Yo

Yo


Capítulo 12

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Lutheran Hospital,

Park Ridge,

Illinois,

10 de agosto de 1990

 

Hace dieciséis años que vivimos juntos, tú y yo, y, caray, hemos pasado muy buenos momentos. Pero es hora de que me siente y te diga lo que siento realmente por ti. Te he querido tantísimo… Al principio éramos inseparables; parecíamos encontrarnos cada dos por tres, en mi casa o en la de otros. Al final nos cogimos tanto cariño que decidí que no podía vivir sin ti. Quería que fuéramos una gran pareja, y al demonio lo que pensaran los demás.

Cuando te conocí, fue como si sacaras todo lo que había estado reprimido en mí. Por primera vez en mi vida podía hablar sobre cualquier cosa. Había algo en tu modo de ser que derribó todas mis barreras y muros. Lograste que me sintiera libre. Nunca me puse celoso por tener que compartirte con otros. De hecho, me gustaba conseguir que otras personas sucumbieran a tus encantos. Me doy cuenta de lo estúpido que debía de ser, porque yo nunca te he importado realmente. Siempre ha sido una relación descompensada. A ti solo te importa la cantidad de personas que puedes atrapar en tu red.

Mi cuerpo y mi cerebro han sufrido mucho por mi amor por ti, me has dejado cicatrices físicas y mentales permanentes. ¿Recuerdas esa frase tan romántica: «Moriría por ti»? Bueno, pues yo casi lo he hecho. Aun así, no es fácil librarse de ti, señora. Hemos roto muchas veces, pero yo siempre volvía a tu lado, aun sabiendo que era un error. Cuando no había nadie más para consolarme, bastaba con hacer una llamada de teléfono para encontrarte a cualquier hora del día o la noche. Nunca dejabas de asombrarme; he mandado coches para recogerte, he enviado hasta aviones para que pudiéramos pasar unas horas o días juntos. Y cuando por fin llegabas, estaba eufórico de abrazarte una vez más.

Dábamos grandes fiestas. Manteníamos largas conversaciones apasionadas sobre cómo íbamos a cambiar el mundo. Nunca hicimos nada, por supuesto, pero ¡por hablar que no fuera! Nos acostábamos con personas a las que apenas conocíamos y que en realidad no nos importaban. A mí me traía sin cuidado quiénes eran con tal de que se acostaran conmigo. Pero, por la mañana, cuando se habían ido, volvía a estar solo. Tú también te habías ido. A veces te deseaba de una forma tan insaciable…, pero tú habías desaparecido. Contigo a mi lado, era capaz de todo, pero si te ibas volvía a ser un niño triste.

Nunca le gustaste a mi familia. De hecho, mis familiares odiaban el hechizo bajo el que me tenías. Lograste separarme de ellos y de muchos de mis amigos. Yo quería que ellos entendieran lo que sentía por ti, pero nunca me escuchaban, y me sentía dolido y enfadado. Me sentía avergonzado porque me importabas más tú que los de mi propia sangre. Lo único que me importaba éramos tú y yo. De modo que me encerré en mí mismo. Al final ya no quería compartirte. Quería que estuviéramos solos. Me sentía desgraciado, porque tú regías mi vida, tú eras mi Svengali.

Intentaré llegar al motivo de esta carta. He tardado dieciséis años en darme cuenta de que estar contigo no me ha conducido a ninguna parte. Cuando intentaba tener una relación con otra persona, siempre te llevaba conmigo en algún momento. De modo que no me cabe ninguna duda de que era yo el que te utilizaba. Sin embargo, no encontraba compasión ni amor, el amor que sentía por cualquiera siempre era superficial.

Había llegado a cansarme de mí mismo y a odiarme, hasta que no hace mucho conocí a alguien, alguien a quien quiero y en quien confío, y esa persona se ha mostrado firme en que lo nuestro tiene que ser un amor a dos bandas, no a tres. Me ha mostrado lo egocéntrico que me he vuelto, me ha hecho pensar en mi vida y en mis valores. Mi vida ha llegado a un punto muerto. Ahora tengo la oportunidad de cambiar mi forma de vivir y de pensar. Estoy preparado para aceptar la humildad y tengo, por tanto, que decirte adiós por última vez.

Has sido mi puta. Me has mantenido alejado de toda clase de espiritualidad y no me has dejado descubrir quién soy realmente. No quiero que nos entierren juntos. Cuando me vaya quiero que sea de muerte natural, en paz conmigo mismo. Quiero vivir el resto de mi vida con honestidad y afrontando las consecuencias en lugar de escondiéndome detrás de mi condición de famoso. Aunque, después de dieciséis años contigo, me siento como si estuviera muerto.

Una vez más, blanca dama, adiós. Si te encuentro en alguna parte —seamos realistas, eres una mujer de mundo—, te ignoraré y me iré de inmediato. Me has visto lo suficiente durante todos estos años y estoy harto de ti. Has ganado la batalla, me rindo.

Gracias pero no, gracias.

 

ELTON

 

 

En cuanto salieron de mi boca las palabras «necesito ayuda», me sentí diferente. Era como si hubieran vuelto a encender algo dentro de mí, una especie de luz piloto que se había apagado. De algún modo supe que me recuperaría. Pero no fue tan sencillo. En primer lugar, no parecía haber ninguna clínica en todo Estados Unidos donde me aceptaran. La mayoría estaba especializada en una sola adicción y yo tenía tres: cocaína, alcohol y comida. Yo no quería que las trataran por separado, lo que habría supuesto pasar unos cuatro meses yendo de un centro a otro. Quería que las trataran todas a la vez.

Al final dieron con una. Cuando la vi, casi me negué a entrar. El centro donde estaba Hugh —que, como los lectores tal vez recuerden, declaré en voz alta que era un lugar espantoso— en realidad era muy lujoso. Se encontraba en el campo que rodeaba Tucson y disfrutaba de unas vistas increíbles de las montañas de Santa Catalina. Tenía una piscina enorme, alrededor de la cual se impartían clases de yoga. El Lutheran, en cambio, era un hospital general corriente, en un barrio de Chicago llamado Park Ridge. Un gran edificio gris monolítico, con ventanas de vidrio espejado. No parecía un lugar donde se impartieran clases de yoga junto a la piscina. La única vista que ofrecía era la del aparcamiento de un centro comercial. Pero Robert Key seguía a mi lado y me dio demasiada vergüenza salir huyendo. Además, no tenía a donde ir. Me acompañó a la recepción, me dio un abrazo y luego regresó a Inglaterra. Yo me registré con el nombre de George King el 29 de julio de 1990. Me dijeron que tenía que compartir habitación, lo que no me sentó muy bien, hasta que me presentaron a mi compañero. Se llamaba Greg, y era gay y muy atractivo. Al menos habría algo en lo que recrearse la vista en aquel sitio.

Me fui seis días después. No porque fuera duro, que lo era. No podía dormir; me quedaba despierto toda la noche, esperando que sonara la alarma diaria a las seis de la mañana. Me entraban ataques de pánico. Sufría cambios de humor: más que de euforia a depresión, de depresión a más depresión, una bruma de abatimiento y ansiedad más o menos espesa, pero que nunca se aclaraba. Tenía náuseas todo el tiempo. Estaba débil. Me sentía solo. No estaba permitido hacer llamadas telefónicas ni hablar con nadie del mundo exterior. Me dejaron romper esa norma una vez, cuando me enteré por la televisión de que el guitarrista Stevie Ray Vaughan se había matado en un accidente de helicóptero. Estaba de gira con Eric Clapton en ese momento y su helicóptero formaba parte de un convoy que había despegado con el artista y todo su equipo técnico. Ray Cooper estaba en la banda de Eric Clapton. La noticia que oí era confusa —en un momento dado informaron erróneamente de que Eric también había muerto— y no tenía ni idea de si Ray iba en el helicóptero que se había estrellado. Después de muchos ruegos llorosos me permitieron averiguarlo; Ray estaba bien.

Pero, sobre todo, me sentía avergonzado. No de mis adicciones, sino porque esperaban que lo hiciéramos todo por nosotros mismos —limpiarnos la habitación, hacernos la cama— y yo no estaba acostumbrado. Había llegado al punto de que me afeitaba y me limpiaba el culo, pero pagaba para que hicieran todo lo demás por mí. No tenía ni idea de cómo poner una lavadora. Tuve que pedirle a otra paciente, una mujer llamada Peggy, que me enseñara. Al ver que no bromeaba, fue amable y solícita, pero eso no cambió el hecho de que yo era un hombre de cuarenta y tres años que no sabía lavarse su propia ropa. Cuando llegó el momento de gastar los diez dólares de la asignación semanal en artículos de papelería o chicles, me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que costaba nada. Hacía años que no hacía ninguna compra que no fuera en una casa de subastas o una boutique de un diseñador de alta categoría. Es vergonzosa la burbuja totalmente innecesaria que la fama y la riqueza nos permite construir alrededor, si somos lo bastante necios. Lo veo sin cesar, sobre todo entre los raperos: se presentan en cualquier lugar con séquitos absurdos, mucho más grandes que el que rodeaba a Elvis, que ya me chocó en su día. A menudo lo hacen por espíritu caritativo —están dando empleo a amigos de su tierra natal, cuando este es un lugar donde nadie querría vivir—, pero es un juego peligroso. Creemos estar rodeándonos de gente y haciéndonos la existencia más fácil. Pero en realidad solo nos estamos aislando del mundo real, y al menos por mi experiencia, cuanto más aislados estamos de la realidad —cuanto más nos alejamos de la persona que se supone que somos por naturaleza—, más se complica nuestra vida y menos felices somos. Acabamos inmersos en algo parecido a una corte medieval, donde nosotros somos el monarca y todos los que nos rodean luchan por sus posiciones, temiendo perder su lugar en la jerarquía y peleándose para ver quién logra estar más cerca y ejercer mayor influencia sobre nosotros. Es un entorno grotesco y desmoralizador en el que vivir. Y lo hemos creado nosotros mismos.

No obstante, el verdadero problema fue que el tratamiento estaba basado en el programa de doce pasos de Alcohólicos Anónimos, y en cuanto mi terapeuta empezó a hablarme de Dios, me puse como loco. No quería saber nada de la religión: la religión era dogma, era gazmoñería, era la Mayoría Moral y personas como Jerry Falwell diciendo que el sida era un castigo que Dios mandaba a los homosexuales. Era un escollo para muchas personas. Cuando años después intenté convencer a George Michael para que acudiera a un centro de desintoxicación, se negó en rotundo por la misma razón: «No quiero saber nada de Dios, no quiero unirme a ninguna secta». Intenté explicarle que yo había pensado justo lo mismo, pero eso solo empeoró las cosas; creyó que me mostraba paternalista y prepotente. Pero yo había pasado realmente por eso. Aquella tarde en Chicago, salí furioso de la reunión y regresé a mi habitación, hice la maleta y me marché.

Llegué hasta la acera de la calle. Me senté en un banco con la maleta y me eché a llorar. Podía hacer unas llamadas y largarme de allí sin problema, pero ¿a dónde iba a ir? ¿De nuevo a Londres? ¿Para hacer qué? ¿Para perder el tiempo con una bata manchada de vómito, esnifando rayas y viendo porno todo el día? No era una perspectiva muy atractiva. Regresé discretamente al hospital arrastrando la maleta. Un par de días después estuve a punto de marcharme de nuevo. Mi terapeuta insinuó que no me tomaba en serio la desintoxicación. «No te estás esforzando lo suficiente, viniste aquí solo para aprovechar el viaje.» Con franqueza, perdí los estribos. Le dije que, si no estuviera tomándome en serio la desintoxicación, me habría ido hacía tiempo. Solo me tenía manía porque yo era famoso. Él rechazó mis argumentos; era como si no me escuchara. De modo que lo llamé cabrón. Eso pareció hacerlo reaccionar. Me llevaron ante un comité de disciplina y me reprendieron por el insulto y la actitud.

Pero también decidieron ponerme en manos de otro terapeuta, una mujer llamada Debbie, que no parecía tan preocupada por darme un castigo ejemplar por ser quien era, y empecé a hacer avances. Me gustaba la rutina. Me gustaba valerme por mí mismo. Solo tenía que examinar mi vida, todos los momentos en los que me había dejado guiar por el instinto, o el destino: desde que Ray Williams me había puesto en contacto con Bernie casi en el último momento, hasta que había cogido la revista con el artículo de Ryan White en la sala de espera del médico, pasando por la decisión de vaciar Woodside, que cada vez parecía menos que hubiera obedecido a un impulso temerario y más a una premonición de que mi vida estaba a punto de cambiar. Empecé a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Al cabo de un tiempo me permitieron recibir visitas: vinieron a verme Billie Jean King y su pareja Ilana Kloss, así como Bernie y mis amigos Johnny y Eddi Barbis. Me hacían escribir continuamente, entre otras cosas una carta a la cocaína —Bernie la leyó cuando vino a verme y se echó a llorar— y una lista de las consecuencias de mi alcoholismo y drogadicción. Al principio me costaba, pero una vez que empezaba no podía parar. Al llegar al hospital, un especialista me había preguntado cómo me sentía y le contesté la verdad: no lo sé, no estoy seguro de haber sentido algo durante años, o si todo era el resultado del continuo vaivén de emociones causado por las drogas y el alcohol. Ahora llegaba todo a borbotones. La lista de las consecuencias ocupaba tres hojas. Odio hacia mí mismo. Depresión grave. Subir al escenario colocado.

Era catártico, pero las reuniones de grupo me hacían ver mis problemas en toda su magnitud. Allí había personas que habían pasado por las cosas más espantosas. En una reunión nos pidieron que contáramos nuestro secreto más horrible y vergonzoso. Yo hablé un poco de mis relaciones anteriores, de mi capacidad para apoderarme de la vida de otra persona por motivos erróneos y egoístas. Luego le tocó a una chica de algún lugar del profundo sur de Estados Unidos, que estaba allí para que la ayudaran con su adicción a la comida. Tardó cuarenta y cinco minutos en contarnos su historia, al principio porque lloraba tanto que no le salían las palabras y luego porque intentaba hacerse oír en medio del llanto de todos los que la escuchábamos. Su padre había abusado de ella desde niña. En la adolescencia se quedó embarazada, y demasiado asustada para decírselo a alguien, empezó a comer y a comer a fin de engordar y disimular el embarazo. Al final dio a luz ella sola, asustada y sin ayuda.

Las reuniones no eran un lugar para los pusilánimes, pero llegaron a gustarme. Me obligaban a ser sincero, después de años de engañar a los demás y a mí mismo. Si otra persona ha tenido el coraje de levantarse y decirte que su propio padre abusaba de ella, te ves obligado a dar un paso adelante y decir la verdad sobre ti; hacer otra cosa es un insulto a su valentía. Cuando uno es adicto, todo es mentir, cubrir las pistas, decirse a uno mismo que no tiene ningún problema, decir a los demás que no cuenten con él porque se encuentra mal, cuando en realidad está ciego o con resaca. Ser sincero es duro, pero es liberador. Uno se desprende de todo lo que viene con las mentiras: la vergüenza, la deshonra.

Cuando alguien me había ofrecido ayuda, la había rechazado diciéndole que no lo entendía: los demás no eran Elton John, ¿cómo podían saber lo que era estar en mi piel? Pero enseguida vi claro que los demás adictos de las reuniones sí lo entendían. Lo entendían demasiado bien. En una reunión les pidieron a todos que escribieran lo que les gustaba y lo que les desagradaba de mí. Hicieron dos listas en la pizarra: mis cualidades y mis defectos. Yo empecé a hablar de lo que habían dicho, dándole vueltas y aceptando con calma las críticas. Me pareció que lo estaba haciendo bien, pero al cabo de un rato alguien me interrumpió y señaló que me había explayado sobre los comentarios negativos sin mencionar ninguno de los positivos. Dijeron que eso era un signo de baja autoestima. Me di cuenta de que tenían razón. Tal vez por eso me gustaba tanto actuar encima de un escenario. Nos cuesta aceptar los cumplidos, de modo que nuestra vida se convierte en una búsqueda de una alternativa más impersonal: puestos en las listas de éxitos, multitud de caras sin nombre que aplauden. No me extraña que siempre dijera que mis problemas se diluían encima del escenario. No me extraña que mi vida fuese tan caótica al salir del escenario. Regresé a mi habitación y en la carpeta azul en la que guardaba todos mis escritos escribí: «Valgo la pena, soy buena persona». Era un comienzo.

Al cabo de seis semanas estuve preparado para irme. Regresé en avión a Londres, y una vez allí llamé a las oficinas de Rocket y les comuniqué mi intención de tomarme un período de descanso. Sin conciertos, ni nuevas canciones, ni sesiones de grabación durante al menos un año, tal vez dieciocho meses. Era algo insólito —nunca me había tomado más de unas pocas semanas libres al año desde 1965—, pero todos lo aceptaron. Solo cumpliría con un compromiso inquebrantable: un pequeño concierto benéfico con Ray Cooper en el Grosvenor House Hotel, que fue aterrador, pero salimos adelante. Mientras estaba allí, vi el material gráfico de un recopilatorio de toda mi carrera que había estado preparando antes de la etapa de desintoxicación. Me gustó el título, To Be Continued… Parecía positivo y esperanzador, incluso profético, puesto que lo había escogido antes de estar limpio. Pero quería que apareciera una foto actual en lugar de una colección de tomas antiguas de los años setenta y ochenta; así el título parecería un comentario sobre mi vida actual y no sobre mi pasado. Y eso fue cuanto hice ese año, a menos que contemos mi inesperada aparición, vestido de mujer, en uno de los conciertos de Rod Stewart en el estadio de Wembley, donde intentó cantar «You’re In My Heart» conmigo sentado en su regazo. Y no, estropearle las cosas a Rod no me ha parecido nunca trabajo, sino más bien un pasatiempo muy agradable.

Pasé un tiempo en Atlanta con Hugh, pero nuestra relación empezó a decaer. Nuestros terapeutas nos habían recomendado que no viviéramos juntos; no pararon de repetir que no funcionaría, que la dinámica de la relación cambiaría de manera irrevocable ahora que estábamos sobrios. Los dos desechamos la idea pensando que era una tontería: la mitad de lo que yo había escrito durante la rehabilitación era sobre lo mucho que quería a Hugh y cuánto lo echaba de menos. De modo que alquilamos un piso y nos instalamos en él, pero no tardamos en descubrir con gran sorpresa que la dinámica de nuestra relación parecía haber cambiado de forma irrevocable ahora que estábamos sobrios, y que no estaba funcionando. No acabamos mal, gritándonos e insultándonos, pero fue triste. Habíamos sufrido mucho juntos. Pero era el momento de pasar página.

Así que pasé la mayor parte de los dieciocho meses en Londres, donde me adapté a una rutina tranquila. Compré la casa que había estado alquilando, en la que me había refugiado para mi última orgía. Vivía solo. No me molesté en buscar servicio, me gustaba hacerlo todo por mí mismo. Me compré un Mini y elegí un perro en la perrera de Battersea, un pequeño chucho llamado Thomas. Todos los días me levantaba a las seis y media y sacaba a Thomas a pasear. Lo adoraba. Es un tópico decir de los exadictos que de pronto reparan en cosas que no veían mientras se drogaban —oh, la belleza de las flores, las maravillas de la naturaleza y todas esas chorradas—, pero solo es un tópico porque es cierto. Estoy seguro de que es una de las razones por las que empecé a coleccionar fotografías. Había estado rodeado de fotógrafos magníficos la mayor parte de mi vida —Terry O’Neill, Annie Leibovitz, Richard Avedon, Norman Parkinson—, pero siempre había visto la fotografía como una forma de publicidad, no como un arte, hasta que dejé de beber y drogarme. Fui al sur de Francia de vacaciones y visité a un amigo mío, Alain Perrin, que vivía en las afueras de Cahors. Él estaba revisando unas fotografías de moda en blanco y negro con la intención de comprar alguna cuando miré distraído por encima de su hombro, y de repente me quedé absorto. Eran de Irving Penn, Horst y Herb Ritts. Conocía a Herb Ritts —la foto de la cubierta de Sleeping with the Past era suya—, pero me pareció que veía su obra de una forma totalmente distinta. Me cautivó hasta el menor detalle de las fotos que Alain miraba: la luz, las formas que había creado y distorsionado, todo parecía extraordinario. Acabé comprando doce, y ese fue el comienzo de una obsesión que nunca ha cesado: en el ámbito de las artes plásticas, la fotografía es el amor de mi vida.

Pero fue paseando por Londres cuando advertí por primera vez ese cambio en mi forma de mirar. Un verano caluroso había dado paso a un otoño templado. Era un placer madrugar y salir temprano al aire fresco de un día soleado, pasear a Thomas por Holland Park o por los jardines de la iglesia de Saint James, contemplar cómo las hojas iban cambiando de color. Hasta entonces solo había estado levantado a esa hora de la mañana cuando empalmaba con la noche anterior.

Después de pasear al perro, me subía a mi Mini y me dirigía a la consulta del psiquiatra. Nunca había ido a uno y suponía una curva de aprendizaje empinada. Algunos psiquiatras que me han tratado a lo largo de los años han sido increíbles, me han ayudado mucho a entender cómo soy. Y otros han resultado ser una pesadilla, más interesados en mi fama y en cómo beneficiarse de su relación conmigo. A uno de ellos hasta se le prohibió ejercer por abusar de sus pacientes (los de género femenino, me apresuro a añadir, para que nadie crea que estuve entre sus víctimas).

Me pasaba la mayor parte del tiempo en reuniones. Me había ido de Chicago con instrucciones estrictas de mi padrino de asistir a una reunión de Alcohólicos Anónimos en cuanto hubiera pasado la aduana de Londres. Pero, después de semanas en Estados Unidos privado de fútbol, fui a ver un partido del Watford. Esa noche mi padrino me llamó. Cuando le dije lo que había hecho, me gritó. Trabajaba conduciendo un camión de basura del servicio de limpieza de Chicago y se había pasado la mayor parte de su vida comunicándose con sus colegas en medio del ruido del motor, y de verdad que sabía chillar. Esa noche me habló como si quisiera hacerse oír desde el otro lado del Atlántico sin teléfono. Yo, que estaba más acostumbrado a gritar a la gente que a que me gritaran, me quedé helado, pero también avergonzado. Era un buen hombre —acabé siendo el padrino de su hijo—, pero estaba enfadadísimo, y su enfado era fruto de su preocupación por mí.

De modo que seguí su consejo. Me volví muy estricto en cuanto a asistir a las reuniones: Alcohólicos Anónimos, Cocainómanos Anónimos, Anoréxicos y Bulímicos Anónimos. Acudía a las reuniones de Pimlico, de Shaftesbury Avenue, de Marylebone, de Portobello Road. A veces iba a tres o cuatro reuniones al día. En un mes llegué a asistir a cien. Algunos de mis amigos empezaron a decirme que ahora era adicto a las reuniones sobre las adicciones. Probablemente tenían razón, aunque suponía una mejora importante frente a mis anteriores adicciones. Tal vez hubiera una reunión a la que pudiera ir para abordarla.

En la primera reunión a la que asistí, un fotógrafo se abalanzó sobre mí cuando salía y me hizo una foto. Alguien debía de haberme reconocido y dio el chivatazo, lo que evidentemente iba en contra de las reglas. Apareció en la portada de The Sun al día siguiente: «Elton en Alcohólicos Anónimos». Como en esta ocasión se olvidaron de insinuar que había ido en shorts de cuero o agitando un vibrador, lo dejé pasar. No me importaba quién lo supiera. Estaba dando un paso positivo. Seguí acudiendo a las reuniones porque me lo pasaba bien. Me gustaba la gente que conocía en ellas. Siempre me ofrecía a preparar el té e hice amistades duraderas, personas con las que todavía estoy en contacto: gente corriente, que me veía como un adicto que se estaba recuperando y no como el famoso Elton John. Curiosamente, las reuniones me hacían pensar en el Watford FC, donde no recibía ningún trato especial y reinaba ese mismo espíritu de todos a una hacia un mismo fin. Se oían las cosas más extraordinarias. Las mujeres de las reuniones de Anoréxicos y Bulímicos Anónimos contaban cómo cogían un solo guisante, lo cortaban en cuatro y tomaban un cuarto para comer y otro para cenar.

Yo pensaba: «Eso es demencial», pero luego recordaba cómo había estado yo cuatro meses atrás, sin lavar y borracho como una cuba a las diez de la mañana, metiéndome una raya cada cinco minutos, y me di cuenta de que ellas debían de haber pensado exactamente lo mismo de mí.

No todo lo que ocurrió en esos primeros meses de sobriedad fue maravilloso. Mi padre murió a finales de 1991. Nunca se había recuperado del todo de la operación de bypass de hacía ocho años. No asistí a su funeral. Habría parecido hipócrita. Además, la prensa habría acudido en masa y todo se habría convertido en un espectáculo. Mi padre no compartía mi fama, ¿por qué exponerlo a ella al final? Por otro lado, yo ya había lamentado bastante mi relación con él y había alcanzado algo parecido a la paz. Me habría gustado que las cosas fuesen diferentes, pero eran como eran. A veces uno tiene que mirar las cartas que le han tocado y abandonar la partida.

Y luego pasó lo de Freddie Mercury. No me había dicho que estaba enfermo; acababa de enterarme por amigos comunes. Fui a visitarlo mucho, aunque nunca podía quedarme más de una hora. Era tan triste…, no creo que quisiera que lo viera en ese estado. Alguien tan vital y necesario, alguien que habría mejorado con los años y cosechado un éxito tras otro, que muriera de esa forma tan horrible y arbitraria… Un año después habrían podido mantenerlo vivo con fármacos antirretrovirales. Pero no pudieron hacer nada por él. Se sentía demasiado débil para levantarse de la cama, estaba perdiendo la vista y tenía el cuerpo cubierto de lesiones del sarcoma de Kaposi, y sin embargo no dejaba de ser Freddie, cotilleando de un modo totalmente escandaloso: «¿Has oído el nuevo disco de la señora Bowie, querida? ¿Qué se cree que está haciendo?». Estaba allí tumbado, rodeado de catálogos de muebles japoneses y de arte, interrumpiendo la conversación para telefonear a casas de subastas y pedirles que pujaran por algo que le había gustado por su apariencia. «Acabo de comprarlo, ¿no es precioso?» No logré averiguar si era consciente de que estaba al borde de la muerte, o si lo sabía perfectamente pero estaba resuelto a no permitir que eso le impidiera ser él mismo. Fuera como fuese, me pareció increíble.

Al final decidió dejar de tomar cualquier medicamento que no fuese para combatir el dolor y murió a finales de noviembre de 1991. El día de Navidad Tony apareció en la puerta de mi casa con algo envuelto en una funda de almohada. Era una acuarela de un artista cuya obra yo coleccionaba llamado Henry Scott Duke, un impresionista que pintaba desnudos masculinos. Había una nota: «Querida Sharon, he pensado que esto te gustaría. Con cariño, Melina. Feliz Navidad». Mientras estaba allí postrado, Freddie lo había visto en uno de sus catálogos de subastas y lo había comprado para mí. Se le ocurrían regalos para una Navidad que en el fondo debía de saber que no vería, pensando en otras personas cuando estaba tan enfermo que no debería haber pensado en nadie más que en sí mismo. Freddie era magnífico.

Muchas personas lo pasan realmente mal cuando dejan una adicción, pero en mi caso fue lo contrario. Estaba eufórico. No quería volver a consumir nada, pues estaba contento de levantarme por las mañanas sin encontrarme fatal. Curiosamente, soñaba a menudo con cocaína. Todavía lo hago, casi cada semana, y eso que hace veintiocho años de la última raya que me metí. Siempre es el mismo sueño: estoy esnifando coca y alguien entra en la habitación, por lo general mi madre. Intento esconder lo que estoy haciendo, pero se me cae y se esparce por todas partes… por el suelo y sobre mí. Pero nunca he tenido el mono de cocaína. Todo lo contrario. Cuando me despierto, casi puedo notar aún esa sensación de entumecimiento que provoca la cocaína en la pared posterior de la garganta —esa era la parte que siempre odiaba— y pienso: «Menos mal que se ha acabado». A veces me apetecería tomar una copa de vino durante la cena o una cerveza con los amigos, pero sé que no puedo. No me importa que la gente beba delante de mí: es mi problema, no el suyo. Pero nunca me entran ganas de meterme una raya, y no soy capaz de soportar estar en un lugar donde haya gente haciéndolo. En cuanto entro en una habitación, lo sé. Noto que la gente va de eso. Por su forma de hablar —hablan un poco más fuerte de lo necesario, sin escuchar de verdad— y su modo de actuar. Sencillamente me voy. No quiero meterme coca, y no quiero rodearme de personas que lo hacen porque, con franqueza, es una droga que mueve a comportarse como un gilipollas. Ojalá me hubiera dado cuenta hace cuarenta y cinco años.

Cada vez que viajaba a un país extranjero para tocar en directo, averiguaba dónde iba a celebrarse la próxima reunión de AA o DA y en cuanto aterrizaba me dirigía allí. Fui a reuniones en Argentina, Francia y España. Fui a reuniones en Los Ángeles y Nueva York. Y fui a reuniones en Atlanta. Aunque había roto con Hugh, seguía entusiasmado con la ciudad. Había hecho un gran círculo de amigos a través de él, gente que no pertenecía a la industria de la música y de cuya compañía disfrutaba. Era una gran ciudad musical con una escena de soul y hip-hop importante, pero, por extraño que parezca, el ambiente era tranquilo; podía ir al cine o al centro comercial de Peachtree Road sin que nadie me molestara.

Estaba pasando tanto tiempo allí que al final decidí comprarme un piso, un dúplex en la planta treinta y seis de un edificio. Tenía unas vistas preciosas, y no pude evitar fijarme en lo guapo que era el agente inmobiliario que me lo vendió. Se llamaba John Scott. Lo invité a salir y acabamos convirtiéndonos en pareja.

Al final dejé de asistir a las reuniones. Había ido prácticamente todos los días durante tres años —algo tan demencial como mil cuatrocientas reuniones—, y por fin decidí que ya habían hecho todo lo que podían por mí. Llegó un momento en que no quería hablar de alcohol, cocaína o bulimia todos los días. Supongo que el hecho de ser un adicto de perfil alto que había cambiado de vida públicamente, me convirtió en alguien a quien mis colegas podían acudir si tenían un problema. Ha llegado a ser una especie de broma —Elton siempre entrando en acción cuando una estrella del pop tiene un problema con la bebida o las drogas—, pero no me importa. Si alguien está en crisis y necesita ayuda, lo llamo o dejo mi número a su representante, y digo: «Mira, yo he pasado por eso, sé lo que es». Si necesitan ponerse en contacto conmigo, pueden hacerlo. Algunos casos son vox pópuli. Conseguí que Rufus Wainwright hiciera un proceso de desintoxicación; estaba tomando demasiada metanfetamina y llegó un momento en que se quedó temporalmente ciego. Y soy padrino de Eminem en Alcohólicos Anónimos. Cuando lo telefoneo para saber cómo está, siempre me saluda del mismo modo: «Hola, cabrón», lo que imagino que es típico de él. Ayudar a la gente a desintoxicarse es maravilloso.

Pero hay personas que no se dejan ayudar. Es una sensación horrible. Acabas asistiendo a ello como mero espectador, sabiendo lo que pasará y que la historia solo tiene un final. Así ocurrió con Whitney Houston; su tía, Dionne Warwick, me pidió que la llamara, pero o no le llegaron los mensajes que dejé, o no quiso saber nada. Y George Michael no quiso realmente saber nada. Estuve encima de él porque me tenía preocupado y porque amigos mutuos no paraban de ponerse en contacto conmigo para preguntarme si podía hacer algo. George escribió una carta abierta a la revista Heat en la que básicamente me decía, de forma bastante extensa, que me fuera a la mierda y me metiera en mis asuntos. Ojalá no hubiéramos discutido, o lo que es más: ojalá siguiera vivo. Quería a George. Tenía un talento increíble, y pasó por mucho, pero era un hombre muy dulce, bueno y generoso. Lo echo mucho de menos.

George fue una de las primeras personas con las que actué, ya limpio. Por mucho que disfrutara el descanso sin conciertos, sabía que no podía prolongarse eternamente, y tampoco quería. Quería volver a trabajar, aunque me asustara. Había empezado a pensar en tocar en directo, y para tantear un poco el terreno acepté aparecer en uno de los bolos de George. Él estaba haciendo una serie de conciertos en el estadio de Wembley. Esta vez no salí vestido de Ronald McDonald al volante de un Reliant Robin. Fui con una gorra de béisbol y cantamos juntos «Don’t Let The Sun Go Down On Me», como habíamos hecho en el Live Aid seis años atrás. Fue una sensación increíble. El público se puso como loco cuando anunciaron mi nombre, y cuando sacaron el single del dúo llegó a número uno en ambos lados del Atlántico. Alquilé un estudio en París y sugerí tímidamente grabar un nuevo álbum, que acabó llamándose The One.

El primer día de grabación logré quedarme veinte minutos antes de marcharme presa del pánico. No recuerdo ahora cuál era el problema. Supongo que creía que no podía hacer un álbum sin beber ni drogarme, lo que no tenía ningún sentido. Solo hay que escuchar Leather Jackets para darse cuenta de que era justo todo lo contrario; había pruebas bastante persuasivas de que no podía grabar un álbum bajo el efecto de las drogas. Regresé al día siguiente y poco a poco me habitué al trabajo. El único problema real llegó con un tema titulado «The Last Song». La letra de Bernie trataba de la muerte de un hombre que estaba muy enfermo de sida y se reconciliaba con su padre, a quien no veía desde que este lo había desheredado al enterarse de que era gay. Era bonita, pero yo no podía cantarla. Tenía demasiado reciente la muerte de Freddie. Y en alguna parte de Virginia, sabía que Vance Buck también se estaba muriendo. Cada vez que intentaba cantarla, me echaba a llorar. Al final lo conseguí y «The Last Song» sirvió luego de colofón de And the Band Played On, un docudrama sobre el descubrimiento y la lucha contra el sida. Sonaba de fondo sobre un montaje de fotografías de víctimas destacadas del sida. A la mitad las conocía personalmente: Ryan, Freddie, Steve Rubell, el dueño de Studio 54.

A esas alturas yo ya había creado la Fundación Elton John contra el Sida. Había seguido colaborando en obras benéficas, y cuanto más colaboraba en ellas más comprendía que para mí era una necesidad. Lo que más me conmovió fue trabajar de voluntario en una organización benéfica llamada Operation Open Hand que repartía comida entre los enfermos de sida de todo Atlanta. Lo hacía con mi nuevo novio, John. En algunas casas a las que íbamos, cuando llamábamos solo nos abrían la puerta unos dedos. Estaban cubiertos de lesiones y no querían que nadie los viera, porque el estigma asociado al sida era enorme. A veces ni siquiera nos abrían. Dejábamos la comida delante de la puerta, y mientras nos alejábamos oíamos cómo la abrían, agarraban la comida y cerraban de nuevo la puerta sin hacer ruido. Esas personas estaban muriéndose en condiciones atroces, pero lo peor era que parecían morir de vergüenza, solas y aisladas del mundo. Era horrible, como lo que leemos en los libros sobre la Edad Media. A esos enfermos se les excluía de la sociedad por miedo e ignorancia, pero estaba sucediendo en la década de 1990 en Estados Unidos.

No podía quitármelo de la cabeza. Al final le pedí a John que me ayudara a fundar una organización sin ánimo de lucro que se concentrara en proteger a la gente con sida, así como en proporcionar todo aquello que los afectados necesitan para disfrutar de una vida mejor y más digna: cosas tan básicas como comida, vivienda, medios de transporte, acceso a médicos y psicólogos. Durante dos años John la llevó desde la mesa de la cocina de su casa de Atlanta. Virginia Banks, que trabajaba en mi equipo en Los Ángeles, pasó a ser la secretaria. Contándome a mí, éramos cuatro de personal. No teníamos ninguna experiencia ni entendíamos de infraestructuras, pero yo sabía que debíamos mantener los gastos internos bajos. He visto a demasiadas fundaciones benéficas malgastar dinero, sobre todo las de famosos. Uno acudía a una fiesta organizada para recaudar fondos y se enteraba de que todo el mundo había tomado aviones y se había desplazado con chófer a expensas de la fundación. Incluso ahora, casi treinta años después, nuestros gastos internos son mínimos. Organizamos actos muy vistosos, pero todos son subvencionados. La fundación no paga nada.

Me volqué de lleno en la Fundación contra el Sida. En el centro de desintoxicación, el terapeuta me había preguntado qué pensaba hacer con el tiempo y la energía que tendría en mi nuevo estado sobrio, un tiempo y una energía que había gastado en tomar drogas y en recuperarme de ellas. Lo llamaban «el agujero del donut» y quería saber cómo tenía previsto llenarlo yo. Hablé como un loco de los grandes planes que tenía: aprendería italiano y a cocinar. Naturalmente, nunca lo hice. Supongo que la Fundación contra el Sida fue lo que llenó ese agujero. Me dio un nuevo propósito fuera de la música. Estaba decidido a que fuera un éxito, tan decidido que subasté mi colección de discos para recaudar fondos con que ponerla en marcha. Estaba compuesta de 46.000 singles, 20.000 álbumes e incluso los viejos discos de 78 rpm con «Reg Dwight» orgullosamente escrito a bolígrafo en la funda. Salió en un solo lote, que adquirió un postor anónimo por 270.000 dólares. Persuadí a todo el mundo que me pareció que podía ayudarnos para que se involucrara: empresarios que podían enseñarnos a administrar la fundación de la forma más eficiente posible; gente que trabajaba en mi discográfica; Robert Key de Rocket, o Howard Rose, mi agente de conciertos desde que había puesto un pie en Estados Unidos.

Intenté sonsacar ideas a mis amistades. Billie Jean King e Ilana Kloss propusieron el Smash Hits, un torneo benéfico que se organiza cada año desde 1993; a raíz de la muerte de Arthur Ashe, muchos tenistas estrella se prestaron encantados a participar. Siempre competitivo, yo participo a menudo en él, aunque lo más sonado que he hecho en una cancha de tenis haya sido caerme de culo al intentar sentarme en una silla plegable de lona a pie de pista en el Royal Albert Hall. Otro avance importante fue la fiesta de la Gala de los Oscar. En realidad, nos la ofreció un activista político llamado Patrick Lippert que había fundado Rock the Vote. Siempre organizaba una fiesta después de los Premios Oscar para recaudar fondos para una de sus causas, pero cuando le diagnosticaron sida decidió convertirla en un acto recaudatorio para luchar contra el sida y nos preguntó si queríamos involucrarnos. La primera fiesta se celebró en 1993 en Maple Drive, el restaurante de Dudley More. Asistieron ciento cuarenta personas —las que cabían en el restaurante— y recaudamos 350.000 dólares, lo que nos pareció una enorme cantidad de dinero. El año siguiente lo repetimos y acudieron más estrellas; acabé sentado en un reservado con Tom Hanks, Bruce Springsteen y su mujer, Patti, Emma Thompson y Prince. Pero Patrick ya no estaba. Murió de sida tres meses después de la primera fiesta, a los treinta y cinco años. Como Freddie Mercury, se perdió por muy poco los antirretrovirales que podrían haberle salvado la vida.

Desde entonces, la Fundación Elton John contra el Sida ha recaudado más de 450 millones de dólares y hemos organizado actos increíbles. La última vez que Aretha Franklin actuó en directo fue en la gala de nuestro vigésimo quinto aniversario, en la catedral de San Juan el Divino de Nueva York. Habíamos contado con ella el año anterior, pero había tenido que anularlo por estar demasiado enferma. Estaba muriéndose de cáncer y había anunciado que se retiraba, pero con nosotros hizo una excepción. Cuando llegó me quedé impresionado. Esperaba encontrarla delgada, frágil y con mala cara. Entre bastidores, me sorprendí preguntándole si quería cantar. Supongo que en realidad le preguntaba si se encontraba lo bastante bien para cantar. Ella asintió sonriendo. «No volveré a fallarte.» Creo que debía de saber que esa era la última vez que actuaba, y le gustó que fuera una gala benéfica y que se celebrara en una iglesia, donde había empezado su carrera de cantante. Cantó «I Say A Little Prayer» y «Bridge Over Troubled Water», e hizo retumbar las paredes. La enfermedad no le había afectado la voz y sonó asombrosa. De pie delante del escenario, lloré a lágrima viva mientras veía cantar por última vez a la mejor cantante del mundo.

La Fundación contra el Sida me ha aportado experiencias que jamás habría vivido y me ha llevado a lugares que nunca habría visitado. He tenido que hablar varias veces ante el Congreso para pedir al Gobierno de Estados Unidos que aumente la financiación para el sida, y, por extraño que parezca, no me puse tan nervioso como esperaba. Comparado con intentar convencer al Comité de Planificación del municipio del distrito de Watford para que nos permitiera construir un nuevo estadio de fútbol, fue pan comido. Pensé que me encontraría con un público hostil de los republicanos más de derechas y religiosamente fervientes, pero no; una vez más, comparados con los miembros del Comité de Planificación, fueron el modelo absoluto de la mentalidad abierta, la flexibilidad y el buen sentido.

Y, contra todo pronóstico, el trabajo con la Fundación contra el Sida indirectamente daría pie al cambio más profundo e importante que se ha producido en mi vida. Pero llegaremos a eso más adelante.

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