Yo

Yo


Capítulo 13

Página 17 de 30

13

 

 

 

 

 

 

 

 

No quiero sonar místico —o peor aún, presuntuoso—, pero a veces me resultaba difícil librarme de la sensación de que la vida me estaba dando palmaditas en la espalda por haber dejado de beber. The One se convirtió en mi disco más vendido en todo el mundo desde 1975. Dos años más tarde terminaron las reformas en Woodside y volví a mudarme allí. Me encantaba. Por fin se parecía a ese lugar en el que podía vivir una persona normal, en vez del absurdo almacén campestre de una estrella del rock cocainómana. Diez años después de haber escrito nuestra última canción juntos, Tim Rice me llamó por teléfono sin previo aviso y me preguntó si estaba interesado en volver a trabajar con él. Al parecer, Disney estaba preparando su primera película de animación basada en una historia original, en vez de en una historia preexistente, y Tim quería que yo participara. Aquello me intrigó. Ya había escrito una banda sonora antes, para Friends, una película de 1971 que suscitó unas cuantas críticas capaces de ponerte los pelos de punta. Recuerdo que Roger Ebert dijo de ella que era «un montón estomagante de estiércol apestoso», aunque no a todos los críticos les llegó a gustar tanto. Desde entonces, había dejado de lado las bandas sonoras, pero esto era claramente una cosa distinta. Las canciones tenían que narrar una historia. El plan era que no escribiríamos la típica partitura de Disney, al estilo Broadway, sino que intentaríamos sacar canciones pop que pudieran gustar a los niños.

Fue un proceso raro. Tim escribía de la misma manera que Bernie, primero la letra, y a mí me iba bien así. De hecho, escribir un musical era como escribir el álbum Captain Fantastic, había un argumento: había una secuencia específica a la que te tenías que ceñir, siempre sabías por adelantado qué orden llevarían las canciones. Pero mentiría si dijera que nunca tuve dudas con este proyecto o, mejor dicho, qué lugar ocupaba yo en él. Tengo muchos defectos, pero nunca se me podrá acusar de ser un artista que se toma a sí mismo muy en serio. Aun así, había días en los que me encontraba sentado al piano, reflexionando en profundidad sobre el rumbo que parecía estar tomando mi carrera. Me refiero a que escribí «Someone Saved My Life Tonight», escribí «Sorry Seems To Be The Hardest Word», escribí «I Guess That’s Why They Call It The Blues». Y no podía eludir el hecho de que ahora estaba escribiendo una canción sobre un jabalí que se tiraba pedos sin parar. Cierto es que, en mi opinión, era una muy buena canción sobre un jabalí que se tiraba pedos sin parar, y aun a riesgo de parecer un tipo engreído, estoy más que seguro de que en una lista de las mejores canciones jamás escritas sobre jabalís pedorros, la mía estaría en un lugar muy próximo a la cima. Aun así, me parecía que aquello andaba lejos de cuando The Band acudían a mi camerino y me pedían escuchar mi nuevo disco, o cuando Bob Dylan nos interceptaba en las escaleras y elogiaba a Bernie la letra de «My Father’s Gun». Pero llegué a la conclusión de que aquella situación por completo absurda me resultaba atractiva, y seguí adelante.

Fue una decisión acertada. En mi opinión, la película que salió era extraordinaria. No soy de ese tipo de artistas que invita a la gente para tocarles mi nuevo disco, pero me gustaba tanto El rey león que organicé un par de proyecciones privadas para que los amigos pudieran verla. Estaba increíblemente orgulloso de todo en su conjunto; sabíamos que nos habíamos metido en algo muy especial. Incluso así, ni siquiera fui capaz de predecir que terminaría siendo una de las películas más taquilleras de todos los tiempos. Llevó mi música a un público completamente nuevo. «Can You Feel The Love Tonight?» ganó un Oscar a la mejor canción original: tres de las cinco nominaciones en aquella categoría provenían de El rey león: una era «Hakuna Matata», la canción sobre el jabalí pedorro. La banda sonora vendió 18 millones de copias, más que cualquiera de los álbumes que había escrito con anterioridad, con la excepción de mi primera colección de grandes éxitos. Además de eso, apartó al Voodoo Lounge de The Rolling Stones del número uno en Estados Unidos durante todo el verano de 1994. Intenté no mostrarme demasiado encantado cuando me enteré de que Keith Richards estaba furioso, refunfuñando porque le «había ganado un puto dibujo animado».

Más tarde se anunció que iban a convertirlo todo en un musical para teatros, y nos pidieron a Tim y a mí que compusiéramos más canciones. Demostrando una vez más esa misteriosa habilidad mía que consiste en predecir con exactitud lo que no va a pasar, le decía a todo el mundo que transformar una película de animación en un espectáculo escénico era algo imposible y también condenado al fracaso; no lo veía claro en absoluto.

Pero la directora, Julie Taymor, hizo un trabajo alucinante. El estreno cosechó críticas entusiastas, el musical estuvo nominado a once premios Tony, de los que ganó seis, y se convirtió en la producción teatral de más éxito en la historia de Broadway. Todo en su conjunto tenía un aspecto deslumbrante —el total ingenio con el que habían planteado la escenografía te quitaba el aliento—, pero me pareció que la experiencia de verlo sentado desde fuera era un poco rara. Yo no tenía nada que ver con el espectáculo en sí. Lo que ocurría era que yo componía discos en los que tenía la última palabra, o estaba al cargo de los conciertos. Y ahí lo que había era algo que yo había ayudado a crear pero que, una vez que subía al escenario, se desarrollaba de una manera por completo ajena a mi control. Los arreglos eran distintos a los que había en las canciones grabadas, y también la manera de cantar: en el teatro musical, cada palabra tiene que estar enunciada con claridad, es una forma de cantar muy distinta a cualquier cosa que haga un artista pop o rock. Era una experiencia completamente nueva para mí: alucinante y, a la vez, una pizca desconcertante. Estaba fuera de mi rutina de siempre, lo cual, como me fui dando cuenta poco a poco, era algo bueno para que un artista con cuarenta años de carrera como yo comprendiera con claridad quién era.

En Disney estaban completamente maravillados con el éxito de El rey león; tan maravillados que me propusieron un trato. Consistía en una oferta de dinero obscena. Querían que trabajara en el desarrollo de más películas, que hiciera programas de televisión y libros; incluso se llegó a hablar de un parque temático, lo que me dejó anonadado. Solo había un problema. Yo había acordado hacer una película más con Jeffrey Katzenberg, que había sido presidente de Disney cuando hicimos El rey león, pero que se fue a los pocos meses del estreno de la película para poner en marcha DreamWorks con Steven Spielberg y David Geffen. Aunque no se fue sin más: su salida provocó una de las guerras más grandes entre directivos de estudios de Hollywood, tan épica que se han escrito varios libros al respecto. El trato con Disney era exclusivo: y exclusivo en particular de cualquier cosa en la que estuviera implicado Jeffrey, que les había demandado por incumplimiento de contrato por un total de 250 millones de dólares, que terminó por cobrarse.

No había nada malo en componer para Jeffrey, pero le había dado mi palabra (al fin y al cabo, era una de las personas que me habían conducido hasta El rey león). Así que rechacé con pesar la oferta de Disney. Por lo menos, aquello le evitó al mundo la existencia de un parque temático de Elton John.

Y aunque mi mundo parecía seguir estando rebosante de nuevas ideas y oportunidades, lo único en lo que no me había ayudado dejar de beber era en mi vida amorosa. Mi relación con John Scott se había acabado un poco antes, y desde entonces, nada. Intentaba no pensar demasiado en cuánto tiempo había pasado desde mi última relación sexual, por si acaso asustaba a todo el personal de Woodside con mis aullidos angustiados.

Me di cuenta de que no conocía a ningún hombre gay que estuviera disponible. Cuando dejé de beber, también dejé de ir a ese tipo de sitios en los que me los encontraba. No creía que fuera a tener la tentación de pedirme un martini con vodka si acudía a un club o a un bar, pero tampoco tenía ninguna razón de ser el poner esta teoría a prueba. Y además, incluso antes de acudir a desintoxicación ya había empezado a pensar que era un poco mayor para ese tipo de cosas. Estoy convencido de que la música en Boy habría sido tan estupenda como siempre, pero llega un momento en que, en ese entorno, empiezas a sentirte como el perro faldero de la duquesa en un baile de debutantes, deleitándote en la contemplación de la delicadeza de las nuevas invitadas.

Todo esto llegó a un punto crítico un sábado al mediodía, mientras merodeaba por la casa, hundido en la miseria. Tenía un ojo puesto en el fútbol, donde el Watford se empeñaba en ponerme de peor humor aún dejándose machacar por el West Brom en su campo por 4 a 1. Estaba barajando la opción de otra noche emocionante viendo la tele cuando se me ocurrió una idea. Llamé a un amigo de Londres y le expliqué mi situación. Le pedí si podía reunir a unos cuantos amigos e invitarlos a venir a cenar esa misma noche. No había mucho tiempo, pero me ofrecí a enviar un coche a Londres a recogerlos. A medida que lo decía, me daba cuenta de que sonaba un poco patético, pero estaba desesperado por conocer a hombres gais que no estuvieran en Alcohólicos Anónimos. Ni siquiera quería sexo, es que me sentía solo.

Llegaron a eso de las siete: mi amigo y cuatro tipos a los que había echado el lazo. Me dijeron que se marcharían pronto porque tenían que ir luego a una fiesta de Halloween en Londres, pero no me importaba. Todos parecían muy majos. Eran divertidos y locuaces. Comimos espaguetis a la boloñesa y nos echamos unas buenas risas; ya casi me había olvidado de lo que era conversar sobre algo que no tuviera nada que ver ni con mi carrera ni con mi renuncia al alcohol. El único que daba la impresión de no estar demasiado a gusto era un tipo canadiense que llevaba un chaleco Armani de tartán llamado David. Estaba claro que era un tipo tímido y apenas abría la boca, lo que me parecía una pena: era muy atractivo. Más tarde descubrí que había oído un montón de rumores en los ambientes gais de Londres sobre lo poco recomendable que era tener algo que ver, por muy remoto que fuera, con Elton John, a menos que tuvieras el ardiente deseo de que te bañara en regalos y te obligara a dejar aparcada tu vida para llevarte de gira y luego dejarte tirado sumariamente —por lo general, por cuenta de su asistente personal— cuando conocía a otra persona, o que pillara un berrinche contigo durante un bajón poscocainómano, o te anunciara que se iba a casar con una mujer. Debería haberme sentido ofendido por aquello, pero teniendo en cuenta cómo había sido mi comportamiento anterior, había algo de verdad en los rumores de los ambientes gais de Londres.

Al cabo de un rato, nos explicó que le interesaban el cine y la fotografía, lo que ayudó a que la conversación continuara. Me ofrecí a enseñarle la casa y mostrarle mi colección de fotografías. Cuando más hablaba con él, más me gustaba. Era silencioso, pero seguro de sí mismo. Sin duda, era muy inteligente. Me dijo que era de Toronto, pero que se había mudado a Londres hacía unos años. Vivía en Clapham y trabajaba para la agencia de publicidad Ogilvy and Mather en Canary Wharf; tenía treinta y un años, y era uno de los directivos más jóvenes de la junta. Me daba la impresión de que algo se había activado entre los dos, una chispa de química. Pero intenté no pensar en eso. El nuevo Elton John, sobrio y mejorado, no iba a tomar la decisión de que se había enamorado locamente de quien fuera a los pocos minutos de conocerlo.

Aun así, cuando llegó el momento de marcharse, le pedí su número de teléfono de una manera que me pareció casual, con el mero propósito de continuar fingiendo conversaciones más adelante sobre nuestro interés común por la fotografía. Escribió su nombre —David Furnish—, me entregó el papel y se marcharon.

A la mañana siguiente, me encontraba deambulando por la casa, intentando decidir cuál era la mejor hora para llamar a alguien que la noche anterior había estado en una fiesta de Halloween, y sin parecer ese tipo de persona a la que, con el tiempo, se le va a acabar dictando una orden de alejamiento. Llegué a la conclusión de que lo razonable sería a las once y media. David descolgó. Sonaba cansado, pero no del todo sorprendido por mi llamada. Se notaba que mi petición informal de su número de teléfono no le había parecido todo lo informal que yo creía. A juzgar por la reacción de sus amigos, que se habían pasado el viaje entero de vuelta burlándose de él sin piedad y cantando el estribillo de «Daniel», parecía que me hubiera puesto de rodillas, le hubiera agarrado de los tobillos entre lágrimas y no le hubiera dejado marchar hasta que me diera el número. Le pregunté si quería que nos volviéramos a ver, y dijo que sí. Le pregunté qué hacía aquella noche, porque resultaba que yo estaría en Londres. Me comporté como si aquello fuera una coincidencia admirable, pero, lo digo con franqueza, si David hubiera estado en Botsuana, sospecho que yo también hubiera estado allí. «¿En el desierto del Kalahari? ¡Qué suerte! ¡Resulta que mañana tengo una reunión allí mismo!» Le sugerí que se pasara por la casa de Holland Park y le dije que pediría comida china a domicilio.

Colgué el teléfono, le dije a mi chófer que mis planes para el día habían cambiado y que nos íbamos de inmediato a Londres. Llamé al restaurante chino más famoso que se me ocurrió, Mr Chow en Knightsbridge, y pregunté si repartían a domicilio. Luego me di cuenta de que no sabía qué tipo de comida le gustaba, así que jugué sobre seguro y encargué una enorme selección de la carta.

David pareció un poco sobresaltado cuando llegó el repartidor de comida china, o mejor dicho, mientras no paraban de llegar —cuando terminaron de repartir todas las cajas, la casa parecía la pista de squash de Woodside antes de la subasta—, pero más allá de eso, nuestra primera cita fue increíblemente bien. No, de verdad que no eran imaginaciones mías, algo vibraba entre nosotros. No era solo una atracción física, nuestras personalidades encajaban. Una vez que empezamos a hablar, ya no paramos.

Pero David tenía algunas reservas acerca de enrollarnos. Primero, porque no le atraía la idea de que lo vieran como el Último Novio de Elton John, con toda la atención que eso iba a atraer sobre él. Tenía su propia vida, y no quería que su independencia se viera trastocada por el hecho de estar viéndose con alguien. Y segundo, porque no había terminado de salir del armario. Sus amigos de Londres sabían que era gay, pero su familia no, y tampoco sus compañeros de trabajo, y no quería que se enteraran por medio de una foto en un periódico sensacionalista tomada por los paparazzi.

Así que, durante los primeros meses, nuestra relación fue muy silenciosa y discreta: nos estábamos cortejando, por usar una expresión anticuada. Nuestra base principal era la casa de Holland Park. Cada día laborable por la mañana, David se levantaba e iba a trabajar a Canary Wharf, y yo me marchaba al estudio o a hacer promoción del disco de duetos que acababa de publicar. Hice un vídeo de la versión de «Don’t Go Breaking My Heart» que había grabado con RuPaul: por una vez, parecía feliz de verdad durante el rodaje de un vídeo. Parecía, no: estaba feliz. Había algo en la relación que no sabía explicarme. Y luego me di cuenta de lo que era. Por primera vez en mi vida, mantenía una relación completamente normal, en la que me sentía de igual a igual, que no tenía nada que ver con mi carrera o con el hecho de que yo fuera Elton John.

Cada sábado, nos enviábamos una carta para conmemorar el hecho de que nos habíamos conocido un sábado, y (si hace poco que habéis comido, quizá prefiráis saltaros la frase que viene, por si os provoca náuseas) escuchábamos la canción «It’s Our Anniversary» de Tony! Toni! Toné! Hubo muchas cenas elegantes y escapadas clandestinas de fin de semana. Si le llamaba al trabajo, tenía que utilizar un nombre falso: George King, el seudónimo que había usado cuando ingresé en el centro de desintoxicación. Me pareció algo tremendamente romántico. ¡Un amor secreto! El único amor secreto que había tenido antes era ese tipo de amor que tienes que mantener en secreto porque a la otra persona, claramente, no le interesas.

Pero aunque me encantaba la idea de vivir un romance secreto, me desesperaban sus aspectos prácticos. Al poco tiempo me resultaba evidente que después de veinticinco años ganándome la vida mostrándome como alguien lo más extravagante y pasado de vueltas posible, mi idea de mantener un perfil bajo entraba en conflicto con la que tendría cualquier otra persona. Si lo que intentas es no atraer la atención hacia tu relación, quizá no sea una buena idea que le envíes a tu pareja con regularidad dos docenas de rosas amarillas de tallo largo al trabajo, sobre todo si trabaja en una oficina diáfana. Con la serenidad que da el tiempo veo que seguramente el reloj de Cartier también fuera un error. Era tan caro que David tenía que llevarlo todo el tiempo. No podía dejarlo en casa, por si le entraban a robar, porque no quería asegurarlo. Cuando sus compañeros de trabajo le preguntaron de dónde había salido el reloj —y si podía estar vinculado en cierta manera al hecho de que su escritorio de repente parecía un puesto del Festival de Flores de Chelsea—, se inventó a una querida abuela en Canadá que había muerto recientemente y le había dejado cierta cantidad de dinero en herencia, y luego se pasó una tarde incómoda soportando toda una serie de sonrisas tristes, abrazos de apoyo y manifestaciones de pésame. Cuando organizamos un fin de semana en París y me ofrecí a recibirlo a la llegada de su avión en el aeropuerto Charles de Gaulle, me hizo saber con todo detalle de su necesidad de que pasáramos inadvertidos para los fotógrafos o los fans que allí hubiera. Mientras esperaba en llegadas, me di cuenta de que la gente no paraba de mirarme y señalarme. Cuando llegó David, mi estado de agitación era considerable.

—Métete en el coche cuanto antes —le susurré—. Creo que me han reconocido.

David sonrió.

—¿En serio? No me lo explico —me dijo, señalando mi atuendo.

La ropa que había decidido que me ayudaría a pasar inadvertido en el aeropuerto consistía en un par de calentadores a cuadros tipo arlequín y una camisa de talla grande decorada con patrones rococó de un color brillante, acompañado todo de un enorme crucifijo adornado con piedras preciosas colgando del cuello. Seguramente, podría haber llamado aún más la atención, pero solo si también me hubiera llevado el piano y hubiera empezado a tocar «Crocodile Rock».

Los calentadores y la camisa de talla grande eran de Gianni Versace, mi diseñador favorito. Llevaba ropa suya todo el tiempo. Había descubierto una pequeña tienda en Milán a finales de los años ochenta y me obsesioné con ella al momento. Creía que me había cruzado con un genio, el más grande de los diseñadores de ropa masculina desde Yves Saint-Laurent. Utilizaba los mejores materiales, pero no había nada estirado o tristón en sus diseños: hacía ropa para hombre divertida de llevar. Mi opinión, que ya era elevada, llegó a niveles estratosféricos cuando conocí al hombre responsable de todo aquello. Conocer a Gianni fue algo bastante raro, como descubrir que tenía un hermano gemelo perdido en el norte de Italia. Éramos prácticamente idénticos: el mismo sentido del humor, la misma pasión por los cotilleos, la misma afición por el coleccionismo, la misma inquietud intelectual. Él era incapaz de desconectar, siempre estaba pensando, siempre se le ocurría una nueva manera de hacer lo suyo, y lo suyo era absolutamente todo. Podía diseñar ropa para niños, objetos de cristal, servicios de cátering para cenas, portadas de discos (le pedí que me diseñara la carátula de The One, que le quedó preciosa). Tenía un gusto exquisito. Siempre sabía dónde había una pequeña iglesia en Italia al final de una callejuela y en cuya nave había unos mosaicos preciosos, o un pequeño taller en el que hacían la porcelana más increíble. Y era la única persona que he conocido que podía comprar igual que yo. Era capaz de salir a comprarse un reloj y regresar con veinte.

De hecho, él era peor que yo. Gianni era tan extravagante que, en comparación, yo parecía la viva imagen de la vida frugal y la capacidad de sacrificio. Él pensaba que Miuccia Prada era comunista, porque había diseñado un bolso hecho de nailon, en vez de con piel de cocodrilo, de serpiente o de cualquier otro material disparatadamente ostentoso con que estuviera trabajando aquella temporada. Siempre intentaba animarme para que me comprara las cosas más caras.

—He localizado para ti el más increíble de los manteles, deberías comprarlo, para cenar en Navidad. Lo han hecho unas monjas, les ha llevado treinta años confeccionarlo. Míralo, es maravilloso. Cuesta un millón de dólares.

Incluso yo tuve que negarme. Le dije que, a mi parecer, un millón de dólares era un tanto excesivo para algo que acabaría destruido la segunda vez que alguien derramara un poco de salsa por encima. Gianni me miró con cara de espanto, como si se le hubiera pasado por la cabeza que yo también era comunista.

—Pero Elton —balbuceó—. Si es precioso… Mira qué artesanía.

No acabé comprando el mantel, pero eso tampoco afectó a nuestra amistad. Gianni se convirtió en mi amigo más cercano. Me encantaba descolgar el teléfono y escuchar su voz, emitiendo su saludo habitual: «Hola, putita». Le presenté a David y se cayeron tan bien que aquello iba viento en popa. Por supuesto que sí, era imposible que Gianni no te cayera bien, a menos que fueras diseñador de bolsos hechos de nailon. Tenía un gran corazón y era divertidísimo. «Cuando me muera —decía de manera dramática, entre lágrimas— quiero reencarnarme en alguien más gay. ¡Quiero ser súper gay!» David y yo intercambiábamos miradas de perplejidad, preguntándonos de qué manera sería posible algo semejante. En algunos bares de Fire Island había hombres vestidos de cuero que parecían menos homosexuales que Gianni.

A veces, tener una relación normal me ayudaba a darme cuenta de lo anormal que solía ser mi vida. Organicé un pequeño almuerzo, para que David pudiera conocer a mi madre y a Derf. Por entonces, nuestra relación ya no era ningún secreto. Alguien de la oficina de David nos había visto saliendo juntos de un coche en la puerta del restaurante Planet Hollywood de Piccadilly. Le llamaron para que fuera a ver a su jefe, él se lo contó todo, e hizo planes para volver a Toronto para Navidad y explicárselo todo a su familia. Yo estaba muy nervioso: David me había dicho que su padre era muy conservador, y sabía lo terrorífico que era salir del armario si tu familia no te apoyaba. En Atlanta tuve un lío con un tipo llamado Rob, cuyos padres eran muy religiosos y antigais. Él era un encanto, pero se notaba que el conflicto entre su sexualidad, la religión y las opiniones de sus padres lo reconcomía. Quedamos como amigos, y después de romper vino a verme en mi cumpleaños y me trajo flores. Al día siguiente, se fue a la autopista y se arrojó al paso de un camión.

Resultó que la familia de David no pudo tomarse mejor las noticias —creo que, sobre todo, estaban agradecidos de que ya no les guardara más secretos—, pero yo había pospuesto todo lo que pude la presentación ante mi madre. Desde que rompí con John Reid, ella había adquirido la costumbre de no ser muy simpática con mis parejas, sino de mostrarse fría ante ellos, hacer que sus vidas y la mía fueran más difíciles, como si le ofendiera la presencia de cualquiera que desviara mi atención y me alejara de ella.

Pero el problema de la comida no era exactamente mi madre. Era un problema de otra guisa: se trataba de un psiquiatra que, en el último momento, me informó de que su cliente, Michael Jackson, estaba en Inglaterra, y me preguntaba si podía asistir con él. No creí que fuera la mejor idea del mundo, pero no pude oponerme. Había conocido a Michael cuando él tenía trece o catorce años: después de un concierto que di en Filadelfia, Elizabeth Taylor se presentó en el Starship con él cogido del brazo. Era el muchacho más adorable que uno pudiera imaginar. Pero en algún momento a lo largo de los años empezó a alejarse del mundo exterior, y también de la realidad, de la misma manera en que lo había hecho Elvis. Dios sabe qué pasaba por su cabeza, y Dios sabe qué medicamentos le estaban recetando, pero cada vez que lo veía en sus últimos años, terminaba por pensar que el pobre había perdido la chaveta. Y no lo digo de una manera desconsiderada. Estaba mentalmente enfermo de verdad, era una persona perturbadora. Me resultaba increíblemente triste, pero era alguien ya sin remedio: estaba ido, en su propio mundo, rodeado de gente que solo le decía lo que quería oír.

Y resultaba que iba a venir al almuerzo en el que mi novio tenía que conocer a mi madre. Fantástico. Decidí que el mejor plan era llamar a David y dejar caer esta información durante la charla de la manera más despreocupada posible. Acaso, si me comportaba como si no hubiera ningún problema, se lo tomaría a bien. O quizá no, pues no había terminado aún de mencionarle de forma despreocupada el cambio de planes para el almuerzo y ya me había interrumpido con un grito angustioso: «¿Qué puta broma es esta?». Intenté tranquilizarlo mintiendo con la boca pequeña, prometiéndole que la información que pudiera haber leído sobre las excentricidades de Michael se había exagerado mucho. Es posible que no sonara muy convincente, puesto que algunas de las noticias sobre las excentricidades de Michael se las había contado yo. Pero no, insistí, no sería tan extraño como él imaginaba.

Al menos en ese sentido, yo tenía razón. La comida no fue tan extraña como me había imaginado. Lo fue aún más. Era un día soleado y tuvimos que sentarnos en el interior de la casa con las cortinas corridas por culpa del vitíligo de Michael. El pobre tenía una pinta horrible, parecía de verdad frágil y enfermo. Llevaba un maquillaje que parecía como si se lo hubiera aplicado un demente: estaba repartido por todas partes. Su nariz estaba cubierta con un emplasto pegajoso que mantenía lo que quedaba de ella adherido a la cara. Se sentó, sin decir nada, enviando simplemente señales de incomodidad de la misma manera que otra gente transmite un aire de confianza. De alguna forma, tuve la impresión de que no había comido con otras personas desde hacía mucho tiempo. Por supuesto, no probó nada de lo que le servimos. Había traído a su propio chef, pero tampoco comió nada de lo que le preparó. Al cabo de un rato, se levantó de la mesa sin mediar palabra y desapareció. Terminamos encontrándolo dos horas más tarde en una cabaña en los terrenos de Woodside donde vivía mi ama de llaves: ella estaba allí sentada, mirando cómo Michael Jackson jugaba a los videojuegos en silencio con el hijo de la mujer, de once años. Por la razón que fuera, no era capaz de soportar la compañía de los adultos. Mientras todo esto sucedía, pude ver a David en la penumbra, sentado al otro lado de la mesa, intentando establecer una conversación de manera valiente con mi madre, que había aportado su granito de arena a aquella atmósfera viciada pasándose casi toda la comida diciéndole que opinaba que la psiquiatría era una pérdida de tiempo y de dinero, en voz lo suficientemente alta para que la oyera el psiquiatra de Michael Jackson. Cada vez que hacía una pausa para tomar aire, veía a David con la mirada perdida, como si estuviera buscando a alguien que le pudiera explicar dónde demonios se había metido.

No hacía falta que Michael Jackson nos visitara de manera inesperada para hacer que el mundo en el que se estaba metiendo le pareciera completamente estrafalario a David. Yo ya era capaz, por mí mismo, de conseguir que lo percibiera así, sin necesidad de que me ayudara el supuesto Rey del Pop. El programa de desintoxicación había mantenido la mayor parte de mis peores excesos a raya, pero no todos: el Mal Genio de la Familia Dwight parecía bastante resistente a cualquier tipo de tratamiento o intervención médica. Aún era perfectamente capaz de agarrar unas rabietas espantosas cuando me sentía así. Creo que la primera vez que David fue testigo de una fue una noche de enero de 1994, en la ceremonia de mi inclusión en el Salón de la Fama del Rock and Roll en Nueva York. Yo no quería ir, porque no le veo la razón de ser al Salón de la Fama del Rock and Roll. Me gustaba la idea que le dio origen —honrar a los verdaderos pioneros del rock and roll, los artistas que abrieron el camino en los años cincuenta que luego seguimos los demás, en especial aquellos a los que timaron en cuestiones de dinero—, pero se había convertido muy pronto en algo completamente distinto, una gran ceremonia televisada con entradas que costaban decenas de miles de dólares. Era todo una cuestión de atraer nombres lo bastante grandes cada año para encajar unos cuantos culos en los asientos.

Lo más inteligente habría sido declinar educadamente la invitación, pero me sentía obligado. Quien me presentaba era Axl Rose, que me cae francamente bien. Empecé a relacionarme con él justo cuando los periodistas comenzaron a destrozarlo: sé cuán solo puedes llegar a sentirte cuando los periódicos empiezan a atacarte, y quería ofrecerle algo de apoyo. Desde el principio nos llevamos bien y acabamos interpretando juntos «Bohemian Rhapsody» en el concierto de homenaje a Freddie Mercury. Me criticaron muchísimo por aquello, porque había una canción de Guns ‘N’ Roses titulada «One In A Million» cuya letra era homófoba. Si hubiera creído que esa letra reflejaba sus opiniones personales, ni siquiera me habría acercado a él. Pero no lo pensaba, creo que quedaba más que claro que la canción estaba escrita desde el punto de vista de un personaje que claramente no era Axl Rose. Pasó lo mismo con Eminem: cuando actué con él en los Grammy, la Alianza Gay y Lesbiana contra la Difamación me lo hizo pasar muy mal, pero estaba claro que en sus letras se metía en la piel de otro personaje, un personaje deliberadamente repugnante en cuanto a eso. No creo que ninguno de los dos sean homófobos en mayor medida en que creo que Sting salía de verdad con una prostituta llamada Roxanne, o que Johnny Cash disparó de verdad a un hombre en Reno para verlo morir.

Así que fui hasta el Salón de la Fama del Rock and Roll. Tan pronto como llegué, supe que había cometido un error, me di la vuelta y me fui, soltando pestes durante el camino, diciendo que el lugar era un puto mausoleo. Arrastré a David de vuelta al hotel, donde me sentí culpable de inmediato por haberlo estropeado todo. Así que regresé. Estaban allí actuando The Grateful Dead con un recorte en cartón de la silueta de Jerry Garcia, porque Jerry Garcia no estaba allí: pensaba que el Salón de la Fama del Rock and Roll era una sarta de estupideces y había rechazado presentarse. Decidí que Jerry tenía parte de razón, así que me di la vuelta y me fui de nuevo, con David diligentemente aferrado a mi brazo. Ya me había quitado el traje y estaba enfundado en la bata del hotel cuando una vez más me vi golpeado por un aldabonazo de culpa. Así que volví a ponerme el traje y regresamos a la ceremonia de los premios. Luego me enfadé conmigo mismo por sentirme culpable y volví a salir de manera airada, una vez más aderezando el trayecto de regreso al hotel con un largo discurso, servido de forma deliberada a viva voz, acerca de la pérdida de tiempo que significaba toda esa velada. En ese momento, los movimientos con la cabeza y los murmullos de aprobación de David empezaban a adoptar un tono ligeramente tenso, pero me obligué a creer que solo estaba exasperado ante los errores evidentes que había cometido el Salón de la Fama del Rock and Roll, y no por los míos. Esto hizo que fuera mucho más fácil tomar la decisión —diez minutos más tarde— de que, al fin y al cabo, era mejor si volvíamos a la ceremonia. Los otros invitados parecían bastante sorprendidos de vernos otra vez, pero nadie podía echarles la culpa: nos habíamos ido y habíamos vuelto a nuestra mesa más veces que los camareros.

Me gustaría decir que todo acabó aquí, pero me temo que hubo otro cambio de opinión y un regreso furioso al hotel antes de que al final subiera al escenario y aceptara el premio. Axl Rose leyó un discurso hermoso, entonces le pedí a Bernie que subiera conmigo y le di el premio a él, y luego nos fuimos. Volvíamos en coche al hotel, envueltos en un silencio que en un momento dado rompió David.

«Bueno —dijo con tranquilidad, ha sido una velada bastante dramática. Luego hizo una pausa—. Elton —me preguntó con voz lastimera—. ¿Tu vida siempre es así?»

Sospecho que fueron noches como aquellas las que despertaron a David el interés por rodar Tantrums and Tiaras, aunque fue idea mía empezar a hacerlo. Había una productora cinematográfica que tenía interés en rodar un documental sobre mí, pero pensaba que sería más interesante si lo hacía alguien mucho más próximo, que tuviera una clase de acceso que nunca pudiera ofrecerle a nadie más. No quería un montón de charlatanería para lavar mi imagen, sino que la gente viera de verdad cómo era yo: las partes divertidas, los aspectos ridículos. Y tenía la sensación de que David quería que el mundo se enterara de todo lo que él tenía que soportar. Era una forma de encontrar algún sentido a esa vida demencial de la que ahora formaba parte, y que se había convertido también en su vida. Así que se montó una pequeña oficina en el tranvía que me había comprando en Australia —en fin, sabía que algún día me resultaría útil— y empezamos a rodar.

No tenía miedo de que la gente conociera mi lado monstruoso e irracional. Soy perfectamente consciente de lo ridícula que es mi vida y perfectamente consciente del aspecto de capullo que tengo siempre que pierdo los nervios o algo así; paso de la calma a ser una bomba nuclear en cuestión de segundos y luego me tranquilizo con la misma rapidez. Mi mal carácter era, sin duda, herencia de mi padre y de mi madre, pero creo de verdad que cualquier artista creativo, sea un pintor, un director de teatro, un actor o un músico, tienen en algún lugar de su interior esa habilidad de comportarse de una manera del todo irracional. Es como la parte oscura de la mente creativa. Desde luego, prácticamente cualquier otro artista del que haya sido amigo compartía conmigo ese aspecto de su carácter. John Lennon lo tenía, también Marc Bolan y Dusty Springfield. Eran personas maravillosas, y no podía quererlas más, pero todo el mundo sabía que tenían sus prontos. De hecho, Dusty tenía tantos que me decía que había resuelto el secreto del berrinche perfecto: si llegabas a ese punto en el que empezabas a lanzar objetos inanimados por toda la habitación, tenías que asegurarte de que no tirabas nada que fuera caro o difícil de reemplazar. En ese aspecto, cada vez soy más honesto con la gente, y sobre todo ahora. Los sellos discográficos de ahora nos proporcionan a los artistas un entrenamiento para hablar con la prensa, nos instruyen, tal cual, para disimular todos los defectos de nuestro carácter, para no decir nunca nada que esté fuera del guion.

No hay que ser ningún especialista en el tema de mi carrera para saber que provengo de una época distinta, de antes de que cualquiera pensara que a las estrellas del pop había que explicarnos lo que podíamos y no podíamos decir en los medios de comunicación. Yo me alegro, a pesar de haber dicho cosas que han causado mucha polémica y han permitido a los periódicos sacar titulares del tipo EL HIJOA DE PERRA HA VUELTO DURANTE DÉCADAS. Es posible que fuera un poco cruel cuando dije que Keith Richards se parecía a un mono con artritis, pero, en verdad, él había sido bastante maleducado conmigo, y solo me limité a devolvérsela. La única vez en que causé un verdadero problema fue cuando le conté a un dominical norteamericano llamado Parade que creía que Jesucristo seguramente habría sido un gay muy inteligente y súper compasivo. Es decir, nadie sabe nada en realidad sobre la vida personal de Jesucristo, y puedes extrapolar todo tipo de ideas de sus enseñanzas sobre el perdón y la empatía. Pero los pirados religiosos no se lo tomaron de esa manera: la mejor idea que parecían haber extrapolado de las enseñanzas de Jesucristo era que debes ir animando a la gente a matar a cualquiera que diga algo que no te gusta. Acabé con varios agentes de la policía de Atlanta durmiendo en mi habitación de invitados durante una semana. Había manifestantes delante del bloque de apartamentos con pancartas, en una de las cuales se leía: QUE SE MUERA ELTON JOHN. No es precisamente el tipo de cosas que te gustaría ver en la puerta de tu casa cuando vuelves por la noche. El tipo que llevaba la pancarta colgó un vídeo en YouTube en el que me amenazaba de muerte. Terminaron arrestándolo, y se acabaron las protestas.

Aun así, todavía creo que un mundo en el que a los artistas se les enseña a no decir nada que pueda molestar a alguien, y a mostrarse como personajes perfectos, es un mundo aburrido. Es más, también es una mentira. Los artistas no son perfectos. Nadie es perfecto. Por eso odio los documentales en los que las estrellas del rock aprovechan para lavar su imagen, contando qué clase de personas maravillosas son. La mayoría de las estrellas del rock pueden ser a veces terribles. Los músicos pueden ser fabulosos y encantadores y, a la vez, monstruosos y estúpidos, y eso era lo que quería mostrar en Tantrums and Tiaras.

No a todo el mundo le pareció una buena idea. George Michael, que vio parte del material montado, estaba escandalizado: no por lo que había visto —él ya sabía cómo era yo—, sino porque yo estaba decidido a hacerlo público. Creía que era un error gravísimo. John Reid dijo que él se apuntaba a la idea, pero luego se fue alejando discretamente, e intentó sabotear el proyecto. Después de que mi madre aceptara que la entrevistáramos, estuvo hablándole a mis espaldas y le dijo que no se involucrara porque aquello iría solo de sexo y drogas.

Eso me enfureció, pero no me importaba lo que pensaran los demás. Normalmente no me soporto si me veo en una pantalla, pero me gustó Tantrums and Tiaras, porque era auténtico. David y la productora Polly Steele me estuvieron siguiendo durante mi gira mundial de 1995 con unas pequeñas cámaras Hi-8, y la mayor parte del tiempo ni me acordaba de que me estaban grabando. Era divertidísimo: ahí estaba yo, amenazando a alguien de aquella manera tan ridícula, diciendo a gritos que nunca más iba a volver a Francia porque un fan me había saludado mientras jugaba al tenis, o que nunca volvería a rodar otro vídeo porque alguien había dejado mi ropa sin avisar en el asiento trasero de un coche. Ver aquello fue una catarsis, y creo que el impacto por verme así hizo que cambiara en mi manera de comportarme; bueno, eso y un montón de terapia. Todavía tengo mal genio —no puedes cambiar tu genética—, pero soy más consciente del desperdicio de energía que eso comporta, de lo estúpido que me siento una vez que me he tranquilizado, así que intento mantenerlo a raya: admito que con un éxito relativo, pero al menos me estoy esforzando.

De hecho, lo único de lo que me arrepiento con respecto a Tantrums and Tiaras es de la influencia que tuvo. En realidad, fue el origen de un nuevo género de telerrealidad en el que observas la vida de un famoso, o peor aún, la de alguien que se ha convertido en famoso por salir en un reality de televisión. Me refiero a que tener bajo tu conciencia Being Bobby Brown y The Anna Nicole Show no es exactamente la cosa más edificante. En algún sentido, puede que Las Kardashian haya sido, en el fondo, culpa mía, por lo que lo único que puedo hacer es arrodillarme ante la especie humana y rogar perdón.

 

 

Tantrums and Tiaras se publicó al final en 1997: David estaba regresando de una rueda de prensa en Pasadena para el estreno norteamericano cuando me enteré de que habían asesinado a Gianni Versace. Me había comprado una casa en Niza y Gianni tenía que volar hasta Francia para pasar unas vacaciones conmigo y con David a la semana siguiente —los billetes ya estaban comprados—, y entonces un asesino en serie le disparó a las afueras de su mansión en Miami: ya había matado a algunos hombres en Minnesota, Chicago y Nueva Jersey, y al parecer se había obsesionado con Gianni después de hablar un poco con él en un club nocturno hacía varios años, aunque no creo que nadie sepa de verdad si se llegaron a conocer o no.

Cuando John Reid me llamó por teléfono y me dijo lo que había pasado, me derrumbé por completo. Encendí la televisión del dormitorio y me quedé ahí, lloriqueando, mientras veía las noticias. Gianni había salido para hacer lo de siempre. Se compraba a diario toda la prensa internacional, todas las revistas. Había montañas apiladas por toda la casa, con notas en posits en todas ellas: ideas que le habían llamado la atención, cosas que creía que podrían funcionar, cosas que le parecían inspiradoras. Y ahora estaba muerto. Era como la muerte de John Lennon: no había ninguna explicación, no había nada en todo aquello que ayudara a comprenderlo, no había manera de racionalizarlo, ni siquiera un poco. Otro asesinato porque sí.

Su familia me pidió que actuara en su funeral, en el Duomo de Milán. Querían que cantara a dúo con Sting: una vez más, el salmo 23, la misma pieza que había cantado en la catedral de Sidney después de la muerte de John. El funeral fue un caos. Había paparazzi por todas partes, equipos de televisión y fotógrafos incluso dentro de la catedral. Era claustrofóbico pero, de una manera extraña, era también lo que hubiera querido Gianni. Le encantaba la publicidad, hasta el punto de que era lo único de su carácter que hacía que me subiera por las paredes. Podía ser que estuvieras con él de vacaciones en Cerdeña y, fueras donde fueras, el equipo de relaciones públicas de Gianni se había encargado de antemano de llamar a la prensa para darles el chivatazo. Le dije que aquello yo no lo soportaba, pero él no lo pillaba: «Ay, Elton, pero si les encantas, quieren sacarte una foto, es bonito, ¿no? Te quieren». En la catedral había dos oficiales —monseñores, o cardenales, o lo que fueran— que nos llamaron a Sting y a mí para hablar con la congregación y empezaron a cuestionar nuestra actuación en sí: creo que no querían que cantáramos porque no éramos católicos. Fue algo horrible, como si un profesor te arrastrara delante de toda la escuela reunida, pero en medio de un funeral en una iglesia llena de cámaras de televisión y flashes.

Al final nos permitieron cantar y comenzar la actuación, lo cual fue un milagro. Yo no podía parar de llorar. No creo que nunca haya visto a un ser humano con una mirada de dolor comparable a la de Allegra, la sobrina pequeña de Gianni. Cuando murió, ella tenía once años, y Gianni estaba prendado de la niña, hasta el punto de que le dejó su parte del negocio en su testamento. De algún modo, Allegra se siente culpable de su muerte, porque solía ir con él a recoger los periódicos cada mañana, pero el día que murió ella estaba en Roma con su madre. Creía que si hubiera estado con su tío, no lo habrían matado. Después de su muerte, desarrolló un trastorno alimentario. Desaparecía y se la encontraban escondida en algún armario de la casa, asida a la vieja ropa de Giorgio, prendas que conservaran su olor. Era horrible. Simplemente horrible.

De hecho, la familia Versace al completo se desmoronó tras la muerte de Gianni. Donatella siempre tuvo problemas con la cocaína. Todo el mundo lo sabía, menos Gianni. Era extraordinariamente ingenuo en lo relativo a las drogas. Ni siquiera bebía: si se tomaba una copa de vino, añadía Sprite y cubitos de hielo, lo que supongo que tiene un sabor lo bastante repugnante para alejarte de los misterios del alcohol para siempre. En las galas de Versace, siempre se iba pronto a la cama, y luego era cuando comenzaba la fiesta, bajo la batuta de Donatella. Se daba cuenta de que algo en ella no iba bien, pero no era capaz de averiguar qué. Recuerdo estar paseando por el jardín de Woodside con él, mientras decía: «No comprendo a mi hermana, un día está bien, al otro día está mal, su estado de ánimo cambia todo el rato, no lo entiendo». Le dije que era adicta a la cocaína, que yo había estado esnifando coca con ella muchas veces antes de que me desenganchara. No me podía creer, no tenía ni la más remota idea de cómo era su vida cuando él no estaba.

Pero después de su asesinato, Donatella se descontroló en su consumo de coca. Yo no la veía mucho —ella me evitaba porque sabía que yo reprendía su actitud—, pero entonces, una noche, apareció sin avisar en el camerino durante un concierto que estaba dando en Reggio Calabria, muy colocada. Mientras tocaba, ella se sentó a un lado del escenario llorando a mares. No dejó de llorar durante todo el concierto. O detestaba mi concierto, o era que estaba pidiendo ayuda.

Así que decidimos preparar una intervención. David y el publicista de ella, Jason Weisenfeld, se encargaron de todo, durante la fiesta del dieciocho cumpleaños de Allegra en el viejo apartamento de Gianni en Via Jesù. Yo estaba allí, con David, Jason y nuestra amiga Ingrid Sischy, acompañada por su pareja Sandy, todos esperando en aquella pequeña habitación. Donatella y Allegra entraron, ataviadas con unos vestidos largos increíblemente extravagantes y maravillosos de Atelier Versace, y se sentaron en un diván mientras todos íbamos hablando por turnos. El silencio era terrible. Nunca sabes lo que va a pasar durante una intervención: si la persona está convencida de que no tiene un problema y no quiere admitirlo, entonces se convierte en un desastre. De repente, Donatella habló.

—¡Mi vida es como tu vela al viento! —gritó de manera dramática—. ¡Me quiero morir!

La pusimos al teléfono para que hablara con una clínica de desintoxicación llamada The Meadows, en Scottsdale, Arizona. Solo pudimos oír su parte de la conversación, que fue extraordinaria.

—Sí, sí… Cocaína… Pastillas también… Ah, unas pocas pastillas de aquí, otras pocas pastillas de allí, y si eso no funciona, entonces junto todas las pastillas y me las tomo a la vez… Sí… De acuerdo, voy ahora mismo, pero con una condición: ¡Nada de comida grasienta!

Cuando pareció asegurarse de que la comida grasienta no constaba en el menú, se fue, aún enfundada en aquel vestido. Al día siguiente, recibimos una llamada de Jason Weisenfeld, que nos contó que había sido admitida en la clínica. Al parecer, la norma de la institución que establecía que los pacientes residentes no podían llevar maquillaje había causado un pequeño conflicto, y hubo un poco de alboroto cuando Donatella se dio cuenta de que se había olvidado llevarse el desodorante, pero, por otro lado, ella estaba bien: completó el programa y se desenganchó. Felicitamos a Jason por haberlo conseguido.

—Sí —dijo él con voz triste—. Ahora lo que tengo que hacer es ir por todo Scottsdale a ver si encuentro un puto desodorante Chanel.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page