Yo

Yo


Capítulo 11

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El estado en que se encontraba la pista de squash me llevó a comprender que mi pasión por el coleccionismo tal vez se me había ido un poco de las manos. La pista de squash era una de las cosas que me habían gustado de Woodside cuando me mudé. A todos los que me visitaban los desafiaba a jugar un partido. Pero hacía bastante que nadie jugaba a squash en Woodside porque ya no se podía entrar en la pista. Estaba llena de cajas de embalaje repletas a su vez de cosas que había comprado: en una gira, en vacaciones, en subastas, donde fuera. Ni siquiera había podido sacarlas de las cajas porque no había literalmente espacio en la casa para ponerlas. Cada palmo de pared estaba cubierto de cuadros, pósteres, discos de oro y platino, premios enmarcados. Los discos de mi colección se amontonaban por todas partes. Yo tenía una habitación especial que parecía un laberinto, con pasillo tras pasillo de estantes del suelo hasta el techo en los que guardaba todos los que había comprado desde niño; todavía tenía los discos de 78 rpm que había adquirido con mi dinero en el Siever de Pinner, con «Reg Dwight» escrito a bolígrafo en las etiquetas y fotos de los artistas que había recortado de revistas y pegado en las fundas. Pero había logrado que la habitación se me quedara pequeña al comprar la colección de discos de otra persona. Se trataba de un productor de radio de la BBC llamado Bernie Andrews que había trabajado en Saturday Club y con John Peel, y tenía todos los singles que se habían publicado en Gran Bretaña entre 1958 y 1975, y eran miles. Por supuesto, muchos eran malos: incluso en los años más milagrosos del pop, los buenos discos terminaban sepultados por los malos. Pero la idea de tener todos los singles que se habían publicado en Gran Bretaña atrajo a mi mente de coleccionista. Era como si una loca fantasía de la niñez se hubiera hecho realidad.

Si solo hubiera coleccionado discos, tal vez habría podido manejarlo, pero coleccionaba de todo: arte, antigüedades, ropa, sillas, joyas, copas. Había bonitos jarrones art déco y lámparas de mesa Gallé y Tiffany en el suelo, porque no quedaba espacio en ninguna de las mesas, una situación curiosa dado el número de muebles que había logrado meter en cada habitación. Pasear por la casa era como participar en la carrera de obstáculos más cara del mundo. Si alguien ponía el pie donde no debía o se volvía demasiado deprisa —sé por experiencia que es muy fácil que ocurra cuando se pasa una parte significativa de la vida borracho o drogado—, podía hacer añicos algo que valía miles de libras. Eso no contribuía a crear un entorno muy relajante donde vivir. Invitaba a gente y me pasaba la mitad del tiempo gritándoles que miraran por dónde iban y tuvieran cuidado con lo que hacían. De vez en cuando metía la cabeza en la pista de squash —había el espacio justo para ello, si tomaba aire antes— y sentía una extraña desesperación. Desde que era niño tener cosas me había hecho feliz, pero ahora solo me abrumaba. ¿Qué iba a hacer con todo aquello?

Unos meses después de que Renate y yo nos separásemos, se me ocurrió una solución radical. Lo vendería todo. Todos los cuadros, todos los recuerdos, todos los muebles, todos los objetos de arte. Toda la ropa, las joyas, las copas, los regalos que me habían enviado los fans. Todo lo que había en la casa menos los discos. Me puse en contacto con Sotheby’s, que no hacía mucho había organizado una gigantesca venta póstuma de los bienes de Andy Warhol, y les dije que quería subastar todo. Enviaron expertos a Woodside para husmear. Cuando se marcharon parecían un poco mareados. No pude averiguar si estaban anonadados por la cantidad de cosas que yo quería vender —uno me susurró que tenía la colección privada de mobiliario de Carlo Bugatti más grande del mundo— o solo impactados por la absoluta fealdad de muchas de ellas. Me gustaba creer que había desarrollado un buen ojo para el arte y los muebles, pero también tenía un umbral de tolerancia singularmente alto para lo kitsch chabacano. En mi casa había objetos al lado de los cuales mi viejo vestuario para salir al escenario parecía lo último en buen gusto sobrio. Entre ellos, una escultura de una hembra de bonobo con un vestido eduardiano que me había enviado un admirador con una nota en la que explicaba que representaba la futilidad de la guerra; una radio en forma de muñeca con una negligé transparente que tenía los diales y los mandos del volumen montados sobre los pechos, o un par de grifos de latón con unos testículos de metacrilato pegados.

Decidí que debía quedarme varios guiones originales de Goon Shown junto con unas notas manuscritas de Spike Milligan, que había comprado en una subasta, y cuatro cuadros: dos Magrittes, un retrato de Francis Bacon de su amante George Dyer que todos habían intentado disuadirme de comprar por 30.000 libras en 1973, y The Guardian Readers, el cuadro de Patrick Procktor que aparecía en la cubierta de Blue Moves. Todo lo demás podía irse.

Antes de que los lectores se formen una idea equivocada, quisiera añadir que no tenía ninguna intención de llevar una vida más sencilla y llena de sentido, desprovista del yugo del consumismo y libre de la carga de las posesiones materiales. Si alguien lo pensó, se desengañó rápidamente la primera vez que fui a Sotheby’s para hablar sobre la subasta inminente, pues se suponía que estaba allí para desprenderme de mis bienes terrenales y acabé comprando dos cuadros de los artistas vanguardistas rusos Igor y Svetlana Kopystiansky. Lo que pretendía era más bien empezar de nuevo. Quería reformar y redecorar completamente Woodside. No quería seguir viviendo en la mansión de una estrella pop enloquecida. Quería convertirlo en un hogar.

Sotheby’s necesitó tres días para trasladarlo todo de Woodside a su almacén de Londres. Había tantas cosas que vender que lo harían en cuatro subastas independientes. Una para la ropa y los recuerdos, otra para las joyas, una tercera para los objetos de art déco y art nouveau, y una cuarta que se llamaría «Colecciones diversas» y en la que habría de todo, desde las serigrafías de Warhol hasta maletas y escarcelas escocesas (por lo visto, en algún momento me había comprado dos).

Utilicé una foto de varios de los lotes para la cubierta de mi nuevo álbum, que llamé Reg Strikes Back: parecía el título adecuado, después de los acontecimientos de 1987. Sotheby’s organizó una exposición antes de la subasta. En ella solo se exhibía una cuarta parte de lo que había en venta, pero llenó el Victoria and Albert Museum. Curiosamente, el ex primer ministro, Edward Heath, acudió a echar un vistazo; tal vez andaba buscando un par de grifos con testículos de metacrilato pegados. Las subastas fueron un gran éxito. Tuvieron que poner barreras de seguridad fuera para hacer frente a la avalancha de gente. Los cuadros se vendieron por el doble del precio previsto, y cosas que pensé que querrían comprar los fans por unas pocas libras salieron por miles. Se vendió todo: la bonobo que representaba la futilidad de la guerra, las escarcelas, la radio en forma de muñeca en negligé. Hasta vendieron las pancartas que colgaban fuera de Sotheby’s para anunciar la subasta.

Yo no fui. Me marché de Woodside el mismo día que llegó el camión de la mudanza. Tardé dos años en volver a poner un pie allí. Entonces no lo sabía, pero cuando regresé, mi vida habría cambiado mucho más que mi casa.

 

 

Decidí irme a vivir a Londres mientras vaciaban Woodside. Al principio me alojé en un hotel, el Inn On The Park, donde tenía lugar la famosa anécdota en la que llamaba a la oficina de Rocket y exigía que hicieran algo con el viento, que no me dejaba dormir. Ojalá pudiera afirmar de una vez por todas que esa historia es una leyenda urbana, que nunca se me fue tanto la olla como para pedir algo así a mi discográfica, que solo quería cambiar mi habitación por otra más silenciosa porque me molestaba el viento. Por desgracia, no puedo decirlo, porque la anécdota es totalmente cierta. Perdí la cabeza por completo y fui lo bastante iluso para llamar al director internacional de Rocket, Robert Key, y pedirle que hiciera algo con el viento que soplaba fuera de mi hotel. No quería cambiar de habitación. Eran las once de la mañana, llevaba levantado la noche entera y había drogas por todas partes: lo último que necesitaba era que el personal del hotel irrumpiera en la habitación para ayudar a trasladarme a otra planta. Le expliqué la situación a Robert, furioso. Debo reconocer que él rechazó mi petición de plano. Al otro lado de la línea, oí cómo decía al resto de la oficina, con una mano en el auricular: «Dios mío, al final se ha vuelto loca. —Luego se dirigió de nuevo a mí—. Joder, Elton, ¿estás loco? Cuelga y vete a la cama.»

Alquilé una casa al oeste de Londres, pero pasaba la mayor parte del tiempo de gira o en Estados Unidos. Me había enamorado de un tipo llamado Hugh Williams que vivía en Atlanta. Aunque también estuve en Indianápolis. Ryan White había sido más feliz desde que se habían trasladado a Cicero, pero nada podía detener el avance de su enfermedad. En la primavera de 1990 Jeanne, su madre, me telefoneó. Lo habían llevado al Riley Hospital for Children con una infección respiratoria severa y estaba conectado a una máquina que le mantenía las constantes vitales. Tomé un avión inmediatamente. Durante la siguiente semana intenté ser de alguna utilidad en el hospital mientras Ryan perdía y recobraba el conocimiento. Yo no sabía qué más hacer para ayudar. Le limpiaba la habitación. Le llevaba sándwiches y helado. Puse flores en los jarrones y compré peluches para los otros niños de la sala. Hice de secretario de Jeanne, protegiéndola de las llamadas telefónicas y realizando el trabajo que hacía Bob Halley para mí. Ryan había sido un defensor visible de los enfermos de sida y se había convertido en una celebridad. Cuando se difundió la noticia de que se estaba muriendo, Jeanne se vio abrumada por los ofrecimientos de personas que querían ayudarlos, y fue demasiado para ella. Yo sostuve el teléfono al oído de Ryan cuando lo llamó Michael Jackson. Lo único que podía hacer Ryan era escuchar. Estaba demasiado débil para responder.

Mientras regresaba a mi hotel, pensé en Jeanne y en su hija Andrea. Estaban viendo morir lenta y dolorosamente a Ryan. Habían rezado pidiendo un milagro, pero nunca llegó. Tenían motivos de sobra para estar furiosas y resentidas. Pero no era así como se mostraban, sino estoicas, indulgentes, pacientes y amables. Aun en las circunstancias más duras estar cerca de ellas era un placer. Pero hicieron que me avergonzara como nunca de mí mismo. Me he pasado la mitad de la vida furioso y resentido por cosas que no importaban. Yo era la clase de persona que cogía el teléfono desde el hotel de Park Lane y chillaba a la gente porque no me gustaba el tiempo que hacía fuera. Por muchos problemas que hubiera tenido en mi niñez, no me habían educado para actuar de ese modo. ¿Cómo coño me había convertido en alguien así? Siempre había logrado justificar mi comportamiento ante mí mismo, o bromear sobre él, pero ya no podía seguir haciéndolo: la vida real había invadido la burbuja de la fama.

Al enterarse de que estaba en Indianápolis, me pidieron que actuara en el concierto del Hoosier Dome en favor de Farm Aid, una organización benéfica fundada por Neil Young, Willie Nelson y John Mellencamp. Fue un gran acontecimiento en el que actuaron todos, desde Lou Reed hasta Carl Perkins pasando por los Guns ‘N’ Roses. Yo había aceptado encantado, pero ahora no lo veía claro porque no quería apartarme de la cabecera de Ryan; sabía que no le quedaba mucho tiempo. Acudí allí a toda velocidad y subí al escenario literalmente con la misma ropa que había llevado en el hospital. Toqué sin banda de apoyo y a toda prisa «Daniel» y «I’m Still Standing», le dediqué «Candle In The Wind» a Ryan y me marché corriendo. En menos de una hora volvía a estar en el hospital, y allí seguía cuando Ryan murió a la mañana siguiente, el 8 de abril, a las 7.11 de la mañana. Tenía dieciocho años. Solo le faltaba un mes para graduarse.

Jeanne me había pedido que fuera uno de los portadores del féretro y que actuara en su funeral. Canté «Skyline Pigeon» con una foto de Ryan encima del piano. Era una canción de mi primer álbum, Empty Sky, uno de los primeros temas buenos que Bernie y yo habíamos compuesto, y parecía adecuado para la ocasión: «Dreaming of the open, waiting for the day that he can spread his swings and fly away again» («Soñando con el cielo abierto, esperando el día en que él pueda extender las alas y echar de nuevo a volar»). Acudió mucha gente al funeral. Llegaron fotógrafos de prensa de todas partes del mundo y cientos de personas se quedaron fuera bajo la lluvia. Entre los asistentes se encontraban algunos que habían amargado la vida a los White en Kokomo; habían ido a disculparse y Jeanne los perdonó.

Ryan descansaba en un ataúd abierto. Después de la celebración, la familia y los amigos íntimos pasamos en fila para despedirnos. Llevaba su cazadora tejana desgastada y unas gafas de sol de espejo; la ropa con que había querido que lo enterraran. Yo le puse las manos en la cara y le dije que lo quería.

Volví a mi hotel en un estado anímico extraño. No era solo dolor, había algo más bullendo por debajo: estaba enfadado conmigo mismo. No paraba de darle vueltas a todo lo que Ryan había hecho en tan poco tiempo para ayudar a las personas con sida. Un chico que no tenía nada y que había cambiado la percepción pública. Ronald Reagan, que había hecho lo posible por ignorar el sida mientras era presidente, había escrito un artículo que The Washington Post publicaba esa mañana, elogiando a Ryan y condenando «el miedo y la ignorancia» que rodeaban la enfermedad. Yo era la estrella del rock gay de más renombre del mundo. Había pasado la década de los ochenta viendo morir a colegas y examantes de una forma horrible; años después, hice grabar todos sus nombres en placas y las puse en la pared de la capilla de Woodside. Pero ¿qué había hecho? Casi nada. Me había asegurado de someterme a las pruebas del VIH cada año y de forma milagrosa cada vez habían salido negativas. Había tocado en un par de conciertos benéficos y colaborado en la grabación de un single benéfico, una versión de «That’s What Friends Are For» de Burt Bacharach, con Dionne Warwick, Stevie Wonder y Gladys Knight. Tuvo mucho éxito; fue el single que más se vendió ese año en Estados Unidos y recaudó 3 millones de dólares. Y había asistido a varios de los actos recaudatorios de Elizabeth Taylor, porque hacía años que la conocía. Su imagen resultaba imponente, pero en la vida real era increíblemente amable y cercana, además de muy graciosa; tenía un sentido del humor inglés muy obsceno. Aunque debías vigilar las joyas cuando ella andaba cerca. Eran su obsesión. Si llevabas algo que le gustaba, lograba engatusarte para que se lo dieras; entrabas en su camerino con un reloj Cartier y salías sin él, y nunca estabas muy seguro de cómo había logrado sacártelo. Supongo que se servía de las mismas dotes para recaudar dinero. Tuvo las agallas de levantarse y hacer algo, y contribuyó a poner en marcha la Fundación para la Investigación sobre el Sida, obligando a Hollywood a prestar atención pese a que todo el mundo le decía que involucrarse en esa causa perjudicaría a su carrera.

Yo debería haber estado haciendo lo mismo. Debería haberme encontrado en primera línea de la lucha. Debería haber puesto en juego mi cabeza como había hecho Liz Taylor. Debería haber marchado con Larry Kramer y ACT UP. Todo lo que había hecho hasta entonces —singles benéficos, actos de celebridades para recaudar fondos— parecía superficial y propio de la farándula. Debería haber estado utilizando mi fama como plataforma para obtener atención y cambiar las cosas. Me sentí fatal.

Encendí el televisor y vi el funeral en las noticias, lo que solo empeoró las cosas. Había sido una celebración bonita y mi actuación parecía apropiada. Pero cada vez que la cámara me enfocaba me quedaba horrorizado. Tenía un aspecto horrible que no guardaba relación alguna con la trágica muerte de Ryan y sí con la vida que llevaba. Estaba hinchado y ceniciento. Tenía el pelo blanco. Se me veía desgastado, exhausto, enfermo. Tenía cuarenta y tres años y aparentaba setenta. En menudo estado me encontraba. Algo tenía que cambiar.

Pero todavía no. Dejé Indianápolis y la vida volvió a lo que yo entendía por normalidad. Había grabado un nuevo álbum antes de que Ryan se pusiera grave y ahora tenía que promocionarlo, algo que había pasado de hacer para estar con él. Habíamos grabado Sleeping with the Past en un estudio de la Dinamarca rural llamado Puk. Creo que lo hicimos en parte para huir de la prensa, que estaba en todas partes a raíz de mi divorcio de Renate, pero también para evitar que se repitieran los incidentes ocurridos durante la grabación de Leather Jackets. En cierto sentido funcionó. Ni siquiera yo averigüé cómo conseguir drogas en lo más profundo de la campiña danesa. Estábamos en pleno invierno, hacía un frío glacial y el paisaje era desolador; habría tenido más posibilidades de encontrar un camello de coca en la luna. Pero todas las noches íbamos al pueblo más cercano, Randers, e irrumpíamos en los pubs, y nos maravillábamos de cómo bebían los daneses. Eran personas encantadoras y muy afables, siempre dispuestas a apelar a mi naturaleza competitiva desafiándonos a jugar una partida de dardos… Pero cuando corría el alcohol, el viejo legado vikingo salía a relucir. No debería haber intentado ponerme a su altura, pero allí también pudo más mi naturaleza competitiva. El licor que bebían los lugareños era letal; por algo lo llamaban «North Sea Oil», el petróleo del mar del Norte. Me acostumbré a despertarme en el suelo de una habitación que no era la mía, con la lengua pegada al paladar, convencido de que esa clase de envenenamiento por alcohol resultaría fatal. Otros miembros del equipo técnico salieron aún peor parados que yo; para el cumpleaños del productor, Chris Thomas, contraté una banda de música para que fuera a su puerta a primera hora de la mañana y tocara «Happy Birthday To You». Es fácil imaginar lo bien que sonó en los oídos de un hombre con una resaca monumental.

El licor, los pubs, las resacas: vale la pena puntualizar que estoy describiendo la semana laboral allí. Los fines de semana me soltaba un poco la melena. Volaba a París y me divertía. En la rue de Caumartin había un club gay que me encantaba, Boy. La verdad es que pensaba que ya era un poco mayor para las discotecas, pero la música de Boy hacía que volviera allí. Laurent Garnier y David Guetta eran los DJ. El house y el tecno empezaban a tomar los clubes nocturnos de París, y sonaban tan novedosos, vibrantes y audaces como la música disco en los años setenta. Cuando oigo «Good Life», de Inner City, recuerdo cómo la pista de baile de Boy enloquecía.

Pese a mis idas a París y la cantidad de North Sea Oil que se consumió durante su producción, Sleeping with the Past salió bastante bien. La idea era hacer un álbum influido por el viejo soul, la clase de música que yo tocaba en los clubes nocturnos en los años sesenta, de ahí el título. Se percibe muy bien en canciones como «Amazes Me» y «I Never Knew Her Name». De hecho, el único tema del que no estaba seguro era una balada titulada «Sacrifice». Haciendo gala de nuevo del infalible instinto comercial que me había llevado a amenazar a Gus Dudgeon con estrangularlo si publicaba algún día «Don’t Let The Sun Go Down On Me», dije que no la quería en el álbum. Me persuadieron de lo contrario, pero luego la discográfica quiso lanzarlo como single, lo que me pareció una estupidez —¿quién iba a querer escuchar una balada de cinco minutos?— y, de entrada, lo pusieron en la cara B, reservando la A para una canción llamada «Healing Hands», que me pareció mucho más comercial. El single pasó sin pena ni gloria hasta que casi un año después, en junio de 1990, el DJ Steve Wright ignoró lo que ponía en la funda y empezó a poner la cara B en su programa de Radio One. Y de pronto despegó: en tres semanas obtuve mi primer número uno en solitario en Gran Bretaña.

Recordando cómo me había sentido acerca de mi respuesta a la crisis del sida después del funeral de Ryan, decidí donar todos los royalties a las cuatro organizaciones británicas que luchaban contra el sida, y anuncié que haría lo mismo con cada single que sacara en el futuro. Di dinero a Stonewall, una nueva organización sin ánimo de lucro que luchaba por los derechos del colectivo LGTBQ a raíz de la Sección 28, una ley reciente que prohibía a los gobiernos y escuelas locales de Gran Bretaña «promover» la sexualidad. Cuando aparecí en los International Rock Awards, una ceremonia televisada, desafié al presentador, un cómico homófobo llamado Sam Kinison cuya especialidad eran las bromas sobre el sida. Una semana después del funeral de Ryan se había burlado de él en el programa de radio de Howard Stern. Le dije que me encontraba allí a regañadientes, porque era un cerdo y nunca deberían haberlo contratado para presentar la ceremonia de los premios. Su reacción fue increíble. Empezó a gimotear diciéndome que le debía una disculpa y que eso estaba «fuera de lugar». Un hombre que iba por ahí mofándose de los «maricones» que se morían, cuyo supuesto talento especial era injuriar y decir lo impronunciable, y ahora se las daba de ofendido porque alguien le había soltado un improperio. Él podía repartir golpes a diestra y siniestra, pero no era capaz de recibirlos. Ya podía esperar sentado una disculpa.

Y toqué en varios actos benéficos en favor de la organización sin ánimo de lucro de Ryan, en el casino recién inaugurado de Donald Trump en Atlantic City. Jeanne White acudió como mi invitada, pero no fueron buenos conciertos. Yo me estaba sosteniendo con alcohol y drogas y cometí errores en el escenario. Nada demasiado grave, algún que otro lapsus en las letras o notas equivocadas en el piano. Dudo de que lo notara alguien del público y ningún miembro de la banda lo mencionó. Nunca he sido muy partidario de esos análisis postconcierto en los que todos se reúnen y hablan de lo que ha salido mal; díselo a tus músicos cuando han tocado bien, y no te quedes ahí sentado sacándoles faltas durante horas, déjalas pasar. Pero en el fondo yo sabía que había infringido una de mis normas no escritas. Más de una vez había abandonado el escenario a toda prisa al final de un concierto, patéticamente desesperado por una raya, pero me había propuesto no meterme nunca nada antes de empezar. Me parecía que era defraudar al público.

 

 

Cuando volví a Atlanta, Hug tenía una noticia que darme. Estaba harto de beber y drogarse. Sabía que no podía parar sin ayuda, de modo que iba a ir a un centro de desintoxicación. Se había apuntado a un programa de tratamiento internado en Sierra Tucson, el mismo centro que había tratado el alcoholismo de Ringo Starr hacía un par de años. Se marchaba ese mismo día.

Uno pensaría que, después de lo ocurrido en Indianápolis —lo avergonzado que me había sentido en compañía de la madre y la hermana de Ryan, lo horrorizado que me había quedado al verme en el funeral—, habría encajado bien la noticia. Debería haberle preguntado si podía acompañarlo. Pero me puse hecho una furia. Estaba indignado. Hugh era mi más reciente cómplice: si él admitía que tenía un problema, eso significaba que yo también lo tenía. Indirectamente, me estaba acusando de ser drogadicto.

No era la primera persona que insinuaba que yo necesitaba ayuda. Cuando dejó de trabajar para mí, mi asistente personal, Mike Hewitson, me había escrito una carta muy cuerda y sensata —«tiene que acabar con este disparate y dejar de meterse esa maldita sustancia por la nariz»— y yo había reaccionado negándome a hablar con él durante un año y medio. Tony King había intentado mantener una conversación conmigo.

Había ido a verme con Freddie Mercury, y este le había comentado que yo parecía en apuros y que debería intervenir. «Tienes que cuidar de tu amigo.» Viniendo de Freddie, que no era ningún santo en lo tocante al alcohol y las drogas, ese juicio debería haber tenido mucho peso. Pero rechacé lo que Tony tenía que decirme como el sermón moralista de un alcohólico en fase de desintoxicación. Y un par de años antes, George Harrison había intentado hablar conmigo en una fiesta disparatada que yo había organizado en una casa que estaba alquilando en Los Ángeles. Había colgado luces en el jardín, le había pedido a Bob Halley que encendiera la barbacoa y había invitado a toda la gente que conocía en la ciudad. Hacia media tarde, cuando yo ya estaba totalmente fuera de mí, un tipo de aspecto desaliñado al que no reconocí apareció en la fiesta. ¿Quién demonios era? Debía de ser alguien del personal, un jardinero. Le pregunté en voz alta qué hacía el jardinero sirviéndose una copa. Se hizo un silencio conmocionado que solo la voz de Bob Halley rompió:

—Joder, Elton, no es el jardinero. Es Bob Dylan.

Drogado hasta las cejas y deseoso de desagraviarlo, me acerqué corriendo a él y lo agarré, y empecé a conducirlo hacia la casa.

—¡Bob! ¡Bob! No podemos tenerte así vestido, querido. Sube conmigo y te dejaré algo de ropa enseguida. ¡Vamos!

Bob se quedó mirándome, horrorizado. Su expresión daba a entender que no había nada que le apeteciera menos que vestirse como Elton John. Era a finales de los años ochenta, y uno de mis looks más recientes consistía en un traje rosa y un sombrero de paja con una torre Eiffel encima, así que no me extraña. Pero lleno de la confianza que da la coca no desistí de mi propósito. Mientras seguía sacándolo del jardín, oí la voz inconfundible de George, mordaz y con acento escocés, que me llamaba.

—Elton —me dijo—, creo que debes tener cuidado con los viejos polvos blancos.

Bob logró disuadirme de que lo vistiera con mi ropa, pero eso no cambiaba el hecho de que uno de los Beatles me estuviera diciendo en público que hiciera algo con mi afición a la cocaína. Simplemente me lo tomé a broma.

Pero esta vez, con Hugh, no me lo tomé a broma. Toda la fuerza del Mal Genio de la familia Dwight se desató, tal vez con más fuerza que antes, porque después de Indianápolis sabía con seguridad que él tenía razón. La pelea que siguió fue horrible. Grité y vociferé. Le solté las cosas más hirientes y dolorosas que se me ocurrieron, la clase de comentarios horribles que luego vuelven literalmente para atormentarte: de pronto los recuerdas años después, de forma completamente inesperada, y aprietas los dientes y te estremeces. Nada de todo eso cambió nada. Hugh estaba decidido. Se marchó a Arizona esa tarde.

Aunque parezca increíble después de cómo nos despedimos, Hugh más tarde me pidió que fuera a verlo al centro de tratamiento. Craso error. Llegué y me fui en menos de veinte minutos, los suficientes para montar una buena escena. Volví a explotar: ese lugar era espantoso, los terapeutas ponían los pelos de punta, le estaban lavando el cerebro, tenía que marcharse enseguida. Al ver que no lo hacía, me marché yo y regresé en avión a Londres.

Cuando llegué, fui directo a la casa que alquilaba por entonces y me encerré en ella. Me pasé dos semanas escondido en mi habitación, esnifando cocaína y bebiendo whisky. Las pocas veces que comía, me provocaba de inmediato el vómito. Estuve despierto días enteros, viendo porno y colocándome. No contestaba el teléfono. No abría la puerta. Si alguien llamaba, me quedaba sentado en un silencio total, rígido de paranoia y miedo, aterrado de moverme por si había alguien fuera espiándome.

A veces escuchaba música. Me ponía «Don’t Give Up», de Peter Gabriel y Kate Bush, una y otra vez, llorando con la letra: «No fight left or so it seems, I am a man whose dreams have all deserted» («No me queda fuelle, o eso parece, soy un hombre al que sus sueños lo han abandonado»). A veces me pasaba días haciendo listas inútiles de los discos que tenía, las canciones que había compuesto, la gente con la que me gustaría trabajar, los equipos de fútbol que había visto jugar: cualquier cosa con tal de llenar el tiempo, darme un motivo para drogarme más y evitar dormir. Se suponía que tenía una reunión de la junta directiva del Watford, pero llamé y dije que no me encontraba bien. No me lavaba, no me vestía. Me pasaba el día allí sentado, con una bata manchada de mi propio vómito, haciéndome pajas. Era sórdido. Horrible.

A veces no quería volver a ver nunca más a Hugh. Otras veces estaba desesperado por hablar con él, pero no podía ponerme en contacto. Se había trasladado a un centro de reinserción social, y después de la escena que le había montado en el centro de desintoxicación, nadie quería decirme dónde estaba. Al final me puse tan enfermo que comprendí que ya era suficiente. No podía soportarlo más. Si seguía así un par de días más me moriría de verdad, de sobredosis o de un ataque al corazón. ¿Era eso lo que quería? Sabía que no. Pese a mi comportamiento autodestructivo, yo no quería ser realmente autodestructivo. No tenía ni idea de cómo vivir, pero no quería morir. Logré localizar al exnovio de Hugh, Barron Segar, quien me dijo que estaba en el centro de reinserción social de Prescott, una ciudad a cuatro horas al norte de Tucson. Llamé a Hugh. Parecía nervioso. Accedió a que nos viéramos, pero puso condiciones. Yo tenía que hablar con su terapeuta antes. Quería verme, porque había ciertas cosas que quería decirme, pero no lo haría si no era delante de un terapeuta. No lo dijo, pero sospeché que iba a haber alguna clase de mediación. Titubeé un momento, pero había dejado de autoconvencerme de que, aunque las cosas se pusieran feas, yo era lo bastante inteligente, lo bastante famoso y lo bastante rico para solucionarlas por mí mismo. Me sentía demasiado desgraciado y avergonzado para intentarlo siquiera. De modo que acepté: haría lo que hiciera falta.

Me acompañó Robert Key, y Connie Pappas fue a recogernos al aeropuerto de Los Ángeles. Telefoneé al terapeuta de Hugh y me dijo que la reunión tenía que ser parte de la terapia de Hugh. Cada uno haría una lista de las cosas que no nos gustaban del otro y nos las leeríamos. Me quedé aterrado, pero lo hice.

Al día siguiente me encontré en una diminuta habitación de un hotel de Prescott, mirando a Hugh. Estábamos sentados tan cerca que nos rozábamos las rodillas, cada uno con su lista en las manos. Empecé yo. Le dije que no me gustaba que fuera desordenado. Siempre dejaba la ropa por todas partes. No guardaba los CD en sus cajas después de escucharlos. Por la noche, se olvidaba de apagar las luces cuando salía de una habitación. Tonterías molestas e irritantes, la clase de cosas que te ponen nervioso de tu pareja si convives con ella todos los días.

Le llegó el turno a Hugh. Noté que temblaba. Estaba más aterrado que yo.

—Eres drogadicto —dijo—. Eres alcohólico. Eres adicto a la comida y bulímico. Eres adicto al sexo. Eres codependiente.

Eso fue todo. Hubo un largo silencio. Seguía temblando. No me miró. Esperaba que yo estallara de nuevo y me marchara furioso.

—Sí —respondí—. Es cierto, lo soy.

Hugh y su terapeuta me miraron.

—Entonces, ¿quieres ayuda? —me preguntó el terapeuta—. ¿Quieres ponerte bien?

Me eché a llorar.

—Sí —respondí—. Necesito ayuda. Quiero ponerme bien.

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