante de un periodista encubierto, el periódico había reaccionado espiándolo y montando la famosa redada de Redlands: Keith Richards y él habían acabado en la cárcel, hasta que una protesta pública logró que sus sentencias fueran revocadas. Por extraño que parezca, la conversación tuvo el efecto contrario al que pretendía Mick. Tal como le señalé, me traía sin cuidado lo que dijera la prensa de mí. De vez en cuando me llevaba un disgusto por una mala crítica o un comentario hiriente, pero así son las cosas cuando uno está bajo la mira del público. Tiene que aguantarse y superarlo. Pero ¿por qué iba a permitir que contaran mentiras sobre mí?

Podía demostrar que lo que decían no era cierto. El día que se suponía que estaba en casa de Billy Gaff, vestido como un extra de un vídeo de Village People y agitando un vibrador como una majorette, yo había estado en Nueva York, comiendo con Tony King y hablando de los detalles de mi peluca a lo Tina Turner con Bob Mackie. Había facturas de hotel, cuentas de restaurantes y billetes de avión que lo demostraban. Tenía dinero para llevarlos a los tribunales. A la mierda. Iba a demandarlos.

Después de mi primer pleito, The Sun publicó más noticias repletas de más mentiras; cada vez que aparecía una, volvía a demandarlos por difamación. Algunas de las mentiras eran en verdad desagradables —afirmaban que había pagado a chaperos para que me dejaran orinar sobre ellos— y otras eran simplemente estrafalarias. En una se afirmaba que tenía rottweilers con las laringes cortadas: «Los asesinos silenciosos de Elton». El único problema de esa historia es que yo solo tenía dos pastores alemanes, y entre los dos casi ensordecieron a los de la asociación en defensa de los animales RSPCA cuando aparecieron para comprobar cómo estaban. The Sun no paró ni siquiera cuando se hizo evidente que el público no quería saber más. Estaba claro que su campaña no había afectado en nada a mi popularidad: las noticias se difundían por todo el mundo, pero el álbum que había grabado en directo durante la gira por Australia fue un gran éxito, fue platino en Estados Unidos, y la versión de «Candle In The Wind» que se lanzó como single estuvo en el top diez a ambos lados del Atlántico. El que salió perdiendo fue The Sun. Cada vez que sacaba una noticia sobre mí, las ventas del tabloide caían. No sé si la gente se dio cuenta de que todo eran patrañas, si lo vio como una campaña de desprestigio contra mí y no le pareció justo, o simplemente se aburrió de oír hablar de ello.

Sabiéndose en un apuro, The Sun estaba cada vez más desesperado por conseguir algo sobre mí, lo que fuera que les quedara grabado a sus lectores. Me seguían a todas partes. Cuando me alojé en el Century Plaza de Los Ángeles, pusieron micrófonos ocultos en la suite del ático. Nuestros abogados nos habían avisado de que podía ocurrir —era la suite donde el presidente Reagan siempre se alojaba—, de modo que pedimos al FBI que la registrara. Alguien intentaba asustarme para que pidiera a mis abogados que desistieran. Se ofrecieron a pagar quinientas libras al chapero que afirmara que se había acostado conmigo. Como era de esperar, llovieron los candidatos, pero se hizo tan evidente que todos se lo inventaban que ni siquiera The Sun se atrevió a utilizarlos.

Lo más que consiguieron fue hacerse con varias Polaroids que habían robado de mi casa. Eran de hacía diez años, y en una de ellas salía yo haciendo una mamada a un tío. Las publicaron en el periódico, lo que fue bochornoso. Intenté consolarme pensando que al menos volvía a ser pionero en algo en mi carrera: el primer artista de la historia que debutaba en el top de las listas de Estados Unidos con dos éxitos consecutivos, el primer artista de la historia que tenía siete números uno seguidos en Estados Unidos, el primer artista en la historia que aparecía fotografiado en un periódico nacional haciendo una mamada. Además, se vio como un signo de desesperación por parte de The Sun. Los gais chupan penes; no era exactamente una primicia digna del Premio Pulitzer. Por otra parte, no pude evitar pensar que el modo como estaba redactado hablaba más del periodista que de mí. Todo era «repugnante» y una «perversión privada». Hay que tener una vida sexual muy aburrida para que una mamada cuente como el colmo de la depravación.

Aquello se prolongó durante muchos meses y llegué a ponerles diecisiete demandas por difamación. Me encantaría decir que nunca flaqueé en mi convicción de que los derrotaría, pero no es cierto. Algunos días me sentía bien, justificadamente indignado y preparado para acabar con ellos. Otros lloraba de total desesperación e incluso de vergüenza. Yo no había hecho ninguno de los actos que me atribuían, pero sabía que me había expuesto a que ocurriera algo así. Mi drogadicción era un secreto a voces. Nunca me había acostado con ningún menor de edad, por supuesto, pero no había sido muy selectivo al elegir pareja. Unos años atrás alguien con quien me había acostado se llevó un anillo de diamantes con zafiros, un reloj y dinero en efectivo. Me preocupaba el juicio, ver cómo mi vida privada era diseccionada en público, y de lo que sería capaz The Sun para desprestigiarme.

Solo pensar en ello me llevaba a hacer lo que siempre hacía cuando las cosas me superaban. Me encerraba en mi habitación, como cuando era niño y mis padres se peleaban, e intentaba ignorar lo que ocurría. Con la diferencia de que ahora me encerraba con una generosa provisión de alcohol y drogas. No comía en tres días, y me despertaba tan hambriento que me atiborraba. Luego me entraba el pánico de engordar y me provocaba el vómito dando saltos hasta que lo echaba todo. Había empezado a presentar síntomas de bulimia, aunque en ese momento no sabía qué era. Solo sabía que era más fácil vomitar unos alimentos que otros. Todo lo pesado, como el pan, costaba más, y uno acababa doblado sobre el retrete, provocándose arcadas y más arcadas. Me di cuenta de que tenía que limitarme a comer alimentos blandos, por lo que mi dieta se volvió extraña. Cuando me atracaba, mi idea de una comida se convertía en dos tarros de berberechos del Sainsbury y un helado de manteca de cacahuete Häagen-Dazs. Me lo zampaba y luego lo echaba todo de nuevo, creyendo que nadie se daría cuenta de que me escabullía para provocarme el vómito. Como es natural, se daban cuenta —uno regresa oliendo a vómito y parece que haya estado llorando, porque vomitar te deja con los ojos llorosos—, pero nadie se atrevía a encararse conmigo por miedo a las consecuencias. Todo, desde lo que comía a mi modo de actuar, parece atroz ahora, pero entonces era lo más normal para mí, simplemente era así.

De cualquier modo, cuando las cosas se ponían realmente feas, me obligaba a salir, consolándome con dos pensamientos. El primero era que, por lo que se refería a The Sun, yo tenía toda la razón: si una sola palabra de lo que habían dicho hubiera sido verdad, nunca me habría atrevido a demandarlos. Y el segundo era que, por muy deprimente que me pareciera todo, conocía a personas que estaban mucho, muchísimo peor que yo, personas que habían encontrado la fuerza para sobrellevar problemas que hacían que los míos, a su lado, se volvieran insignificantes. Un par de años antes había leído en la sala de espera de un médico un artículo de la revista Newsweek sobre un adolescente estadounidense llamado Ryan White. La historia me horrorizó a la vez que me inspiró. Era un hemofílico de Illinois que había contraído el sida por una transfusión de sangre, y el sida era una enfermedad que había estado ocupándome mucho espacio mental. El asistente personal de John Reid, Neil Carter, era el primer conocido que había muerto de esa enfermedad; se la diagnosticaron y tres semanas más tarde se moría. A partir de entonces, las compuertas parecieron abrirse. Cada vez que hablaba con Tony King en Estados Unidos, donde más avanzada estaba la epidemia, me mencionaba a un viejo amigo o un amigo de un amigo que estaba enfermo. La secretaria de John Reid, Julie Leggatt, fue la primera mujer en Gran Bretaña a la que le diagnosticaron el sida. Mi exnovio Tim Lowe había dado positivo. También otro ex, Vance Buck, un encantador rubio de Virginia al que le gustaba mucho Iggy Pop y cuya foto salía en la guarda interior de mi álbum Jump Up!, justo debajo de la letra de «Blue Eyes», la canción que Gary Osborne y yo habíamos escrito pensando en él. Fue horrible, pero cualquier gay que haya vivido en los años setenta y ochenta estará de acuerdo: todos perdimos a alguien, todos recordamos el clima de miedo.

Sin embargo, no se trataba solo del hecho de que Ryan White tuviera sida, sino de lo que sucedió a raíz de contraer la enfermedad. Lo habían condenado al ostracismo en su pueblo natal, Kokomo. El inspector del distrito escolar se negó a dejarlo ir a clase por si contagiaba a sus compañeros. Él y su madre, Jeanne, se embarcaron en una larga batalla legal. Cuando el departamento de educación de Indiana falló en favor de Ryan, un grupo de padres solicitaron un mandamiento judicial para impedir que regresara, y la escuela les dejó realizar una subasta con la que recaudar fondos para mantenerlo alejado. Cuando eso fracasó, abrieron una escuela alternativa para que sus hijos no tuvieran que acercarse a él. Lo insultaban por la calle, en su taquilla de la escuela apareció la palabra «marica» pintada con espray y destrozaron sus pertenencias. Rajaron los neumáticos del coche de su madre y una bala atravesó la ventana delantera de la casa de su familia. Cuando el periódico local lo apoyó, recibieron amenazas de muerte. Hasta la Iglesia metodista les dio la espalda; cuando llegó la celebración de Pascua, ningún feligrés estrechó la mano de Ryan y le dijo «la paz sea contigo».

Durante todo ese tiempo, Ryan y su madre se comportaron con una dignidad, un coraje y una compasión impresionantes. Como cristianos que abrazaban realmente las enseñanzas de Cristo, perdonaron a las personas que hacían su vida ya difícil aún más infernal. Nunca las condenaron y solo intentaron educar. Ryan se convirtió en un portavoz locuaz, comprensivo e inteligente de los enfermos de sida en una época en que la enfermedad seguía siendo demonizada como la venganza de Dios sobre los gais y los drogadictos. Cuando descubrí que le gustaba la música y que quería conocerme, me puse en contacto con su madre y los invité a un concierto en Oakland, y al día siguiente los llevé a Disneylandia. Me parecieron encantadores. Jeanne me recordaba a las mujeres de mi familia, sobre todo a mi abuela: de clase obrera, franca, trabajadora, amable pero sin duda hecha de un acero inquebrantable. Y Ryan era totalmente único. Estaba tan enfermo que tuve que llevarlo por Disneylandia en silla de ruedas, pero no estaba enfadado ni amargado, nunca se venía abajo. No quería compasión ni lástima. Hablando con él tuve la impresión de que sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, y no quería malgastarlo compadeciéndose o enfadándose con los demás; la vida era literalmente demasiado corta. Era un chico encantador, que intentaba llevar una vida lo más normal posible. Era una familia increíble.

Después seguimos en contacto. Yo los llamaba, les enviaba flores, les preguntaba si podía ayudar en algo. Cuando podía, iba a ver a Ryan. Cuando ya no pudieron quedarse más tiempo en Kokomo, le presté a Jeanne el dinero para mudarse con su familia a Cicero, una ciudad pequeña situada en las afueras de Indianápolis. Intenté regalarle el dinero, pero ella insistió en que era un préstamo; incluso preparó un contrato para que yo lo firmara. Cada vez que me sentía impotente en la situación en que me encontraba, pensaba en ellos. «Eso era verdadero coraje frente a algo realmente atroz. Así que deja de autocompadecerte. Simplemente sigue adelante.»

De todos modos, tuve un perfil público bajo hasta que Michael Parkinson se involucró. Había acudido a su programa de entrevistas en la década de los setenta —acabé tocando un piano de un pub mientras Michael Caine cantaba «Maybe It’s Because I’m A Londoner»— y nos hicimos amigos. Se puso en contacto conmigo cuando aparecieron los primeros artículos de The Sun y me dijo que tenía un nuevo programa de entrevistas en la ITV que se llamaba One to One y que dedicaba por entero a un solo invitado. ¿Por qué no iba a Leeds y salía en él? Le dije que no estaba seguro, pero insistió.

«No lo hago por ti, lo hago por mí. Sé cómo son los de The Sun. No has hecho ninguna declaración pública y es necesario. Si no dices nada, la gente dará por hecho que tienes algo que esconder.»

Al final acudí al programa. Si se ven los vídeos en YouTube, se advierte el efecto que los acontecimientos estaban teniendo en mí: aparezco sin afeitar, vestido de cualquier modo, pálido y demacrado. Pero fue bien. El público se puso claramente de mi parte. Michael me preguntó por The Sun y le dije que acababa de enterarme de que habían intentado sobornar a la recepcionista de mi médico para que les entregara mi historial clínico.

«Creo que quieren examinar mi esperma —añadí—. Lo que no deja de ser extraño, porque a juzgar por las noticias que ellos mismos han estado publicando, ya han visto cubos llenos.»

Poco después, el chapero que había hecho las primeras declaraciones en The Sun dijo en otro tabloide que se lo había inventado todo y que no me conocía. «Ni siquiera me gusta su música», añadió. La mañana en que iba a celebrarse el primer juicio, The Sun cedió del todo. Ofreció un millón de libras para resolverlo. Era la mayor indemnización por difamación en la historia británica, aunque suponía un buen acuerdo para el diario; si lo hubiera llevado a los tribunales, habría acabado pagándome millones. Esa noche, en lugar de prepararme para subir al estrado, fui a ver a Barry Humphries en el Theatre Royal, en Drury Lane, y me reí a carcajadas con Dame Edna Everage. Después dimos vueltas por el West End haciendo tiempo para ver la primera edición del periódico de la mañana en los quioscos. Cuando se veía obligado a disculparse por haberse inventado algo, The Sun tenía fama de imprimir la noticia en la letra más pequeña posible y esconderla en la página 28. Pero yo insistí en que la disculpa tenía que ser un titular en portada y en el mismo tamaño que las acusaciones iniciales: «Perdón, Elton».

La gente diría luego que fue una victoria histórica que cambió a los periódicos británicos, pero no estoy seguro de que cambiara mucho a The Sun. Dos años después publicaron las más flagrantes mentiras de su historia sobre el comportamiento de los hinchas del Liverpool durante la tragedia de Hillsborough, así que no puede decirse que comprobar la veracidad de los datos se convirtiera de pronto en una gran prioridad para ellos. Lo que cambió fue el modo como los periódicos en general se comportaron conmigo a partir de entonces, porque comprendieron que los demandaría si se inventaban algo. Volví a hacerlo varios años después, cuando The Daily Mirror afirmó que se me había visto en una fiesta de Hollywood diciendo que había descubierto una nueva dieta prodigiosa mientras masticaba algo y, en lugar de tragarlo, lo escupía. «La dieta de la muerte de Elton», rezaba el titular. Ni siquiera había estado en Estados Unidos por esas fechas. Recibí 850.000 libras, que di a obras benéficas. No era cuestión de dinero, sino de dejar algo muy claro. Se puede decir lo que se quiera sobre mí. Cualquiera puede afirmar que no tengo talento o que soy un viejo maricón calvo, si esa es su opinión. Yo puedo pensar que es gilipollas por decirlo, pero si fuera ilegal dar opiniones subidas de tono sobre la gente, llevaría años encerrado. Sin embargo, nadie puede contar mentiras sobre mí. O se las verá conmigo en los tribunales.

Renate y yo nos divorciamos a principios de 1988. Habíamos estado casados cuatro años. Era lo correcto, pero me sentía fatal. Había roto el corazón de alguien a quien quería y que me quería incondicionalmente, alguien intachable en todos los sentidos. Ella podría haberme dejado pelado y no me habría extrañado: solo yo tenía la culpa de todo lo que había salido mal. Pero Renate era demasiado digna y decente para eso. Pese a tanto dolor, no había resentimiento. Durante años, cada vez que me pasaba algo, la prensa se presentaba en su puerta esperando que ventilara secretos, y ella nunca lo hizo; les decía que la dejaran en paz.

La vi una vez después de que nos divorciáramos. Se fue de Woodside para instalarse en una bonita casa de campo en un pueblo.

A pesar de todo lo ocurrido, todavía había un amor muy real entre nosotros. Cuando tuve hijos, la invité a Woodside, porque quería que los conociera, quería verla, quería que formara parte de nuestras vidas y que nosotros formáramos parte de la suya, de algún modo. Pero Renate no quiso y yo no insistí. Tengo que respetar cómo se siente.

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