Yo

Yo


Capítulo 14

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Conocí a Diana en 1981, justo antes de que contrajera matrimonio con el príncipe Carlos. Fue en la fiesta del vigésimo primer cumpleaños del príncipe Andrés en el castillo de Windsor; Ray Cooper y yo teníamos que encargarnos de entretener a los invitados. Fue una velada muy surrealista. Los exteriores del castillo estaban iluminados con luces psicodélicas, y antes de nuestra actuación, la diversión en la sala de baile corría a cargo de una disco móvil. Como la Reina estaba por allí, nadie quería ofender de ninguna manera la sensibilidad regia, y el volumen del sonido de la disco estaba todo lo bajo que se podía sin que llegara a estar apagado. Podías incluso oír el sonido de tus pasos por la sala superpuesto a la música.

La princesa Ana me pidió que bailara con ella «Hound Dog», de Elvis Presley. Bueno, lo de bailar es un decir: acabé arrastrando los pies de forma incómoda, intentando hacer el mínimo ruido posible para no ahogar la música. Si aguzabas el oído y te concentrabas al máximo, podías incluso adivinar que, después de Elvis, el DJ había puesto «Rock Around The Clock». Entonces apareció la Reina, con su bolso colgado del brazo. Se nos acercó y preguntó si podía unirse a nosotros. Así que ahora estaba intentando bailar de la manera más inaudible posible con la princesa Ana y la Reina —que aún sujetaba el bolso— en lo que parecía ser la discoteca más silenciosa en la que había sonado Bill Haley. Por extraño que parezca, me recordó a cuando The Band entraban en mi camerino o Brian Wilson cantaba repetidamente el estribillo de «Your Song» cuando fui por primera vez a Estados Unidos. Habían pasado once años, mi vida había cambiado hasta volverse irreconocible, y ahí estaba, intentando comportarme como fuera de manera normal, mientras todo el mundo a mi alrededor parecía haberse vuelto loco.

Y así fue mi interacción con la familia real. Siempre me han parecido una gente divertida e increíblemente encantadora. Sé que la imagen pública de la Reina no transmite lo que se dice una frivolidad salvaje, y creo que eso tiene mucho que ver con la razón de ser de su trabajo. Mi di cuenta cuando recibí la Orden del Imperio británico y luego me nombraron caballero. Ella tiene que pasarse dos horas y media entregando cosas, mantener breves conversaciones con doscientas personas, una detrás de otra. Cualquiera se sentiría bajo mucha presión si estuviera en su posición, y tuviera que preparar una larga lista de frases ingeniosas. Ella simplemente te pregunta si tienes mucho trabajo, le dices: «Sí, señora», ella te dice: «Me alegro», y sigue adelante. Pero en privado puede llegar a ser muy divertida. En otra fiesta, vi cómo se acercaba al vizconde Linley y le pedía que vigilara a su hermana, que había caído enferma y se había retirado a sus aposentos. Cuando él intentó repetidamente mandarle a paseo, la Reina le dio bofetadas suaves en la cara mientras le decía: «No —paf— discutas —paf— conmigo —paf—, yo soy —paf— ¡la Reina!». Parece que aquello funcionó. Cuando el vizconde se fue, la Reina vio cómo la miraba yo, me guiñó un ojo y se marchó.

Aun así, da igual lo divertida o lo normal que pueda parecer la familia real, si se quejaban de la mano de pintura de mi Aston Martin o si me preguntaban si consumía coca antes de salir al escenario, o si me guiñaban un ojo después de abofetear a un sobrino en la cara, siempre llegaba un momento, de manera inevitable, en que me encontraba un poco fuera de lugar, y en el que pensaba: «Esto es súper raro. Soy un músico que proviene de una vivienda de alquiler subvencionado en Pinner Road; ¿qué hago aquí?». Pero con Diana no era así. A pesar de su estatus y su abolengo, estaba bendecida con una capacidad increíble de socializar, con la habilidad de hablar con quien fuera, de parecer normal, de hacer que la gente se sintiera cómoda en su compañía. Sus hijos han heredado esa capacidad, sobre todo el príncipe Enrique: es exactamente igual que su madre, no está interesado en ninguna clase de formalismos o grandeza. Aquella famosa foto suya sosteniendo la mano de un enfermo de sida en el hospital Middlesex de Londres: esa era Diana. No creo que tuviera intención de señalar nada, aunque es evidente que lo hizo: en ese momento, cambió la percepción pública del sida para siempre. Simplemente había conocido a alguien que está sufriendo, muriendo, en plena agonía: ¿por qué no iba a acercarse y tocarlo? Es lo natural, es un impulso humano, el de intentar consolar a los demás.

Aquella noche de 1981, ella llegó a la pista de baile y conectamos de inmediato. Terminamos fingiendo que bailábamos un charlestón mientras abucheábamos por lo flojo que estaba el sonido de la disco. Era una acompañante fabulosa, la mejor invitada a una cena, increíblemente indiscreta, siempre cuchicheando: podías preguntarle lo que fuera, y te contestaba. Lo único peculiar en ella era cómo le hablaba al príncipe Carlos. Nunca lo mencionaba por su nombre, siempre era «mi marido», nunca «Carlos», y jamás le dedicó un apelativo cariñoso. Parecía muy distante, fría y formal, lo que resultaba muy extraño, porque si una cosa no era Diana era formal: siempre se mostraba incrédula ante lo estirados y correctos que podían llegar a ser otros miembros de la familia real.

Pero si Diana me había dejado boquiabierto, eso no era nada comparado con el efecto que podía tener en los hombres hetero. Parecían perder por completo la cabeza en su presencia: se quedaban totalmente hechizados. Cuando estaba haciendo El rey león, Jeffrey Katzenberg, el máximo responsable de Disney, viajó a Inglaterra y organizamos una fiesta en Woodside para él y su esposa, Marylin. Le pregunté si había alguien en Gran Bretaña a quien quisiera mucho conocer y, sin dudarlo me dijo que a «la princesa Diana». Así que la invitamos, y también a George Michael, a Richard Curtis y a su esposa, Emma Freud, a Richard Gere y a Sylvester Stallone, que en ese momento estaban en el país. Y tuvo lugar una escena peculiar. Nada más empezar, Richard Gere y Diana parecieron conectar. En ese momento, ella ya se había separado del príncipe Carlos, y Richard había roto con Cindy Crawford; terminaron sentados juntos en el suelo, frente a la chimenea, enfrascados en una conversación absorbente. Mientras el resto seguíamos hablando, no pude evitar darme cuenta de un ligero cambio en la atmósfera de la sala. A juzgar por las miradas que les dirigía todo el rato, parecía que a Sylvester Stallone no le estaba sentando bien la perspectiva de una floreciente amistad entre Diana y Richard Gere. Creo que si había asistido a la cena había sido con la expresa intención de ligarse a Diana, y se encontró con que sus planes se habían frustrado de manera inesperada.

Llegó el momento de servir la cena. Nos trasladamos al comedor y nos sentamos a la mesa. O al menos eso hicimos casi todos. No había rastro de Richard Gere ni de Sylvester Stallone. Esperamos. Seguíamos sin saber de ellos. Al final, le pedí a David que fuera a buscarlos. Volvió con los dos, pero con el rostro blanco como el papel.

—Elton —balbuceó—. Tenemos un… problema.

Resultaba que cuando David se los encontró, Sylvester Stallone y Richard Gere estaban en el pasillo, encarados el uno al otro, al parecer a punto de resolver a puñetazo limpio sus diferencias en lo referente a Diana. David consiguió que la cosa se calmara fingiendo que no se había dado cuenta de lo que estaba pasando («¡Hola, chicos! ¡Ya está la cena!»), pero estaba claro que a Sylvester no le estaba gustando aquello. Después de cenar, Diana y Richard Gere retomaron su lugar frente al fuego y Sylvester se fue a casa desquiciado.

—No habría venido —se quejó mientras David y yo le mostrábamos la puerta— de haber sabido que el puto príncipe azul iba a estar aquí. —Y añadió—: Si la quisiera de verdad, ya la tendría.

Nos aguantamos hasta que su coche se hubo perdido de vista y empezamos a reírnos. De regreso en el salón, Diana y Richard Gere seguían mirándose como en estado de trance. Ella parecía completamente serena. Es posible que no se hubiera dado cuenta de lo que había pasado. O igual es que ese tipo de cosas le pasaban todo el tiempo y ya estaba acostumbrada. Después de su muerte, la gente empezó a hablar de algo llamado el Efecto Diana, que se refería a esa forma que tenía de cambiar la percepción pública hacia la familia real, el sida, la bulimia, la salud mental o lo que fuera. Pero siempre que oigo esa expresión, pienso en aquella noche. Sin duda, había otro tipo de Efecto Diana: ese que podía hacer que las grandes estrellas de Hollywood estuvieran a punto de darse de hostias por su culpa en una cena, como un par de tontos adolescentes enamorados.

Fue una amiga muy querida durante años, y luego, de manera inesperada, nos distanciamos. El motivo fue un libro que recopiló Gianni Versace titulado Rock and Royalty. Era una colección de retratos hechos por grandes fotógrafos: Richard Avedon, Cecil Beaton, Herb Ritts, Irving Penn y Robert Mapplethorpe. Los beneficios iban a destinarse a la Fundación contra el Sida, y ella aceptó escribir un prólogo. Y luego se echó atrás. Supongo que en Buckingham Palace no gustó la idea de que un miembro de la familia real tuviera algo que ver con un libro en el que aparecían imágenes de tipos desnudos con una toalla en la cintura. Así que Diana retiró su prólogo en el último momento. Dijo que no sabía cuál era el contenido del libro, pero eso no era verdad: Gianni le había enseñado todo el material y ella le dijo que le encantaba. Le escribí de nuevo, la llamé y le grité, le dije que aquel libro le había costado mucho dinero a la Fundación contra el Sida, le recordé que ella ya lo había visto. La carta que recibí era muy formal y severa: «Estimado señor John…». Y aquello pareció ser el final de todo. Estaba enfadado con ella, pero también preocupado. Parecía estar perdiendo contacto con todos sus amigos más cercanos, los que la trataban de manera sincera y le decían la verdad, o los que la escuchaban y negaban con la cabeza cada vez que salía con una de las muchas teorías de la conspiración que había desarrollado sobre la familia real desde que se divorció. Sabía por experiencia personal que aquella situación no era la más saludable.

No volví a hablar con ella hasta el día en que asesinaron a Gianni. Ella fue la primera persona en llamarme después de que John Reid me avisara de que estaba muerto. Ni siquiera sé cómo consiguió mi número, pues no hacía mucho que había comprado la casa de Niza. Ella también estaba en la costa, en St-Tropez, en el yate de Dodi Fayed. Me preguntó cómo estaba, si había hablado con Donatella. Y entonces me dijo: «Lo siento muchísimo. Ha sido un distanciamiento estúpido. Volvamos a ser amigos».

Vino con nosotros al funeral, y su aspecto era increíble: bronceada tras sus vacaciones, con un collar de perlas. Seguía siendo la misma persona cálida, atenta y cariñosa de siempre. Cuando entró, los paparazzi que había en la iglesia se volvieron locos: era como si hubiera llegado la mayor estrella del mundo, que imagino que sería algo así. No dejaron de fotografiarla durante todo el oficio, aunque debo decir que la foto famosa que se publicó en la que supuestamente estaba consolándome —en la que se acerca a mí y me habla, mientras yo tengo la vista empañada y la miro con dolor— corresponde a otro momento del funeral en el que ella no estaba haciendo nada parecido a eso. La pillaron justo cuando se estaba inclinando a mi lado para coger un caramelo de menta que le estaba ofreciendo David. Las cálidas palabras de consuelo que salieron de su boca en ese momento exacto fueron: «Dios mío, necesito un caramelo».

Más tarde le escribí, dándole las gracias, y me respondió ofreciéndose para ser patrona de la Fundación contra el Sida y preguntándome si me gustaría implicarme en su asociación benéfica contra las minas antipersona. Teníamos que reunirnos la próxima vez que estuviéramos los dos en Londres para comer y hablar de todo eso. Pero no hubo una próxima vez.

 

 

Un par de días después de su muerte, recibí una llamada de Richard Branson. Me dijo que cuando la gente firmaba el libro de condolencias en el palacio de St. James, muchos escribían citas extraídas de la letra de «Candle In The Wind». Al parecer, la estaban poniendo mucho en la radio británica por entonces: las emisoras habían cambiado su formato musical habitual y estaban emitiendo mucha música que sonara triste, para reflejar el estado de ánimo general. Luego me preguntó si podía prepararme para reescribir la letra y cantarla en el funeral. No me lo esperaba. Creo que la familia Spencer había hablado con Richard porque tenían la sensación de que el funeral tenía que ser algo con lo que la gente pudiera conectar: no querían un acontecimiento real severo y distante, lleno de pompa y protocolo, pues aquello no habría encajado en absoluto con la forma de ser de Diana.

Así que llamé a Bernie. Me pareció que iba a ser un encargo muy duro para él. No solo era que lo que escribiera se emitiría en directo para miles de millones de personas, literalmente —era evidente que el funeral sería un gran acontecimiento televisivo a escala mundial—, sino que tenían que estudiarlo tanto la familia real como la Iglesia de Inglaterra. Pero se comportó de manera fantástica: se comportó como si escribir una canción que tuvieran que repasar antes la Reina y el arzobispo de Canterbury fuera su trabajo habitual. Me envió la letra por fax a la mañana siguiente, se la mandé por fax a Richard Branson, y la letra gustó.

Aun así, cuando fui a ensayar a la abadía de Westminster el día antes del funeral, no tenía ni idea de lo que podía pasar. En mi cabeza aún estaba el recuerdo del funeral en honor de Gianni, y el hecho de que los representantes de la iglesia opinaran que no era apropiado que yo actuara allí. Y lo que había hecho era únicamente cantar un salmo en una ceremonia privada, nada que ver con cantar una canción rock en un funeral de Estado. ¿Y si la gente tampoco quería que yo estuviera allí?

Pero la cosa no pudo ser más distinta. El arzobispo de Canterbury fue increíblemente amable y me dio todo su apoyo. Reinaba un ambiente de auténtica camaradería, de que todos teníamos que poner algo de nuestra parte para sacar aquello adelante. Insistí en que debía tener un teleprompter delante del piano con la nueva letra de Bernie. Hasta ese momento, había estado en contra de usarlo. En parte, porque parecía la antítesis del espíritu espontáneo del rock and roll —estoy convencido de que Little Richard no leía las letras de una pantalla cuando grabó «Long Tall Sally»—, y en parte también porque pensé: «Venga, haz bien tu trabajo. En realidad tienes que hacer tres cosas en el escenario: cantar la canción, tocar las notas correctas y acordarte de las palabras. Si solo eres capaz de hacer bien dos de ellas, lo mejor será que te busques otro trabajo», y por eso no me gustan los artistas que hacen playback en el escenario. Pero en esta ocasión me pareció que podía flexibilizar las normas un poco. Era una experiencia absolutamente única, nunca habría otra igual. En cierto modo, me parecía que iba a ser el concierto más importante de mi vida; durante cuatro minutos, iba a ser literalmente el foco de atención del mundo entero, y a la vez no se trataba de Elton John, yo no era el protagonista. Era algo muy raro.

Todo lo raro que iba a ser me quedó claro cuando llegamos al día siguiente a la abadía de Westminster. David y yo acudimos con George Michael; fue mucho antes de que nos distanciáramos por culpa de sus problemas con las drogas. Me había llamado para preguntarme si podíamos ir juntos al funeral. Nos mantuvimos sentados en silencio durante el trayecto en coche: George estaba demasiado afectado para poder hablar, no hubo conversación, nada. El sitio estaba lleno de gente conocida: Donatella Versace estaba allí, David Frost, Tom Cruise y Nicole Kidman, Tom Hanks y Rita Wilson. Todo me parecía un poco surrealista, como si fuera un sueño mío, en vez de algo que estaba sucediendo en la vida real. Nos sentamos en el sanctasanctórum de la iglesia, justo cuando llegó la familia real. Guillermo y Enrique parecían completamente conmocionados. Tenían quince y doce años, y me dio la impresión de que el trato que recibieron aquel día fue inhumano. Los obligaron a caminar por las calles de Londres detrás del ataúd materno, les pidieron que no mostraran ninguna emoción y que mantuvieran la cabeza alta. Fue una manera horrible de tratar a dos niños que acababan de perder a su madre.

Pero eso apenas me afectó. No es que estuviera más nervioso que otras veces. Mentiría si dijera que nunca se me pasó por la cabeza que me iban a ver dos 2.000 millones de personas, pero al menos iba a tocar mirando a la parte de la iglesia en la que estaban todos los representantes de las asociaciones benéficas a las que Diana había dado su apoyo, así que ahí también había amigos de la Fundación Elton John contra el Sida: Robert Key, Anne Aslett y James Locke. El miedo escénico que sentía era de otro tipo más específico: ¿qué pasaría si ponía el piloto automático y cantaba la versión equivocada? Había tocado «Candle In The Wind» en cientos de ocasiones. Así que entraba dentro de lo posible que me dejara llevar durante la actuación, me olvidara por completo del teleprompter y empezara a cantar la letra original. ¿Cuán terrible sería si pasaba eso? Sería espantoso. Puede que la gente hubiera estado citando versos de la canción en el libro de condolencias del palacio de St. James, pero una buena parte de la letra era completamente inapropiada para la ocasión. Lo iba a pasar muy mal intentando justificar que había cantado algo sobre el encuentro del cadáver desnudo de Marilyn Monroe o sobre sentimientos que a veces iban más allá de lo sexual en un funeral de Estado, delante de una audiencia global de 2.000 millones de personas, o la que hubiera al final.

Y entonces me sucedió algo extraño. Me visualicé lejos del funeral, pensando en un incidente de unos años atrás, durante mi primera gira por Estados Unidos. Me habían contratado para aparecer en The Andy Williams Show con Mama Cass Elliot, de The Mamas and The Papas, y con Ray Charles. Cuando llegué, los productores me informaron alegremente de que no íbamos a actuar en el mismo programa, sino que íbamos a hacerlo todos juntos. Les pareció que sería una agradable sorpresa para mí, que me encantaría. Y les pareció mal: Mama Cass, bien, Andy Williams, bien, pero… ¿Ray Charles? ¿Qué broma es esta? ¡Ray Charles! ¡Brother Ray! ¡El Genio! Un artista con el que me había pasado horas fantaseando cuando era niño, escondido en mi habitación con mi colección de discos, imitando lo que sería tocar su Ray Charles at Newport Live. Y ahora un idiota había pensado que sería una idea maravillosa que saliera en la televisión nacional cantando conmigo, como si un cantautor inglés desconocido por completo fuera un buen complemento musical para el hombre que había inventado prácticamente en solitario el soul. Si no era la peor idea del mundo, al menos sonaba tan mal que en realidad no había ninguna diferencia. Y yo no podía hacer nada. Mi carrera estaba empezando, era mi primera aparición en la televisión de Estados Unidos. No estaba en la posición de contrariar a unos ejecutivos de televisión norteamericanos poniendo las cosas difíciles. Así que lo hice. Salí y canté «Heaven Help Us All» con Ray Charles: él tocaba un piano blanco y yo un piano negro. Quedó perfecto. Ray Charles estuvo afable, me animó y me trató con amabilidad —«¡Hola, querido, ¿cómo estás?»—, como suelen ser aquellos artistas que no tienen nada que demostrar.

Aquello me enseñó algo importante. A veces tienes que lanzarte, incluso si allí donde te lanzas está demasiado lejos de lo que sabes hacer. Es como profundizar en ti mismo, olvidarte de cualquier emoción que tengas o puedas llegar a tener: «No, yo soy un artista. Esto es lo que hago. A por ello».

Así que fui a por ello. No recuerdo mucho de la actuación en sí misma, pero sí recuerdo el aplauso cuando acabé. Parecía como si empezara fuera de la abadía de Westminster e irrumpiera luego en la iglesia, e imagino que eso era lo que la familia de Diana quería conseguir cuando me pidieron que cantara: conectar con la gente de fuera. Después del funeral, me fui directamente a los estudios Townhouse en Shepherd’s Bush, donde me estaba esperando George Martin: iban a publicar una nueva versión de «Candle In The Wind» en formato single para recaudar dinero para un fondo benéfico a nombre de Diana. La canté dos veces, de una toma, con el piano, y me fui a casa, dejando que George Martin mezclara por encima un cuarteto de cuerda. Cuando volví a Woodside, David estaba de pie en la cocina, viendo la emisión por televisión. La comitiva funeraria había llegado a la M1: la gente estaba arrojando flores desde los puentes al paso del coche fúnebre de Diana por la autopista. Entonces por fin me vine abajo. No había sido capaz de mostrar una sola emoción en todo el día. Tenía que hacer un trabajo, y lo que sentía por la muerte de Diana podría haber interferido en mi habilidad para llevarlo a cabo; yo no era el protagonista del funeral, era ella. Así que, hasta llegado a ese punto, no podía permitirme ninguna perturbación.

La reacción ante el single fue una locura. La gente hacía cola en las tiendas de discos, y cuando entraba, cogía los discos a manos llenas y los compraba. Hubo toda clase de estadísticas absurdas relacionadas con aquello. En cierto momento, se dijo que se vendían seis copias por segundo, o que era el single jamás publicado que se había vendido más rápido, o que había sido el single más vendido en toda la historia en Finlandia. Me dieron premios por las ventas en los lugares más insospechados: Indonesia, Oriente Próximo. Y seguía vendiendo. Fue número uno en Estados Unidos durante catorce semanas. Estuvo en el top veinte de Canadá durante tres años. Una parte de mí no podía entender todo aquello: ¿qué hacía que la gente quisiera escucharla? ¿En qué circunstancias la escuchaban? Yo no lo hacía nunca. La toqué tres veces —una en el funeral y dos en el estudio—, la escuché de nuevo una vez para dar luz verde a la mezcla y ya está: nunca más. Imagino que la gente compraba el single para contribuir económicamente a la asociación benéfica, lo cual estaba muy bien, aunque una buena parte de los 38 millones de libras que recaudó se terminaron desperdiciando.

La asociación benéfica se involucró en la defensa de Diana contra gente que estaba haciendo uso de su imagen en merchandising —platos, muñecas y camisetas—, y el dinero empezó a gastarse en las minutas de los abogados. Perdieron un litigio contra una compañía norteamericana llamada Franklin Mint, y tuvieron que indemnizarla con varios millones, llegando a un acuerdo fuera de los juzgados por un caso de acusación malintencionada. Cualesquiera que fueran los aspectos buenos y malos de aquella situación, me pareció que les hacía quedar mal, como si estuvieran más interesados en utilizar el dinero recaudado en luchar contra las marcas que en eliminar minas antipersona o ayudar a mujeres desprotegidas, o cualquier otra labor que llevaran a cabo.

Al final, llegó un momento en que me empecé a sentir muy incómodo con la repercusión de aquel single benéfico. Su éxito implicaba que hubiera imágenes del funeral de Diana semana tras semana en Top of the Pops. Me parecía como si la gente se estuviera regodeando en su muerte, como si el duelo por ella se les hubiera ido de las manos y se negaran a seguir adelante. Me parecía algo insano; morboso y antinatural. Estoy seguro de que eso no es lo que Diana hubiera querido. En mi opinión, los medios habían pasado de reflejar el estado de ánimo popular a avivarlo de manera deliberada, porque eso ayudaba a vender periódicos.

Se estaba convirtiendo en algo ridículo, y yo no quería contribuir a prolongarlo más. Así que, cuando Oprah Winfrey me pidió que fuera a su programa de entrevistas en Estados Unidos para hablar sobre el funeral, dije que no. Tampoco dejé que se incluyera la versión del funeral de «Candle In The Wind» en un CD benéfico que se publicó para conmemorar su muerte. Nunca ha aparecido en ningún recopilatorio de grandes éxitos que yo haya publicado, y nunca se ha reeditado.

Incluso dejé de cantar en directo la versión original de «Candle In The Wind» durante algunos años: di por hecho que la gente necesitaba dejar de escucharla por un tiempo. Cuando volví a salir de gira aquel otoño, me mantuve al margen de todo, y recordé a Gianni y a Diana cantando una canción titulada «Sand And Water», de un álbum de la compositora Beth Nielsen Chapman que se había publicado el día que asesinaron a Gianni. Aquel disco lo escuché una y otra vez en Niza: «I will see you in the light of a thousand suns, I will hear you in the sound of the waves, I will know you when I come, as we all will come, through the doors beyond the grave» [«Te veré en la luz de mil soles, te escucharé en el rumor de las olas, te reconoceré cuando pase, como todos pasaremos, a través de las puertas más allá de la tumba»]. Siempre intenté evitar el asunto con los periodistas: al fanático de las listas de éxitos que llevo dentro le encantaba el hecho de haber grabado el single más vendido desde que se empezaron a hacer listas, pero las circunstancias que lo rodeaban hacían que no quisiera pensar en ello. Cuando llegó el vigésimo aniversario de la muerte de Diana, di una entrevista, sobre su trabajo contra el sida, porque el príncipe Enrique me lo pidió personalmente.

Quizá haya algo personal que va unido a mis sentimientos sobre el single. Había sido un verano extraño y horrible. Desde el momento en que murió Gianni, sentía como si el mundo se hubiera salido de su eje y se hubiera vuelto loco: su asesinato, el funeral, la reconciliación con Diana, las semanas en la casa de Francia cuidando de la pareja de Gianni, Antonio, la muerte de Diana, su funeral, la locura alrededor de «Candle In The Wind». No es que quisiera olvidarlo todo; simplemente quería que mi vida volviera a ser algo que reconociera como normal. Así que volví al trabajo. Me fui de gira. Vendí buena parte de mi ropa para la Fundación contra el Sida en una gala llamada «Salir del Armario». Grabé una canción para la serie de dibujos animados South Park, que era lo que me parecía que estaría lo más alejado posible de cantar «Candle In The Wind» en un funeral de Estado. Empecé a entablar conversaciones para organizar una gira junto a Tina Turner, una idea que no tardó en convertirse en un desastre. Mientras estábamos en la fase de planificación, ella me llamó a casa, aparentemente con la expresa intención de decirme que yo era terrible en todo y en qué medida tenía yo que cambiar antes de plantearse trabajar conmigo. No le gustaba mi pelo, no le gustaba el color de mi piano —que, por la razón que fuera, tenía que ser blanco— y no le gustaba mi ropa.

—Llevas demasiadas cosas de Versace, y te hace parecer más gordo; tienes que vestir de Armani —me soltó.

Podía oír cómo, ante esa idea, el pobre Gianni se revolvía en su tumba: las casas de Versace y Armani se odiaban cordialmente. Armani decía que Versace hacía ropa realmente vulgar, y Gianni opinaba que Armani era increíblemente desvaído y aburrido. Colgué el teléfono y rompí a llorar:

—¡Sonaba como si fuera mi puta madre! —le grité a David.

Me gustaría pensar que, con los años, yo estaba más curtido, pero escuchar a una de las más grandes artistas de todos los tiempos (una artista con la que deseaba colaborar) explicándome con todo detalle lo mucho que detestaba todo lo que me rodeaba fue una experiencia deprimente.

No era la mejor manera de comenzar una relación laboral, pero, por increíble que parezca, nuestra relación laboral fue a peor. Acordé actuar con ella en una gran gala llamada VH1 Divas Live: íbamos a hacer «Proud Mary» y «The Bitch Is Back». Mi banda partió para ensayar dos días antes que yo, a fin de empezar a captar lo que era trabajar con una cantante diferente. Cuando llegué, fui recibido no por la grata visión de un conjunto de músicos bien avenidos alrededor del lenguaje común de la música, sino por la noticia de que si salía de gira con Tina Turner, nadie en mi banda tendría la intención de venir conmigo, basándose en que Tina Turner era «una puta pesadilla». Les pregunté dónde radicaba el problema.

—Ya lo verás —musitó Davey Johnstone de manera que no auguraba nada bueno.

Tenía razón. Tina nunca se dirigía a los músicos por su nombre; simplemente los señalaba con el dedo y bramaba: «Eh, tú» cuando quería reclamar su atención. Empezamos a tocar «Proud Mary». Sonaba muy bien. Tina detuvo la canción, con cara agria.

—¡Eres tú! —gritó, señalando a mi bajista, Bob Birch—. Lo estás haciendo mal.

Él le aseguró que no era culpa suya y empezamos a tocar de nuevo. Una vez más, Tina nos pidió a gritos que parásemos. Esta vez se suponía que la culpa era de mi batería, Curt. Todo esto se repitió durante un rato, empezábamos y cortábamos cada treinta segundos, y cada miembro de la banda recibió la acusación, por turnos, de estar estropeándolo todo, hasta que Tina descubrió cuál era el origen real del problema. Esta vez, su dedo apuntaba hacia mí.

—¡Eres tú! ¡La estás tocando mal!

¿A qué se refería?

—La estás tocando mal —me acusó—. No sabes tocar esta canción.

El debate que siguió a continuación acerca de si yo sabía o no sabía tocar «Proud Mary» subió de tono muy rápidamente, antes de que lo diera por concluido diciéndole a Tina Turner que se metiera su puta canción por el culo y nos piráramos de allí. Me senté en el camerino echando pestes y preguntándome qué mosca le había picado. He echado un montón de broncas en mi vida, pero hay unos límites: hay una regla no escrita que dice que los músicos no tratan a los compañeros músicos como si fueran mierda. Quizá fuera inseguridad por su parte. Al principio de su carrera había recibido un trato humillante, durante años había sufrido plagios, palizas y presiones. Quizá aquello hubiera afectado a su manera de comportarse con los demás. Fui hasta su camerino y le pedí perdón.

Me dijo que el problema era que yo improvisaba demasiado, que no paraba de añadir pequeñas escalas a lo largo del teclado. Yo siempre he tocado así, desde los primeros días de la Elton John Band, cuando alterábamos e improvisábamos las canciones en directo, según donde nos llevara nuestro estado de ánimo. Eso es parte de lo que me gusta de tocar en directo: la música siempre es como un fluido, no está grabada en piedra, siempre hay espacio para maniobrar, unos músicos tocan canciones de otros y eso hace que las cosas siempre suenen nuevas. No hay nada mejor en un directo que escuchar a alguien de tu banda que hace algo inesperado y que suena fantástico en ese momento. Cruzas una mirada, asientes y te ríes; de eso se trata. Pero Tina no opinaba igual. Todo tenía que ser exactamente igual cada vez, se ensayaba hasta el movimiento más imperceptible. Aquello implicaba que la gira conjunta no podría funcionar, aunque hicimos las paces al cabo de un tiempo: vino a cenar a Niza, y dejó un enorme beso de pintalabios en el libro de invitados.

En su lugar, organicé otra serie de fechas en directo con Billy Joel. Habíamos ido de gira juntos desde principios de los años noventa: los dos en el escenario a la vez, tocando las canciones del otro. Me pareció que era una idea fantástica. Los dos éramos pianistas, había una semejanza en nuestra manera de entender la música, aunque Billy es un típico músico estadounidense, un compositor al estilo de la Costa Este, al estilo de Lou Reed o Paul Simon. Todos ellos son muy diferentes, pero percibías que eran de Nueva York incluso sin saber nada sobre ellos. Tocamos juntos durante años, aunque la cosa acabó mal, porque Billy tenía muchos problemas personales por entonces, el mayor de los cuales era el alcohol. Solía tomarse la medicación para una infección de tórax junto con el licor en su camerino, y luego se quedaba dormido en el escenario hacia la mitad de «Piano Man». Luego se desperezaba, saludaba al público y regresaba de inmediato al bar del hotel, donde se quedaba hasta las cinco de la madrugada. Llegó un momento en que le sugerí que necesitaba el mismo tipo de ayuda que había recibido yo, lo que no redundó en mi popularidad. Me dijo que no lo juzgara, pero de verdad que no era lo que yo intentaba hacer. Simplemente, no soportaba ver a un tipo majo como él haciendo aquello por más tiempo. Pero ahora estábamos en el futuro. Al principio, las giras con Billy eran geniales: eran diferentes, te divertías tocando, al público le encantaba y tuvieron mucho éxito.

Así que estaba metido en un montón de cosas, las suficientes para hacerme creer que la locura del verano ya había quedado atrás. Lo que pasa es que el resto del mundo no parecía dejar de estar loco. En la siguiente ocasión en que fuimos a Milán, percibí que allí a donde iba, la gente en la calle se alejaba de mí. Cuando me veían, las mujeres se santiguaban y los hombres se agarraban la entrepierna. Por mi relación con Gianni y Diana, pensaban que estaba maldito, como si me hubieran echado mal de ojo o algo. No me hubieran recibido peor si me hubiera presentado envuelto en un sudario y con una guadaña en la mano.

Y entonces, como si ya no fuera suficiente locura que un montón de italianos se comportaran como si yo fuera el ángel exterminador, sucedió algo absolutamente demencial. Yo estaba en Australia, donde había empezado la gira con Billy Joel en marzo de 1998, cuando recibí una llamada de David, que se hallaba en Woodside. Me dijo que las chicas que nos hacían cada año los arreglos florales de la casa le habían llamado para decirle que no podían trabajar más con nosotros porque llevaban año y medio sin cobrar. Había llamado a la oficina de John Reid para averiguar qué estaba pasando y le dijeron que no habían pagado a las floristas porque no había dinero para tal cosa. Al parecer, yo estaba arruinado.

 

 

Aquello no tenía ningún sentido. La postura oficial de John Reid y la de su despacho era que me lo había gastado todo, y más de lo que tenía. Que nadie me malinterprete, sé exactamente cómo soy, y está claro que nadie diría de mí que soy la personificación de la frugalidad y del ahorro en el hogar (bueno, con la única excepción, posiblemente, de Gianni). Yo gastaba mucho dinero —tenía cuatro caballos, personal a mi cargo, coches, compraba obras de arte, porcelanas y ropa de diseño—, y a veces recibía una carta de mis contables más severos diciéndome que redujera gastos, que siempre ignoraba. Pero incluso así, no entendía cómo podía estar gastando más dinero del que ingresaba. Nunca había dejado de trabajar. Actuaba sin parar, las giras eran largas, unos cien o ciento cincuenta conciertos en los recintos más grandes en los que se podía tocar, y siempre se agotaban las entradas. Mis últimos discos habían sido platino en todo el mundo, y había un flujo constante de publicación de recopilaciones, que se vendían tan bien que no paraba de preguntarme quién estaría comprándolas. Me parecía inconcebible que alguien a quien le gustara «Your Song» o «Bennie And The Jets» no las tuviera ya. La banda sonora de El rey león había vendido 16 millones de copias, la película había recaudado cerca de 1.000 millones de dólares, el musical estaba batiendo récords de taquilla en Broadway.

Me daba la sensación de que algo no iba bien, pero no tenía ni idea de qué sería. En verdad digo que el dinero no me interesaba tanto. He tenido una suerte increíble y he ganado muchísimo, pero ganar muchísimo nunca fue una motivación para mí. Como es evidente, mentiría si dijera que no disfrutaba de los frutos de mi éxito, pero la mecánica según la cual ganaba el dinero no me interesaba en absoluto: si me hubiera interesado, me habría apuntado a una academia de contabilidad en vez de unirme a Bluesology. Lo único que quería era tocar y grabar discos. Era competitivo, siempre estaba preguntando cuántos discos o entradas había vendido, y revisaba mis clasificaciones en las listas como un halcón, pero nunca pregunté cuánto dinero había ganado, nunca quise examinar a fondo los contratos y los ingresos por regalías. Nunca he evadido impuestos: soy británico y vivo principalmente en Gran Bretaña. No juzgo a nadie que los haya evadido, pero yo no le veo la razón de ser. Puede que te ahorres dinero, pero no creo que eso resulte de gran importancia o de consuelo cuando eches la vista atrás y te des cuenta de que te has pasado la mitad de tu vida en algún lugar de Suiza, sintiéndote mal, rodeado de otros evasores de impuestos que tampoco quieren estar allí. Y con respecto a lo creativo, me gusta estar donde suceden cosas musicales, y ese lugar no es Mónaco. Estoy seguro de que hay muchos aspectos recomendables en el principado, pero ¿cuándo fue la última vez que escuchasteis a una nueva banda buenísima de Montecarlo?

Además, no necesitaba estar al tanto de mis finanzas. En lo que a mí respecta, ese era el trabajo que John Reid hacía por mí. Era la base del nuevo trato de representación que habíamos hecho en St-Tropez en los años ochenta. Yo le pagaba el 20 por ciento de mis ingresos brutos —una cantidad enorme en comparación con lo que solían ceder otros artistas— con la condición de que él se encargara de echarle un ojo a todo. Creo recordar que la frase que dije en aquel trato fue «servicio Rolls-Royce». Yo podía llevar una vida feliz, creativa y placentera, despreocupado de molestias insignificantes como el pago de impuestos, revisar las cartas del banco o leer la letra pequeña de los contratos. Tenía sentido para mí porque tenía fe ciega en John. Llevábamos casi toda la vida juntos, de una forma u otra. Era una relación basada en algo más que un acuerdo empresarial: por muy cercana que sea la relación entre otros artistas y sus representantes, dudo de que ninguno haya perdido nunca su virginidad con uno de ellos. Yo confiaba en él, aunque había momentos concretos en los que me preguntaba si aquel servicio Rolls-Royce quizá tuviera que pasar la ITV. Hubo una vez en que un periódico sensacionalista consiguió averiguar muchos detalles sobre mis finanzas, incluida una de las cartas de los contables en la que me pedían que recortara gastos. Estaba seguro de que ellos mismos la habían filtrado, pero resultó que un tipo llamado Benjamin Pell la había encontrado revolviendo entre los cubos de la basura que había cerca del despacho de John Reid. Habían tirado papeles con información confidencial sin destruirlos, lo cual no decía mucho en favor de la compañía de seguridad o de la manera como estaban ocupándose de mis intereses: sin duda, estaba claro que su forma de gestionar datos personales exigía una revisión.

Y luego estaba el plan que se le había ocurrido a John para vender mi colección de másteres. Implicaba que me pagarían gran cantidad de dinero, y que quienquiera que los comprara me pagaría un porcentaje de regalías cada vez que se vendiera uno de mis discos o sonara una canción mía por la radio. Era un trato voluminoso, porque en él estaba implicado no solo todo lo que había grabado en el pasado, sino también todas las canciones que grabara en el futuro. John me trajo abogados y numerarios de la industria musical que me decían que era una gran idea, y yo acepté. Pero la gran cantidad de dinero resultó ser mucho menor de lo que me había imaginado y de lo que creía que valía mi colección de másteres. Parecía como si todo el mundo se estuviera centrando en la cantidad en bruto, en vez de en la cantidad en neto. Después de que John se llevara su comisión y los abogados y Hacienda se hubieran hecho con su parte, el dinero restante no justificaba en absoluto la cesión de todas y cada una de las canciones que había grabado y que grabaría en el futuro. Pero aparté ese pensamiento. Habría sido suficiente para comprar la casa de Niza, llenarla con obras de arte y muebles, y asegurarme de que todo el mundo a mi alrededor se beneficiara de ello. John se llevó su comisión, y decidí que pagarían las hipotecas de un montón de gente que trabajaba para mí: mi asistente personal Bob Halley, Robert Key, mi chófer Derek, Bob Stacey, que había sido mi técnico de gira y el conservador de mi vestuario durante décadas. Y además, no tenía ningunas ganas de pelearme con John.

Pero ahora sí tenía la sensación de que algo no iba bien. David y yo decidimos buscar asesoría profesional de parte de un abogado llamado Frank Presland que había trabajado para mí con anterioridad. Él estaba de acuerdo en que se nos estaba pasando algo por alto y le dije que iba a solicitar una auditoría independiente de John Reid Enterprises. Se lo dije a John y, que conste, me dijo que le parecía una buena idea y que me ayudaría en todo lo que pudiera.

Yo estaba en Australia cuando se hizo la auditoría, y empecé a temer las llamadas de David, en las que me informaba a diario de sus reuniones con Frank Presland y sus contables. Una noche me llamó y su voz sonaba notablemente alterada: Benjamin Pell, el mismo tipo que había estado husmeando en la basura de la oficina de John Reid, se había puesto en contacto con él para decirle que lo estaban vigilando y que nuestros números de teléfono estaban pinchados, así que tenía que ir con cuidado con lo que decía. Ese tipo de prácticas eran habituales en la prensa británica por entonces. ¿Acaso las cosas podían empeorar?

Al final, los auditores detectaron una lista de problemas relativos a la manera en la que se habían gestionado algunos asuntos financieros. Yo eludía todas las llamadas de John y dejé en manos de Frank Presland la organización del litigio. Para abreviar lo que es una historia en extremo dolorosa: John aceptó llegar a un acuerdo sobre la demanda y, teniendo en cuenta su situación financiera en aquel momento, se avino a pagarme 5 millones de libras.

No podría decir cómo me sentí, porque lo que siento cambia todo el tiempo. Estaba desolado. Me sentí traicionado. Fuera lo que fuese lo que hizo legalmente bien o mal, siempre creí en que John velaría por mis intereses y me advertiría de cualquier asunto que me concerniera. Estaba furioso conmigo mismo, tanto como lo estaba con John. Me sentí como un puto imbécil, por haberme desentendido tan rápido de mis propios asuntos financieros. Estaba avergonzado. Pero sobre todo, me sentí como un cobarde. Era una locura: aún sentía pánico ante la idea de enfrentarme a él y hundir el barco. Habíamos estado juntos tanto tiempo que no podía imaginarme mi mundo si no era en compañía de John. Desde el momento en que apareció en la recepción del hotel Miyako, nuestras vidas habían estado entrelazadas por completo. Habíamos sido amantes, amigos, socios, un equipo que había sobrevivido a todo: fama, drogas, peleas, toda la estupidez posible, todas las situaciones extremas que conllevaba haberse convertido en Elton John. Todo lo que se les ocurra a los lectores, todo eso pasó, y lo habíamos pasado juntos: éramos Sharon y Beryl. Cuando alguien me decía que era agresivo, o se quejaba de su mal humor, yo pensaba en aquella frase que decía Don Henley para hablar del representante de The Eagles, Irving Azoff: «Puede que sea Satanás, pero es nuestro Satanás». Y ahora todo aquello había terminado.

John rescindió su contrato de representación y renunció a reclamar su parte de mis ganancias futuras. Cerró John Reid Enterprises y se jubiló de la representación de artistas al año siguiente. Y yo volví a salir de gira. Tenía que pagar mis deudas.

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